—¿Quién?
La mujer de la ventanilla se inclinó hacia Chacaltana, calándolo en actitud de sospecha.
—Calvo. Joaquín Calvo. Profesor de Sociología.
Tras mirar unos papeles en el mostrador, ella le espetó:
—Hoy no concede asesorías a alumnos. Sólo los miércoles y viernes.
—No soy su alumno. Soy su amigo.
Ahora, la mujer se bajó los anteojos hasta la nariz, para despreciarlo desde lo alto. También aplastó la papada con el mentón, lo que produjo una hinchazón en el cuello similar a la de algunos papagayos. Pero aceptó hacer una llamada telefónica.
Mientras Chacaltana esperaba, grupos de estudiantes salían por el pasillo en dirección a la plaza Francia. El descuido de muchos de ellos en materia de higiene personal era notorio. Llevaban los pelos largos y revueltos, tupidas barbas y anteojos de carey gastados. Algunos usaban pantalones acampanados, como si tuvieran patas de elefante. Entre las mujeres abundaban las minifaldas. Desde el pedestal de su terno de saldo, la corbata de su abuelo y la bufanda que le había tejido su madre, Chacaltana se sintió superior. Se sintió adulto.
Tras colgar el teléfono, la recepcionista le dijo:
—El profesor Calvo no ha venido.
—Dígame, señorita, ¿y por qué será?
Ella ya le había dado la espalda, pero se volvió ligeramente para despacharlo:
—No tengo conocimiento, señor.
—¿Y tendría usted la amabilidad de averiguarlo, si no es demasiada molestia?
Ella levantó la mano en un gesto de desdén. Antes de oírla, Chacaltana se preguntó qué haría el propio Joaquín en esa situación. Su amigo siempre había repetido que con buenos modales y un poco de dulzura se conseguían milagros. Y a veces, cuando compraban una Pepsi, le soltaba unas palabras pícaras a la vendedora. Chacaltana decidió imitarlo. Trató de recordar alguna de sus frases. Y lo logró:
—Supongo que los ángeles como usted están muy ocupados en el Cielo, pero no le importará bajar un ratito para hacerme un favor.
Se puso rojo de sólo decirlo. Se arrepintió de inmediato. Temió haberse mostrado imprudente. Pero al menos, ella se volvió. Primero lo miró con descaro, de arriba abajo. Luego se sacudió en una risita. Era más bien regordeta.
—¿Eso fue un piropo?
—Es importante que encuentre al profesor Calvo —insistió Chacaltana. Pensó que sería útil darse importancia, y añadió—: Colaboro de manera activa con sus investigaciones.
—Yo podría ser tu madre, chico.
Chacaltana pensó en su madre.
—Créame que no —negó con seguridad.
La mujer suspiró resignada. Pero en el fondo del rímel negro que saturaba sus pestañas brilló algo similar a la complicidad.
—El profesor se reportó enfermo la semana pasada. No ha venido desde entonces.
Enfermo. Claro. Eso lo explicaba todo.
A lo largo de su jornada laboral, mientras creaba una nueva subsección para infracciones de tráfico, Chacaltana había esperado que Joaquín apareciese por el archivo. El plantón de ayer le dolía, pero Chacaltana tenía problemas más prácticos: quería que su amigo lo acompañase a comprar su anillo de compromiso.
Necesitaba una joya discreta, en atención a la sensibilidad de su madre, pero apasionada. Había escuchado que el anillo debía valer como tres sueldos del novio, pero él no podía permitirse gastar más de dos. Buscaba algo hermoso, pero no confiaba mucho en su propio gusto. Al terminar la jornada, salió a mirar las tiendas de oro en los jirones de la Unión y Lampa. Había cosas bonitas, aunque casi todas habían tenido dueño antes. Algunas incluso llevaban grabadas iniciales ajenas. No sabía si comprar ahí. Al final, agobiado por las dudas, se había presentado en la plaza Francia, en el edificio de la universidad, y había preguntado por Joaquín.
Y estaba enfermo. Desde la semana anterior.
