El verdadero domicilio de Joaquín Calvo quedaba en el jirón Lampa, en lo alto de un edificio descascarado y sin ascensor, entre los vendedores ambulantes de tónicos para la erección y juguetes sexuales. Joaquín había vivido a unos pasos de la Lima cuadrada pero fuera de ella, como listo para escapar.

Al llegar a la puerta, Chacaltana permaneció de pie. Necesitaba recuperar el aire después de subir cinco pisos por las escaleras. Pero también quería darle cierta solemnidad al momento. No entraba ahí sólo para ayudar a Don Gonzalo. Chacaltana necesitaba saber quién había sido su amigo. Y ése era el único lugar donde había una esperanza de respuesta.

Abrió la puerta lentamente, como si temiese despertar a alguien, y se quedó en el umbral para hacerse una idea general del apartamento. Su primera imagen fue un revoltijo de cosas rotas. Los dos sillones y la mesa de la sala yacían volcados en el suelo, con sus interiores rasgados y abiertos en canal. El sofá seguía en su sitio, pero alguien lo había rajado con una navaja, y el relleno de los cojines se escapaba por el agujero. Un par de armarios y un estante habían caído de los muros, y con ellos, una nutrida colección de libros, ceniceros y adornos que se repartían por todos los rincones de la habitación. Muchos de los libros habían quedado abiertos, deshojados y hasta deslomados. A ambos lados de esa sala asomaban una cocina y un dormitorio en idéntico estado de destrucción.

Tal desorden era impensable en un hombre puntilloso como Joaquín. Pero una vez más, Chacaltana se preguntó si sabía realmente cómo era Joaquín. Si el apacible jugador de ajedrez se correspondía con un Joaquín real o era sólo el hábil disfraz de un…, de un…, ¿de un qué?

Chacaltana se internó en ese bosque de papel y madera. Aparentemente, en la casa no había nada orgánico, ni macetas, ni animales, ni comida al aire libre. Nada vivía ahí. Eso mejoraba el olor.

El único dormitorio estaba patas arriba. El colchón despanzurrado se abandonaba sobre el suelo. Las sábanas rasgadas cubrían una lámpara. Ahí también había papeles. Y tampoco había fotos. En ese cementerio de documentos, ninguno retrataba a su amigo, o a algún ser querido, ni siquiera a un perro. No se atrevió a pasar a la cocina, por temor a las posibles esquirlas de platos y vasos rotos.

Las cortinas y ventanas llevaban cerradas muchos días, y se respiraba una atmósfera densa y húmeda. Chacaltana se sentía intranquilo. Estaba merodeando en un territorio peligroso. Quería rendir homenaje a su amigo, pero el aspecto de la situación lo sumía cada vez más en la incertidumbre.

Abrió las ventanas mientras decidía. Para darse compañía, encendió la televisión de la sala. Del aparato le llegó una voz profesional que le era conocida:

—Va Muñante con el número 7 para sacar el primer tiro de esquina del partido, favorable a Perú. Llevamos apenas dos minutos jugando, pero el equipo de Irán ya está contra las cuerdas.

En la pantalla aparecieron asistentes al estadio con chilabas y túnicas persas. Chacaltana se sintió tan extraño como ellos.

—Atención al tiro… Cabezazo de Velásquez y gol… ¡Gooooooooooooool de Velásquez! ¡Nada más empezar el partido se deja sentir la garra de Perú!

Llegó una vibración, una celebración unánime proveniente del exterior. Chacaltana pensó en el director del archivo. Al menos él estaría contento, con sus amigos del tercer piso, gritando gol. Aspiró un soplo de aire fresco, tanto como podía estar en el jirón Lampa. Deambuló de un lado a otro, tratando de reconstruir mentalmente la vida de su amigo entre ese cementerio de objetos destripados.

