XIII

Pero, ¿dónde vais a vivir ahora? Debéis abandonar esta casa dentro de unos días. ¿Por qué no regresáis a Castilla?:

—Juan puede hacer lo que quiera, yo, señorito Diego —dijo Zahía—, no me iré nunca de Oporto mientras el cuerpo de mi señora repose en esta ciudad.

Confieso que un amor tan fiel como el de Zahía me emocionaba. Hacía tres días que doña María Pacheco, viuda de Padilla, había sido enterrada, cumpliendo su voluntad, debajo del altar de la capilla de San Jerónimo de la catedral de Oporto. En su testamento pedía autorización al Emperador para que sus restos fueran trasladados junto a los de su marido a Villalar. Yo conocía los deseos de doña María, por eso me atreví a decir:

—Don Diego, no debe preocuparse por la suerte de Zahía, ya que seguramente el Emperador pronto autorizará el traslado del cuerpo de su señora hermana. ¿No lo cree así?

—Ay, Felipa, me gustaría contestarte afirmativamente, pero, por desgracia, lo más probable es que don Carlos nunca autorice ese traslado.

No entendía nada de política, pero odié al Emperador. Lo hice con todas mis fuerzas. No entendía a quién podría hacer daño que los restos de dos seres que se habían amado pudiesen desintegrarse juntos en una misma tierra.

—Felipa, ¿tú qué vas a hacer? ¿También te quedas? —me preguntó don Diego.

Antes de que yo pudiera responder, Zahía dijo:

—Ella se va. Felipa tiene que viajar a Granada. Allí la espera Morayma.

—Entonces puedes venir conmigo —apuntó don Diego—. No tenía pensado desplazarme hasta el sur, pero así aprovecho para ver a Morayma. Juan, ¿vendrás con nosotros?

Juan de Sosa había permanecido en silencio todo el tiempo. Levantó la mirada tímidamente y dijo:

—Don Diego, yo me quedaré en Oporto para cuidar de Zahía. Eso es lo que le hubiera gustado a doña María que hiciera. Así que no viajaré con ustedes.

—Juan, piénsalo bien. De verdad que yo no te necesito, tú eres libre y puedes volver a Castilla cuando quieras. El Emperador te ha perdonado —apuntó Zahía.

Observé un gesto de rabia en la cara de Sosa. El perdón que don Carlos había concedido en distintas amnistías a muchos de los hombres implicados en la guerra de la Comunidad había llegado hasta los criados de doña María. Aquello que posiblemente fuera normal a mí me sonaba a provocación. Pero yo seguramente no estaba capacitada para juzgar ese tipo de cosas. Quizá Sosa pensaba como yo, pero recomponiendo la expresión dijo:

—Nadie me espera en Castilla. Prefiero seguir a tu lado, Zahía.

—Pues si todos estamos de acuerdo, yo prefiero salir cuanto antes —manifestó don Diego dirigiéndose a mí.

—Yo, si usted me lo permite —le dije—, necesito un poco de tiempo porque debo hacer unas cosas antes de irme.

—Está bien, te esperaré, pero debemos salir pronto para recorrer un buen trecho de camino antes de que se nos haga de noche.

—Antes de las seis habré regresado.

***

Sólo habían transcurrido unos diez meses desde la tarde en que, obedeciendo a no sé qué impulso, me decidí a hablar con doña María. Aquella tarde bajaba a la Ribeira corriendo para que nadie me reconociera, hoy lo hago despacio y miro a mi alrededor en un intento de grabar en mi retina estas imágenes que tal vez nunca más vuelva a ver.

Bajo para despedirme y para contarle al río y a la vieja barcaza que nos unió, la Estella Nova, que doña María se ha ido para siempre y que a partir de ahora no volverán a verla.

He pensado que tal vez el mejor sitio para deshacerme del diario de doña María, como ella me rogó que hiciera, sea el río. Me entristece pensar que estos pergaminos que ahora aprieto contra mi pecho vayan a desaparecer, pero ésa era su voluntad y así me lo manifestó cuando le dije, sin poder contener mi emoción, que los había leído y que era la mejor mujer del mundo.

—Felipa, prométeme que cuando yo ya no esté, destruirás todos esos legajos y que el cofre se lo llevarás a Morayma. Porque tú te irás con ella, ¿verdad?

Me siento en el mismo lugar donde solíamos hacerlo y espero la llegada de la Estella Nova. No puedo evitar las lágrimas al pensar que doña María ya no está entre nosotros, me embarga una profunda tristeza, pero me siento muy orgullosa de haberla conocido y de que me haya dejado quererla. Esta mañana he ido a la catedral para rezar ante su tumba y he copiado el epitafio que su hermano don Diego escribió. Me lo he aprendido de memoria, pero también lo he copiado para dárselo a Morayma. Aunque sólo hubiera sido para poder conocer esas palabras me habría merecido la pena aprender a leer. Es muy hermoso:

Si preguntas mi nombre, fue María.

Si mi tierra, Granada. Mi apellido,

de Pacheco y Mendoza, conocido

el uno y el otro más que el claro día.

Si mi vida, seguir a mi marido.

Mi muerte, en la opinión que él sostenía.

España te dirá mi cualidad

que nunca niega España la verdad.

Al terminar de recitarlo, lo hago en voz alta, llama mi atención el profundo silencio que me rodea, es como si el mundo se hubiese detenido en este preciso momento y en este lugar. Espero la llegada de la vieja barcaza, que, sorprendentemente, no aparece. Debo marcharme, pero me resisto a irme sin ver a la Estella Nova. Decido entonces acercarme a la Ribeira para preguntar qué ha sucedido.

Uno de los viejos que se calienta al tibio sol me dice:

—La Estella Nova ya no volverá a surcar el río, está varada en la otra orilla. Curiosamente la han evitado el desguace. Han preferido, quién sabe por qué, que sea el tiempo quien la destruya.

Salgo corriendo para el lugar que me ha indicado el viejo y allí está la barcaza. Confieso mi emoción al verla de cerca, la han abandonado casi enfrente de donde nosotras nos sentábamos. No puedo por menos de decirle, como si pudiera oírme:

—Vieja barcaza, te has negado a navegar por el río porque doña María, la más noble de las mujeres, ya no puede verte. Has querido irte con ella.

De repente se me ocurre algo: ése es el lugar perfecto para dejar el diario de doña María. No lo someteré a la triste destrucción del agua. Escondidos y protegidos con unas hojas de unos árboles cercanos y unas cuantas maderas, los pergaminos se quedarán allí. Seguramente desaparecerán con la Estella Nova y, si no es así, será porque alguien habrá dado con ellos. Creo que un testimonio tan valioso no debe perderse, por ello, desobedeciendo un poco a doña María, lo dejaré en manos del azar y de la vieja barcaza.

Satisfecha con la solución que he adoptado, me despido de la Estella Nova y del Duero.

Comienza una nueva vida para mí en la que doña María Pacheco siempre estará presente.