Iba a besar a Cecilia. Y no con un beso en la mejilla, ni en la frente. Uno de los otros. Un beso Fiebre de sábado por la noche.
Mientras regresaba a la avenida Abancay, Chacaltana soñaba con ese domingo. Le maravillaba cómo había cambiado su vida en sólo unas horas. Se sentía fuerte, maduro. Y había podido hacerlo todo por sí mismo, sin la ayuda de Joaquín.
También era verdad que él no había hecho nada todavía. Y en sentido estricto, su propuesta de matrimonio había sido rechazada, o al menos pospuesta. Pero él estaba seguro de que todo saldría bien. Para la siguiente semana, él sería un hombre besado y comprometido. En vez de preguntarle a su amigo cómo hacerlo, le contaría cómo lo había hecho.
En el archivo del Palacio de Justicia no había nadie. Ni el director ni cliente alguno. Sólo los folios y fojas dormidos en los estantes. Tras unos segundos divagando entre los muros del sótano, Chacaltana recordó que lo habían citado en la carceleta. Seguía contento. Tanto que, mientras atravesaba el oscuro pasillo, apenas recordó el repelús que ese lugar le producía. Abrió la puerta y escuchó la voz del narrador del partido, que saludaba desde la pantalla:
—Amigos, muy buenas tardes. Desde Mendoza, Argentina, les saludamos con mucho cariño y con el deseo de que Perú tenga un gran partido frente a Holanda.
La carceleta era una continuación del pasillo flanqueada por celdas grupales. Ahí se trasladaba a los presos los días de sus procesos judiciales. En ocasiones, si lo solicitaba la Policía, desde su arresto. A la entrada había un escritorio, donde se revisaban los objetos personales de los presos y se resolvía el papeleo. Pero hoy, la vieja máquina de escribir había sido reemplazada por un televisor, y las habituales caras de pocos amigos de los guardias habían dejado paso a gestos expectantes, de niño con juguete nuevo.
—Tigre, ¡ya era hora!
El director se había sumado a los tres guardias y a las decenas de presos que, desde sus jaulas, también tenían la mirada fija en la imagen en blanco y negro. En rigor, lo que ahí ocurría era un abandono de funciones del tamaño de una catedral. Pero Chacaltana decidió ser indulgente: todos mantenían su puesto de trabajo y nadie estaba bebiendo alcohol. Sólo café de un termo.
—Deme un cafecito, pues, jefe —pidió uno de los presos al cabo de guardia.
—¡Cállate, carajo! ¿Qué crees? ¿Que soy tu mamá?
—¿Y un cigarrito?
—Puta madre —masculló el guardia, pero le acercó el paquete para que sacase uno.
Otro de los presos se animó:
—¡Para mí también, pues, jefe!
El guardia se volvió al primer preso:
—Ya. Comparte tu cigarrito con tus amigos. Y déjenme ver el partido, huevonazos.
Una ola de protestas se extendió entre los reclusos, pero se detuvo cuando los jugadores entraron en el campo y absorbieron toda la atención de la carceleta y del país.
—Señoras y señores, toda la hinchada mendocina está a favor de Perú —aseguró el narrador en el televisor—. Después de haber vencido a Escocia, nuestro equipo se enfrenta a Holanda por primera vez en Copa del Mundo, y la sangre latina llama, esa sangre que se unifica para apoyar a nuestra selección. Perú viene con los ánimos encendidos para ganar la clasificación. Holanda fue subcampeona en el Mundial de Alemania 74, así que un empate es bueno para nosotros, y ellos lo saben.
—Tenemos que salir a empatar, tigre —decretó el director, de repente al lado de Chacaltana—. Nada de riesgos. Empatamos y clasificamos.
—Sí, señor.
—Después nos toca Irán. Ya les ganaremos a esos cojudos.
—Sí, señor.
—¿Quieres café?
Chacaltana se negó. No tomaba bebidas excitantes después del mediodía. En la pantalla, salió a la cancha Cubillas. La carceleta rugió. En las celdas, alguien gritó:
—¡Jefe, muévase un poquito, que no deja ver!
El guardia ni siquiera se movió:
—¿No quieres que te sirva un whisky también, chucha tu madre?
