Sentado ahí, en el mismo bar Cordano de siempre, donde Chacaltana solía encontrarse con Joaquín, Don Gonzalo se parecía más que nunca a su hijo, como una copia ajada y arrugada del original. La nariz igual de bulbosa pero surcada de venitas. Las manos fuertes, aunque más arrugadas y manchadas, y afectadas por su temblor habitual. Los ojos del mismo color negro, pero cubiertos por gruesos lentes. Eso sí, su vista debía de estar bien, porque nada más sentarse, comentó:
—Tienes mala cara, Félix.
La noche anterior, Chacaltana había regresado a casa demasiado tarde. Y esta mañana se había marchado muy temprano. Entre un momento y otro había sufrido un sueño difícil, interrumpido y sembrado de pesadillas. Y había tomado una decisión complicada, que a él mismo le resultaba incómoda y que contradecía todo lo que pensaba. Pero no quería abundar en el tema.
—En cambio, usted se ve muy bien, Don Gonzalo.
—¿Cómo está tu madre?
Chacaltana no lo sabía. Había intentado evitarla. Y ella también a él.
—Muy bien, felizmente.
—Una señora muy distinguida.
El asistente de archivo llevaba un tiempo sin oír ni pensar nada bueno sobre su madre. Aun así, tenía que responder algo, aunque fuese con un hilo de voz.
—Gracias.
—Y muy elegante.
—Claro.
—Mándale saludos.
—De su parte.
¿Estaba alargando el tema Don Gonzalo? ¿Tenía ganas de seguir hablando de su madre? A Félix Chacaltana le pareció improbable. Quizá era sólo un intento por hacer conversación. Trató de volver a la razón de su encuentro:
—Don Gonzalo, gracias por responder a mi llamada tan rápido. Yo… sólo lo cité porque quería devolverle una cosa.
Antes de que Don Gonzalo preguntase, sacó la llave de su bolsillo y la depositó en su mano. El viejo le dio vuelta un par de veces, sin quitarle ojo de encima, como si no la reconociera.
—¿Fuiste ya a la casa? ¿Tan rápido?
Félix Chacaltana era bueno para rendir informes, clasificar documentos o verificar datos. Pero mentir no era lo suyo.
—Me temo que… no puedo ir a la casa de Joaquín. Es… completamente imposible de toda imposibilidad.
—Comprendo.
La falta de reacción del viejo puso a Chacaltana más nervioso:
—Bueno, es que… Sobre todo por… Eeeh… No tengo tiempo.
—No tienes tiempo.
La llave brilló en la mano de Don Gonzalo. Su mirada era triste pero firme. Se clavaba, interrogante, en Chacaltana, que trataba de evadirla. El asistente de archivo intentó explicarse:
—No encuentro el momento de visitar la casa de Joaquín. Trabajo todo el día, visito a mi novia por la tarde y cuido de mi madre por la noche…
No sabía qué más decir. No quería contar su visita al apartamento, ni su conversación posterior con el director del archivo. La verdad podía meterlo en un lío. Incluso metería en un lío a Don Gonzalo.
El viejo jugueteó con la llave en la mano. Cabeceó tristemente.
—Te da miedo, ¿verdad?
—Yo… n… es… el…
—Conozco el miedo, ¿sabes? Lo conozco bien. Yo era miliciano. Hice la guerra española en el frente de Aragón. Al principio, no ocurría nada. Nos pasábamos el día cavando trincheras y haciendo patrulla. Sólo se movían las nubes, que bajaban hasta el suelo seco y pelado, con los nevados montando guardia al fondo. Nuestra principal ocupación era cubrirnos del frío y fanfarronear. Oh, sí. Alardeábamos sin parar. Todos íbamos a ser héroes. Todos íbamos a derrotar a los fascistas, a hacer historia. Bueno, yo no. Yo ni siquiera podía empuñar un arma. Yo no era más que un mensajero, un limpiador de cuadras, un chico para todo.
Alzó sus manos, que volvieron a temblar. Tenía el rostro triste. Chacaltana comprendió que no era la edad. Don Gonzalo siempre había padecido esa especie de párkinson. Había nacido demasiado débil para el tiempo que le había tocado vivir.
