Pasó la tarde escribiendo el oficio para solicitar a la administración un televisor. Cuando terminó eran las seis, y el director ya había abandonado su puesto. Chacaltana dejó los documentos para la firma en un cenicero grande que parecía cumplir la función de bandeja de pendientes. Después, recogió su bufanda, entró en el baño a peinarse y acomodó su pañuelo en el bolsillo. Una vez aseado, atravesó el sótano, subió las escaleras, recorrió los largos pasillos del Palacio de Justicia y bajó las imponentes escalinatas, flanqueado por majestuosas columnas y leones esculpidos. Y entonces llegó al mundo real.
El paseo de la República lo recibió con un caos de bocinazos, olores de comida y gritos de conductores estresados. Los peatones se entrechocaban a su alrededor, todos en sentido contrario a todos los demás. El humo que salía de los tubos de escape se confundía con el cielo de Lima y con las viejas fachadas del centro histórico.
A Chacaltana le gustaba su trabajo precisamente por eso. Por el contraste. Ahí abajo, en su sótano forrado en papel, era posible establecer un orden, organizar la vida en acciones, autores y consecuencias. En cambio, afuera, en la confusión de la ciudad, reinaba el caos más absoluto, y él se sentía fuera de lugar. Su pasatiempo al salir del trabajo era redactar mentalmente denuncias contra los ciudadanos que iba viendo, ya que casi todos infringían alguna norma elemental de convivencia.
Enfiló por el jirón Carabaya y pasó junto a la plaza San Martín. Los descascarados edificios estaban empapelados de propaganda electoral con extrañas siglas: PAP, FOCEP, FRENATRACA, PPC. Chacaltana no había visto unas elecciones desde que tenía memoria. La profusión de paneles publicitarios, como las manifestaciones callejeras, le parecía un ejemplo más del caos urbano, igual que la basura amontonada en las esquinas. Uno de los candidatos de los carteles incluso llevaba un fusil en la mano. Chacaltana pensó que podría interponer una denuncia contra los políticos en general por atentado contra el ornato, y contra ese candidato en particular por apología de símbolos antipatrióticos.
Atravesó la plaza de Armas, rodeó un tanque y bordeó el Palacio de Gobierno, casi hasta la estación ferroviaria de Desamparados. Entró en el bar Cordano y se sentó en una mesa. Pidió un jugo de papaya y sacó un ejemplar del diario oficial El Peruano.
Trató de leer mientras esperaba a su amigo Joaquín, pero no podía concentrarse. Cada vez que algún parroquiano entraba en el Cordano, casi saltaba de la silla. La conversación que se avecinaba lo ponía nervioso. De hecho, ni siquiera sabía bien qué tipo de conversación sería. No se le ocurría cómo empezarla, ni tenía claro qué preguntar. Lo único que sabía era que sólo podía tenerla con Joaquín. Al fin y al cabo, era cosa de hombres.
Joaquín Calvo era el mejor amigo, por no decir el único, de Félix Chacaltana. Desde su llegada como practicante al archivo, Joaquín se había distinguido por ser un usuario ejemplar. Llegaba a las nueve y cuarto con puntualidad británica. Pedía los expedientes en sucesión alfabética, y apuntaba la información cuidadosamente en libretas con pestañas para las letras hechas por él mismo. Llenaba fichas de información, que luego pegaba en las libretas, y después de cada visita al archivo dejaba cada documento en su lugar. Chacaltana pensaba: si todos los usuarios del archivo fuesen como él, si todos los peruanos fuesen como él, este país iría mucho mejor.
Pero esta tarde, por primera vez, Joaquín no estaba a la hora convenida. Para distraerse, Chacaltana escuchó las conversaciones del Cordano. Fútbol. Fútbol. Fútbol. Supuso que su amistad con Joaquín se debía a que eran los dos únicos peruanos sin afición por el fútbol. Almorzaban juntos una o dos veces al mes, cuando Joaquín visitaba el archivo, y su conversación giraba en torno a la vida cotidiana en él. Y todos los fines de semana se encontraban en el pasaje Mártir Olaya para jugar ajedrez. Jamás habían hablado de temas personales, porque Félix Chacaltana carecía mayormente de temas personales. Pero ahora que había surgido uno, la persona con quien podía compartirlo era sin duda Joaquín.
Básicamente, el tema era que Chacaltana quería contraer nupcias. Estaba enamorado de una chica que trabajaba cerca del Palacio de Justicia: Cecilia. Llevaba varios meses saliendo con ella, y consideraba llegado el momento de formalizar su relación. Eso planteaba dos problemas: cómo decírselo a Cecilia, y el más difícil, cómo decírselo a su propia madre.
A sus cuarenta años, Joaquín era un hombre mucho más experimentado que su joven amigo. Y además, por su trabajo como profesor universitario, estaba acostumbrado a tratar con estudiantes de la edad del asistente de archivo. Él le ayudaría a resolver las dudas que lo carcomían… Si llegaba alguna vez.
