XI

Señora Morayma, qué extraño verla tan temprano, ¿ha dormido mal?:

—Ay, Felipa, padezco de insomnio.

—¿Eso es malo? —me preguntó la muchacha, que, aunque estaba aprendiendo de forma admirable, seguía desconociendo lo que querían decir muchas de las palabras que utilizábamos María y yo.

—Pues bastante. Significa que me paso horas y horas acostada sin conseguir quedarme dormida.

—¿Y eso fue lo que le pasó esta noche?

—No, esta noche, precisamente, me dormí antes de la hora habitual y, como no sólo tardo en dormirme, sino que duermo poco, me he levantado tempranísimo.

Las respuestas que le estaba dando a Felipa eran verdad, pero no la razón por la que me encontraba en la cocina a hora tan temprana. Deseaba ver a Zahía y charlar con ella tranquilamente. La noche anterior María nos había dado un buen susto. Después de una tarde excelente en la que paseamos y recordamos nuestras vivencias comunes, María se encontraba animada e incluso al regresar a casa quiso que le enseñáramos a Felipa una de las poesías más inofensivas de su hermano Diego, digo inofensivas porque la mayoría de la producción literaria de Diego tenía connotaciones eróticas. La cena discurrió de acuerdo con lo habitual aunque yo empecé a notar que la palidez de mi amiga iba en aumento. De repente empezó a sufrir como una especie de ahogo, seguido de un desvanecimiento, que hizo que me asustara y llamé a Zahía, que seguro que sabía qué hacer. Y así sucedió. Ignoro qué remedios le aplicó o si lo único que hizo fue esperar tranquila a que la crisis pasara. Pero lo cierto es que enseguida se fue recuperando.

Ni María ni Zahía le dieron mayor importancia, asegurándome que muchas veces le pasaba y que era un episodio transitorio que no revestía ninguna gravedad, pero yo no estaba de acuerdo. Desde mi llegada a Oporto había podido comprobar los altibajos en la salud de María, que pasaba de un estado normal a otro en el que el agotamiento la obligaba a permanecer tumbada. Tenía el presentimiento de que no significaban nada bueno y por eso quería hablar con Zahía, para que me contara la verdad, porque posiblemente ella conocía el auténtico estado de salud de María aunque disimulara. De hecho, recuerdo que el primer día que llegué me comentó que los pulmones de María habían empeorado de forma alarmante, aunque luego no habíamos vuelto a hablar de ello.

—¿No has visto a Zahía? —le pregunté a Felipa.

—No, y es extraño porque ella suele levantarse mucho antes que yo. Siempre me acompaña mientras desayuno y muchas veces lo hacemos juntas.

Resultaba alentador ver cómo aquella ladronzuela se iba convirtiendo poco a poco en una muchacha disciplinada. Estaba tan satisfecha de haber animado a María para que la acogiera en su casa… ¿Cuántas muchachas habrían intentado como Felipa cambiar su vida sin conseguirlo? Aunque debía reconocer que ella era especial y tenía una inteligencia superior a la media.

—Felipa, me ha dicho doña María que ayer escribiste casi cinco líneas y que sólo cometiste algunas faltas. Tengo que leer lo que has hecho porque me ha asegurado que está muy bien.

—Bueno, intenté escribir sobre mis sentimientos hacia el Duero y, como lo quiero tanto, me dejé llevar por el corazón.

—Seguro que es bonito. Esta tarde lo comentaremos.

—Ahora, si no le importa, señora Morayma, me tengo que ir. La señora Dolores abre la tienda muy temprano.

—Claro que no, vete cuando quieras. Felipa, se me olvidaba preguntarte, ¿cómo te fue en casa del señor Perestrello?

—Bien, me pidieron que volviera hoy por la tarde. Me pagan mejor que la señora Dolores, es una pena que no pueda quedarme más tiempo.

—Tú ten confianza —le dije—, ya verás como encontramos algún sitio.

Norberto me había comentado que una de las doncellas se había puesto enferma y que necesitaban buscar a alguien y le propuse que llevaran a Felipa, contándole superficialmente quién era y por qué la conocía. ¡Ay!, se me había olvidado, tenía que ir a su casa porque creía que había descubierto el lugar donde se encontraba el mensaje. Esa noche, antes de dormirme, había seguido los consejos de Zahía y, efectivamente, uno de los elementos de la habitación de la hermana de Norberto había adquirido tal protagonismo en mi recuerdo que sólo existía él.

—Morayma, ¿qué haces en la cocina a estas horas? —me preguntó Zahía con expresión de sorpresa desde la puerta.

—Te estoy esperando. Quería hablar contigo de María, estoy preocupada por lo de anoche.

—Yo también —me dijo.

Me fijé entonces en su cara, donde las muestras de cansancio resultaban evidentes. Zahía tendría alrededor de cincuenta años, eso era lo que yo suponía, porque todos desconocíamos su verdadera edad, que ella jamás había querido desvelar. Lo cierto era que su aspecto experimentaba pocos cambios, casi me atrevería a decir que si volviera a vestirse como lo hacía en la Alhambra, parecería que no había pasado el tiempo por ella. Llevaba casi siempre la cabeza cubierta. Delgada, de estatura mediana, tirando a alta y de piel muy oscura, Zahía no podía ocultar su origen. No me sucedía a mí lo mismo, ya que yo, vestida a la moda castellana, podría pasar por una de ellas.

—¿Has pasado mala noche, Zahía? Te encuentro un poco cansada —le comenté.

—Casi no he podido dormir. Ayer, después de irte a tu habitación, María volvió a sentirse mal. Esta mañana, dentro de unas horas, iremos a que la vea el doctor.

—Pero, ¿por qué no me has llamado?

—María me rogó que no te dijera nada, no quiere que te preocupes. Hasta tal punto quiere ocultarte que no se encuentra bien que ha decidido ir ella a ver al doctor para que tú no te enteres. Yo debo decirte que esta mañana la he acompañado a confesar a la iglesia de Santa Clara.

—¿Es grave lo que le sucede? —le pregunté a Zahía con un hilo de voz.

—Sí. Su corazón está débil. Ya se lo habían diagnosticado en Braga y el doctor de aquí coincide.

—Pero algo se podrá hacer —casi grité.

—Nada, simplemente que su vida sea tranquila, pero tú ya conoces a María —me dijo con lágrimas en los ojos.

—¿Y ella lo sabe? —le pregunté a Zahía.

—Ninguno de los doctores que la ha visto le ha dicho claramente lo que le sucede, pero María es muy lista y lo sospecha. La prueba de que es consciente de su gravedad la tienes en que no quiere que tú lo sepas. Te quiere tanto que desea evitarte todo sufrimiento.

Era como si el mundo se hubiese detenido. No podía concebir mi existencia sin la referencia de María. Mi amiga, mi mejor amiga, no podía irse dejándome sola. Zahía, que contemplaba mi estado, dijo tomándome de las manos:

—Por favor, Morayma, ella no debe vernos tristes y, además, aunque su estado sea preocupante, no quiere decir que nos vaya a dejar enseguida. Todos tenemos que intentar que viva el mayor tiempo posible. Sé que acabo de darte un disgusto, pero deberás asimilarlo y disfrutar de María y que ella sea feliz a nuestro lado el mayor tiempo posible. ¿No estás de acuerdo?

—Sí —le contesté llorando—, pero no me imaginaba que estuviera tan mal.

—Hace tiempo que los doctores le han detectado la dolencia del corazón —me aseguró Zahía, y añadió—: Los meses pasados en el Alcázar le han dejado secuelas. Pobrecita, ha sufrido tanto.

—Sí, Zahía tienes razón —le dije totalmente convencida—, nada de sentimentalismos. Lloraré cuanto quiera, pero a solas. Seré fuerte como María. Pensar que trata de ocultarme su enfermedad para que no me preocupe…

De nuevo comencé a llorar. Zahía, que se había puesto a trajinar en la cocina, se acercó a mí y, casi a rastras, me acercó a la mesa sentándome en una silla.

—Relájate mientras te preparo una infusión que te tranquilizará —me pidió—. Y no te preocupes, piensa que nos puede pasar a ti o a mí cualquier cosa antes que a María.

***

Las vi marchar sobre las once de la mañana. Había quedado de acuerdo con Zahía en que le diría a María que yo había ido a casa de Perestrello para tratar de localizar el mensaje y que seguramente no volvería hasta la una. Con lo cual ellas podrían estar tranquilas, porque yo no me enteraría ni de que habían salido. Eso era lo que iba a hacer en cuanto se fueran. Había querido quedarme en casa porque deseaba ver a María, aunque fuera desde la ventana.

