Visitó tres joyerías del jirón de la Unión. Al final, en una casa de empeño, encontró lo que buscaba: una sortija de oro de dieciocho quilates con la letra C y una imitación de brillante incrustada. Parecía que su propietario la había empeñado pensando en el mismísimo Félix Chacaltana. Animado aún más por el hallazgo, entró en una florería de la avenida Emancipación. Escogió rosas rojas, por supuesto. Algo clásico de mensaje inequívoco. No pensaba hacer experimentos con su futuro sentimental.

Ya era casi mediodía cuando entró en el recibidor del diario El Comercio, que incluso esa mañana especial bullía de actividad. Bajo los mármoles republicanos del celaje se movilizaba un enjambre de anunciantes, jóvenes y mayores, hombres y mujeres que pagaban por sus anuncios clasificados: bodas, ventas, alquileres, muertes, que el periódico publicaría en los días siguientes. Otro gran archivo vivo de todo lo que ocurría en la ciudad.

Cecilia atendía en su ventanilla de siempre, y al ver a Chacaltana se le iluminó el rostro. Le hizo señas de que esperase y salió a almorzar cinco minutos después:

—¿Ésta es la locura que me prometiste? —lo abrazó.

—No. Es sólo la primera fase.

—Es verdad. Es una locura perfectamente calculada. Lo había olvidado.

Ella hundió su rostro entre las flores. Después de olerlas, besó a Chacaltana en la comisura de los labios. Félix sintió que su corazón y otras partes de su cuerpo reaccionaban al contacto.

La llevó al hotel Bolívar de la plaza San Martín. Antes de entrar en el comedor, pasearon por aquellos lujosos salones llenos de espejos. Cecilia se mostró entusiasmada, pero le preguntó si podría pagarlo. Chacaltana la tranquilizó sin palabras. Había hecho cuentas: si él pedía sólo un cebiche, Cecilia podría incluso tomar un postre. Pero tenía que ser cebiche de pescado simple, se repitió mentalmente mientras un camarero los guiaba entre las mesas.

—Ya sé qué locura has hecho —rio Cecilia—: Has asaltado un banco.

Mientras pedían las bebidas, ella le contó su mañana en el trabajo. Un anciano de ochenta y cinco años había colocado un aviso clasificado pidiendo novia. Entre las palabras que compró, figuraban sano y fogoso. A ella le daba mucha risa lo de fogoso.

A Chacaltana le gustaba oírla hablar. No siempre escuchaba todo lo que decía. A veces simplemente disfrutaba de la música de su voz. Desde que la había conocido al publicar un anuncio él mismo para vender muebles viejos, se había quedado prendado de esa voz, y de sus retintines de dicha.

Y sin embargo, ahora mismo, tampoco podía concentrarse en sus anécdotas. Sentía el pecho a punto de reventar. Las palabras que quería decir se le acumulaban en el torrente sanguíneo y le impedían respirar. Mantuvo la compostura mientras le traían su cebiche, bien cubierto de cebolla, y a ella su cremosa papa a la huancaína con nuez molida, el secreto del chef.

—Eres muy caballero, Félix —dijo ella—. Esto es muy bonito. Pero no te librarás de llevarme un día a bailar, ¿ah?

Chacaltana miró hacia su plato. Era incapaz de sentir hambre. El camote color naranja se veía como un misil nuclear. Los rocotos parecían llamaradas. O era él, que tenía el estómago encogido de los nervios. No podía más. Tragó saliva, acarició la cajita con la sortija que llevaba en el bolsillo. Y se dispuso a rematar la faena:

—Tenemos que hablar, Cecilia.

—Félix, estás pálido. No me has traído aquí para romper conmigo, ¿no?

—Sí… Es decir… No. Tengo que decirte algo.

Ella se echó para atrás y esperó. Hasta el momento, al parecer, Félix estaba consiguiendo asustarla. Para remediarlo, se aclaró la garganta y continuó:

—En estos meses que llevamos viéndonos… Bueno… Creo que te has vuelto…, como…, como…, la cebolla de este cebiche.

Cecilia cambió su expresión de susto por una de incomodidad:

—La cebolla huele un poco fuerte, ¿no crees?

—Quiero decir que resulta inconcebible, incognoscible, inenarrable…

Las palabras. ¿Dónde cuernos estaban las palabras cuando se las necesitaba? Chacaltana era muy bueno para repartirlas sobre un papel. Pero le costaba encontrarlas ahora que tenía que enviarlas al otro lado de la mesa. Tomó airé de nuevo. Rebuscó la sortija en su bolsillo. Le sudaban las manos. Pero sacó el paquetito y lo colocó frente a ella, junto al plato de papa a la huancaína.

—Quiero decir que quiero casarme contigo. ¿Me aceptas como esposo?