Félix Chacaltana miró su reloj. Joaquín llevaba veinte minutos de retraso. Quizá había sufrido algún percance. El viernes, en el archivo, se le notaba tenso. Incluso pálido. Pero aun así, le había asegurado a Chacaltana que se presentaría el lunes en el Cordano, a las seis y cuarto. Por lo general, eso significaba que estaría desde las seis y diez.
A las siete y media, después de dos jugos de papaya y uno de piña, Chacaltana comprendió que su amigo nunca llegaría. Pagó la cuenta y se fue. No había leído ninguna noticia en su diario oficial. Pero afuera, en el patio del Palacio de Gobierno, la guardia cambiaba como todos los días.
—Félix Chacaltana Saldívar, llegas tarde.
Su madre lo llamaba así, con todos sus nombres y todos sus apellidos, cuando quería regañarlo.
—Lo siento, Mamacha. Es muy difícil salir del centro, ya sabes.
De hecho, para llegar a su casa de Santa Beatriz, habría sido más rápido caminar. Pero Chacaltana había decidido tomar un microbús, para retrasar este momento. A esa hora, el tráfico era una lenta procesión de motores tuberculosos, que tosían y renegaban al andar. A pesar de sus esfuerzos, había terminado llegando a casa. Y no era el único.
—Tu amiga te espera ahí dentro —anunció su madre.
Cecilia estaba sentada en las viejas sillas de la sala, frente a una taza de té. Para su horror, Chacaltana descubrió que llevaba puesta una minifalda. Eso era mucho más de lo que su madre podía soportar. Al saludar a Cecilia, él trató de no mirar en dirección a sus piernas, y de que su beso abandonase sus labios con la mayor frialdad posible.
Hasta ese momento de su relación, Chacaltana se había mostrado con Cecilia tan respetuoso como cabía esperar de un caballero. Durante los seis meses que llevaban viéndose, no había hecho el menor intento de propasarse. Pero no era de acero: cada vez más, el deseo lo roía por dentro. Cuando iban apretados en un autobús demasiado lleno, le costaba disimular el bulto de sus pantalones. Y al despedirse, se reprimía para no besarla profundamente en los labios.
—¿Y a mí no me saludas? —refunfuñó una voz seca.
—Perdona, Mamita.
Chacaltana besó la frente de su madre y se sentó frente a ella en el sofá, al lado de Cecilia pero sin tocarla. Se sirvió un té y bebió un trago, que le quemó la lengua. Devolvió la taza a la mesa. Aparte de los ruidos que hacía él con la tetera y el platito, la sala estaba sumida en el silencio.
Trató de romper el hielo. Hablar de la denuncia de esa mañana le pareció inadecuado. Pero entonces recordó su conversación con el director, y las conversaciones del bar Cordano. Se aclaró la garganta y proclamó:
—Ha habido un partido de fútbol.
—Sí —lo acogió la chica—. En mi casa estaban como locos celebrando que ganó Perú.
—Fútbol —protestó la madre—. Ayer no había en misa ni un solo hombre. Todos estaban viendo algún partido. Un horror.
—Pero todos están más felices —se alegró Cecilia—. Eso me gusta.
—Lo que aleja al hombre de Dios no lo hace feliz de verdad —sentenció la madre. Tras sus palabras, el silencio volvió a caer sobre la sala, como un manto oscuro.
Cecilia paseaba los ojos por los adornos de la casa. Aparte de los crucifijos y las imágenes de santos, todo rebosaba de figuras de porcelana barata, paisajes al óleo de bosques europeos y un retablo ayacuchano.
La mirada de la joven se detuvo en una foto familiar con marco de plata que reinaba solitaria en una mesita. Era la imagen de un oficial naval en uniforme de gala. El oficial llevaba del brazo a una chica joven de aspecto ingenuo, que cargaba a un bebé. Cecilia reconoció a sus anfitriones, menos de un cuarto de siglo antes, cuando aquella familia la formaban tres personas.
—¿El del uniforme es el señor Chacaltana? —preguntó Cecilia.
—No… —dijo Chacaltana.
—Sí —dijo su madre al mismo tiempo.
Una leve mirada de reproche se instaló en los ojos del joven.
—Mamá…
—Te guste o no, era tu padre y no puedes negarlo.
—Es sólo que no me gusta que tengamos esa foto —refunfuñó Chacaltana.
—Él merece un lugar de honor en esta casa, como todo padre. Sobre todo después de su terrible accidente…
A la madre se le quebró la voz al hablar, y se llevó la mano a los ojos como para limpiarse una legaña, lo cual avivó el interés de Cecilia:
—¿Murió? —preguntó, pero al ver el malestar de Chacaltana atemperó el tono—… si se puede preguntar.
—Es una larga historia —respondió huraño Chacaltana, e intentó reconducir la velada—: Hoy nos vamos al cine, Mamacita.
—¿Qué van a ver? —preguntó la madre.
—Fiebre de sábado por la noche —respondió Cecilia—. Con John Travolta. Es de baile.