—Tenía un camarada especialmente bocazas —añadió el viejo—. Se apellidaba Miralles. Era mi amigo, pero también era un gilipollas. No paraba de exigir que entrásemos en combate. Decía que se aburría ahí parado, sin despellejar enemigos. Juraba que no podía esperar. Y no tuvo que hacerlo. Un día nos desplazaron a Huesca. El que quería guerra, ahí la tuvo. Los obuses estallaban a nuestro costado. Si no nos mataban, nos dejaban sordos. Y si no eran los obuses, eran los aviones. Y si no eran los aviones, eran los combates cuerpo a cuerpo. Después de los enfrentamientos, el campo no quedaba sembrado de cadáveres, sino de miembros: piernas, orejas, manos regadas por el suelo, como restos de comida tras un banquete. Mi trabajo era ir de aquí para allá reconociendo los cadáveres y ayudando a recogerlos. Mi amigo Miralles no estaba por ninguna parte. Yo pensaba que estaría muerto. Pero pasé todo el día viendo cuerpos, y ninguno era el suyo. ¿Sabes dónde lo encontré?
El asistente de archivo no tenía idea, pero comprendió que era una pregunta retórica. Se encogió de hombros para que el viejo terminase su historia. Éste dijo:
—Habíamos cavado una fosa, ya sabes, para defecar. Un agujero lo suficientemente grande para albergar la mierda de toda la milicia. Y lo habíamos llenado rápido. Apestaba a diez o veinte metros. Al terminar el día fui a hacer de vientre. Y escuché los lamentos de mi amigo. Nada más comenzar las explosiones, Miralles el valiente, el despellejador de fascistas, se había arrojado a la fosa. Y ahí seguía, cubierto de mierda y de lágrimas. Luego resultó un hombre valiente, ese Miralles. Pero hasta los más valientes tienen miedo en una guerra. No te avergüences.
Chacaltana trató de asociar esas palabras consigo mismo. Supuso que, definitivamente, él jamás, bajo ninguna circunstancia, se hundiría en una fosa que afectase de tal modo su higiene personal. Pero de todos modos, no era muy probable que lo necesitase:
—Con todo respeto, Don Gonzalo, esta situación no tiene nada que ver con la nuestra. Nosotros no estamos en esa guerra. De hecho, ni siquiera estamos en guerra.
—En eso te equivocas, hijo. Es la misma guerra. Los uniformes han cambiado un poco. Los acentos de los combatientes suenan distinto. El resto es igual.
El viejo se levantó y dejó unas monedas junto a su café. Algo de sarcasmo tiñó su voz al despedirse:
—Fue un gusto conocerte, Félix. Que tengas una buena vida.
Apoyándose ligeramente en las sillas, Don Gonzalo se dirigió a la salida. En apenas una semana, Chacaltana había llegado a apreciar a ese hombre. Y ahora tenía que abandonarlo a su suerte. Se repitió que estaba sometido a razones de fuerza mayor. No era su culpa. El mundo no era su culpa. Además, a Don Gonzalo no podía pasarle nada, ¿verdad?
Chacaltana imaginó al viejo entrando en el edificio del jirón Lampa, subiendo esforzadamente las escaleras, parando a recuperar el aire en cada piso, descubriendo el caos del apartamento. Nada de eso podía hacerle daño, más allá de un susto. ¿O sí? Quizá descubriría cosas sobre Joaquín que él siempre le ocultó, como se las ocultaba a todos. Quizá encontraría al hijo que no conocía. O peor aún, a lo mejor alguien lo esperaría en el interior de la casa, detrás de la cortina de la ducha, listo para saltar. A lo mejor era de Seguridad del Estado. A lo mejor no.
—¡Don Gonzalo!
El viejo se detuvo en la puerta, frente a la estación de Desamparados. No se dio la vuelta. Sólo esperó.
—No vaya usted solo al apartamento.
Don Gonzalo miró a un lado y otro, como buscando a alguien. Luego afirmó:
—Me temo que no quedan más voluntarios.
Félix Chacaltana quiso pensar en otra cosa. Apartar de su mente la culpa por el viejo. Éste ni siquiera estaba advertido de los riesgos. Y Chacaltana no podía contárselos. Quizá la próxima vez, el hombre escondido ahí sí llevase un arma. Padre e hijo terminarían en la misma morgue, alcanzados por balas del mismo calibre. Chacaltana tendría que cargar con eso en su conciencia.
—¿Y si no va nadie? —preguntó Chacaltana.
Don Gonzalo dejó escapar un gorjeo. Quizá una risa, quizá una tos.
—Mi hijo ha muerto, Félix. Alguien tiene que ir, aunque nadie quiera.
El viejo se dispuso a continuar su camino. Pero se movía con lentitud. Y las palabras se amontonaban en el pecho de Félix Chacaltana, pugnando por salir, empujadas por una mezcla de miedo y culpa. Al fin, antes de que el viejo abandonase definitivamente el Cordano, Chacaltana soltó todo lo que no quería decir:
—No puedo permitirlo. Sería indecente por mi parte dejarlo solo a usted en este momento. Deme esa llave.