XII

Aquellas fueron de las ocho Navidades que yo había pasado en el exilio las más felices. La ausencia de los seres queridos se hace mucho más dolorosa en esas fechas en las que tradicionalmente se reúnen las familias y yo estaba tan sola… El recuerdo de mi niño, de mi pequeño Pedro, me hacía rememorar momentos felices a su lado, aunque luego la tristeza fuera más profunda al comprobar que mi vida estaba vacía porque ni él ni su padre se encontraban ya conmigo. Desde que habíamos llegado a Portugal, Zahía, Juan de Sosa y yo intentábamos pasar de puntillas por la Navidad, deseando que se fueran pronto los días llenos de dolorosa melancolía. Sin embargo, este año, la presencia de Felipa resultó en verdad estimulante para todos. Zahía, deseosa de que aquella niña que nunca había probado el turrón lo hiciera, nos deleitó con la elaboración de dos deliciosas variedades: dulzor de miel y faludaj a la oriental. También preparó khabis, mazapanes de Granada. Era fascinante ver la cara de satisfacción de Zahía ante las alabanzas que Felipa, extasiada por el sabor de los turrones, hacía de ellos. La alegría de la joven nos contagiaba a todos.

La comida en aquellas fiestas había sido excesiva. No entendía muy bien de dónde sacaba el dinero Zahía, ya que en los últimos tiempos no habíamos recibido nada de Castilla y la verdad era que me preocupaba que estuviéramos gastando más allá de nuestras posibilidades, porque con lo poco que nos quedaba por vender, temía que nos viéramos obligados a vivir de la caridad y debíamos pensar en el mañana. Un poco angustiada se lo dije a Zahía, pero ella me aseguró:

—Mi niña, puedes estar tranquila. Aunque los ingresos de Juan de Sosa son más bien escasos, contamos con la colaboración de Felipa, que, como sabes, se ha empeñado en aportar lo que le pagan en casa de Perestrello.

—Pero Zahía —le dije—, no podemos consentir que esa muchacha nos entregue su dinero.

—No quiero que te ocupes de esas cosas que son de mi competencia —me aseguró muy seria—, y para tu tranquilidad te diré que todo lo que me da Felipa lo guardo para cuando ella pueda necesitarlo, aunque no está nada mal que de forma responsable colabore en su manutención.

—Sí, puede que tengas razón, pero entonces, ¿de dónde sacas el dinero? —le pregunté preocupada.

—Hay mucha gente que te quiere. En las pasadas Navidades, el gobernador nos mandó un cordero. Perestrello cinco kilos de bacalao y varias piezas de caza y los condes de San Jacinto, aceite, harina y dos sacos de higos y almendras.

—¿Por qué no me lo has dicho para darles las gracias?

—Me pidieron que te lo ocultara.

Todos eran amigos de Morayma. Mi amiga del alma seguía velando por mí desde la distancia. Dios mío, sólo faltan dos meses para la primavera, ¿me dejarás vivir hasta el próximo mes de mayo? No sabes, Señor, cómo me gustaría volver a encontrarme con Diego y Morayma. Los dos me han escrito. Diego se siente el más feliz de los mortales al vivir en Venecia. Me cuenta que ya tiene grandes amigos. Sobre todo habla de un impresor veneciano, Aldo Manucio, del que se ha hecho íntimo amigo y es quien le está introduciendo en el atractivo e interesante ambiente cultural de la ciudad. El placer de pasear en góndola por el Gran Canal, asegura, sólo es comparable al experimentado en Lindaraja escuchando el murmullo de las fuentes envuelto en el perfume de las rosas.

Me alegro de que mi hermano se sienta tan pletórico y feliz. No me transmite la misma sensación Morayma. Tengo la impresión, al leer sus cartas, de que no atraviesa por un buen momento. Probablemente sean problemas de fe, porque recuerdo que cuando le conté de quién era el pergamino que Diego me había entregado, me dijo:

—Me alegro por tu amigo. Acertó al ir al reencuentro de sus verdaderas raíces.

Isaac Benadrete había conseguido llegar a Jerusalén con su familia y visitar la sinagoga construida por el judío Najmánides. Me aseguraba en su escrito ser un hombre nuevo: «Claro que añoro Toledo y siempre la echaré en falta. Sé que he abandonado la bella tierra de mis antepasados, pero, créame, María, he recuperado la tierra santa».