Chacaltana se estremeció por dentro. Las palabras fiebre, noche y baile no presagiaban nada bueno. Su madre arremetió:
—Hoy es lunes. ¿Les parece una noche adecuada para salir?
—Iremos cerca, Mamita. Al cine Roma nomás.
—¿Y tus padres lo aprueban?
Cecilia se encogió de hombros:
—Bueno, estamos en los años setenta.
—La decencia y la moral no pasan de moda, jovencita.
—No se trata de moral, es que…
—Bueno —se levantó de un salto Chacaltana—, creo que es hora de irnos. No queremos perdernos el comienzo de la película, ¿verdad?
—¡Falta media hora! —protestó Cecilia—. Te había traído el disco de la película. Pero bueno, te lo pondré mañana.
—Mañana no puedes venir —ordenó la madre—. Yo no estoy.
Sin responder, Chacaltana consiguió llevar de la mano a Cecilia hasta salir de ahí. El aire de la calle le pareció más fresco que nunca, y recorrieron las tres cuadras en silencio. Chacaltana caminaba por el lado exterior de la vereda, como corresponde al varón.
El cine Roma era enorme y lujoso, e incluso en un lunes estaba lleno a rebosar. Todas las mujeres de la platea suspiraban por el protagonista. Y casi toda la película estaba dedicada a lucirlo. John Travolta hacía piruetas en la pista. Stayin’ Alive. John Travolta, un chico de su edad, ataviado con un chaleco, camisa de solapas y pantalones apretados. You Should Be Dancing. Subiéndose la bragueta. Peinándose. Cargando a la chica bajo una bola de luces. A Félix le dolió la cadera de sólo mirarlo. Pero a su lado, sentía la reconfortante respiración de Cecilia, un movimiento agradable, como un ronroneo.
Después de la función, mientras él la acompañaba a su casa en un autobús medio vacío, ella habló sin parar. Estaba radiante:
—¡Cómo bailaban! ¿Y viste esos vestidos? Debería haber una discoteca así en Lima.
—Sí —dijo Félix pensando que mejor no. Y añadió por deformación profesional—: Pero tendría que cerrar cuando hubiese toque de queda.
Ella se rio.
—¿Qué? —se defendió él—. Es la norma.
—Tú eres todo así, ¿no? Todo lo analizas.
Él carraspeó. Pero ella lo miraba provocadora:
—Seguro que nunca harías una locura. Como ponerte a bailar frente a todo el mundo o… No sé. Algo loco.
—Puedo hacer una locura.
—Quiero oírla.
Bajo la tenue luz del autobús, Cecilia se veía muy bella. No era alta, pero sus piernas parecían infinitamente largas y suaves. Chacaltana estuvo a punto de pedirla en matrimonio ahí mismo, sin más preámbulos. Pero luego recapacitó:
—La haré en el momento adecuado.
Ella se burló de él:
—¡No hay momentos adecuados para hacer locuras!
—El miércoles.
—¿El miércoles qué?
—El miércoles haré una locura. Te lo prometo.
Ella le regaló una mirada juguetona:
—La esperaré entonces. Una locura puntual y perfectamente calculada.
Él sonrió. No pudo evitar ruborizarse. Por las ventanillas, aparecían las casas de Jesús María.
—¿Qué pasó con tu Papá? —preguntó ella a quemarropa.
Chacaltana quería contarle. Todo. Sus malos recuerdos. Toda esa violencia. Incluso el de las llamas que consumieron su casa. Quería hablarle de su viaje a Lima para alejarse del pasado, y su apego posterior a su madre. Supuso que eran cosas que Cecilia debía saber. Pero en ese momento llegaron a la parada y tuvieron que bajar del autobús.
Caminaron las tres cuadras en silencio. Ya casi en su puerta, ella lo tomó del brazo:
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro que sí.
—¿Tenemos que estar con tu Mamá siempre que nos vemos? Es incómodo.
—Ella no aceptaría dejarnos a solas en casa. Por respeto a ti, sobre todo. Por lo que puedan pensar.
—¿Quién va a pensar algo? No hay nadie más en tu casa.
Chacaltana admitió:
—Bueno, quizá es por lo que ella pueda pensar.
—No le caigo bien.
—¿Que no…? Claro que le caes bien. Ella es así… A veces parece muy dura, pero ya verás.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro.
En realidad, no estaba nada seguro. Todo lo contrario. Cecilia no le caía bien a su madre. Posiblemente, nadie le caería bien nunca. Nadie que apartase a su hijo de su lado. Pero él ya era un adulto, tenía una posición, y ahora tendría que poner en orden algunas cosas en casa.
Al despedirse, Cecilia lo abrazó. Él se sorprendió, pero lo disfrutó.
—¿El miércoles harás tu locura? —le preguntó.
—El miércoles —prometió Chacaltana—. Una locura puntual y perfectamente calculada.
Ella sonrió y lanzó un beso directo hacia su boca. Para que no resultase demasiado procaz, él lo esquivó y le ofreció la comisura de su labio. Ya después del miércoles tendrían tiempo para más efusiones.