Le llamó la atención un bulto de color chillón amontonado en una esquina. Al acercarse, comprendió que eran banderas. Banderas rojas. Algunas llevaban estampadas la hoz y el martillo en color amarillo. Otras sólo tenían siglas: PSR, PCP, MIR, FOCEP. Al fijarse en los papeles regados por el suelo volvió a encontrar las siglas. Y las hoces con los martillos. Y otras palabras que reconocía de algún otro lugar: «Yanquis imperialistas», «Maquinaria represiva del régimen», «Movimiento de liberación popular».

Había leído esas palabras en volantes que manos anónimas repartían por el centro de Lima. Las había escuchado en manifestaciones políticas de la universidad, actividades casi clandestinas que se suspendían cuando aparecía un profesor. Las había oído en boca de sus compañeros, siempre pronunciadas con rabia, con ímpetu, como si las mismas palabras fuesen armas de fuego. No sabía bien a qué se referían. Nunca había frecuentado a la gente que las empleaba. Pero tenía claro que esas palabras atraían problemas.

Al pasar junto al baño, sintió un siseo. Un suspiro. O quizá un resbalón. Se petrificó. Conteniendo la respiración, se acercó a la puerta. El lavabo no había escapado al caos del apartamento, pero tenía poco que remover. Frascos de medicinas en el botiquín, regados sobre el bidé. Toallas por el suelo. Sin embargo, al fondo lo esperaba un hallazgo alarmante: la cortina de plástico esmerilado, donde se proyectaba, tenue, una silueta oscura del tamaño de un hombre.

—Irán intenta reponerse —continuó el narrador del televisor—. Ahora atacan por el centro, pero la defensa peruana está plantada como una columna griega. Confusión en el área. Hassan Rowshan la busca. Cuidado que no se puede dejar solo a este hombre. Dispara a la portería y… ¡Quiroga! El portero peruano destruye las ilusiones de los iraníes con una parada soberbia, superior, tajante…

Detrás de la cortina, el bulto se expandía y contraía ligeramente. Era la respiración de un torso vestido con camisa y chaqueta. Chacaltana trató de decidir qué hacer. Una parte de él quería darse vuelta y salir, como si nada hubiera pasado. Reportaría a Gonzalo Calvo el estado del apartamento y procuraría no volver. No mencionaría el bulto. Por otra parte, se hallaba ante un caso flagrante de allanamiento de morada, una violación del orden legal. Era su deber reportarlo. Ya no se trataba de Joaquín. Se trataba de las reglas elementales de la convivencia en sociedad.

Buscó algún objeto contundente. El corazón le quería explotar en el pecho. Encontró la pata de una silla rota. La levantó en el aire, aunque no tenía claro cómo usarla. Trató de investirse de autoridad, de decir algo imponente, como la orden de un policía:

—Si… hay alguien ahí… Le ruego apersonarse en la sala… Tenga la amabilidad.

Nada más empezar a hablar, se le coló en la voz un chillidito. Y de todas formas, su elección de palabras no había sonado muy imponente. Trató de mejorarla:

—Alto en nombre d… Soy empleado de la… ¡Es una orden de la Fiscalía de la Nación!

Eso había estado bien. Aunque la legalidad de su frase era dudosa. ¿Podía asumir él la representación de la Fiscalía de la Nación? Ya lo averiguaría más tarde.

La sombra se movió. Lentamente, apartó la cortina que la escondía. Luego dio un par de pasos adelante, con las manos en alto. Chacaltana mantuvo la mano apretada a la pata de la silla. Como si pudiese estar cargada, el otro alzó las manos un poco más. Cuando cruzó el umbral del baño, Chacaltana lo reconoció. Era el mismo rostro picado de acné que había visto en la universidad, el día que fue a buscar a Joaquín. Y esa chaqueta era la misma que llevaba en el cementerio, el día anterior, tras el entierro de Joaquín. Y lo que había en sus ojos no era amenaza, ni peligro. Sólo era miedo.