Morayma, como Isaac Benadrete, nunca había renunciado a la fe de sus antepasados y a buen seguro que a veces le resultaba difícil disimular, de ahí que dejara entrever la posibilidad de viajar para conocer los lugares de origen de su gente.

Dentro de un momento llegará Felipa a buscarme. Todas las tardes me acompaña a dar un paseo. Ha sustituido a Zahía, que, muy contenta, se queda trajinando en casa.

En aquellas tardes tranquilas en las que la barcaza Estella Nova seguía saludándonos, día tras día, a su regreso a puerto, Felipa me confesó que le gustaría escribir. Era muy sensible y deseaba plasmar sus sentimientos, aunque no se atrevía. Yo la animé a hacerlo.

—No tengas miedo, cuando volvamos a casa intentas recordar la sensación que produjo en ti, por ejemplo, el vuelo de una gaviota. O el árbol aquel cuyas hojas están pugnando por salir. También puedes dejar en libertad tu imaginación y crear la historia de unos personajes que un día llegaron a esta ciudad y…

—Lo haré si usted, doña María, promete ayudarme para encontrar las palabras adecuadas con las que expresarme correctamente, porque aunque todos los días memorizo de tres a cinco, mi vocabulario sigue siendo escaso.

***

Cuánto ha cambiado mi vida. Casi no puedo creer que en menos de un año yo haya pasado de ser una andrajosa mendiga a una humilde muchacha pero que sabe leer y escribir y que tiene un trabajo serio en una buena casa. Muchas veces pienso si habrá sido cuestión de suerte o un premio a mi buena acción al devolver lo robado, aunque la verdad es que no lo entregué por arrepentimiento, sino porque no disponía de un lugar adecuado para guardarlo. Después, al conocerlas, yo ya no podía seguir con mi vida. Era como descubrir el cielo y renunciar a él. Jamás creí qué pudieran existir personas como ellas, sobre todo como doña María. Nunca olvidaré su arrojo y valentía la tarde que acudió a mi casa para enfrentarse con mi padre. Me sorprendió que una mujer de apariencia tan débil y enferma pudiera mostrar semejante energía. Entonces no sabía quién era, pero ahora sí. He leído a escondidas su diario y me cuesta ocultar mi admiración. Cuando bajamos hacía la Ribeira y doña María se apoya en mí, me siento tan orgullosa que de buena gana me pondría a gritar para que todos se enteraran de que esta señora es la mujer más valiente, sincera y generosa que existe en el mundo.

***

Felipa entró como una exhalación en la sala donde María la esperaba.

—Perdóneme, doña María, me he retrasado un poquito. Cuando usted quiera nos podemos ir.

—Ahora mismo, pero pídele a Zahía la capa, puede hacer frío al caer el sol.

—Ya la tengo aquí, doña María.

Las dos mujeres bajaban despacio hacia el Duero. A las dos les gustaba contemplar el discurrir del río. A una le devolvía un añorado pasado, a la otra le abría las puertas de un ansiado futuro.

A Felipa le encantaba que María le hablara de la Alhambra, y aquella tarde le pidió que le describiera una vez más el mirador de Lindaraja. María aceptaba entusiasmada porque de esa forma volvía a revivir sus andanzas infantiles con Morayma y Diego.

La campana de la Estella Nova, como todos los días, les envió su saludo.

—¿Te acuerdas? —preguntó María.

—Sí, fue muy curioso —contestó Felipa—, porque había escuchado su sonido infinidad de días, pero aquella tarde sentí la necesidad de dirigirme a usted.

—Yo también volví mis ojos hacía ti al oírla —afirmó María, y añadió—: A esa vieja barcaza le debemos el impulso que nos movió a conocernos. Morayma estaría segura de esto que acabo de decirte, y yo lo creo, sin duda, influida por ella.

—Yo pienso que es hermoso soñar y que no hace daño atribuir sentimientos a objetos o cosas inertes que nunca podrán experimentar, pero sí ser reflejo de lo que en el fondo sentimos nosotros.

—Buena alumna le ha salido a Morayma —río María—. O sea, que tú crees que fuimos nosotras las que en el fondo deseábamos el encuentro y la Estella Nova fue el pretexto.

—No lo sé —repuso Felipa—, es muy complicado.

***

De regreso a casa se detuvieron dos veces para que María pudiera descansar. De repente le había dado una especie de fatiga que le impedía respirar.

