—Buenos días, señora. Si tuviera la amabilidad, ¿vive aquí el señor Ramiro Huaranga Mesa, por favor?
La señora apenas se dejaba ver por la rendija de la puerta entreabierta. Su mirada suspicaz taladró a Chacaltana. Y su voz tampoco sonó acogedora:
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
El asistente de archivo no tenía una respuesta muy exacta a esa pregunta. Precisamente, estaba lleno de preguntas. Y la única persona que parecía capaz de responderlas era el chico de la foto que llevaba en su bolsillo, el de la cara picada con acné, el mismo que dos días antes se había escapado de él.
—Mi nombre es Félix Chacaltana Saldívar. Trabajo en el Palacio de Justicia.
Chacaltana se había pasado la noche dando vueltas sobre el colchón roto, bajo unas sábanas sin lavar, preguntándose de qué trataba esa historia. Por la mañana, se había lavado los dientes con el cepillo de un hombre muerto. Y después de todo eso, sus pies lo habían llevado directamente a la dirección que aparecía en la foto.
Su cabeza había insistido en tomar exactamente el camino contrario. Su memoria le había recordado una y otra vez la advertencia de su jefe. Pero su cuerpo se había negado a entrar en razón. Además, no estaba averiguando sobre la muerte de Joaquín, sino sobre su vida. Y eso tampoco podía contravenir ninguna norma.
Los ojos en la rendija de la puerta no reaccionaron a sus palabras. Él aclaró:
—Es donde trabajan los jueces, señora.
Ahora, los ojos de la rendija de la puerta enrojecieron, se endurecieron y se llenaron de lágrimas.
—¿Y ahora qué quieren? —dijo la mujer—. ¿No miraron ya todo lo que había?
—¿Perdone?
La mujer rompió a llorar sin remedio.
—Ayer ya me lo dejaron todo patas arriba. ¡Aquí no hay nada, señor! Nosotros no hemos hecho nada. Este barrio está lleno de ladrones. ¿Por qué no los persiguen a ellos?
—Señora, creo que debe calmarse…
—No tengo que calmarme. Devuélvame a mi hijo y me calmaré.
Mientras lloraba, sus ojos se habían alargado, desafiantes y furiosos. Sin lugar a dudas, esa persona carecía de educación superior, y no tenía una noción clara del organigrama institucional del Estado. Chacaltana trató de aclarar el malentendido del modo más didáctico posible:
—Señora, yo no soy policía. Ni miembro del Ejército. No sé dónde está su hijo. Pero si se ha perdido, puedo ayudarla a encontrarlo. Y si usted quiere poner una denuncia contra alguien, colaboraré en su redacción.
—¿Qué es usted? ¿Un cura?
Chacaltana meditó qué responder. Un fiscal no era. Un hombre de poder tampoco. Un empleado público, un archivador.
—Me gradué en Derecho.
Palabras mágicas. La mujer le abrió la puerta. Con la luz de la calle, él pudo vislumbrar su mirada cargada de esperanza.
—¿Y me va a ayudar?
—Puedo intentarlo, pero necesito que me explique usted algunas cosas. ¿Exactamente qué le ha pasado?
La señora dejó la puerta abierta y entró. En una repisa descansaba una lata grande de galletas, que abrió. Del interior extrajo un papel y se lo extendió a Chacaltana. Su gesto lo autorizaba a entrar en la sala.
—¿Le sirvo un té? —le preguntó.
—No, gracias, señora. Muy amable.
Los únicos muebles eran dos sillas plegables de metal y una mesa de madera sin barnizar. Una puerta conectaba con un dormitorio que, evidentemente, era el único de la casa. En la pared colgaba una imagen del Corazón de Jesús, y junto a ella, un afiche del Che Guevara.
Chacaltana se sentó en una de las sillas y revisó el papel que ella le tendía. Era una notificación de detención a cargo de Seguridad del Estado. Rutinaria, sin características especiales. Iba a explicarle a la señora qué significaba. Pero antes de que hablase, la mujer se echó a llorar:
—Vinieron ayer, a la hora del desayuno. Miraron todo, joven. Bajo el colchón, en el baño, todo. No había nada. Pero igual nomás se lo llevaron al Ramiro.
—¿Cuántos eran?
—Tres, joven.
—¿De uniforme?
—No tenían uniforme. No eran ni peruanos. Por lo menos dos hablaban raro. Colombianos seguro que eran. O españoles. El otro no habló.