Posiblemente, gracias al efecto de las hierbas que me había dado Zahía, estaba mucho más tranquila. Pero, sobre todo, me animé al ver el buen aspecto de María aquella mañana. Rogué a mi Dios y al de ella. Recé fervientemente y les pedí que los médicos estuvieran equivocados y que todo fuera un error. Tenía que intentar superar el dolor y comportarme con normalidad. No me apetecía ir a casa de Perestrello, pero me había comprometido a ayudarle y lo iba a hacer.

—No me diga que ha venido usted sola. La hubiese recogido encantado.

—No se preocupe, Norberto, me ha sentado muy bien el paseo. La verdad es que me gusta mucho caminar en soledad con mis pensamientos.

—Me gustaría tanto que pensara un poco en mí —me dijo con una expresión bobalicona, característica en los hombres que quieren hacerse querer y que a mí me disgustaba profundamente, por ello intenté tomármelo a broma.

—Pues ya se puede dar por satisfecho. He pasado mucho tiempo concentrada en usted y en el misterio que nos ocupa, que tal vez podamos desvelar dentro de unos momentos.

—¿Sí?

Más que incredulidad, su interrogante dejaba entrever desilusión. Era como si a Norberto no le interesase el mensaje que podría haber dejado su hermana, sino que su verdadero interés estaba puesto en mí y, lógicamente, pensaba que en cuanto descubriéramos el misterio dejaría de verme con tanta asiduidad como hasta ahora. Sin saber muy bien por qué, le pregunté por su señora madre.

—Está bastante bien, aunque siempre quejándose de que le hago poca compañía.

—¿Es así?

—No, en absoluto. Lo que sucede es que mi madre es demasiado absorbente y como está inválida quiere que no nos separemos de su lado. Antes estaba Aurora, pero ahora toda la responsabilidad es para mí. Por cierto, el otro día, mi madre me preguntó por usted y me dijo que la alejara de esta casa porque usted no nos traería más que desgracias.

—¿Por qué no le ha hecho caso? —le pregunté.

—Mi madre es mayor y no sabe muy bien lo que dice. Además, usted, Morayma, me interesa mucho, de verdad.

—¿Subimos? —le apremié, para desviar el camino por el que empezaba a discurrir la conversación.

—Sí, de acuerdo. ¿Así que cree que ha descubierto el lugar donde mi hermana dejó un mensaje?

La escalera me seguía pareciendo preciosa y, como me había sucedido con anterioridad, en cada peldaño que ascendíamos notaba cómo aumentaba mi angustia.

—Sí, estoy casi segura, porque ahora mismo, al pensar en la habitación de su hermana, sólo visualizo el objeto en el que creo que está escondido el mensaje.

No quise revelarle de qué objeto se trataba. Pero lo cierto era que desde la noche anterior, cuando me había concentrado siguiendo los consejos de Zahía, las margaritas del cuadro pintado por su hermana se habían convertido en mi único recuerdo visual de la estancia. Incluso ahora que nos estábamos acercando al cuarto las estaba viendo de forma involuntaria. Independientemente de que fuera ése el lugar y que yo hubiera acertado a través de la energía existente que había podido canalizar, quería descubrir por qué Aurora había elegido el cuadro, pero para ello necesitaba hacerle unas preguntas a Norberto.

—¿Ha pensado cuál de los objetos de la habitación de su hermana podría tener un significado especial para ella? ¿Le regaló usted alguno? ¿Y su novio?

—Desde ayer he estado pensando y soy incapaz de recordar nada.

—En cuanto a los cuadros, ¿alguno de ellos era su predilecto?

—Pues la verdad es que no lo sé.

—¿Y a usted cuál le gusta más?

—El de las margaritas —me dijo sin titubear.

Aquel dato corroboraba mi impresión, pero debía seguir indagando:

—¿Y su hermana lo sabía?

—Sí, un día le dije que me lo llevaría a mi habitación.

—Pues ahí está la clave. Su hermana esperaba que, al no estar ella, se lo llevara y albergaba la esperanza de que usted pudiera percibir alguna sensación al tenerlo en sus manos, porque, Norberto, estoy segura de que en él se encuentra el mensaje de Aurora. —Se le había puesto cara de susto—. Descuélguelo —le pedí— y comprobemos si es verdad que estoy en lo cierto.

El marco era muy sencillo y por la parte de atrás sobresalía del bastidor. Para preservar el lienzo, se había colocado una especie de tablilla muy fina en la que unas ligeras muescas delataban que alguien la había movido. Sin dudar le pedí que la quitáramos.

—¿Está segura?

—Totalmente.

Con mucho cuidado la fuimos separando y sorprendida comprobé que no había nada entre la tablilla y el lienzo. Confieso que mi desconcierto fue enorme. Pero cuando Norberto iba a colocar de nuevo la tablilla me di cuenta:

—¡Espere! El mensaje está en la propia tablilla —le dije. Me había dado cuenta de que la parte interior estaba escrita.

Norberto, muy intranquilo, me la acercó para que yo la leyera, pero le dije muy seria:

—No debo leerlo. Su hermana tomó todas las precauciones para que sólo usted fuera el destinatario de lo que deseaba decirle.

Norberto se acercó a la ventana y pude ver cómo su cara se demudaba a medida que iba leyendo.

—Es horrible —sollozó—. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer?

No sabía muy bien cómo comportarme. Mi primera reacción fue intentar tranquilizarle, pero desconocía qué le podría decir su hermana para causarle tal dolor y pensé que lo mejor sería dejarle solo.

—Perdóneme, Norberto, creo que debo irme.

—No, por favor, Morayma, no se vaya. Necesito hablar con usted. Le suplico que lea lo que escribió mi hermana. Si no hablo de ello con alguien, temo seguir su mismo camino.

No pude por menos de alarmarme cuando le oí decir semejante barbaridad. Tomé la tablilla de sus manos y empecé a leer:

Mi muy amado Berto:

Siento la pena que te voy a ocasionar con mi muerte, pero no puedo más. Ayer tuve la certeza de que los hombres que mataron a mi prometido, José Benasar, estaban pagados por nuestra madre. Ella ordenó que le asesinaran antes de que llegara a Oporto. No puedo seguir viviendo al lado de una asesina y me voy. Pero quiero que tú estés alerta, porque tal vez un día te encuentres en la misma situación que yo.

Amadísimo hermano, siempre te querré.

Era verdaderamente angustioso lo que acababa de leer y tenía que ayudar a Norberto. Lo primero que necesitaba era hacerle reaccionar.

—Norberto, usted nunca va a seguir el camino de su hermana. Un católico, y usted lo es, jamás debe quitarse la vida porque no le pertenece. Además, sólo los débiles se comportan así. Usted, lo que tiene que hacer, ante todo, es desenmascarar a su madre, decirle la verdad, que sepa que ella es la única culpable de la muerte de su hermana. Y después haga lo que le dicte su corazón. Norberto, el primer día que nos vimos me comentó que el matrimonio que se ocupa de la casa era de su total confianza, ¿está seguro de ello? ¿No le serán más fieles a su madre que a usted?

—¿Por qué lo dice?

—Si su madre contrató a unos asesinos, alguien le sirvió de contacto. ¿Desde cuándo está su madre inválida?

—Poco antes de morir mi padre, cuando él ya se encontraba muy enfermo. ¿Qué está tratando de insinuar?

—Seré muy clara —le dije—, puede ser que su madre no esté privada de movilidad y finja para asegurarse de que no la dejarán nunca sola.

—¿Y por eso mandó asesinar al novio de Aurora?

—No, ahí entran en juego otros factores. El novio de su hermana era judío y su madre no soporta a nadie que no sea de su misma clase y religión. No tiene más que recordar cómo me trató a mí la noche que nos conocimos.

—Sí, es verdad. Pero ella había dado su consentimiento para que Aurora y José continuaran con su relación —me explicó muy pensativo.

—Es posible que ya tuviera ideado el desenlace y por eso aparentemente consentía.

—Mi madre tiene que ser una demente.

—Puede que sí —le contesté mientras me dirigía hacia la puerta.

—Espere, por favor, llevaré el cuadro a mi habitación y la acompañaré a casa.

***

—Zahía, ¿ves como el doctor no ha desaprobado en absoluto que fuéramos a su casa andando?