—No te asustes Felipa, se me pasará enseguida.

—Yo creo que debería ir a casa para ver si ha llegado Sosa y que él la suba en brazos.

—Espera, dentro de unos minutos podremos seguir —le decía María en un intento de tranquilizarla, mientras le pedía a Dios que le permitiera llegar a casa.

Felipa no sabía muy bien qué hacer. Le había aflojado la ropa e intentaba darle aire sin conseguir que se le fuera el ahogo. Al cabo de un rato, María pareció recuperarse y muy despacio consiguieron reanudar el camino. Al entrar en casa, Felipa llamó a gritos a Zahía, que acudió asustada.

—Doña María se ha puesto muy enferma —explicó llorando.

—No le hagas caso, Zahía, está nerviosa, no es nada. Llévame a la cama. Con un poco de descanso quedaré como nueva.

Cuando María estuvo segura de que Felipa no podía oírla le dijo a Zahía:

—Llama al doctor, no es como las otras veces, tengo un dolor intensísimo en el costado.

—Seguro que has cogido un poco de frío. Ahora mismo voy a buscar al médico. Le diré a Felipa que te prepare una infusión bien calentita.

***

Desgraciadamente María no se había equivocado, después de una semana seguía sin mejorar. El dolor, que la estaba consumiendo, no reaccionaba ante ninguno de los tratamientos. A Zahía le habían hablado de un médico muy importante que vivía en Lisboa y aunque creía que nada se podía hacer decidió enviar a Juan de Sosa para que intentara convencerle de que viniera con él a Oporto para ver a María. Sabía que iba a necesitar mucho dinero, pero eso no importaba, sabía cómo conseguirlo.

—Felipa —llamó Zahía—, toma, vete a la tienda del joyero Amaniel, le entregas este collar y le dices que yo pasaré dentro de una hora para que le dé tiempo a tasarlo.

—Ahora mismo.

Felipa no sabía de qué collar se trataba y quería verlo antes de dárselo al joyero. Se detuvo en la puerta y desenvolvió el paquete. Ante ella brillaba el hermoso collar de esmeraldas de la señora Morayma, era precioso, debía de valer una fortuna. Acarició durante un buen rato las hermosas piedras verdes… las envolvió y se fue muy pensativa.

Sólo se encontraba a una manzana de la joyería y decidió detenerse. Apoderarse de aquella joya era una tentación demasiado fuerte para rechazarla. Las esmeraldas solucionarían buena parte de su futuro. Las iría vendiendo una por una. Podría marcharse en aquel mismo momento. Era libre, además ya no era una inculta y sabía comportarse casi como una señorita. Sí, el collar de esmeraldas le brindaba la oportunidad por la que tanto había suspirado, por fin podría volar a su antojo. La joven dio media vuelta y se fue en sentido contrario a la tienda de Amaniel.

Vendería alguna esmeralda en Évora o Lisboa, lo mismo le daba ir a una que a otra ciudad, nadie la conocía en ninguna de las dos. Pero tenía que tratar de encontrar a alguien que la llevara. Claro, que disponía de todo el tiempo del mundo. Saldría inmediatamente de Oporto y con un poco de suerte antes de que anocheciera conseguiría que algún viajero se apiadara de ella y la llevara.

Estaba a punto de traspasar la Puerta Nueva, próxima a la Ribeira, cuando se le ocurrió pensar para qué necesitaría Zahía vender urgentemente las esmeraldas. ¿Será para comprar medicamentos? La emoción de poseer aquellas joyas le había hecho olvidarse de todo lo que no fuera el collar. Felipa se tranquilizó pensando que doña María estaría bien cuidada. ¿Y si se moría por su culpa? ¿Y si al irse con las esmeraldas las dejaba sin ningún tipo de recursos? Recordó entonces cuando doña María le explicaba que todos somos libres para ser buenos o malos. Ciertamente, si ella se quedaba con las joyas, lo hacía de una forma voluntaria y también podía renunciar a ellas de igual forma. La posesión de las esmeraldas significaba poder, dinero y también que doña María se quedase sin medios para recibir una atención adecuada. Felipa era libre, pero aquella libertad le pesaba como una losa. El sonido de la campana de la Estella Nova que saludaba a su llegada a puerto la hizo detenerse en sus reflexiones. Felipa, con lágrimas en los ojos, salió corriendo hacia la tienda de Amaniel.