A su alrededor, los relojes se detuvieron. Los elegantes camareros del hotel se paralizaron. Los lustrabotas de la plaza dejaron de moverse. Los motores de los carros se silenciaron.

Cecilia acercó una mano tímida a la cajita, y la abrió. Al ver la sortija, retiró la mano, como si hubiese encontrado un ratón vivo. Miró a Chacaltana. En sus ojos se reflejaba la sospecha de que era una broma, de que eso no estaba pasando en realidad:

—¡Félix! Yo…

—No sé si lo he dicho bien. No soy muy bueno con las palabras. Sí cuando se trata de escribirlas. Si quieres hacer cualquier denuncia por faltas administrativas o delitos, puedo ayudarte a redactarla. Pero no tengo mucha experiencia en peticiones de mano… Y espero que ésta sea la primera y la única.

Esa última frase había quedado bien. Además, era sincera. Buscó la aprobación en los ojos de Cecilia, pero en ellos brillaba algo inesperado. No era amor. Parecía más bien un retortijón. Balbuceó:

—En eso estamos igual… Yo… No sé qué decir.

—Prueba a decir que sí.

No era una broma sino una súplica. Pero Cecilia aún tenía esa mirada atónita. Como si un perro hubiese entrado en el restaurante.

—Félix, tú eres un chico excelente. Eres de lo mejor…

Sonaba a un «no». Félix trató de encontrar algún «sí» oculto entre las palabras de Cecilia, pero todas tenían aspecto de «no». Trató de abordar el tema por otro lado:

—Sé que ahora soy sólo un asistente, y es poca cosa. Pero un día seré un gran fiscal, Cecilia. Tengo una gran carrera por delante. Estoy seguro de eso.

Ella miró hacia abajo. Con el tenedor, revolvió sus papas entre la salsa. El cebiche de Chacaltana permanecía intacto.

—Tu trabajo está bien. Eso no es un problema.

—¿Y qué es un problema? ¿He sido descortés en algún momento? ¿He dicho algo malo?

—Félix, tú nunca dices nada malo.

—¿Entonces?

Ahora, Cecilia jugueteaba con la aceituna de su plato. Al igual que Chacaltana, ella buscaba palabras que no llegaban a sus labios:

—No sé cómo decirlo, Félix. No sé cómo decirlo sin que suene mal.

Chacaltana quería estar preparado, y recopiló mentalmente una lista de cosas que podrían sonar mal: el color de sus corbatas, su excesivo interés en la precisión del lenguaje, su ignorancia en temas deportivos, el olor de sus sobacos… Quiso olerse los sobacos, pero no le pareció el lugar apropiado.

—Quiero saberlo, Cecilia —dijo con un hilo de voz.

Ella suspiró profundamente, y luego levantó la vista. Parecía decidida:

—Félix, no me has besado. Nunca.

—Por supuesto que no —confirmó Félix, orgulloso, pero luego, al mirarla a los ojos, empezó a sospechar que eso no era uno de sus puntos a favor. Titubeó:

—¿Debería…?

Cecilia no alzó la voz. Pero no bajó los ojos hasta la última palabra:

—Tú me gustas mucho, pero a veces creo que yo a ti no. Que me quieres como si fuera tu prima o tu… madre.

Desde el accidente y la muerte de su padre, Chacaltana había vivido junto a las faldas de su madre. Él era el hombre de la casa. Él debía protegerla, incluso de sí misma, incluso de sus recuerdos. Se había apartado de la vida social, de los entretenimientos normales de un chico de su edad. Ahora era consciente de su falta de experiencia. Había sido y seguía siendo el último estudiante virgen de la universidad. Carecía de evidencia sobre los deseos de ninguna mujer, excepto la que lo había parido, que carecía de deseos.

—¿Entonces? ¿Tú quieres…? ¿Me estás diciendo que…? ¿Tú quieres que…?

—Quiero sentir que me quieres —afirmó ella, pero de inmediato hundió la cara entre las manos, de manera discreta, sin llamar la atención, como si fuera a estornudar, y se lamentó:

—¡Ahora qué vas a pensar de mí!

Chacaltana examinó las posibilidades. Todo lo que pensaba era bonito. Quería besarla. Sin duda. Incluso quería cosas peores. En casa, se despertaba pensando en ella. Y debía cambiarse el pijama antes de salir de su habitación. Para que no se notase.

—Que me parece una buena idea. Una excelente idea.

—¿En serio?

—Sí. ¿Ahora mismo?

Ella se sonrojó. Intercambiaron unas risitas púberes.

—No, mejor en un lugar privado.

Volvieron a reírse como dos tontos.

—El domingo puedo —añadió ella.

Chacaltana asintió. Estaba radiante.

—Claro. Claro.

Tenía tanto que aprender.