—Claro que te conviene pasear, pero debes hacerlo despacio y sentarte si te cansas, y no la locura del día que saliste corriendo a casa de Felipa. De ahí tus desvanecimientos de esta noche: de la carrera y del disgusto que te llevaste.

—Sí, pero ya pasó y Felipa, por fin, vive feliz con nosotras. ¿Sabes que he pensado proponerle que se vaya con Morayma a Granada?

—No aceptará. Esa niña te quiere a ti, María.

Me hacía ilusión pensar que Felipa decidiera quedarse conmigo, la verdad era que yo me había encariñado mucho con ella.

—¿Y tú por qué estás tan segura? —le pregunté a Zahía.

—Sólo con ver la expresión de su cara cuando te mira es suficiente, pero es que además quiere saber todo de ti porque está deseando agradarte siempre.

—¿Te parece que pasemos por la tienda para darle una sorpresa?

—Es posible que esté fregando en la cocina o que haya salido para acompañar a la señora Dolores al mercado, pero vayamos, no es preciso que nos desviemos de nuestro camino hacia casa.

***

Le hubiese gustado quedarse unos días en Guimaraes para poder recrearse y profundizar un poco más en la huella del pasado histórico de la ciudad, elegida por el primer rey portugués, Alfonso Enríquez, como escenario del origen de Portugal. Pero de momento se conformaba. La tarde anterior, nada más llegar, había sufrido una profunda decepción al comprobar que el monasterio benedictino de Guimaraes, el núcleo fundacional, había sido demolido. Hacía tiempo que Diego Hurtado de Mendoza deseaba conocer aquella edificación, construida en el siglo X por iniciativa de la condesa gallega Mumadona Dias, la mujer más poderosa en la época de todo el noroeste de la península ibérica. Gran amante de la historia, se sentía atraído de forma especial por la personalidad de las mujeres que habían conseguido que su nombre fuera recordado. El de Mumadona permanecería unido para siempre a Guimaraes, no sólo por el monasterio, sino porque ella había sido también quien había decidido, para defender la tranquilidad de las gentes que vivían en aquel lugar, la construcción del castillo.

Había salido muy temprano, y aunque le quedaban todavía unas cuantas horas de viaje, llegaría a Oporto antes del almuerzo, que es lo que él quería. Estaba deseando poder abrazar a su hermana y, para qué negarlo, tenía interés en llegar cuanto antes porque le habían comentado que una amiga de María se encontraba con ella y esa amiga no podía ser más que Morayma.

La idea de encontrarse con Morayma hacía que de una forma inconsciente espoleara al caballo con fuerza inusitada. Era tan grande el deseo de encontrarse con ella que no podía controlar sus reacciones.

He conocido mujeres de todo tipo en estos años: guapas, simpáticas, ardientes, enigmáticas, tímidas… pero ninguna despierta en mí la pasión que me invade sólo con ver a Morayma. Hace más de tres años que no sé nada de ella. Estoy seguro de que no se ha casado y de que nunca lo hará porque me quiere tanto como yo a ella, pero no está dispuesta a ser mi amante oficial y no podemos contraer matrimonio. Sería un escándalo que yo, futuro conde de Melito, y con un ambicioso futuro político, eligiera como esposa y madre de mis hijos a una mora del Albayzín. Lo hemos hablado muchas veces y no entiendo su actitud, porque le he prometido que no me casaré con nadie y que mi deseo es que ella viva conmigo como concubina. Pero Morayma se niega. Confío en que, en estos años sin vernos, haya meditado profundamente. Además, ahora que me voy a Venecia, ella podría acompañarme como mi ama y nadie sospecharía de su papel a mi lado. Y si lo hicieran, lo entenderían al verla.

No quiero ni pensar en lo que diría mi hermana María si conociera mis intenciones. Estoy seguro de que Morayma no le ha dicho nada. Siempre me ha asombrado lo mucho que se quieren y lo valientes que son, especialmente María, por eso siempre la he admirado. Estoy convencido de que si se cambiaran los papeles y fuera yo el perseguido por la justicia, ella lucharía denodadamente para ayudarme, pero yo soy cobarde y además temo por mi futuro. Aunque la verdad es que no he permanecido impasible ante la grave situación en la que se encuentra. Hace tres años, el Emperador, con motivo del nacimiento de su hijo, el príncipe Felipe, concedió una amnistía por la que obtuvieron el perdón una decena de comuneros. Unos meses antes yo había intentado por medio de una persona amiga, muy cercana a él, que contemplara la posibilidad de suavizar la condena de María. Al cabo de un tiempo, mi amigo me dijo que no volviera a insistir porque don Carlos jamás concedería el perdón a María Pacheco. Según él, el Emperador siempre consideraría mucho más grave y se sentiría mucho más ofendido por la acción de un miembro de la nobleza, cercano por nacimiento a la causa monárquica, que pusiera en peligro su reino, que con la de un anónimo desconocido. Sin duda mi amigo tenía razón. También se daba la circunstancia, grave circunstancia, de que mi hermana jamás pediría perdón porque seguía creyendo en lo que hizo.

Lo cierto es que estoy seguro de que mi hermana nunca obtendrá el perdón real. Los diferentes gestos de clemencia del Emperador me lo han venido demostrando. No creo que nuestro Rey prefiera a Garcilaso de la Vega antes que a mí —y no hablo de nuestra producción poética, que poco le interesa a don Carlos, tanto una como otra, sino en cuanto a concedernos un favor, me estoy refiriendo al perdón otorgado al hermano de Garcilaso, Pedro Laso de la Vega—. El año pasado, con motivo de la redacción del testamento, el Emperador permitió la presencia del dirigente comunero en Barcelona y ahora Pedro Laso de la Vega está prácticamente integrado en la sociedad castellana. Pero lo cierto es que Pedro Laso y mi hermana María son personajes totalmente distintos que siguen posturas que no les hacen equiparables. Por ejemplo, casi me atrevo a afirmar que a Laso de la Vega, de haber podido, le habría encantado participar en las fiestas de bienvenida que la ciudad de Toledo tributó al Rey cuando éste decidió visitarla por primera vez en 1525, hace ahora cinco años. Sin embargo, María jamás habría aceptado participar en ningún recibimiento. Aún me parece escucharla cuando le conté la llegada de don Carlos a Toledo:

—De buena gana te pediría que me ocultaras la presencia del hijo de doña Juana en Toledo, pero quiero estar al tanto de todo lo que sucede y no cerrar los ojos para evitar sufrimientos. Jamás he sido cobarde, Diego, y tampoco ahora lo seré. ¿Y dices que las fiestas se prolongaron durante varios días?

—Querida hermana, Toledo deseaba hacerse perdonar y olvidar su pasado comunero. Don Carlos estaba atravesando por un momento exultante, la victoria sobre su eterno enemigo, Francisco I de Francia, a quien había hecho prisionero, le hacía disfrutar de todos los festejos organizados en su honor.

—Dios mío, ¡Toledo! La ciudad por la que Juan entregó su vida decide borrarlo de su memoria como a un apestado. ¿Ya se les han olvidado a los toledanos los agravios y las afrentas? La magnanimidad del Emperador todo lo puede y qué mayor muestra que haber elegido Toledo para vivir un tiempo entre sus gentes, recorrer sus calles y admirar sus casas engalanadas que, impotentes, se ven obligadas a renunciar a la memoria de su pasado reciente. ¡Qué vergüenza!

Nunca le dije a mi hermana lo que habían hecho con su casa de Toledo y no creo que nadie se lo haya contado. Es mucho mejor que María lo siga ignorando. ¿Para qué hacerla sufrir ante lo inevitable? ¿Para qué provocar su llanto ante la certeza de que la casa que fue su hogar y el de su familia ha sido mandada demoler para borrar cualquier huella que pudiese recordar su presencia? ¿Para que hablarle de la saña del vencedor que, no contento con destruir su pasado, decide sembrar de sal la tierra, para que ésta sea maldita por siempre por haberla acogido? El doctor Zumel, en su despiadada venganza, mandó grabar una inscripción que decía:

Aquesta fue la casa de Juan de Padilla y doña María Pacheco, su mujer, en la cual por ellos e por otros, que a su dañado propósito se allegaron, se ordenaron todo los levantamientos, alborotos e traiciones que en esta ciudad, e en estos reinos se ficieron en deservicio de S. M. los años de 1521. Mandóla derribar el muy noble Sr. Juan de Zumel, oidor de S. M. e su justicia mayor en esta ciudad, e por su especial mandado, porque fueron contra su Rey e Reina e contra su ciudad, e la engañaron so color de bien público por su interés e ambición particular por los males que en ella sucedieron; e porque después del pasado perdón fecho por SS. MM. a los vecinos de esta ciudad, que fueron en lo susodicho, se tornaron a junta en la dicha causa con la dicha doña María Pacheco, queriendo tornar a levantar esta ciudad e matar todos los ministros de justicia e servidores de SS. MM. sobre ello pelearon contra la dicha justicia e pendón real, e fueron vencidos los traidores el lunes día de San Blas, tres de febrero de 1522 años.