—Teófilo Cubillas —habló el televisor—, el Nene, encara a la defensa. Quiere torear. Quiere torear. Se escapa por un costado y… ¡Falta! Empujón contra Cubillas en el límite del área y el árbitro decreta que fue dentro. ¡Penal, señores! Protestan los iraníes, pero la sentencia es firme: la pena máxima. El mismo Cubillas va a dar la patada desde los doce pasos. El Nene se dispone. Espera el silbatazo, patea y… ¡Gol! ¡Goooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooool del Nene! ¡El Nene vuelve a brillar y Perú ya tiene dos goles de ventaja! ¡Son dos!

El joven salió por fin a la sala. Temblaba. Una vez más, Chacaltana se sintió mucho mayor que él. Por lo demás, estaba igual de asustado. Aun así, trataría de mantener la dignidad de su cargo, fuese cual fuese ese cargo exactamente.

—Debo informarle, joven, de que ha incurrido usted en numerosas violaciones contra la propiedad privada con presuntas responsabilidades a determinar debidamente por la fiscalía correspondiente, las cuales…

—Por favor, no me mate…

Las palabras habían salido de su boca como un escape de gas, silencioso y veloz. Pero estaban claras. Al oírlas, Chacaltana dedujo que tenía el control de la situación. Pero comprendió que no sabía cuál era la situación:

—Me parece que esto es un malentendido, joven. Yo sólo necesito que me acompañe a la sede del Poder Judicial, donde…

—No, por favor…

—Se trata sólo de recabar sus generales de ley para el correspondiente proceso de verificación…

—¿Mis «generales de ley»? —el joven aún tenía las manos en alto. Su rostro mostraba la palidez del pavor—. ¿Para eso ha estado siguiéndome?

—¿Cómo dice?

—Escuche, no quiero saber nada. Déjeme ir. No me mate. Desapareceré. No volverá a verme. Lo juro. Lo siento.

Una lágrima brotó entre sus ojos y corrió por sus ronchas, hasta caer sobre su labio. Chacaltana, ahora sí convencido de su sinceridad, bajó la pata de la silla.

—Se confunde usted, joven…

—No diré nada de lo que están haciendo.

—¿Lo que están haciendo quiénes? ¿No dirá nada de qué? Creo que usted no entiende…

—Ok. Ok.

Chacaltana notó que el joven sólo trataba de ganar tiempo. Iba diciendo lo que creía que le concedía más minutos. Afuera, en el país, un nuevo grito de euforia los distrajo:

—¡Gooooooooooooooooooooooooool! ¡Otro penal! ¡El mismo Cubillas! Y la victoria se va convirtiendo en una goleada implacable. El mejor Perú de la historia corre inalcanzable rumbo a los cuartos de final.

Chacaltana se aclaró la garganta. No quería que el fútbol rompiese la gravedad de la situación. Constató que el joven ni siquiera había mirado la pantalla. Seguía asustado, con los ojos enrojecidos y las manos crispadas.

—Joven, tenga la bondad de acompañarme —decretó Chacaltana.

Antes de que se diese cuenta, el joven ya no estaba en la puerta del baño. De un salto se colocó a su lado y lo empujó. Chacaltana había bajado por completo la guardia con la pata de la silla, y ahora sintió que el otro lo tomaba por la muñeca y le daba un codazo en el pecho. Trató de mantener el equilibrio, pero cayó aparatosamente contra los libros del suelo y se golpeó la cabeza con una pata de la mesa.

—¡Joven, no puede irse así! —gritó—. ¡Sólo complica su situación!

En esa habitación ya no había nadie. Tan sólo la voz del locutor del partido, que se desgañitaba esparciendo la buena nueva mientras los peruanos se abrazaban en la cancha, en sus casas y en sus corazones:

—¡Gooooooooooooooooooooooooool! ¡Teófilo Cubillas remata una pared con toque perfecto, mágico! Cubillas se pone a la cabeza de los goleadores del Mundial, Perú a la cabeza de su grupo eliminatorio, y todos nuestros compatriotas celebran el fútbol poderoso, magnífico, de este equipo…