Un extremo arriba. El otro a la izquierda.

Joaquín Calvo le había enseñado a hacerse un nudo de corbata Windsor. Fue una mañana, después del ajedrez, en el parque de Miraflores. Le dijo que no podía andar por la vida con ese nudo simple de subalterno, y le explicó los giros y los secretos del Windsor, que él consideraba un nudo con estilo. Ahora, Chacaltana trataba de repetir esos giros con una corbata negra, para encontrarse con su amigo por última vez.

—¿Adónde vas?

—Al entierro de mi amigo, Mamacita. Ya lo sabes.

—¿El que murió en la reyerta?

—No sabemos cómo murió. Sólo que le dispararon.

—Algo habría hecho, Félix. Algo habría hecho.

Su madre sacudió la cabeza, sin duda imaginando ya lo que Joaquín habría hecho. Quizá había bailado con una dama casada. O se había sobrepasado con el alcohol. Esas cosas pasan cuando tientas al destino.

—Era un caballero muy noble, Mamá —lo defendió Félix—. Honrado y trabajador.

—¿No era soltero? Un verdadero caballero de cuarenta años tiene una familia. Lo de él era… rarito.

En el vocabulario de su madre, raro era raro, pero rarito era un desviado de índole sexual, un pervertido. Y a cierta edad, de no haber contraído el sagrado vínculo del matrimonio, todo varón caía en esa categoría.

Félix terminó de atarse el nudo. Sacó de un cajón un pañuelo negro, lo dobló y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, con las puntas asomando como un crespón. Tampoco había hablado de mujeres con Joaquín. No de una mujer en particular. Joaquín a veces hacía bromas respecto a las mujeres en general, o a algunas de sus partes. Pero no estaba casado, que él supiese.

—¿Por qué no me llevas? —preguntó la madre.

—¿Al entierro?

—Es una misa, ¿no? Me cuenta por la de hoy.

—Bbb… bueno.

Al fin y al cabo, a ella le haría bien tomar el aire. Si llegaba, claro, porque la señora necesitó una hora para arreglarse. Se cambió los zapatos. Se pintó. Se acomodó una mantilla negra sobre la cabeza, y una enorme peineta al estilo español. Agregó un velo y un rosario de cuentas de porcelana, que combinó con un crucifijo de cuentas doradas. Chacaltana notó que las mejores ropas de su madre sólo se lucían en los funerales.

Ese sábado no jugaba Perú, así que la vida salía a la calle. En la animación de las veredas, en las tiendas abiertas, en las radios a todo volumen de los bares y restaurantes se advertía el movimiento de un día normal. Incluso más. Por la tarde se transmitirían tres partidos, el último de ellos un Italia-Argentina. Y el tráfico de mediodía estaba saturado de gente que regresaba a sus casas. El cambio de autobús hacia el Callao se les hizo larguísimo. Chacaltana comprendió con preocupación que llegarían a su destino más de una hora tarde.

En la puerta del cementerio Baquíjano y Carrillo, Chacaltana compró flores. Quería floripondios, porque recordaba que a Joaquín le gustaban, pero su madre insistió en que lo «decente» era llevar una corona tradicional. La discusión los retrasó aún más. Al final, Chacaltana terminó cediendo por la prisa.

Mientras atravesaban los mausoleos de mármol de las familias pudientes, a Chacaltana le pareció reconocer a alguien. Su memoria hizo un flash, pero su madre no paraba de hablar. A él se le fue de la cabeza, y ella se calló cuando alcanzaron la zona de los nichos más pobres, donde los sepulcros se amontonaban unos sobre otros, como en unidades vecinales de barrio obrero. Ése era el barrio pobre de los muertos.

Llegaban tarde. Al parecer, lo único puntual en Lima eran los enterradores, que ya estaban tapiando el nicho. La tumba carecía de más adornos que una foto de Joaquín y una placa con su nombre y años de vida, «(1938-1978)». Frente a la inscripción, Gonzalo Calvo hacía guardia, con lentes oscuras. Solo. Parecía mirarse a los ojos con su hijo.

Chacaltana se sintió culpable:

—Veo que llegamos cuando ya se han ido todos. Lo siento.

El padre del muerto tardó varios segundos en reconocer que tenía compañía. Y cuando al fin lo hizo, fue sólo para musitar:

—No ha venido nadie.

Chacaltana se sintió aún peor. Acentuaron el malestar su pañuelo negro y su corbata, y la peineta y el manto de su madre, todas esas galas que llevaban puestas para que nadie las viese.

—No me extraña nada —dijo ella, y por el tono habitual de su voz era imposible saber si estaba protestando o simplemente comentando—. Los amigos falsos están por todas partes. Sólo en la muerte y el sufrimiento se conoce de verdad a las personas.

Nada se movió en el señor Calvo, pero posiblemente sus ojos rodaron tras los cristales oscuros.

