—Querida Cecilia, desde el respeto de mi alma y el ardor de mi corazón, espero que aceptes tomarme como esposo por trámite civil y religioso.
Félix Chacaltana lo repitió ante el espejo. En el baño del sótano, las paredes le devolvían sus palabras, y la iluminación de neón blanco le entristecía el gesto. Consideró que debía pedirlo de otra manera. Pero en cualquier caso, debía pedirlo.
Había prometido una locura para el miércoles, y él siempre cumplía sus promesas. Se declararía ese día, con o sin la ayuda de Joaquín. Aunque encontrar las palabras precisas requeriría cierto ensayo:
—Querida Cecilia, la práctica de los esponsales ha pervivido en nuestra sociedad durante toda la historia…
No. No. No. Muy teórico. Descartado.
Una voz lo sacó de su espejo:
—Hola, campeón, ¿estás hablando solo?
—Señor director —se puso firme Chacaltana.
—Arturo, hijo.
—Arturo, señor.
El director se acomodó en un urinario, pero pasó mucho tiempo sin oírse correr el agua. Mientras esperaba, preguntó en tono burlón:
—¿Y? ¿Conseguiste el televisor?
—He cursado la debida solicitud, pero los plazos del procedimiento…
—Félix.
—¿Señor?
—Era una broma. No tienes que conseguir un televisor de verdad.
—Gracias, señor.
El director parecía preocupado mientras miraba a su asistente. Pero en realidad, siempre parecía preocupado al mirarlo, como si Chacaltana se fuese a romper en cualquier momento. Ahí abajo, en el urinario, seguía sin ocurrir nada. Como eso parecía haberse convertido en una reunión de trabajo, Chacaltana informó:
—Señor, aún no he recibido órdenes concretas sobre la denuncia irregular.
—¿La qué?
—La denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor.
El director tuvo que hurgar en los rincones más apartados de su memoria para detectar de qué le hablaba Chacaltana. Pero en vez de darle una respuesta, se encogió de hombros y dijo:
—Si quieres ver el partido, habrá uno en carceleta.
Chacaltana trató de encajar esa información con su denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor, sin éxito. Luego miró por la puerta del baño hacia fuera, al agujero oscuro de la carceleta. Nunca había entrado ahí. Salvo alguna voz de mando, o los ruidos metálicos de rejas y grilletes, no llegaban muchos sonidos desde ese lugar. Él jamás se había acercado a ese pozo negro, y tampoco ahora tenía muchas ganas de prestarle una visita.
—Me temo que el citado evento deportivo se celebrará con posterioridad a mi horario laboral reglamentario, señor.
En el urinario, el líquido empezó a manar, a cuentagotas. El director lo recibió con evidente alivio. Luego respondió:
—No, Felixito. Hoy el trabajo es después del horario laboral. Hay fútbol por la tarde. Nadie se va a mover de su casa en la mañana. Pero después, va a haber peleas callejeras, borrachos, redadas. Mucha denuncia.
—Claro, señor.
—Ahí tenemos que estar todos.
—Sí, señor.
—De paso, vemos el partido.
—Sss… Sí…
—Tómate el día libre y luego vienes.
El director concluyó sus instrucciones con una veloz subida de bragueta. Por su parte, Félix Chacaltana reflexionó: si iban a pasar la noche ahí, tendría que actuar por la mañana. Es decir: ya.
Esperó la salida del director, que fue rápida porque no se lavó las manos. Ensayó un par de frases más frente al espejo y partió a recoger su bufanda. Dudó mucho si marcharse directamente, pero al final el instinto de leguleyo pudo más que la prisa. Antes de salir, tramitó una solicitud de anulación de información para borrar la dirección equivocada de la ficha de Joaquín. Y se sintió mejor. Los datos erróneos en sus archivos lo perturbaban enormemente.