Un papel. No una denuncia.
El asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar volvió a mirar ese papel y suspiró tristemente. Una denuncia está llena de datos: nombre del denunciante y número de cédula de identidad. Fecha, hora y lugar de los hechos denunciados. Descripción detallada de tales hechos. Firma y sello del funcionario de turno. En ausencia de cualquiera de los mencionados ítems, el formulario es sólo un papel.
Chacaltana no se hacía ilusiones. Su escritorio era el basurero de todos los documentos confusos, borrosos e inservibles del Poder Judicial. Cuando los fiscales, jueces, abogados de oficio, amanuenses, limpiadores, conserjes o ujieres no sabían cómo rellenar un escrito, o simplemente sentían pereza de tramitarlo, lo relegaban al archivo, en la esperanza de librarse de él. Pero incluso en esos casos había formalidades que respetar.
Cada tarde, antes de abandonar su lugar en el sótano, el asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar se aseguraba de haber archivado escrupulosamente cada documento recibido. Los altercados públicos en el archivador 5ZCB3, las faltas contra los símbolos patrios en el fólder 6NOF45, los asaltos a mano armada en el pasillo 3BN45. El archivo del Poder Judicial era un compendio de todos los delitos, crímenes y faltas cometidos en un país, un registro vivo de todo lo que la sociedad podía hacer mejor. Y por eso, merecía respeto.
Sin embargo, ahí estaba: un papel sin más información que la irregularidad administrativa —de índole migratoria y de carácter menor— y el nombre del denunciado —Nepomuceno Valdivia—, todo escrito, por cierto, con una letra ininteligible. Si lo había remitido un fiscal desde alguno de los pisos superiores, no se había molestado en indicar su nombre, ni las diligencias a tomar. Un desastre. Una falta cometida sin número de documento ni coordenadas precisas ni siquiera era una falta. No podía archivarse. Y lo que no podía archivarse, en la práctica, no había ocurrido.
Indignado, Chacaltana decidió elevar una queja contra el autor de ese formulario. Se levantó de su silla y avanzó resuelto entre los legajos y las torres de papeles. Durante sus primeros días de prácticas en el archivo había echado de menos una ventana, pero después de un año comprendía que los estantes y los paquetes de documentos obstruirían cualquier ventana de todos modos. Ahora, el aire polvoriento del lugar incluso le agradaba, como el perfume de un hogar cálido. Además, no podía quejarse: del otro lado del sótano estaba la carceleta, donde se encerraba a los delincuentes en espera de juicio. Por lo menos, le había tocado el lado amable del subsuelo, el que encerraba papeles, no personas.
Llegó hasta la oficina del director, al extremo del pasillo, y aunque la puerta estaba abierta tocó con los nudillos. El director, un hombre de unos sesenta y tantos años con una calva como de setenta y unos anteojos como de ochenta, hablaba por teléfono:
—Éste es el equipo —decía riendo—, lo he esperado toda mi vida. Si tienes plata, apuéstala, que ahora vamos a ser campeones. Al menos subcampeones. Apuesta tu casa. Apuesta a tu mujer, je, je.
Le hizo señas a Chacaltana para que pasara. Como todo a su alrededor, el despacho del director estaba lleno de resmas de papel y documentos sueltos: en el escritorio, en las paredes, en el suelo. El poco espacio libre rebosaba de humo de tabaco negro Inca y un ligero, casi imperceptible, olor a alcohol. Chacaltana se sentó en la única silla y esperó. El director le dirigió alguna de sus risitas telefónicas, pero Chacaltana la evitó. En secreto, desaprobaba el uso de recursos públicos para llamadas telefónicas de carácter privado, como sin duda eran las referidas al fútbol. A menos que el director estuviese hablando con el entrenador del equipo nacional de fútbol, por ejemplo, que precisamente en ese momento desease consultar algún historial del archivo. Respecto al procedimiento, nada se podía descartar.
—¡Y los goles de Cubillas! —continuaba el director—. Un maestro. Cuánta clase.
Después de unos minutos regocijándose, el director colgó, pero la sonrisa no se borró de su cara. Tenía los dientes manchados de tabaco:
—Hijito, ¿qué me dices? ¿Qué te pareció?
El asistente de archivo Félix Chacaltana se preguntó si el director se refería a la negligencia de la denuncia sin datos. Pero era lunes por la mañana, y ese director no solía hablar de trabajo, ni siquiera solía estar presente, antes de la hora de almuerzo.
—¿Señor?
—El partido, pues, hijo. ¿Qué digo «partido»? La obra de arte del sábado. La hazaña.
Chacaltana no supo qué responder.
—Bien —balbuceó, porque le parecía que el director esperaba eso—. Muy bien.
—Tienes que decirme qué gol te gustó más. Estoy haciendo una encuesta.
—¿Qué gol? El… el primero.
El director cambió su mirada por una mueca de sorpresa:
—¿Cómo que el primero? ¡El primero fue de Escocia!
—Ah. Me refiero al primero de… pues de… ¿El Alianza Lima?
Ahora, la mueca de sorpresa se transformó en una de estupor:
—Flaco —recitó lentamente el director—, Perú está jugando el Mundial de Argentina 78. ¿Te has dado cuenta o no?