—Es mi madre —la presentó Chacaltana—. Y el señor es Don Gonzalo Calvo, padre de Joaquín.

—Gracias por venir —saludó el deudo.

—Espero que el servicio haya sido de su agrado —deseó Chacaltana, aunque no estaba seguro de que los servicios fúnebres pudiesen ser del agrado de nadie.

—Duró cinco minutos. El cura hasta se equivocó con el nombre de Joaquín.

—Quizá tenía demasiado trabajo —trató de disculparlo Chacaltana. Un vistazo a su alrededor demostraba que no. Al parecer, los días de fútbol la gente ni siquiera se moría. Pero consideraba su deber amortiguar el sufrimiento de ese hombre. Acaso fuese una manera de aligerar el suyo propio.

La madre de Chacaltana se acercó al nicho y se aferró a las cuentas de su rosario. Con los labios apretados, murmuró rápidamente unas oraciones, como una rutina para casos así. El señor Calvo aprovechó el instante y dijo en voz baja:

—Félix, quisiera pedirte un favor.

—Usted dirá, Don Gonzalo. Cuente conmigo para lo que haga falta.

—Tengo la llave del apartamento de Joaquín. Pero no me atrevo a entrar. Es… muy duro para mí. No sé si me entiendes.

Chacaltana asintió mientras el señor Calvo dejaba escapar un suspiro. El viejo continuó:

—Quisiera que le echaras un vistazo. Si hay algo que pueda tener valor familiar, guárdamelo. Y por supuesto, si algo tiene valor personal para ti, quédatelo.

—Me siento muy honrado de ser elegido para esa tarea, señor.

El señor Calvo esbozó una sonrisa triste. Le dio la llave y una tarjeta con la dirección, que ya llevaba escrita, y que no era de la calle Capón, como Joaquín había consignado en el archivo. Al tocarse con la de Chacaltana, la mano del viejo volvió a temblar. Y admitió:

—Honestamente, Félix, no tengo de dónde escoger.

Chacaltana iba a responder, pero su madre había terminado con sus jaculatorias y ahora se acercaba a los dos hombres:

—Nosotros también perdimos al padre de Félix —le explicó al señor Calvo.

—Mamá, no creo que esto le interese a…

—Por favor —interrumpió Calvo—. Me interesa.

—Fue una desgracia. Una tragedia.

Hablaba como si el accidente hubiese ocurrido el día anterior. Y repetía una y otra vez el dolor de su pérdida. A Chacaltana le molestaba el tema. No tenía buenos recuerdos de su padre. Y no quería oír sobre su muerte. En general, prefería evitar oír y pensar en él. Pero su madre era implacable. Y una vez que empezaba su perorata, resultaba imposible detenerla.

Disimuladamente, Chacaltana se alejó de ella. Calvo se veía entretenido, así que él se acercó a la tumba a despedirse en silencio de su amigo. Cuando terminó, la conversación, o más bien el monólogo de su madre, seguía adelante. Aquí y allá, Calvo asentía o la animaba a continuar. Así que Chacaltana caminó un poco más, hasta los mausoleos más lujosos.

Deambuló entre las imágenes de santos y ángeles que decoraban los sepulcros más caros. Algunas tumbas eran tan grandes que parecían residencias. Y hacían ver aún más pequeño el agujero donde habían ido a parar los huesos de su amigo. Mientras sus pensamientos vagaban entre los muertos, otra vez creyó ver una silueta familiar, al fondo, semioculta detrás de una cruz gótica.

Permaneció quieto en su lugar. La silueta tampoco se movió. Comprendió que lo estaba mirando a él, a Chacaltana. Pero no levantó la vista. Quería acercarse más a ella sin alertarla. Continuó su paseo fingiendo atención por los floreros y las velas del camino. Describió un rodeo para acercarse a su silencioso perseguidor. Según sus cálculos, la silueta trataría de alejarse un poco, y se cruzaría con él a la altura de una tétrica escultura de la muerte.

Acertó. La silueta correspondía a un hombre. A dos, en realidad. Habían tratado de escabullirse de él, pero ahora lo tenían enfrente. Para no hacer aspavientos, bajaron las cabezas y se desviaron, en dirección a la salida. Ninguno se detuvo ni habló, al menos mientras lo tenían delante.

El asistente de archivo recordó dónde había visto antes a esos dos hombres: en la universidad, el día que fue a buscar a Joaquín. Eran el estudiante de acné y el de barba. Aquel día se habían reído de él en el salón de clases. Y ahora se alejaban a paso veloz por los pasillos de nichos y tumbas.

Sólo podían encontrarse ahí por una razón. Pero ¿por qué no se habían acercado al nicho? ¿Por qué fingían no conocerlo? Y sobre todo, ¿por qué lo miraban a él y no al cuerpo presente de su antiguo profesor?

Los dos hombres llegaban ya a la puerta del cementerio. A Chacaltana se le ocurrió seguirlos, pero su cuerpo ni siquiera dio un paso adelante.