Era Chacaltana quien debía disculparse con él. Él lo había visto el viernes y, en efecto, se veía descompuesto. Pero Joaquín no le había dicho nada, ahora lo entendía, para no importunarlo con sus preocupaciones. El Joaquín de siempre, un caballero gentil y atento. No había querido salir a tomar algo en la plaza, claro, porque se sentía mal. Se había despedido con discreción, y quizá, pensaba Chacaltana, con cierta aprensión. «Que te vaya bien, Félix», había dicho, tomándolo del brazo, quizá con excesiva fuerza, y mirándolo a los ojos con cierta insistencia. «Que te vaya bien. Todo saldrá bien.» Raras palabras.
—¿Sería tan amable de darme su dirección?
La mujer lo miró como si le hubiese pedido la luna. Chacaltana volvió a intentar recurrir a sus encantos:
—… Si sus delicadas manos no se ajan al contacto con el…
—¡Oh, por Dios, no lo intente! —regañó la señora—. Ni siquiera entiendo lo que dice.
—Oh…
—Y no puedo darle la dirección de un profesor. Lo siento.
—¡Oh!
—Son las reglas.
Félix Chacaltana no insistió. Él jamás rompería una regla, ni animaría a hacerlo a un ciudadano honesto. Dio las gracias ceremoniosamente y se apartó de la ventanilla.
Su primer impulso fue regresar a la plaza y buscar una joyería por sí mismo. Pero ya que estaba ahí, decidió internarse más en el edificio y buscar el aula donde enseñaba Joaquín. A lo mejor alguien podía darle información de interés. De manera legal, por supuesto.
La facultad no era demasiado grande, y estaba empapelada entera de manifiestos políticos, pronunciamientos y convocatorias a actos públicos. Chacaltana avanzó preguntando a los estudiantes hasta dar con una sala pequeña y vacía. Junto a un escritorio de madera colgaba un pizarrón empañado de tiza. Y frente a él, diez o quince pupitres apenas iluminados por un ventanuco estrecho. Chacaltana imaginó a su amigo ahí, dando lecciones e iluminando las mentes que dirigirían el futuro del país, construyendo patria desde la nunca bien ponderada tribuna de la educación superior. Lo invadió el orgullo de contar con un amigo en esa sagrada magistratura.
En los pupitres de la última fila descubrió a dos estudiantes que discutían sobre un libro. Uno de ellos era barbudo, pelucón, y se adivinaba ligeramente maloliente. El otro tenía un aspecto más presentable, con saco y corbata, excepto porque su cara estaba cubierta de acné. Tenían la edad de Chacaltana, aunque una vez más, al verlos, él se sintió mayor y más sabio.
—Buenos días, jóvenes. ¿Son alumnos del profesor Joaquín Calvo?
Los dos levantaron la cara hacia él, y luego se miraron entre sí, como decidiendo quién iba a contestar. Lo hizo el de barba:
—¿Por qué preguntas?
—Disculpe mis modales —dijo Chacaltana, con la mano adelantada para saludar—. Soy el asistente de archivo del Poder Judicial Félix Chacaltana Saldívar, y me urge encontrar al profesor Calvo para realizar unas diligencias.
—¿Diligencias? —preguntó uno de los chicos.
—¿Judicial? —preguntó el otro.
Ninguno de los dos recibió la mano que ofrecía Chacaltana. Tampoco respondieron. Chacaltana comprendió que tendría que dar más información.
—Es personal —aclaró—. Tengo entendido que el profesor se siente indispuesto. Me gustaría llevarle un caldo de pollo.
El de barba comenzó a reírse:
—¿Caldo de pollo?
Su amigo con acné lo siguió. De repente, los dos se estaban carcajeando:
—¡Caldo de pollo!
Chacaltana los acompañó en la risa por cortesía. Se le fue congelando el gesto mientras los dos estudiantes se levantaban y guardaban sus cosas en sendas bolsas de tela con estampados incaicos. Al salir, ninguno se tomó la molestia de despedirse de él. Tampoco le contestaron. Pero seguían bromeando con el caldo de pollo, incluso desde el pasillo. Chacaltana se compadeció de ellos. Pensó que aún no habían alcanzado su nivel de madurez.