Un leve tufo le indicó a Chacaltana que el director se había acercado un poco más. Le estaba hablando de algo. En realidad, no había dejado de hablar desde que lo saludó. Chacaltana temió que fuese una confesión personal. Constató, con alivio, que se trataba de una comunicación de orden laboral, pero siguió sin entender sobre qué.
—Total —siguió el director—, que alguien tiene que ir ahora a levantar el acta. Y se ha montado un lío para ver quién lo hace. Tendría que ir uno del tercer piso. Pero todos quieren ver el partido. Larrañaga dice que vaya Ortiz, Ortiz le tira la pelota a Villanueva, y así.
—Positivo, sí.
—Para qué nos vamos a engañar. El trabajo es rutinario. El partido, no.
—Afirmativo.
—Así que les he dicho que vas tú. Que te encantaría hacerlo.
De inmediato, activado por un resorte moral, Chacaltana objetó:
—Señor, me permito observar que está instituido en la normativa interna que los eventos de índole cultural-deportiva-folclórica no deberían interferir con el sano y pacífico ejercicio de nuestras funciones…
—Y no lo harán, flaco. No lo harán porque vas tú. ¿Tú no quieres trabajar? ¿Tú no quieres ser el fiscal número uno algún día? Anda, pues. Levanta un acta.
—Bueno, visto así…
—Además, es una oportunidad de que noten tu trabajo en el tercer piso.
Le guiñó un ojo y señaló hacia arriba, como si en algún lugar por encima de la carceleta alguien brillante los observase. Alguien importante. Y remató:
—Y por último, flaco, no jodas: tú ni siquiera sabes quiénes están jugando.
Chacaltana admitió ese argumento y recibió de su jefe una hoja con las instrucciones para llegar al lugar. Seguía sin entender de qué se trataba, pero un acta es más o menos igual en todas partes. Además, el paseo le permitiría seguir soñando con su domingo de besos.
No le faltó tiempo para soñar, porque no había transporte público. Tuvo que caminar más de una hora por las calles vacías. Incluso en los tanques, los soldados de guardia escuchaban el partido por radio. Bordeó el río, hasta llegar al lugar señalado. Ahí, dos policías lo esperaban sentados en el muro sobre el agua, pegados a una radio de transistores. Al llegar, Chacaltana trató de asumir una pose marcial, seria, de mando, y saludó:
—Buenas tardes, señores. Me apersono en representación de la Fiscalía del Poder Judicial para el levantamiento de acta correspondiente.
La única voz que le contestó provenía de la radio:
—Velásquez encuentra a Cubillas. Empiezan a trabajar la pared. Qué bonito ese toma y daca, ese tú y yo del pase perfecto. Atención que se cuelan entre la defensa holandesa, llegan al área, entra Cubillas yyyyyyy… ¡El portero Jan Jongbloed sale finalmente a apretar! Cuando Perú ya llegaba con velocidad, con belleza, con un fútbol elástico, suelto, triangulado, genial para plantarse en el arco rival…
Los dos policías resoplaron para soltar la emoción contenida del ataque. El asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar carraspeó:
—Señores, buenas tardes —repitió.
Uno de los guardias dio un respingo, y se cuadró frente a Chacaltana. No debía de tener más de veinte años. El otro, un gordito treintañero, estaba menos impresionado. Apartar la atención de la radio le costaba mucho trabajo, y aun mientras hablaba, una parte de su cerebro seguía pegada al aparato:
—Buenas tardes, doctor —saludó con desgana, aunque Chacaltana no dejó de sentir una punzada de orgullo al ser llamado «doctor»—. Aquí estamos a la orden.
Todos siguieron escuchando el partido. Chacaltana no sabía por qué estaba ahí, y no sabía cómo preguntarlo. Examinó el lugar en busca de evidencia de hechos imputables: quizá se trataba de una negligencia y el río se había desbordado. O a lo mejor se había registrado un asalto. Sólo cuando pareció claro que no habría más ocasiones de gol, el policía mayor señaló hacia un punto en la orilla:
—Ahí está su paquete, doctor. Mírelo lo que quiera.