Aquella noche después de cenar le contó a Zahía lo que le había pasado.

—Eres una buena chica. Yo sabía que iba a ser una tentación para ti y que te estaba sometiendo a una dura prueba, pero confiaba en que la superaras como has hecho.

—Pero, Zahía, pude haberme escapado con las esmeraldas.

—Sí, pero no habríamos tardado mucho en localizarte.

***

El mes de febrero había sido frío y lluvioso. Parecía que marzo seguiría la misma tónica. Tanto Zahía como Felipa estaban deseando que hiciera mejor tiempo para ver si mejoraba María, que sólo se levantaba de la cama una o dos horas al día. El doctor llegado de Lisboa había coincidido con el diagnóstico de los anteriores especialistas y todos estaban de acuerdo en que nada se podía hacer. Zahía se pasaba el día al lado de María y Felipa hacía lo mismo cuando no estaba trabajando.

—Felipa —le dijo María con voz débil—, ¿por qué no bajas hasta el río? No te vendría mal dar un paseo y así te enteras si la Estella Nova sigue navegando. Estoy segura de que si lo hace, nos echa de menos.

—¿De verdad quiere que vaya?

—Claro, y luego me lo cuentas.

—Lo haré mañana, esta tarde, si no le importa, quiero leerle unas líneas que he escrito.

Tanto Felipa como Zahía, por recomendación del doctor, procuraban distraer a María, porque si no la estimulaban, se pasaba la mayor parte del tiempo con los ojos cerrados, ausente de la realidad. Aquella tarde de marzo parecía un poco más animada. Además de haberle pedido a Felipa que bajara a la Ribeira, al quedarse a solas con Zahía, le dijo tomándole la mano:

—Mi fiel y leal Zahía, tienes que prometerme que volverás a Granada. Me has entregado tu vida y ahora que me voy te quedas totalmente sola. Regresa a la Alhambra, mi hermano Luis y Morayma te ayudarán y sobre todo no te sentirás desamparada.

—¿Por qué me dices esas cosas? Tú no te irás, mi niña, yo te cuidaré. Ya verás como te pones bien —dijo Zahía haciendo esfuerzos para no llorar.

—¿En qué fase se encuentra la luna? ¿Está en plenilunio? —preguntó María, y añadió—: Si es así, quiero que esta noche me acerquéis a la ventana. Quiero verla.

Zahía se puso muy nerviosa, un frío presentimiento se apoderó de ella. Le contestó que no sabía la actual fase de la luna, pero que se enteraría.

—Por supuesto, no te preocupes, María, esta misma noche salimos de dudas.

—No se te olvide, porque últimamente te distraes con mucha facilidad. Se lo preguntaré también a Felipa —aseguró María.

Zahía iba a tratar de impedir por todos los medios que María contemplase la luna. Intentó convencerse a sí misma de que aquellos pálpitos no eran más que tonterías, pero como María y ella creían en ellos, tendría que tratar de impedir que viera la luna.

Sobre las nueve de la noche, María volvió a insistir en sus deseos de acercarse a la ventana. Inútiles resultaron los esfuerzos de Zahía para tratar de convencerla de que al día siguiente la luna seguiría en plenilunio y se vería con mayor nitidez, pues probablemente el cielo estaría más despejado ya que aquella noche había algunas nubes que de vez en cuando la ocultaban.

—Por favor, acercadme a la ventana —insistió María.

Durante un buen rato permaneció ensimismada mirando la luna, que despedía una luminosidad increíble. Tanto Zahía como Felipa se asombraron al comprobar la expresión de felicidad que mostraba el rostro de María.

Cuando por fin pidió que la devolvieran al lecho, María les dijo:

—Juan me sigue queriendo y espera que muy pronto me reúna con él. Así me lo ha dicho la luna y sé que no debo demorarme. Zahía, prométeme que harás lo que te he pedido.

—Por favor, mi niña —dijo llorando Zahía.

—Está bien, tú sabrás lo que debes hacer —le respondió María, que, mirando a Felipa, añadió—: Mi querida Felipa, espero que no me defraudes, ya sabes, ser buena persona depende exclusivamente de uno mismo. Os ruego que les digáis a Diego y a Morayma que les quiero.

María cerró dulcemente los ojos y así permaneció varias horas antes de expirar.