La casa de Félix Chacaltana en Santa Beatriz siempre había tenido un aire fúnebre, con su altar al padre y sus crucifijos. Pero esta noche, con las ventanas cerradas y las luces de la sala apagadas, parecía un verdadero cementerio. La única lámpara encendida estaba al fondo del pasillo, en la habitación de su madre. A Chacaltana no le parecía una luz al final del túnel, sino un incendio en la oscuridad.
Por segunda noche consecutiva, había caminado sin rumbo durante horas por las calles sórdidas del centro de Lima, entre las prostitutas y los carteristas. Como el estómago le tronaba por no haber almorzado, se había metido en un restaurante al azar a comer un aguadito. Pero a las diez de la noche, ya no era capaz de deambular más. Calculando que su madre ya estaría dormida, había regresado a casa. Y ahora, después de cerrar la puerta silenciosamente, se acercaba de puntillas a su habitación. Su plan: encerrarse, acostarse y abrocharse los ojos hasta que llegase otro día.
Antes de llegar, desde el fondo del pasillo, sonó la voz que más temía:
—¡Félix Chacaltana Saldívar!
Su madre salió de su cuarto envuelta en una bata de dormir de franela. Tenía ruleros por toda la cabeza, y en la penumbra su sombra parecía llevar un casco.
—Buenas noches, Mamá. No quería despertarte.
—¿Despertarme? Lo que pasa es que no eres capaz de mirarme a la cara.
Chacaltana estaba demasiado cansado para discutir. Pero no sabía adónde huir.
—Mamá, por favor…
—¿No es verdad? Mírame a los ojos y dime que no es verdad.
Alzó las manos al decir eso. Había estado rezando el rosario, y aún lo llevaba, marcando el último padrenuestro entre el índice y el pulgar.
—No es verdad.
—Has estado viendo a esa…, a esa… costurerita.
—¿Por qué dices eso? ¿Te lo han contado las chismosas de las vecinas?
—No, pero acabas de admitirlo.
Chacaltana no sólo era malo mintiendo. Decía la verdad incluso cuando no se daba cuenta. Fue incapaz de contestar. De todos modos, su madre no esperaba una respuesta.
—Esa mujer será tu ruina, Félix. Debes alejarte de ella.
—Mamá, no hicimos nada ayer. Nada que no hagan los otros novios.
—¿Y si los otros novios deciden pudrirse en el infierno tú también harás lo mismo? ¿Y si se quieren ahogar en un pantano de lujuria, también los seguirás?
—Estás exagerando…
—Y ahora me insultas. Me llamas exagerada. Si tu padre estuviese aquí, te pondría en tu sitio.
Eso sin duda. Su padre lo habría puesto en su sitio a golpes. Al fin y al cabo, era lo único que sabía hacer.
Félix Chacaltana Saldívar jamás perdía los estribos. De su boca nunca brotaba una palabra fuerte o una actitud altisonante. Era incapaz de confrontarse con nadie. Pero la mención a su padre se acercaba al límite de su resistencia. Respiró hondo, cerró los ojos y dijo lentamente:
—Mamá, no vuelvas a repetir eso. Te lo pido por favor.
—Lo repetiré cuantas veces quiera. Tú no eres quién para hacerme callar.
Estaban al lado de la sala, y aunque la luz era tenue, Chacaltana alcanzaba a ver la mesilla donde reposaba la foto de familia con su padre en uniforme. Le pareció que el hombre de la imagen le sonreía burlonamente. En su interior se removió una rabia desconocida, un sentimiento que él había mantenido mudo durante toda su vida.
—Me voy a dormir.
—No, jovencito. Tú te quedas escuchando a tu madre, que es lo que hace un hombre de bien.
—Soy un adulto, Mamá. ¡Soy un adulto! Tomo mis propias decisiones.
—¡No mientras vivas bajo mi techo!
—Dejaré de vivir bajo tu techo, pues.
Él mismo se sorprendió mientras pronunciaba esas palabras. Y se sorprendió más de volver sobre sus pasos, hacia la puerta de salida. Su madre se quedó quieta en su sitio, con la boca aún abierta desde el último grito y el rosario marcado en la siguiente oración. Incluso su padre, en el retrato de la mesilla, pareció asustarse ante la reacción de Chacaltana. Pero él siguió adelante, cruzó la puerta, atravesó el patio en tres pasos y salió a la calle. Ni siquiera entonces dejó de caminar, resuelto, alejándose de su casa, de su madre y de su propia humillación.
Sólo se detuvo al llegar a la avenida Arequipa, cuando casi lo atropella un autobús. Pensó en lo que estaba haciendo, y donde antes había furia, ahora lo invadió un ataque de pánico. Fugarse de casa era lo más atrevido que se le había ocurrido en su vida. Y no sabía cómo seguir.
Miró a un lado y otro, con el corazón queriendo salirse por su boca, como si esperase encontrar una respuesta entre los desconocidos que andaban por la calle a esas horas. Obviamente, tal respuesta nunca llegó.
Se preguntó dónde pasaría esa noche. Jamás había dormido fuera de su casa. Pero al menos esa respuesta sí podía obtenerla. Ya la tenía. Esa respuesta descansaba, inmóvil, en el bolsillo de su pantalón.