—¿Le dijeron adónde se lo llevaban?
Ella negó con la cabeza:
—Nada me quisieron decir. Uno de los extranjeros se rio, para colmo. Me dijo: «No se preocupe, señora. Su hijo va a ver mundo». Desgraciado ese. ¿Qué mundo va a ver mi hijo, encerrado donde lo tengan?
La mujer hablaba entre mocos y llantos, con la voz quebrada. Se sentó en la otra silla y hundió la cara entre las manos. Félix Chacaltana empezó a entrever la posibilidad de una denuncia por agresiones:
—¿Fueron violentos?
—Al principio, no. Dijeron que era rutina nomás. Pero cuando vieron el póster de Ramiro —señaló hacia la foto del Che en la pared— se pusieron más malcriados. Preguntaban cosas. Vaciaban los cajones. Y luego Ramiro trató de irse corriendo, y entonces lo tiraron al suelo, le pusieron las esposas en las manos y en los pies. Le dijeron «comunista de mierda», «conchatumadre» le dijeron…
A su alrededor, apenas había señales del registro. Chacaltana comprendió que, sencillamente, en esa casa no había casi nada. Ordenarla o desordenarla no podía tomar más de diez minutos.
Chacaltana recordó a Ramiro:
«Por favor, no me mate.»
«No diré nada de lo que están haciendo. Pero por favor, no me mate.»
—¿Su hijo se metía en política, señora?
—No sé, joven. A veces decía cosas…, opiniones… muy negativas sobre el presidente, sobre el mundo. Pero así pensaba él, pues. Yo le decía que ya crecería. Que se calmaría con el tiempo. Pero nunca supe que se metiese a ningún partido, joven. Capaz él no me contaba, no me quería decir. Eso no sé. Sí sé que es un buen chico. Que no se merece que le peguen y se lo lleven.
—Seguro que no, señora.
Flotaba en el aire una pregunta. La única que Chacaltana había pensado hacer, en realidad. Acaso había llegado el momento de plantearla:
—Señora, ¿le dice a usted algo el nombre de Joaquín Calvo?
En un segundo, la cara de la mujer cambió. Se iluminó. Hasta podía parecer que sonreía.
—Ay, don Joaquín… Un caballero. Era profesor del Ramiro. Vino a casa un par de veces, a visitarnos. Siempre tan gentil. Me traía flores y todo.
Chacaltana también se alegró. Por primera vez desde que había empezado todo esto, alguien tenía una imagen de Joaquín que él reconocía.
—¿Recuerda cuándo lo vio por última vez?
—Hace tiempos ya, joven. Don Joaquín no vino por acá desde el año pasado por lo menos. Ya no se veía con mi hijo.
—¿Su hijo hizo algún comentario al respecto?
—Dejó de hablar de él nomás. Dejó de contarme cosas. Y él dejó de venir.
—¿Nunca le dijo Ramiro por qué?
La mujer miró al techo, como si fuese a encontrar ahí la respuesta. También Chacaltana levantó la vista, pero ahí arriba sólo había goteras y manchas de humedad. Finalmente, ella contestó:
—Una vez le pregunté al Ramiro qué había sido de Don Joaquín. Por qué ya no lo veía.
—¿Y qué le contestó?
Ella sonrió tristemente, con la nostalgia de quien habla de los muertos, aún sin saberlo:
—Me dijo: «A ése ya no se le ve, Mamá. Se ha hecho novio de una rubia. Ya con las justas va a la universidad a dar sus clases. Y luego sale corriendo donde su novia». Bueno, al menos Don Joaquín estará contento, ¿verdad? ¿Se habrá casado?
—No se ha casado —respondió Chacaltana, pensando en la rubia, otra vez la rubia, que antes no existía y ahora de repente estaba por todas partes.
Repentinamente, la señora se echó a llorar de nuevo:
—¡Mi Ramiro! ¡Se lo han llevado! ¡Él no hizo nada!
—Claro que no —respondió Chacaltana, poniéndole una mano en el hombro y alcanzándole una servilleta de papel.
—¿Usted me lo va a encontrar?
—¿Cómo?
—Que si me lo va a encontrar. Que si me va a ayudar… Por favor, ayúdeme…
La mujer volvió a llorar, inconsolable, sonándose los mocos con la servilleta. Mientras la acogía en un abrazo, Chacaltana se arrepintió de haber rechazado esa taza de té.