Habían colocado el padrón bien visible, en el centro del terreno donde se levantaba la casa de mi hermana. Las pocas veces que yo había estado en Toledo procuraba pasar lejos de aquel lugar, que hacía que me sintiera mal. También la actitud de determinadas personas me dolía. Nunca me preguntó nadie por mi hermana, ni una sola palabra para interesarse por ella. María Pacheco había dejado de existir para los toledanos. María, la viuda del héroe Padilla, significaba el recuerdo de una terrible pesadilla. Una pesadilla en la que no revestía ninguna importancia que la protagonista estuviera dispuesta a morir por defender los ideales que muchos de ellos decían compartir, pero aquello, ahora, no tenía ninguna importancia. Era eso, un mal sueño.

Sin embargo, en mi última estancia en Toledo, recibí la visita de Hernández, uno de los armeros de más prestigio de la ciudad, que me entregó un pergamino para María con el ruego de que se lo hiciera llegar. Según me contó, hacía cuatro años que lo tenía en su poder, pero no había encontrado el momento oportuno y seguro para enviárselo. Me dijo que era de un amigo que se había ido muy lejos. Tentado estuve de abrirlo en más de una ocasión, pero ya no era el chiquillo irresponsable al que le encantaba curiosear todo y que en más de una ocasión había tenido problemas tanto con mi hermana como con Morayma.

¡Qué caprichoso puede ser el destino y qué distinto a como nos lo imaginamos! ¿Quién podría jamás pensar que una de las hijas del conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, la más inteligente y culta de todas, se iba a convertir un día en una proscrita? ¿Qué habría hecho mi padre en una situación como ésta? Es posible que hubiera intervenido antes del final del conflicto impidiéndole que continuara en la lucha. Pero no lo habría conseguido, porque nadie es capaz de doblegar a María cuando ha decidido seguir determinado comportamiento.

Me habría gustado venir más veces a verla, pero la mayor parte del tiempo estoy fuera de Castilla. Pienso compensarla en estos ocho días, en los que intentaré no separarme ni un solo momento de su lado.

***

Todos intentan quitarle importancia a mi enfermedad pero yo sé que en cualquier momento puede presentarse el último y definitivo desmayo. A pesar de repetirme muchas veces que estoy preparada para ello, no es verdad. Pienso que nunca se está dispuesto para la muerte. Creo en Dios y espero que Él me ayude a superar el difícil momento por el que todos hemos de pasar.

Acabo de cumplir treinta y cuatro años. Juan tenía menos de treinta cuando le quitaron la vida en Villalar y mi pequeño Pedro no había cumplido los ocho al sobrevenirle la peste. Me hubiera gustado que Juan y yo envejeciéramos juntos viendo crecer a nuestro hijo, pero no ha podido ser. Y aunque todos los días lamento su ausencia, le doy gracias a Dios por haberme dado la posibilidad de conocer a Juan y de bendecir nuestro amor con un hijo tan maravilloso como el que tuvimos. He vivido con intensidad cada momento de mi existencia y debo seguir haciéndolo. No quiero ponerme triste, Zahía, Morayma y, sobre todo, Felipa me necesitan, no puedo defraudarlas, seguiré intentando vivir intensamente como siempre he hecho, y cuando llegue el difícil trance de despedirme de la vida, procuraré que mi corazón, en ese último momento, rebose de esperanza. Y ahora, para demostrarme que es verdad lo que pienso, le pediré a Zahía que me acerque uno de los libros de Aristóteles, quiero traducir algunos de sus pensamientos para que Felipa pueda leerlos.

***

Llevaba toda la vida a su lado y María no dejaba de sorprenderla. Siempre, incluso cuando era un bebé, había reaccionado de forma distinta a como lo hubiera hecho la mayoría. Zahía recuerda emocionada cuando la señora marquesa de Mondéjar le pidió que se ocupara de aquella preciosa niña:

—Zahía, desde hoy tu misión será convertirte en la sombra de María. Es una niña de salud delicada y muy inquieta, así que tú estarás siempre pendiente de ella.

—¿La puedo tomar en mis brazos?

—Sí, por supuesto.

Al sentir cerca del suyo el cuerpecito del bebé, Zahía supo que amaría a aquella niña más que a nadie en el mundo y decidió que en toda su vida no tendría otro objetivo que el de servirla. Zahía tenía entonces catorce años y aquella pequeña sería para ella como una hija. Una hija a la que se entregó en cuerpo y alma. Después del tiempo transcurrido, Zahía, aunque nunca había esperado nada a cambio de su entrega, era consciente de que había recibido infinitas muestras de cariño de María, que siempre la había considerado casi como una madre.

Cuando María y Juan decidieron trasladarse a Toledo le dieron a ella la oportunidad de quedarse en Granada, pero Zahía rechazó inmediatamente la propuesta, tenía que estar siempre al lado de su pequeña, velando por su salud. Si decidía irse al fin del mundo, la acompañaría.

Zahía sabe que vivir al lado de una persona como María ha sido muy enriquecedor para ella. Con cada una de sus decisiones le ha dado una lección. Hace un momento lo ha hecho de nuevo. Ella ha decidido seguir su ejemplo y, para darle una alegría, le va a preparar un postre que sabe que le entusiasmará. Cree que tiene todos los ingredientes necesarios, pero irá a la cocina para comprobarlo.

Temía que se le hubiera terminado el agua de rosas que les había traído Morayma, pero por fortuna todavía quedaba suficiente para hacer la pasta para unos qataifs con los que esperaba sorprenderla al mediodía. También tenía almendras, dátiles y nueces… Sólo precisaba salir a comprar limones, pues para hacer un buen sirope era necesario más de un kilo.

Zahía se puso una capa negra sobre los hombros y después de decirle a María que volvía en un momento se encaminó hacia la puerta. A punto estuvo de darse de bruces con el caballero que en aquel momento se disponía a llamar.

***

María dejó el libro que estaba leyendo, sobresaltada por los gritos de Zahía, sospechando que tal vez se hubiera caído.

Pero no, las voces se escuchaban cada vez más cercanas y Zahía no venía sola.

—¡Mi niña, mira quién ha llegado! El señorito Diego está aquí. Me ha dado un susto de muerte.

—¡María! —exclamó Diego mientras corría hacia su hermana—. ¡Qué ganas tenía de abrazarte!

—¡Diego, mi querido Diego! Por fin has venido —dijo entre sollozos María fundiéndose en un abrazo con su hermano.

—Bueno, tendréis tantas cosas que deciros que os dejo.

—No te vayas, Zahía —pidió María—, puede que Diego desee tomar alguna cosa. Estarás muy cansado del viaje, ¿verdad?

—No, en absoluto, puedes irte tranquila, Zahía.

Los dos hermanos se miraban con adoración. Diego, obedeciendo a su primer impulso, iba a preguntar si estaba Morayma, pero consideró que no era muy oportuno y prefirió esperar.

—No sabes, querida María, las ganas que tenía de verte, pero las ocupaciones no me han dejado venir hasta ahora. He permanecido fuera de España y ahora me voy a Venecia y no podía irme sin verte. He conseguido organizarme para poder pasar contigo unos cuantos días. ¿Te encuentras bien en Oporto? ¿Cómo es tu vida aquí? Déjame que vea lo que estás leyendo.

Diego se acercó a la mesa, tomó el libro en sus manos y, con una sonrisa, dijo:

—Sigues siendo la estudiosa de siempre. En vez de estar leyendo poesías de tu hermano, prefieres los sesudos pensamientos de Aristóteles.

María le contó la historia de Felipa y cómo Morayma y ella la estaban educando.

—Es una chiquilla muy graciosa. Ya verás cómo te gusta. Nunca he conocido a nadie más despierto y con mayor afición por saber que Felipa.

—¿No me digas que Morayma se encuentra aquí en Oporto? —preguntó Diego, haciéndose el sorprendido.