Horrorizado, Chacaltana constató que tendría que cruzar el muro. El río Rímac venía medio seco, pero donde no había agua se formaban lodazales que atraían a masas de mosquitos y otros bichos. Sin embargo, no dejó ver su contrariedad. Con la actitud más viril que pudo, levantó una pierna y la pasó al otro lado del murete. Al tocar el suelo, sintió su pie hundirse en una espuma marrón.
—Muñante con la redonda. Avanza pero no da el pase, porque hay fuera de juego. Ahora sí, La Rosa se coloca mejor. Recibe la pelota y se escapa por la izquierda. Cuidado que está solo. A ver si se atreve a patear. Sí se atreve. Tiraaaaa… ¡Y la pelota se desvía por arriba hacia las gradas! Atención que Perú ha llegado con hambre de gol…
El policía había señalado a un bulto negro donde se concentraban las moscas, casi donde el caudal comenzaba a llevar agua. Chacaltana había imaginado que sería un vertido ilegal de desmonte, o quizá el botín de algún robo denunciado previamente. Pero mientras se acercaba chapoteando por el barro, empezó a sospechar lo que era en realidad. Se detuvo, por un reflejo de temor.
—Siga nomás, doctor —dijo el policía joven—. Ése ya no hace nada.
Lo dijo sin asomo de ironía, y luego volvió a zambullirse en el partido:
—Los holandeses arman juego: Rensenbrink. Van de Kerkhof lo apoya y se lleva el balón con cierta dificultad. Rep en la punta izquierda, saca un centro pasado. La pelota vuelve al área. La toma Neeskens, va el tiroooooooo…, ¡Ramón Quiroga lo detiene! Es un excelente lance que el público aplaude en serio, porque nuestro portero está mostrando unas reacciones excepcionales.
Se llenaron de fango los zapatos y el borde del pantalón de Chacaltana, que su madre había cosido personalmente. Pero ahora tenía otras preocupaciones. A tres metros de la orilla, ya no era posible hacerse ilusiones sobre la naturaleza del bulto. Tenía una cabeza llena de pelo. Y el forro negro no era un costal: era una chaqueta. Debajo llevaba camisa blanca. Chacaltana no quería seguir adelante, pero su sentido del deber le impidió retirarse.
Cuando al fin llegó a su lado, el olor del cuerpo le produjo una arcada. Y la imagen violácea de su piel no mejoraba las cosas.
—¿Desde qué hora está? —preguntó, tratando de mantener su estómago en su lugar.
El policía mayor le contestó:
—Ya estaba esta mañana, cuando bajó el caudal del río. Por el olor, debe de llevar varios días ahí, pudriéndose.
Chacaltana consideró que su inspección visual ya era suficiente. Debía certificar el hallazgo de un cadáver y ya se encontraba en posición de firmarlo. Pero al echar un último vistazo sobre el rostro se topó con una nueva sorpresa. Un nuevo horror.
—Destaca el grito de «Perú, Perú» en este campo de Mendoza. Cubillas en el ataque. Lleva al Cholo Sotil a la izquierda y a Muñante por la derecha. Oblitas se desmarca pero Cubillas se va a atrever solo. Tira al arcoooooo…, ¡Y la defensa desvía al córner esa pelota cargada de veneno!
Era Joaquín.
Estaba magullado y morado, pero ése era su amigo. Ése era su pelo ralo. Ése era su tabique nasal. La boca que tantos consejos le había dado a Chacaltana. Las manos que tantas veces había estrechado.
—¡Pitazo final! Perú 0, Holanda 0. Ambos equipos prácticamente clasificados. Todo el grupo técnico entra a abrazar a nuestro equipo. El público festeja. El encuentro ha tenido clase, fuerza, jugadas brillantes y todo lo que el público quiere ver en un campo de fútbol. ¡Y el empate tiene sabor de triunfo!
Chacaltana sintió que los mosquitos zumbaban cada vez más fuerte, hasta lastimar sus oídos. Arriba, en el muro, los dos policías se fundían en un abrazo. Caminó hacia ellos, pero el suelo se venía abajo a cada paso, como un pantano. Trató de pedir ayuda, pero al abrir la boca, lo único que consiguió fue vomitar.