Abandonó la universidad y regresó andando hasta el Palacio de Justicia. Ya eran las siete, así que había pasado la estampida de empleados públicos a la hora de salida. Sólo quedaban los fiscales y jueces de guardia. Chacaltana bajó al archivo y se dirigió a los registros de usuarios.
No tardó nada en encontrar la ficha de Joaquín Calvo, edad cuarenta años, sexo masculino, investigación sobre «movimientos revolucionarios y estrategias de seguridad», y al fin, lo que buscaba, su dirección: un número de la calle Capón.
Chacaltana se sintió incómodo. No estaba seguro de que buscar la dirección de un usuario del archivo para uso privado fuese correcto, ni siquiera legal. Pero le preocupaba que su amigo estuviese enfermo y solo. Y además, tenía que contarle sus progresos con Cecilia. Si no hablaba del tema con nadie, reventaría.
Volvió a salir del Palacio y subió por la avenida Abancay. Dobló a la altura del Mercado Central y se internó en el Barrio Chino. Desde antes de llegar a la portada de caracteres chinos ya podía aspirar el aroma de la gallina chi jau kay y el chancho en salsa de tamarindo. En los escaparates de los chifas se exhibían patos pequineses y animales confitados. Nunca habría pensado que Joaquín viviese en ese barrio. Era como otro país. Mientras cruzaba la calle principal, un hambre canina le aguijoneó el estómago.
Entró en uno de los locales y pidió el caldo de pollo. Se lo dieron en un tazón de plástico, condimentado con sillau y culantro y guardado en una bolsa de papel. Aprobó con matices las condiciones de higiene. Doscientos metros más allá estaba el número que buscaba. Entró en el edificio. No encontró el ascensor.
Subió tres pisos por las escaleras. Antes de tocar la puerta, apoyó la oreja contra ella. No estaba intentando fisgar. Sólo quería estar seguro de llegar en buen momento, ya que no había podido anunciarse. Aun así, se sintió culpable y retiró la oreja. Llegó a escuchar un murmullo en el interior. Joaquín debía de estar viendo televisión.
Por fin, tocó el timbre y esperó. El ruido en el interior aumentó, como si Joaquín no estuviese solo. Pero nadie se acercó a la puerta. Chacaltana contó hasta cien y tocó de nuevo. Esta vez, le abrió un señor. Tenía la edad de Joaquín más o menos, y rasgos orientales. Detrás de él, un bebé gateaba haciendo gorgoritos. El barullo llegaba del televisor de la sala, encendido a máximo volumen. El señor dijo algo en chino.
—Buenas tardes —saludó el asistente de archivo—, espero no llegar en mal momento. Estaba buscando por favor al profesor Calvo, tenga usted la amabilidad.
El chino lo miró como si fuese un ladrón. Gritó algo. Sonó como el coro de alguna canción, pero dicho de mal humor y sin gracia. Atrás de él, en algún lugar, una voz de mujer le respondió en un lenguaje igual de incomprensible.
—Me he tomado la libertad de traerle una sopita de pollo —informó Chacaltana, y levantó su tazón de plástico para enseñárselo al hombre de la puerta.
El chino recibió el tazón. Abrió la bolsa de papel y olisqueó el contenido. Volvió a decir algo a gritos. La voz femenina a sus espaldas le contestó de nuevo. Discutieron, o eso creyó entender Chacaltana, hasta que la mujer se asomó también a la puerta, con el bebé en un brazo y una canasta de ropa en el otro.
—Buenas tardes, encantado de conocerla. Mi nombre es Félix Chacaltana Saldívar y estoy buscando al profesor Joaquín Calvo.
La mujer y el niño lo miraron. El niño tenía los ojos tan grandes que se veían redondos, y llevaba la cabeza empaquetada en un apretado gorrito. Parecía a punto de asfixiarse. La madre dejó la canasta en el suelo, a un lado, y alzó el brazo en un gesto que parecía de comprensión. Chacaltana pensó que esa mujer sí podría entenderlo. Pero ella simplemente cerró la puerta.
A los ruidos de ahí adentro se sumó el de la bolsa de papel arrugándose. Luego, el llanto del bebé. Chacaltana supuso que se tomarían la sopa entre los dos, y supo, eso sí con certeza, que no valía la pena tocar el timbre de nuevo.