—Sí. Lleva varios días conmigo. Qué bien que hayas adelantado el viaje, así podremos estar juntos los tres, como antaño, porque Morayma se tiene que ir dentro de poco —se lamentó María.

—¿Y se puede saber dónde está tu adorada amiga?

—Ha hecho muchas amistades en Oporto y creo que esta mañana se encuentra con Perestrello, uno de los jóvenes más ricos e influyentes de la ciudad.

Diego se sintió contrariado y no pudo o no quiso evitar cierto sarcasmo al comentar:

—O sea, que Morayma viene a verte y se dedica a cultivar nuevas amistades dejándote sola, y tú seguro que lo apruebas.

—No seas impertinente, hermano. Morayma se pasa todo el día conmigo y además está utilizando esas amistades para intentar introducirse en los círculos del rey don Juan III a fin de que éste interceda por mí ante el Emperador. Por cierto, Diego, ¿has asistido a la coronación en Bolonia de Carlos como Emperador del Sacro Imperio?

Diego siempre se sentía incómodo cuando tenía que hablar del Emperador con su hermana.

—María, ¡no sabes cómo lamento que la vida nos haya colocado en posiciones tan distintas! Tú, que eres una de las personas que más quiero en el mundo, estás condenada a muerte por el hombre al que yo sirvo y por el que entregaría mi vida…

María no le dejó continuar:

—Diego, la vida no ha sido. Hemos sido nosotros quienes, con nuestra forma de ser, reaccionamos de una determinada manera ante las circunstancias que nos rodearon en un momento y en un lugar determinados. Seguro que si yo hubiera permanecido después de mi matrimonio en Granada, mi vida habría sido distinta y, como tú, estaría del lado del Emperador. Aunque también lo estaría si don Carlos hubiera manifestado un mayor interés por Castilla y los castellanos. Pero, cuéntame, ¿has ido a Bolonia?

—Sí, y la verdad es que estoy contento de haber podido ver una ceremonia hermosísima que probablemente no vuelva a repetirse en la historia.

—Nunca podré compartir la postura del papa Clemente VII —afirmó María—, que después de haber sufrido por parte de los tropas del Emperador uno de los mayores saqueos a los que ha sido sometida la ciudad de Roma, durante el cual, él se vio obligado a permanecer varios meses escondido en el castillo de Sant’Angelo, se avino a coronar a Carlos como emperador del Sacro Imperio y a ponerse de su lado en casi todo.

—Bueno, no sé si sabes —le explicó Diego— que el papa Clemente VII, como otros gobernantes, no se caracteriza por mantener la lealtad en sus alianzas políticas. Y así, sin ningún pudor, pasa del apoyo decidido y declarado a Francisco I de Francia, al del mayor enemigo de éste, el emperador Carlos. Ahora estamos viviendo momentos de armonía con el Emperador, pero eso no quiere decir que esta buena relación sea duradera. Además, como miembro de la familia de los Médicis, Clemente VII, Julio de Médicis, vive más preocupado por mantener a su familia al frente del ducado de Florencia que de la eficacia de su propio cometido.

—Ay, Diego —suspiró María—, no sé para qué te he preguntado por el Papa. Por favor, no sigas hablándome de los comportamientos de los protagonistas de la coronación, corro el riesgo de ponerme muy triste. Mejor será que me describas la ciudad de Bolonia y el ambiente que se respiraba.

—Yo diría que Bolonia es el lugar del mundo en el que se concentran mayor número de soportales. Para que te hagas una idea, tiene más de veinte millas de pórticos. Estas confortables y sugerentes galerías que sin duda configuran la fisonomía de la ciudad también ofrecen a propios y visitantes la posibilidad de poder disfrutar siempre del paseo, sin temer las condiciones climatológicas. Yo —le siguió contando Diego— en diversas ocasiones había escuchado comentarios en los que se trataba de encontrar la definición más adecuada para identificarla y recuerdo que me gustó la de un amigo que la describía como «ciudad docta». Ahora que he pasado allí varios días creo que mi amigo tenía razón: Bolonia es cultura.

—En algo tiene que notarse que fuera el escenario elegido para crear la primera universidad de Europa —apuntó María con admiración.

—Cómo habrías disfrutado tú, querida María, visitando las distintas aulas de la universidad y recordando los nombres de los grandes personajes que allí han estudiado: Dante, Petrarca… Además, para nosotros, los castellanos, Bolonia tiene un gran significado. De hecho, yo me he alojado en el Colegio de España, bueno, en el Real Colegio, porque desde el pasado 6 de enero, un mes antes de su coronación, el Emperador otorgó la protección real a este centro educativo construido por decisión personal del cardenal Albornoz, que lo designó, en sus últimas voluntades, como su heredero universal.

—Albornoz fue arzobispo de Toledo, ¿verdad?

—Sí, don Gil Álvarez Carrillo de Albornoz fue una de las personas más cercanas al rey Alfonso XI, con quien colaboró en las distintas empresas militares del reinado. A su lado luchó en Tarifa, Algeciras y Gibraltar. Pero don Gil se vio obligado a abandonar Castilla al ocupar el trono Pedro I. Desde entonces su actividad se desarrollaría en Italia, de ahí su vinculación con Bolonia. Pero, contestando a tu pregunta sobre el ambiente del pasado 24 de febrero, día de la coronación, debo decirte que era inigualable. La ciudad italiana lucía en todo su esplendor. Desde primeras horas de la mañana aparecía engalanada con cintas de vivos colores, emblemas y escudos que colgaban de las ventanas de todos sus edificios. La gente humilde, el pueblo, se agolpaba en las plazas y calles para ver la comitiva de príncipes, prelados y nobles caballeros, ricamente vestidos, que en riguroso orden y al son de música de trompetas, que ni un solo segundo dejaban de tocar, se dirigían a la basílica de San Petronio, donde tuvo lugar la magna ceremonia. Después de pasar Clemente VII en silla gestatoria, lo hizo el Emperador, acompañado del cardenal Ancona y del duque de Baviera, todos ellos precedidos de sus estandartes y banderas. La ceremonia se había iniciado con total normalidad. El Emperador, revestido con el roquete y la capa de canónigo, siguiendo la tradición establecida en anteriores coronaciones, ya había jurado defender siempre a la Iglesia católica, y cuando se dirigía a ocupar su puesto en el altar mayor, el pasadizo por el que acababa de pasar se desplomó provocando el terror entre los asistentes a la coronación.

—¿Murió alguien? —preguntó María.

—Sí, sé que algunas personas fallecieron, aunque no podría decirte cuántas, y hubo varios heridos.

—¿No se suspendió la ceremonia?

—La verdad es que no tenía mucho sentido hacerlo porque ya se había realizado una buena parte de la misma. Pero lo que sí se comentó aquel mismo día y en los siguientes es que el desplome del pasadizo significaba que ya no volverían a celebrarse más coronaciones y que Carlos sería por tanto el último Emperador del Sacro Imperio coronado por un Papa. Pero olvidémonos del Emperador —pidió Diego— y hablemos de otras cosas.

—Tienes toda la razón, hermano, sin embargo, déjame que te pregunte qué opinas sobre la decisión del Emperador de conceder en exclusiva la colonización de Venezuela a los Welser, banqueros alemanes y a los que debe dinero, como a los Fugger. ¿Crees que es justo que esas tierras que han sido descubiertas por castellanos ahora sean explotadas por alemanes, sin garantías de lo que van a hacer y cuando todo hace presagiar que no será una colonización pacífica? Su abuela Isabel la Católica, ante la postura de Cristóbal Colón, que intentaba vender como esclavos a los indios, pidió a la junta de letrados que se pronunciara sobre el tema. Doña Isabel creía que los indígenas debían ser considerados hombres libres, súbditos de la Corona. Cuando se conoció el veredicto contrario al tráfico de esclavos, la reina Isabel hizo que muchos de los indios que ya habían sido vendidos fueran rescatados y devueltos libres a su tierra. Y ahora su nieto acaba de autorizar la esclavitud para los indios rebeldes y la importación de esclavos negros.

—María, eres perversa, siempre llevas el agua a tu molino en un intento de desprestigiar al Emperador.

—¿He inventado yo lo que te acabo de decir o responde a la realidad?

—Sí, es verdad, y lógicamente yo preferiría que fuera falso, pero, ¿por qué no te fijas en lo que hace bien el Emperador?

—Para eso estáis vosotros, los súbditos fieles y leales.

