La última vez que Joaquín había ido a verlo, el viernes, Chacaltana lo había notado un poco pálido. «Que te vaya bien», le había dicho. «Que te vaya bien. Todo saldrá bien.» Pero el que parecía mal era él.

Ahora, en la destartalada camilla de la morgue, Joaquín estaba morado, rígido e hinchado. En comparación con eso, su apariencia del viernes resultaba saludable.

Chacaltana echó un último vistazo a ese rostro, o a lo que quedaba de él. El deterioro se debía a la humedad de la ciudad, y especialmente del río, a lo largo de tres o cuatro días. El homicidio había sido limpio: muerte por herida de arma de fuego. Una sola bala parabellum de nueve milímetros, alojada exactamente entre los ojos, como un lunar de carne. El trabajo de un profesional con un pulso perfecto y un arma extraña, que no figuraba en los archivos del departamento de balística. Quizá una antigüedad, una pistola de coleccionista.

El asistente de archivo extendió la sábana gris sobre ese rostro marchito. Se preguntó a quién debía darle el pésame. Joaquín jamás había hablado de ninguna esposa o pariente.

—Enfermero, ¿ha venido alguien a reconocer el cuerpo? —le preguntó al empleado. Aunque llevase una bata médica, Chacaltana dudaba en llamar «enfermero» a alguien que trabaja con cadáveres. Los muertos no pueden estar enfermos, aunque lo parezcan. Tampoco el lugar tenía aspecto de hospital. Más bien, parecía un desván, un armario desportillado para guardar a los occisos y sus olores antes de tirarlos.

—Uno —murmuró aburridamente el aludido. A través de la puerta abierta, señaló hacia la sala de espera. Luego se sumergió en la página deportiva del periódico, sobre todo en las crónicas que celebraban el empate con Holanda.

Chacaltana siguió la dirección del dedo. Al cruzar el umbral sospechó que el empleado sólo quería librarse de él para leer. Pero ahí afuera, en efecto, se encontraba un hombre mayor. Estaba sentado, o más bien derrumbado, en una vieja banca de madera. Como si alguien hubiese olvidado enterrarlo a él.

El asistente de archivo se acercó al señor y se sentó a su lado en la banca, en espera de una señal, o de una oportunidad para abordarlo. El viejo no movió un músculo. Ni siquiera parecía triste. Se veía sobre todo ausente, atento a lo que ocurriese en algún planeta lejano. Un único rayo de sol se reflejaba en su prominente calva haciéndola brillar mientras él clavaba los ojos en el suelo. Chacaltana se aclaró la garganta. Tamborileó con los dedos en el brazo de la banca. Al final comprendió que tendría que hablar:

—¿Usted… ha venido por Joaquín?

Los ojos del hombre, y sólo sus ojos, rodaron hacia arriba y se posaron en el rostro de Chacaltana. Pero no hubo respuesta, y el asistente de archivo se sintió obligado a llenar el vacío:

—Yo… era su amigo.

Como el otro seguía sin hablar, Chacaltana añadió:

—Jugábamos ajedrez… Y él era usuario del archivo de los juzgados, donde trabajo. Un usuario ejemplar. Manejaba los documentos con admirable orden, y conocía las fichas de los libros al dedillo. No… tengo ninguna queja de su comportamiento en el archivo.

Chacaltana pensó que ése no era el tipo de discurso que se esperaba sobre los fallecidos, pero no sabía mucho más de Joaquín. Se preguntó de qué habían hablado en todos esos meses. Cómo habían llenado el tiempo.

—¿Usted también juega ajedrez?

—Hace mucho que no —respondió el hombre, antes de sumirse de nuevo en sus cavilaciones. Pronunciaba la c como un español, aunque no tenía mucho acento. Quizá sólo tenía frenillo. Chacaltana quiso seguir hablando, pero no se le ocurrió nada que decir. Para su sorpresa, sin embargo, el desconocido retomó la conversación:

—¿Dices que trabajas en los juzgados? —preguntó—. ¿Joaquín estaba metido en algún lío?

Español, pensó Chacaltana al reconocer su acento. Definitivamente español.

—¡No! —se apresuró a contestar—. Como le digo, era un usuario ejemplar. Casi era nuestro único usuario.

—¿Y por qué…, por qué le ha pasado esto?

El hombre no pudo contenerse más. Su rostro explotó en llanto. Chacaltana comprendió que sólo el padre de Joaquín lloraría de ese modo. Buscó en el bolsillo su pañuelo de repuesto y se lo ofreció.

—No lo sé. Pero quiero transmitirle los sentimientos de mi mayor consideración.

—¿Cómo?

—Mi sentido pésame.

—Ya.

El padre aceptó el pañuelo y se lo llevó a la cara. Chacaltana notó un temblor en sus manos. No era una sacudida muy fuerte, pero sí demasiado para tratarse sólo del duelo. Debía ser un tic nervioso o un comienzo de párkinson.

—Quizá haya sido un robo —trató de calmarlo.

—Tiene un tiro en la frente, joder. Nadie te dispara para robarte la cartera.

El hombre siguió sollozando. Chacaltana se preguntó si debía pasarle también su pañuelo titular.

