En vez de volver al trabajo, Chacaltana se dirigió al local del diario El Comercio y se colocó en una de las colas para contratar anuncios clasificados. Tres turnos después, llegó frente a Cecilia. Ella no sonrió al verle.
—¿Puedo ayudarle?
—Quiero poner un aviso.
—¿Cuántas palabras?
—Sólo tres: «Acompáñame a almorzar».
Ella se mantuvo impasible.
—¿Eso es todo?
—Añada dos: «Te quiero».
De modo sutil y casi involuntario, los labios de Cecilia se curvaron en una sonrisa. Y unos minutos después, almorzaban juntos en un pequeño restaurante de la calle Nicolás de Piérola. Él pidió arroz con pollo. Ella, causa.
—¿Sabes por qué se llama «causa»? —dijo él cuando a ella le trajeron su plato.
—¿Por qué?
—En la guerra de Independencia no había comida. Sólo había papas. Los cocineros del ejército libertador hacían un puré de papa relleno de cualquier cosa. Sabía muy mal. Y les rogaban a los soldados que se comiesen esa cosa. Por la causa patriótica.
—¿De verdad?
Chacaltana asintió, haciéndose el interesante. Trabajar en el archivo, en cualquier archivo, tenía una ventaja: acceso a toneladas de información inútil, de datos que la gente tira porque no sabe qué hacer con ellos.
—Ahora está muy rica —rio ella, mientras cortaba su causa con el tenedor. Bajo la pasta amarilla de la papa emergieron la palta, el atún y la mayonesa.
A continuación, se hizo el silencio. Chacaltana comprendió que le correspondía a él romperlo. No estaban ahí para hablar de cocina.
—Cecilia, yo… Quiero disculparme por mi madre.
Ella lo cortó secamente:
—Tú no te tienes que disculpar por ella. Tiene que disculparse ella.
Cecilia seguía comiendo, pero había bajado la mirada. Para ella tampoco era fácil tratar este tema. Chacaltana bajó los ojos a su vez, y se encontró con su arroz con pollo. Supo de inmediato que no se lo iba a comer. Intentó explicarse:
—Cuando Papá murió, Mamá y yo nos vinimos a Lima. Teníamos que huir de nuestros recuerdos. Aquí, Mamá tuvo que trabajar muy duro para sacarme adelante. Una mujer sola, con un hijo. Pudo haberse casado. Tenía pretendientes. Pero se sacrificó para cuidarme lo mejor posible, para llevarme a la universidad…
—No sé qué tiene que ver eso con…
Con un gesto de la mano, de todo su cuerpo, Chacaltana le pidió paciencia.
—Siempre he querido retribuir todo lo que ella hizo por mí. Conforme fui creciendo, traté de ser el hombre de la casa. Supongo que por eso ella tiene celos de mí, como se tienen de un marido.
Ahora, Cecilia tampoco estaba comiendo. Tan sólo removía los colores claros de su plato, como si fuera una taza de té.
—Tu padre debió de ser un hombre muy bueno.
Chacaltana trató de recordar a su padre. A su memoria sólo acudieron golpes, gritos y carajos. Por eso nunca intentaba recordarlo.
—Sí, lo era —mintió. Ésta era la única mentira que le salía con facilidad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Cecilia—. No puedo ayudarte con esto. Es algo que tú debes resolver con tu Mamá. Y mientras no lo hagas, no sé cómo tener una relación contigo. A tu casa no voy a ir. Y tu madre no te deja salir.
—Hablaré con ella.
—Eso dices siempre.
El asistente de archivo nunca había oído a Cecilia tan cortante y agresiva. Tenía que recuperar su respeto. Recordó la llave en su bolsillo, y su propia historia del día anterior. Había sido valiente por no salir corriendo, por tratar de arrestar al joven con acné. Pero una vez más, no podía hablar de ello. Casi no podía hablar de nada, en realidad. Lo único que podía hacer era cambiar de tema.
—Mira —dijo sacándola, como si fuese un juguete para distraer a un niño—. Es de la casa de Joaquín.
—¿Has sabido algo nuevo de eso?
—No. Yo no llevo esta investigación —en rigor, debía haber añadido «ni ninguna otra», pero prefirió dejar la frase como estaba.
—¿Y por qué la tienes?
—Don Gonzalo, el padre de Joaquín, me ha pedido que vaya a su apartamento. Dice que si encuentro algún recuerdo que me guste, puedo quedármelo.
Cecilia se quedó mirando la llave, hipnotizada. Se fijó en ella con tanta atención que Chacaltana volvió a mirarla. A lo mejor era antigua, o estaba hecha de oro. Pero a simple vista parecía normal, con los dientes irregulares y el extremo redondo, como casi todas.
—Cecilia, ¿qué te pasa?
—Tienes la llave de un apartamento.
—Sí.
—Sólo tú la tienes. Y no hay nadie ahí.
—Sí.
Ella se quedó mirándolo, en espera de alguna reacción que no llegaba. Chacaltana deseó ser más inteligente. Siempre lo deseaba. Pero por mucho que se exprimió los sesos, no consiguió meterse en la cabeza de su chica. Ella se impacientó:
—Félix, ésa es la solución a nuestros problemas. ¿Por qué no nos encontramos ahí, en ese apartamento?
Un torrente de imágenes pasaron en ese momento frente a los ojos del asistente de archivo. El joven con acné. Las banderas rojas. Los documentos políticos. El desorden de muebles desvencijados y libros rotos. El cuerpo de Joaquín en la morgue. Y aparte de esos flashes visuales, palabras. Miles de palabras se aglomeraron en sus oídos:
«Todo saldrá bien.»
«Te vas a meter en un lío por las puras huevas.»
«Por favor, no me mate.»
—¡No! —dijo en voz demasiado alta. Los demás comensales del restaurante se volvieron hacia su mesa. Cecilia frunció el ceño.
—¿Por qué no?
Para él era tan obvio que ni siquiera sabía cómo explicarlo:
—¡Joaquín está muerto! —dijo, esta vez más bajito.
—Y nosotros seguimos vivos. Además, no murió ahí, ¿no? Un apartamento es un apartamento.
Por enésima vez ese día, Félix Chacaltana trató de explicarse, y se encontró en el borde del abismo de sus propios silencios, incapaz de dar un paso adelante. Con la mirada gacha, frente a su plato ya frío, se limitó a repetir:
—No es posible, Cecilia. No es posible.
—Entonces tendré que pensar que el problema no es tu Mamá. El problema eres tú. Y eso sí que no tiene solución.
Antes de que Chacaltana pudiese decir nada para frenarla, Cecilia se levantó y abandonó el restaurante. En su lugar dejó apenas los restos revueltos de su plato, como un pequeño campo de batalla después de la derrota.