María disfrutaba provocando a su hermano y también resaltando los aspectos negativos de la gestión del Emperador. Tenía la sensación de que Diego se había puesto un poco nervioso y le sorprendía, porque estaba acostumbrado a este tipo de conversaciones con ella. Tal vez fuera el cansancio del viaje, no podía verle bien la cara porque desde hacía un rato se había puesto a mirar por la ventana.

***

A pesar de la desagradable experiencia de esta mañana y del consiguiente disgusto de Norberto al conocer el mensaje de su hermana, estoy contenta porque está reaccionando muy bien. La verdad es que no tiene con quien hablar de su problema más que conmigo, por eso he aceptado dar un paseo con él.

—Morayma, no sabe cómo le agradezco que me haya dedicado este tiempo. Me ha sentado estupendamente pasear en su compañía. ¿Qué hago? ¿Abandono a mi madre sin decirle nada? ¿Le pido que me aclare todo lo sucedido y después me voy? ¿Cómo seguir a su lado sabiendo que es la causante de la muerte de mi hermana, de su hija?

—Norberto, ella seguro que no sabe que Aurora descubrió su intervención en el asesinato de su prometido Benasar, pero eso es lo de menos.

—¿Cuál debe ser mi comportamiento? —me preguntó angustiado Norberto.

—Eso tiene que decidirlo usted. Medítelo con tranquilidad y siga el dictado de su conciencia.

Estábamos llegando a casa, la vista desde el promontorio donde se encontraba la Seo y las edificaciones episcopales era muy hermosa, sobre todo en una mañana primaveral como aquélla. Norberto tomó mi mano y, mirándome a los ojos, me pidió que nos acercáramos al mirador.

—Morayma —me dijo con voz entrecortada—, si usted me acepta, yo estoy dispuesto a irme con usted. Abandonaré para siempre Portugal.

—No busque excusas para no tomar una decisión con respecto a su madre —le contesté para quitarle importancia a lo que me había dicho, no quería que la conversación siguiera por esos derroteros, empezaba a notar algo extraño, me sentía observada—. Norberto, se está haciendo tarde y mi amiga me espera para almorzar.

—No quiero importunarla, pero prométame que la volveré a ver y que pensará en lo que le he dicho.

—Sí —le respondí por decir algo.

Caminábamos despacio, sólo nos separaban unos diez metros de la casa y yo cada vez sentía más fuerte la intensidad de unos ojos clavados en mí. Había mirado a mi alrededor sin ver a nadie, pero de repente me fijé en una de las ventanas de la casa. Y le vi, allí estaba Diego. Sentí deseos de correr hacia él y también de salir huyendo. La voz de Norberto hizo que dejara de mirar hipnotizada la ventana.

—Morayma, ¿por qué cree que mi hermana quería que conociera el mensaje?

Aquella pregunta ya me la había formulado yo con anterioridad y por ello no necesité pensar:

—Yo creo que, en primer lugar, Aurora deseaba que alguien conociera su verdad. Necesitaba, si no justificarse, sí tratar de que usted, que era la persona que más la quería, conociera las verdaderas razones que la llevaron a quitarse la vida. Entiendo que esto para ella fuera de vital importancia. Pero también quería, lo dice muy claramente en el mensaje, prevenirle a usted ante las reacciones de su madre y, como su hermana escribe, para que no le suceda lo mismo.

—Pero, ¿ella querría que yo siguiera con nuestra madre?

—No creo que se planteara lo que debería hacer usted. Aurora no pudo soportarlo y no le iba a pedir a usted que lo hiciera.

Nos encontrábamos prácticamente en la puerta de casa y yo sentía los ojos de Diego —que seguía observándonos desde la ventana— clavados en mí.

***

—¿Se puede saber qué miras con tanto interés? —preguntó María a su hermano, que seguía junto a la ventana.

Diego pensó en ocultarle la verdad, pero tenía que decirle que había visto a Morayma, porque ésta entraría en la habitación en cualquier momento, aunque también podría haber llegado mucho antes y estar entretenida en otras cosas antes de pasar a verles. Al final, optó por decir una verdad a medias:

—No es nada interesante, un grupo de chiquillos que se están repartiendo algo, pero creo que acabo de ver a Morayma. Estaba tan concentrado mirando al grupo de niños que no me fijé en la pareja que se acercaba y creo que es tu queridísima amiga.

—También tuya, ¿no?

—Sin duda, aunque a mí me quiere menos que a ti.

Al escuchar los pasos que se acercaban, María no pudo contener la ilusión y casi gritando dijo:

—¡Morayma, mira qué sorpresa tan maravillosa nos ha deparado el día de hoy! Estaremos juntos los tres como en los viejos tiempos.

Diego se fue hacia la puerta para recibir a Morayma saludándola con un respetuoso beso en la mano.

—Pero, bueno, no me lo puedo creer, ¿cómo es posible que no os abracéis? —dijo María verdaderamente extrañada.

—Ya no somos los niños de entonces —explicó Morayma.

—Pues yo estoy dispuesto a retornar a la niñez con tal de poderte abrazar —dijo Diego mientras la tomaba en sus brazos.

Morayma a duras penas pudo contener la emoción, no así el color rojo intenso que cubrió sus mejillas. ¿Qué poder tenía aquel hombre sobre ella? ¿Por qué toda su fortaleza desaparecía al estar a su lado? ¿Dónde se habían quedado sus propósitos? Sólo el contacto de los fuertes brazos de Diego que la abrazaban había anulado su voluntad.

—Venid, sentaos aquí a mi lado. Yo soy la mayor de los tres y debéis obedecerme —ordenó María sonriendo.

***

Cuando Felipa llegó a casa eran casi las seis de la tarde y se sorprendió al escuchar voces, porque a aquella hora doña María siempre salía a pasear. Una voz de hombre totalmente desconocida despertó su curiosidad y se fue a la cocina para preguntarle a Zahía. Al no encontrarla a punto estuvo de entrar disimuladamente en el salón, pero no era lo correcto y ella tenía que demostrarle a doña María que no estaban perdiendo el tiempo al intentar educarla. Se sirvió un vaso de agua y, cuando se disponía a irse a su cuarto, entró Zahía.

—No te sentí llegar. Ven, me ha dicho doña María que te acompañara al salón para que su hermano, el señorito Diego, te conozca.

Felipa se puso un poco nerviosa y después de mirarse detenidamente, se dirigió a Zahía.

—Perdona, pero no creo que esté muy presentable.

—¿Y qué te vas a poner si no tienes otra cosa?

—El traje que me regaló Morayma, ¿no es apropiado?

—No, pero no te preocupes que estás bien —le animó Zahía.

—Pero sí podré peinarme y arreglarme un poco, ¿verdad?

—Está bien, date prisa.

Zahía la observó mientras se alejaba. Nadie diría que aquella muchacha era la misma mendiga que de vez en cuando veía por los alrededores de la catedral. En sólo quince días había cambiado mucho, incluso tenía la impresión de que había crecido. Ahora andaba mucho más erguida, y tal vez fuera ésa la causa de que pareciera más alta.

***

—¿Así que tú eres Felipa? Me han hablado de tu inteligencia y sobre todo de tu sentido de la responsabilidad.

—Seguro que han exagerado —respondió Felipa—, yo sólo intento responder a lo mucho que hacen por mí su señora hermana y la señora Morayma.

Diego tuvo la sensación de que aquella jovencita podría conseguir todo lo que se propusiera. A pesar de que Felipa mantenía los ojos bajos, Diego descubrió en ellos esa fuerza característica de las personas apasionadas y nobles. La muchacha tenía la misma mirada que su hermana María.

—Así que te gusta la poesía.

—Sí, señor. Lo que sucede es que todavía leo con dificultad.

—¿Te ha dicho mi hermana que yo escribo poesía? —preguntó Diego.

—No, fue la señora Morayma quien me habló de sus versos.

—¿Y qué te dijo de ellos?

Felipa dudó un momento, no sabía muy bien qué contestar porque tenía la sensación de que si decía la verdad, tal vez no le gustase demasiado al señorito Diego, pero ella todavía no sabía fingir.

—La señora Morayma me comentó que era muy joven para leer sus poemas, ya que eran muy procaces.

—O sea que tú, queridísima Morayma, calificas mi obra de obscena.

—No seas impertinente, Diego —intervino María—. Tú sabes mejor que nadie que tus poesías son eróticas y muy subidas de tono.