El fútbol quedaba fuera del universo mental de Félix Chacaltana, o si ocupaba un lugar, estaba cerca de los ornitorrincos y los marsupiales, muy lejos de todo lo que le importaba. En este momento en particular, muy lejos de su denuncia mal redactada. Al recordar que la tenía en la mano, la blandió en el aire, como si fuese el arma de un crimen.
—He encontrado esta denuncia en mi escritorio —se explicó—. Y presenta graves defectos de forma y fondo, señor.
El director ahora tenía semblante de preocupación:
—Sí, campeón. Pero sabes que Perú está jugando el Mundial, ¿no?
—Sí, señor. Ahora lo sé. Muchas gracias. En cuanto a la denuncia contra el señor Nepomuceno Valdivia, me ha sido remitida sin las propiedades que el reglamento estipula, de modo que se hace imposible proceder al acto normativo de registro y archivo, por lo cual debo manifestar…
—¿Cuántos años tienes, tigre?
El asistente de archivo Félix Chacaltana Saldívar no atinó a contestar. Era una pregunta demasiado personal, y totalmente inapropiada, aun viniendo de su jefe. Pero el director no necesitaba una respuesta. Movió la cabeza de un lado a otro y continuó:
—Felixito, tú necesitas una vida, ¿ah?
—S… ¿Señor?
—Y llámame Arturo, pues, que estamos en los juzgados, no en el Ejército de Tierra.
—Sí, señor.
—Arturo.
—Sí, señor.
El director hizo un gesto de resignación. Y añadió:
—Acabas de terminar la universidad, hijo. Ya te hemos hecho tu primer contrato. Ahora vive un poco. Anda al fútbol, tómate una cerveza, consíguete una enamorada. Ya tendrás tiempo de ser un plomo más adelante.
—Pero es que la cumplimentación descuidada de documentos da lugar a lamentables…
El director tenía los ojos cerrados. Chacaltana se preguntó si se había dormido. Como para desmentirlo, el director se quitó los anteojos y empezó a limpiarlos aburridamente con su corbata.
—A ver, pues, ¿de qué se trata tu denuncia?
—Irregularidad administrativa migratoria menor —se animó Chacaltana, sintiendo que al fin lo tomaban en serio. De hecho, el director dejó pasar un largo silencio antes de continuar:
—Menor.
—Positivamente.
—Pero migratoria.
—En efecto.
—Ufff —resopló el director con cansancio—. Hay que preguntarles a los militares.
—Estrictamente hablando, señor, a los efectivos de la policía de aduanas…
—Militares, pues, hijito. En este país, hasta los ministros de Agricultura son militares.
Chacaltana comprendió la carga laboral extra que eso implicaría:
—Si usted me permite, yo mismo puedo preguntarles, señor. Podría tener los oficios pertinentes esta misma tarde para su firma, y cursarlos en el transcurso de mañana.
Quería ser útil, pero sobre todo, quería escribir los oficios. Nada hacía más feliz a Félix Chacaltana Saldívar que la prosa elegante de un oficio legal.
El director no mostró ningún entusiasmo por su propuesta. Terminó de limpiar sus anteojos, que milagrosamente seguían igual de sucios, y se los calzó sobre la nariz.
—Chico, ¿sabes cuánto gana uno de los funcionarios de allá arriba? ¿Sabes cuánto ganarás tú mismo, cuando triunfes en la vida y alcances un puesto de importancia en el sector público?
—Mis motivaciones nunca han sido de índole pecuniaria, señor. Mi mayor recompensa es el honor de servir a mi patria y…
—Una mierda —continuó tranquilamente el jefe—. Vas a ganar una mierda, como yo y como todos aquí. Así que es normal que algún funcionario se desanime y, en caso de una… ¿Cómo la llamaste?
—Irregularidad administrativa migratoria menor.
—En un caso que importa poco y exige mucho, es normal que algún desaprensivo quiera deshacerse del papelito. Así que deshazte del papelito tú también. ¿No está lleno de errores? Pues ya está, no lo recibiste. Si nadie ha puesto su nombre ahí, nadie va a venir a reclamártelo. Ésta es la lección de vida de hoy.
Para el asistente de archivo Chacaltana, las palabras del director sonaban a blasfemia.
—Pero, señor, yo recomiendo abrir una investigación para determinar sin lugar a dudas el autor d…
—¿No tienes más trabajo que hacer? —empezó a impacientarse el director.
—No, señor —se apresuró a responder el asistente de archivo—. He archivado todo el material atrasado desde setiembre de 1976, creado un nuevo sistema de organización de la documentación, ampliado el registro de incidencias colaterales y solicitado nuevo material de escritorio a la secretaría de personal.
—Bien —dijo el director, sin ocultar su sorpresa—. Muy bien. Entonces tengo un nuevo encargo para ti.
—¿Señor?
—Busca un televisor.
—Me parece que no…
—Busca un televisor y siéntate delante de él. No te muevas de ahí hasta el partido contra Holanda, el miércoles.
—¿Señ… or?
—Y búscate una enamorada, tigre. O algo así.
—Pero…
—Es una orden. Ya te puedes ir.
Chacaltana se levantó sin protestar.
En algo se equivocaba el director.
Chacaltana sí tenía una enamorada. O algo así.
Y eso no era la solución a sus problemas. En ese momento, era su peor problema.