Permanecieron en silencio durante casi una hora, hasta que el padre de Joaquín se levantó de la banca y se encaminó a la salida. Chacaltana no le permitió abrir la puerta con su temblor de mano, ni quiso que anduviese solo por la calle en su estado de depresión. Antes de que el hombre pudiese evitarlo, el asistente de archivo lo acompañaba por las calles, hasta el primer bar que encontraron.

—No hace falta que me acompañes, chico. Estoy bien.

Chacaltana miró hacia la puerta, pero en vez de despedirse habló con toda la sinceridad de que fue capaz:

—A lo mejor yo sí necesito que me acompañe usted.

Pidieron pisco sours. O más bien, los pidió el padre de Joaquín. Normalmente Chacaltana evitaba el pisco, que le producía ardor de estómago, pero esta vez el sabor agridulce del cóctel le hizo sentir mejor. El padre a veces derramaba un poco de su vaso, pero en general bebía con la seguridad que brinda la experiencia. Chacaltana propuso:

—Si usted me da sus nombres, yo puedo llamar a los amigos de Joaquín para el funeral.

El padre de Joaquín negó con la cabeza:

—No los conozco. Hacía años que Joaquín no llevaba a nadie a mi casa. Ni amigos ni parejas. Tampoco los mencionaba.

Chacaltana se sintió decepcionado de que Joaquín no hubiese hablado de él. Él sí lo había hecho frente a su madre, especialmente cuando ganaba en el ajedrez.

—Pues… yo me llamo Félix.

—Yo soy Gonzalo Calvo.

El señor Calvo pidió una segunda ronda de pisco sours cuando Chacaltana apenas había bebido la tercera parte del suyo. Consumieron esas bebidas en silencio, pero cuando llegó la tercera, Félix no pudo evitar hablar. De repente, sentía unas ganas locas de tener una conversación.

—La última vez que lo vi, Joaquín me dijo: «Todo saldrá bien».

—¿Ah, sí?

—Me tomó del brazo. Se veía un poco nervioso, pero sonrió. Y dijo: «Que te vaya bien, Félix. Todo saldrá bien». No sé por qué lo dijo.

—Era un chico optimista. Mi opinión es que todo irá mal siempre. Y nunca fallo.

Chacaltana sintió la presión de la bebida en sus riñones. Quiso ir al baño, pero al levantarse, el bar entero hizo un giro de ciento ochenta grados. La mesa dio vueltas a su alrededor. Comprendió que lo mejor que podía hacer era quedarse sentado y tratar de hacer hablar al señor Calvo.

—¿No ha llamado a la madre de Joaquín? Debe de estar preocupada.

El hombre se encendió un cigarrillo y se lo llevó a la boca con dificultad. Después de expeler el humo respondió:

—No lo creo. Lleva muerta casi cuarenta años, desde que el niño nació.

Joaquín no le había hablado de Chacaltana a sus padres, pero tampoco a Chacaltana de sus padres. Una vez más, el asistente de archivo se preguntó de qué hablaban. Y qué sabemos de la gente que nos rodea. No sabemos nada, concluyó.

Sus pensamientos, sacudidos por el alcohol, cambiaron de objeto hacia la inalcanzable puerta del baño, y a continuación hacia la cortesía que la situación requería:

—Mi más sentido pésame —proclamó con dificultad. Sentía la lengua pastosa y la cabeza pesada.

El señor Calvo dejó escapar una nueva bocanada de humo y se encogió de hombros, como si las muertes de sus seres queridos fuesen un hecho natural, triste pero inevitable. Contó:

—Joaquín nació en plena guerra civil, en Barcelona. Su madre perdió mucha sangre en el parto. Se debatió durante días entre la vida y la muerte. Podría haberse salvado, pero la ciudad estaba paralizada. Caían bombas del cielo un día sí y otro también. Las comunicaciones estaban cortadas. El hospital apenas tenía medicamentos. No pude hacer nada por ella. Ni siquiera pude acercarme al hospital.

Sólo la última frase se vio traicionada por un quiebre de emoción en su voz. Pero se repuso rápidamente. Sin duda, no pensaba llorar dos veces frente a un desconocido, y menos en un lugar público. Por su parte, Chacaltana tardó el doble de lo normal en procesar sus palabras y horrorizarse de modo convincente.

—¿Por eso se vino usted al Perú?

El señor Calvo no contestó. Se quedó mirando la espuma y la canela en el fondo de su vaso, como si llevasen un mensaje para él. Al final, afirmó:

—Aquí, allá. Antes, ahora. Todo es igual. Una guerra se llevó a mi mujer. Y una guerra se llevó a mi hijo.

Aún con la cabeza atenazada por el alcohol, y con el estómago revuelto, Chacaltana percibió el error en la frase de su interlocutor. Y por supuesto, iba contra su naturaleza dejar pasar cualquier error:

—Joaquín no ha muerto en una guerra —replicó—. No es igual.

—¿Que no? —el señor Calvo tiró un billete sobre la mesa y le dio la espalda, en dirección a la salida—. Lo que mi hijo tiene en la frente es un tiro de gracia. Sé reconocerlos. Ese disparo lo hizo un militar. Y los militares hacen guerras.

Luego abandonó el bar sin despedirse. Chacaltana lo dejó ir, pidió un vaso de agua y esperó aún veinte minutos con la mejor cara que consiguió, antes de levantarse de la mesa.