—Claro, y también entiendo que os gusten más otro tipo de composiciones. Pero os voy a recitar un soneto que compuse hace muy poco, espero no asustaros con él:

Tu gracia, tu encanto, tu hermosura

muestra todo del cielo, retirada,

como cosa que esta sobre natura,

ni pudiera ser vista ni pintada.

Pero yo, que en el alma tu figura

tengo, en humana forma abreviada,

tal hice retratarte de pintura

que el amor te dejó en ella estampada.

No por ambición vana o por memoria

tuya, o ya para manifestar mis males;

mas por verte más veces que te veo.

Y por sólo gozar de tanta gloria,

señora, con los ojos corporales,

como con los del alma y del deseo.

—Me gusta, me gusta mucho —dijo María a la vez que preguntaba—: ¿Se puede saber quién es la musa que despertó en ti la inspiración para escribirlo?

Morayma había notado cómo los ojos de Diego buscaban los suyos mientras recitaba el poema en un intento de comunicarle que estaba escrito para ella. Sí, estaba segura de que ésa era su intención, pero también de que se comportaría de igual forma con cualquiera de sus amantes, por ello sin dudarlo dijo:

—No seas ingenua, María, Diego no tiene una sola musa, sino muchas. Es muy sensible a los encantos femeninos y probablemente cada verso haya nacido del recuerdo de cada una de las mujeres que ha conquistado, aunque luego es posible que lo rentabilice dedicándole el soneto entero a cada una en particular.

—María, ¿has visto qué bien me conoce? —afirmó riendo Diego.

—Entonces, ¿está en lo cierto? —repuso María

—Con cualquiera de mis otras composiciones puede que hubiera sido cierta su apreciación, pero con este soneto te has equivocado, querida Morayma. No os he dicho el nombre que le he puesto, se titula: «A una dama» y es a esa dama cuyo nombre sólo yo conozco a quien se lo dedico, porque ha sido ella quien me lo ha inspirado.

Felipa escuchaba emocionada aquella conversación de la que se le escapaba el significado de algunas palabras. Nunca había estado presente en una reunión entre gente distinguida y ardía en deseos de poder intervenir. El soneto le había gustado mucho y deseaba manifestarlo. Tal vez a ella algún día le dedicaran uno. No se atrevía a decir nada, pero de pronto se decidió:

—Perdónenme, yo sé que mi opinión no vale nada, pero el poema me ha parecido precioso. Don Diego, ¿conoce la dama a quien se lo dedica que usted lo ha escrito para ella?

—Buena pregunta, Felipa, ¿por qué te interesa?

—Muy sencillo, porque si fuera yo, me gustaría saberlo.

—Pues no, ella no lo sabe y aunque se lo dijera no me creería, de ahí que prefiera mantenerlo en secreto.

Morayma no quería entrar en aquel juego, pero ya que Diego se empeñaba…

—Eso, querido Diego —dijo—, tiene una explicación muy sencilla, le habrás mentido tanto que has anulado tu credibilidad ante ella.

—No, Morayma, lo que sucede es que la dama en cuestión no quiere darse cuenta de que sólo es a ella a quien amo y que el resto de mujeres que existen en mi vida son simples pasatiempos. Ella es la única dueña de mi corazón.

—¿Ella te quiere?

—La verdad es que no lo sé.

—¿No sucederá que lo mismo que le estás achacando a ella sea lo que te pase a ti?

—¿A qué te refieres?

—Es muy simple: que no quieras enterarte de que esa dama te quiere más que a su propia vida.

—Eso no es posible.

—Ya está bien. Es increíble, no habéis cambiado en absoluto —intervino María, que, dirigiéndose a Felipa, añadió—: Se pueden pasar horas y horas hablando de lo mismo y sin llegar a ninguna conclusión. Ya puedes retirarte, Felipa, seguro que estarás deseando descansar un poco.

—Como usted quiera, doña María.

Cuando Felipa ya no podía oírle, Diego comentó:

—Pobre chica, ¿por qué le has pedido que se fuera? Creo que nunca había disfrutado tanto como esta tarde.

—No te creas tan divertido y maravilloso, hermanito. Por cierto, ¿quién es la dama?

—No te lo voy a decir.

—Si no os importa, me gustaría descansar un rato. La verdad es que he salido muy temprano esta mañana y estoy cansada —manifestó Morayma.

—Sí, seguro que el paseo de la mañana fue agotador —dijo Diego un poco mordaz.

—Pues te equivocas, como casi siempre —respondió Morayma—. Ha sido en verdad estimulante. Norberto Perestrello es un amenísimo conversador y los lugares por los que hemos paseado, maravillosos.

—Yo también me voy a descansar —afirmó María.

—Pues a mí no me queda más remedio que hacer lo mismo —manifestó Diego y añadió—: Ay, se me había olvidado, María, espera un segundo que voy a buscar un pergamino que me han dado para ti en Toledo.

—¿En Toledo? ¿Quién? —preguntó María nerviosa.

—Un conocido armero que creo que se apellida Hernández.

***

Estoy tan nerviosa y excitada que no voy a conseguir relajarme. De haber sabido que Diego llegaba hoy, me hubiese ido, aunque viendo lo que ha disfrutado María esta tarde recordando tiempos pasados, sería incapaz de privarla de semejante alegría. Además, debo asumir de una vez por todas que Diego siempre será el amor de mi vida. ¿Habrá escrito realmente ese soneto para mí? Yo sé que me quiere y, a veces, envuelta en mis ensoñaciones, no puedo evitar pensar que si no se decide a unir su vida a la de ninguna mujer y permanece soltero, es porque no puede casarse conmigo. Sería muy hermoso que esto fuera así, aunque triste. ¿Y si yo decidiera dejar mis creencias y convicciones para acceder a lo que me pide? ¿Podríamos ser felices? ¿Tendríamos hijos? ¿Qué pasaría con ellos? ¿Y si Diego, pasado un tiempo, se cansa de mí? ¿Merece la pena renunciar a ser uno mismo por el placer de vivir al lado de la persona que quieres? ¿Cómo podría reencontrarme a mí misma si después de un tiempo de estar con él me deja?

Yo siempre deseé que me quisieran tal y como soy, y con Diego esto no es posible. Probablemente mi destino sea el de permanecer siempre sola, porque sé que nunca podré enamorarme de nadie que no sea él.

Voy a terminar de leer el diario de María, pues debo ir pensando en el final de mi estancia en Oporto.

Después del desastre del puente de Alcántara conseguimos firmar la paz en menos de diez días.

Habíamos acordado que se respetasen algunos de los logros implantados durante el gobierno de la Comunidad, y en lo referente a mis peticiones personales, el documento, que fue redactado y firmado por los gobernadores, decía: «En lo que toca al negocio de Padilla, que se concedan a su hijo los bienes y hacienda que su padre tenía… y que el cuerpo de Juan de Padilla sea traído a Toledo». Confieso que eso era lo que más me interesaba, poder hacerme cargo del cuerpo de mi marido. Pero lo cierto era que desconfiaba de aquellos acuerdos, y no es que manifieste ahora esta opinión porque conozco el desenlace, la evidencia de que ya pensaba así entonces, está reflejada en mi decisión al abandonar el Alcázar de negarme a entregar las armas hasta que los acuerdos fueran ratificados por el Emperador. De hecho, ordené trasladar parte del armamento a casa, donde a partir de aquel momento siempre habría un grupo de hombres de guardia en prevención de lo que pudiera suceder.

Cualquiera que observase detenidamente la situación en Toledo se daría cuenta de que aquella paz no sería duradera y la prueba irrefutable se encontraba en mi postura, a la que he aludido, y en la de las fuerzas realistas, que se mostraron de acuerdo con que nosotros permaneciéramos armados, y es que sabían muy bien que aquello iba a durar poco.

Yo conservaba mis armas por temor a que nos viéramos obligados a defendemos ante el incumplimiento de los acuerdos o por alguna provocación. Y ellos, los realistas, consentían porque sabían que nos iban a destruir.

En medio de este ambiente fueron pasando los meses. El año de 1522 se inició sin cambios notables. El arzobispo de Bari, Esteban Gabriel Merino, era desde el pasado octubre gobernador de Toledo. Yo, mediado el mes de enero, había recibido la visita de mi hermana María, la condesa de Monteagudo, que con el pretexto de no sé qué negocios familiares con nuestro tío, el marqués de Villena, se quedó en casa unos días con la única finalidad de convencerme para que me fuera de Toledo.

