—Félix, ¿estás bien?

Chacaltana volvió a la realidad. Frente a él se enfriaba un plato de ají de gallina. Y desde el otro lado de la mesa, Cecilia lo miraba con preocupación.

—Estoy perfectamente —balbuceó.

Mentía. Le dolía la cabeza, tenía la boca seca, y además sufría resaca moral. La noche anterior, su madre le había soltado un sermón largo sobre sus horas de regreso. Y aunque él había intentado disimular su estado, su aliento a alcohol era imposible de ocultar. Había dormido mal. La cama le daba vueltas, enloquecida. Y durante la mañana, su concentración en el trabajo había dejado mucho que desear. Había confundido dos veces las etiquetas durante su examen rutinario. Y por poco no había sepultado denuncias importantes en un agujero oscuro del pasillo de hurtos menores, donde nadie las volvería a hallar.

—Es por lo de tu amigo, ¿verdad?

Derrotado, Chacaltana asintió.

—¿Tienes idea de quién podría…? Ya sabes.

Cecilia estaba hermosa, como siempre, pero el cebiche que estaba comiendo parecía material radiactivo. Chacaltana volvió la vista a su ají de gallina, y le encontró aspecto de vómito de gato. Trató de apartar de su mente cualquier pensamiento estomacal, para evitar las consecuencias.

—La universidad localizó a su padre. Anoche hablé con él. Él cree que es trabajo de militares. Dice que es un tiro de gracia, como los que se disparan después de un fusilamiento.

—¿Y a ti qué te parece?

Chacaltana sacudió la cabeza. Hasta eso le dolía.

—Las fuerzas tutelares de la patria no hacen esas cosas, pues.

—Todas ellas no. Pero a lo mejor sí una de ellas. Quizá fue una pelea personal. O un soldado borracho.

Chacaltana guardó silencio. Le molestaba considerar esa posibilidad. Cada vez que se cruzaba con un soldado, se henchía de orgullo patrio. Encima de su cama, junto al crucifijo, tenía una escarapela con los colores de la bandera. Por las tardes, cuando comenzaba la programación de televisión con la emisión del himno nacional, él se quedaba frente al aparato, repitiendo la letra en voz baja. Decidió cambiar de tema:

—¿Has pensado en mi propuesta?

—¿Y tú has pensado en la mía? —se puso pícara Cecilia.

—Este domingo —respondió Chacaltana. Esperaba la pregunta, y la respuesta le salió rápido como un disparo.

—¿Este domingo qué?

—Este domingo vienes a mi casa y…

No sabía cómo decirlo. Ni siquiera sabía qué iban a hacer exactamente. Pero remató:

—… y podemos estar a solas.

—A solas con tu madre —frunció el ceño Cecilia.

—Mi madre no estará.

Ella se había llevado a la boca su jugo de manzana. Pero al escuchar eso, sonrió con los ojos. Para Chacaltana, esos ojos dibujaron un rayo de luz en la tiniebla de su jornada.

Acompañó a Cecilia de vuelta a su despacho y la despidió con un beso cariñoso sin dejar de lado el respeto debido. Siguió su camino al archivo entre ensoñaciones.

Topó con una manifestación. No era muy grande. Ocupaba una cuadra, incluyendo a los periodistas. Cuatro camiones de policía la rodearon rápidamente. Los agentes llevaban cascos y escudos. Marcaron el perímetro, y la atmósfera se tensó entre el Palacio y la catedral. Pero nadie se movió.

—¡Por favor, circulen! —ordenó un policía desde algún camión.

En el centro de la calle, un político con megáfono llamaba al desorden público. Chacaltana lo reconoció. Era el que aparecía con un fusil en los carteles. Sus seguidores no se decidían a desatar el enfrentamiento. Los policías permanecían en sus lugares esperando la orden de atacar. Chacaltana apretó el paso, en previsión de las molestias para el peatón que generan, inevitablemente, las alteraciones del orden público.

Cuando llegó al Palacio, estaba sin resuello. La luz de la escalera se había fundido, así que descendió hacia el sótano en la oscuridad, tanteando la baranda. Agradeció alcanzar su escritorio, y sobre él, esperándolo, encontró la denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor contra el tal Nepomuceno Valdivia.

La denuncia llevaba ahí días y él la había olvidado. No le gustaba que los papeles se le acumulasen en el escritorio. Pero para archivarla, necesitaba saber de dónde había salido, y a qué se refería exactamente. Se sentó a preparar un escrito de interpelación. Sólo la voz del director lo sacó de sus pensamientos:

—Felixito, hijito, dichosos los ojos. ¿Dónde te habías metido?

Chacaltana no supo responder. Su almuerzo había durado una hora exacta, tal y como marcaba el reglamento. El director no lo había visto desde el miércoles porque él no se había presentado a trabajar.

—Yo…

—No importa, Felixito. Esto de aquí no sale. Hoy por ti, mañana por mí, ¿verdad?

Le guiñó un ojo detrás de sus gruesos lentes. Chacaltana no consiguió articular ninguna respuesta, y su silencio estableció como verdad las palabras del jefe. El director continuó:

—Oye, muy bien lo del miércoles, ¿ah? Los del tercer piso te agradecen tu intervención y te mandan saludos.

Volvió a guiñarle el ojo. Sin duda, esas palabras tenían un sentido que a Chacaltana se le escapaba. Por si acaso, Chacaltana trató de devolver el guiño. Pero no conseguía cerrar sólo un ojo. Apenas logró un pestañeo torpe.

—Por cierto, hijito. Me voy a reunir con ellos para ver el partido contra Irán. ¿Te apuntas o no?

—Ah. Eeeh…

—Les vamos a romper el culo a los iraníes. Puedes estar seguro.

—Claro.

—¿Sabes qué deberían hacer? Dejarse golear. Total, ya están eliminados. Y así nos dan una alegría. Yo voy a apostar que son solidarios y nos dejan ganar tres cero. Por la hermandad peruano-iraní. ¿Quieres apostar?

—No, gracias.

—Bueno, te apunto para venir al partido al menos…

—Me siento gratamente honrado por la invitación. Pero me temo que tengo un compromiso infaltable, señor.

El director no ocultó su contrariedad:

—Papacito, no me huevees. El partido es el domingo. No hay nada que hacer.

—Bueno… Sí… Es que… Hay misa.

—¡Misa! —se rio mucho el director.

Luego le dijo, con tono comprensivo:

—Ya sé que te da igual el fútbol, Félix. Pero cuando ganemos, los del tercer piso van a estar de buen humor. Y van a tener un buen recuerdo de ti, ¿comprendes?

—No.

—De verdad, hijito… A veces me sorprendes.

—Gracias, señor.

El director se acomodó el pelo con impaciencia. Era completamente calvo por arriba, pero se dejaba crecer el pelo de un costado y se lo pasaba hacia el otro lado, como una lengua negra y casposa. Le dio la espalda con aire decepcionado y gruñó:

—Felixito, si quieres ascender, necesitas relacionarte, ¿ah? Nadie te va a dar nada por quedarte sentado en tu rincón. Te aviso.

Chacaltana dijo, como de costumbre:

—Sí, señor.

Y sin embargo, le daba igual. Lo que quería era muy simple: que dejase de dolerle la cabeza, que la misa del domingo fuese larga, y sobre todo, que Joaquín estuviese con él, para jugar ajedrez y conversar. Y nada de eso podían dárselo en el tercer piso. Ni en ningún otro.