Todo su esfuerzo resultó inútil, pues yo no iba a abandonar a mi gente en medio de la incertidumbre en la que nos encontrábamos.

Mi hermana estaba conmigo cuando varios de mis hombres llegaron a casa contándonos, asustados, el incidente que se había producido hacía unos minutos cerca de la plaza de Zocodover. Era el 2 de febrero de 1522 y Toledo celebraba aquel día, no la festividad de la Candelaria, sino el nombramiento como Papa del cardenal Adriano. Sí, Adriano de Utrecht, gobernador del reino, había sido elegido Papa a la muerte de León X. La noticia fue recibida con gran regocijo y en Toledo se organizaron diversos festejos para celebrar el nombramiento. Sucedió, según nos contaron, que un niño, sorprendido por el bullicio de la gente, gritó: «¡Viva Padilla!». Era el hijo de un menestral. Los realistas le pegaron y fueron en busca de su padre, a quien llevaron detenido. Aquello sirvió para que en distintos lugares de la ciudad se librasen enfrentamientos entre unos y otros. ¿Fue realmente el niño quien gritó? ¿Lo hizo algún provocador? Lo cierto es que al arzobispo de Bari no le tembló la mano y firmó la sentencia que condenaba a morir en la horca al padre de aquel pobre niño. El pecado por el que se le iba a quitar la vida era que su hijo había osado mencionar el nombre de Padilla. ¿Qué debería haber hecho yo? ¿Ignorarlo, como si de un simple incidente callejero se tratase? No podía consentir que nadie muriese sólo por evocar el recuerdo de mi marido. Intenté con todas mis fuerzas que suspendiesen la pena de muerte. No me importó suplicarle al arzobispo de Bari.

Envié mensajes a otros personajes realistas para que influyeran por el inocente reo, pero nadie me hizo caso. Y si lo que en el fondo se pretendía con aquel incidente era provocarnos, lo consiguieron.

Cuando comprobé que no disponía de ningún recurso y que el menestral moriría ahorcado, envié a mis hombres para que asaltasen la prisión y tratasen de impedirlo.

Aquella misma noche, criados de casa detuvieron a tres individuos que intentaban entrar para asesinarme. Mi cuñado Gutierre López y mi hermana, asustados, decidieron entonces mediar ante las autoridades para tratar de llegar a un entendimiento, pero se dieron cuenta de que todo estaba perdido y nada podían hacer, salvo ganar tiempo para que yo pudiese huir. Y así, oculta bajo unas ropas que no me correspondían, abandoné Toledo como si fuera una delincuente. Estaba amaneciendo… era martes, 4 de febrero de 1522.

En uno de los recodos del camino, sin poder ni querer evitarlo, me detuve para contemplar la hermosa ciudad imperial… Qué distinta me pareció a cuando la descubrí por primera vez entre los brazos de Juan…

***

Unos suaves golpes en la puerta sobresaltaron a Morayma, que, secándose las lágrimas, acudió a abrir:

—¿Tú?

—Déjame entrar, por favor, me puedo morir si no hablo contigo a solas. ¿Por qué lloras?

—Estaba leyendo el diario de María. Pero, Diego, no me coloques en una situación comprometida.

—Por favor.

Morayma dudó unos segundos, sabía que si le dejaba pasar todos sus proyectos se derrumbarían, pero le quería tanto… Diego cerró la puerta muy despacio para no hacer ruido y rodeó a Morayma con sus fuertes brazos mientras la besaba apasionadamente. Ella le respondió con la misma intensidad.

—¿No decías que querías hablar? —le dijo Morayma con cierta intención.

—Sí, pero después. Ahora quiero embriagarme del perfume de tu cabello, maravillarme ante la turgencia de tus pechos y acariciarte, acariciarte, acariciarte así… ¿lo notas?… Besaré tu cuerpo hasta que ninguno de los dos podamos soportar la espera y gocemos al unísono como la primera vez bajo aquella nube de amor en el Mulhacén.

—Yo también deseo acariciarte —susurró Morayma mientras le desabrochaba la camisa.

—Nadie, amada mía, consigue despertar en mí el placer como tú.

***

—No sabes, querida Morayma, el bien que me has hecho con tu visita. Siento tanto que tengas que irte, aunque lo entiendo. Tu vida está en Granada. Demasiado esfuerzo has hecho viniendo y quedándote más días de los previstos para disfrutar junto con Diego de estas últimas jornadas que para mí serán inolvidables.

—María, yo nunca dejaré de recordarlas, pero espero que volvamos a encontrarnos los tres en Granada —dijo Morayma sonriendo—, ya sabes que el conde de San Jacinto me ha prometido hablar de ti con el rey don Juan III.

—Ay, Morayma, a veces te envidio, eres totalmente inasequible al desaliento.

Las dos amigas trataban de retrasar el momento de la despedida y ninguna de las dos quería quedarse en silencio. Deseaban aturdirse con la conversación para no pensar en que posiblemente aquélla fuera la última vez que se verían en este mundo.

Morayma se iba muy triste, pero confiaba en que la presencia de Diego ayudaría a María a sobrellevar mejor su marcha. Claro que él también se iría a los pocos días, pero quedaban sus dos fieles servidores: Zahía y Juan de Sosa, que nunca se separarían de María, camino que parecía que iba a seguir Felipa. Cuando María le propuso que se la llevara con ella a Granada, Morayma aceptó. No obstante, estaba segura de que la chiquilla se negaría a abandonar Oporto y había acertado. Aquella misma tarde, a solas con Felipa, le dijo:

—Te agradezco muchísimo que hayas decidido quedarte, y no por no llevarte conmigo, que, por cierto, me encantaría, sino porque es muy importante para María que estés a su lado. Quiero que sepas que si un día ocurriese algo, siempre tendrás las puertas de mi casa abiertas para ti. Antes de irme te dejaré mi dirección en Granada.

—Yo, señora Morayma, las quiero mucho a las dos, aunque doña María es especial. Nadie en este mundo me ha demostrado mayor cariño que ella —dijo emocionada Felipa.

Morayma también se había despedido de Juan de Sosa, al que apenas había conocido, pues se pasaba el día fuera trabajando, y de Zahía, con la que no había disimulado y juntas lloraron por el corto futuro que presentían para María.

Morayma le había entregado a Zahía el precioso collar de esmeraldas que se había puesto la noche de la cena con el gobernador.

—Zahía, quiero que lo guardes. Seguro que vais a necesitar dinero del que no disponéis y este collar os puede sacar de apuros.

—Pero, Morayma, no debes dejarnos algo tan valioso.

—Para mí, su verdadero valor está en que os pueda ayudar. Lo que sí te ruego es que María no se entere nunca de que te lo he dado.

A pesar de los esfuerzos que tanto Morayma como María estaban realizando para mantenerse alegres, sus ojos reflejaban sus verdaderos sentimientos. De no haber llegado Diego en aquel momento posiblemente no hubiesen podido seguir ocultando el dolor del adiós, pero éste irrumpió en la habitación con su característica alegría.

—Ya está bien de despedidas. María —dijo dirigiéndose a su hermana—, fíate de nosotros: si Morayma y yo no conseguimos sacarte de Portugal, sí, has oído bien, sacarte, por que he pensado que tal vez el Emperador acceda a perdonarte pero sin autorizar tu regreso a Castilla, entonces yo te llevaría conmigo. Pero si esto no sucede, Morayma y yo te prometemos volver a reunirnos aquí contigo dentro de un año.

María quiso acompañarles hasta la puerta y allí, sin poder contener las lágrimas, las dos amigas se despidieron.

***

—Morayma, prométeme que vendrás a Venecia. Sabes que nunca podré querer a nadie como a ti. Es inútil que sigamos resistiendo a la fuerza de nuestro amor.

—No sé qué hacer —le contestó con la incertidumbre pintada en su rostro—. Si pienso en amanecer cerca de ti todos los días, siento mi corazón rebosante. Pero no debo contemplar sólo esa felicidad momentánea, porque al igual que el amanecer se manifiesta prometedor haciéndonos concebir ilusiones, el día, después, puede estropearse con alguna tormenta. Y lo que yo debo evaluar de verdad, Diego, es cómo me sentiré al atardecer de cada jornada.

—Lo que te ocurre es que piensas demasiado, deberías dejarte llevar por el corazón y ser feliz a mi lado. Yo me ocuparé de que nunca te arrepientas de haber dado ese paso.

—Pensaré en ello —murmuró Morayma mientras se alejaba.