Aún se resiente todo mi cuerpo de los golpes recibidos, pero la felicidad suaviza los dolores. Nunca se me había ocurrido pensar lo importante que es sentirse querida. Jamás hubiera podido pensar que doña María reaccionaría de esta forma. ¿Cómo iba a sospechar que me quería hasta este punto? ¡Y qué carácter! Yo no quería que fuera a mi casa, pero me obligó a decirle dónde vivían mis padres. Sabía que no iría sola, pero se la veía cansada y, además, ¿qué podía hacer?
—Y tú te quedas aquí —me dijo a la vez que llamaba a Zahía—. Ven, corre, mira cómo han puesto a Felipa, atiéndela, por favor. Pobre niña —añadió mientras me acariciaba la cara.
Yo quise irme con ella, pero Zahía me agarró de un brazo y me llevó a la cocina, donde me aplicó compresas de agua muy fría. En cuanto se despistó un poco, me escapé. Tenía que llegar antes que doña María a mi casa. Mi padre estaba muy borracho y si seguía allí, podría suceder cualquier cosa y yo tenía que impedirlo.
Intentaba correr, pero mis piernas no me obedecían. En una había recibido un fuerte golpe y el dolor era muy intenso. Me esforcé como si en ello me fuera la vida y por fin logré correr, lo hice hasta quedar sin resuello. Cuando por fin llegué a la pobre zona de la ciudad donde se encontraba nuestra miserable vivienda, comprobé que no había conseguido adelantarme. A la puerta de la casa, plantado como un roble, se encontraba Juan de Sosa, que al verme me detuvo con una mano y vi su expresión de susto cuando me miró la cara. La puerta estaba abierta y pude escuchar a doña María, que en aquellos momentos decía:
—Le juro que si me entero de que usted vuelve a pegar a su hija, yo personalmente me encargaré de poner fin a su miserable vida. Porque usted no es un hombre, es un ser despreciable que merece vivir encerrado como un animal peligroso.
La voz de doña María mostraba tal rabia y tal seguridad de que haría lo que estaba diciendo que a mi padre se le había quedado cara de idiota, mientras que mi madre, más asustada aún, trataba de disculparlo:
—Él no lo hace habitualmente, es que hoy ha tenido problemas y como Felipa cada día es más rebelde, le provoca sin cesar.
Doña María ni siquiera la miró y dirigiéndose a mi padre, añadió:
—Su hija no volverá a pedir limosna en las calles. Olvídese de ella, hágase a la idea de que se le fue la mano y la paliza que le propinó esta tarde resultó mortal. A partir de ahora yo me ocuparé de ella.
—Pero señora —balbuceó mi madre—, es nuestra hija, sangre de nuestra sangre y la queremos.
—Si desea llevársela, tendrá que pagar por ella —exclamó mi padre.
—¿Veinte cruzados de oro le parecen suficientes? —preguntó doña María.
—Creo que con cincuenta quedaría satisfecho —respondió mi padre.
Qué horror, mi padre me vendía. No le importaba lo que hicieran conmigo. ¡Dios mío! ¿Qué había hecho yo para merecer unos padres como aquéllos? Mi madre, mi pobre madre, no se atrevía a protestar y consentía, como siempre había hecho. Me vendían por cincuenta cruzados de oro. Ése era mi precio. La lucha entre mis emociones amenazaba con ahogarme; sentía rabia, odio, pena, amor, ¡eran mis padres!, y sobre todo vergüenza. Vergüenza de ser su hija, de tener unos padres como ellos. Vergüenza de que doña María conociera mi miseria.
—De acuerdo. Mañana me firmará el documento y le haré entrega de la cantidad. Buenas noches.
Me sentía morir, pero antes de que cayera desplomada en el suelo, Juan de Sosa me sostuvo en sus brazos. Cuando me desperté, estaba en mi cama. No sabía si todo había sido una pesadilla, pero al ver mi mano hinchada supe que era la dura realidad. Todo se había desencadenado aquella tarde, unas horas antes de que me encontrara doña María, cuando yo acudí a casa para entregar a mi madre lo que había conseguido pidiendo. Mi padre, que sorprendentemente estaba allí y borracho como siempre, empezó a meterse conmigo. Nunca me había dicho cosas tan desagradables y obscenas. Al observar que intentaba marcharme se abalanzó sobre mí y me pegó con verdadera saña. De nada sirvieron los gritos de mis hermanas ni de mi madre, que intentaba separarlo. Excitado, porque yo no decía nada, siguió pegándome hasta que por fin me dejó y se fue. Rechacé la ayuda que mi madre y mis hermanas intentaban prestarme, sólo quería salir de aquel horror, y casi a rastras me acerqué a la puerta y en cuanto me recobré un poco salí huyendo. Sólo tenía un lugar a donde ir y me dirigí a él. Una vez allí, no me atreví a llamar, me daba vergüenza que me vieran en aquel estado y me dejé caer en el suelo, donde permanecí tumbada llorando hasta que doña María salió a la puerta extrañada de mi retraso.
Me pasé un día entero en la cama arropada del cariño de aquellas maravillosas personas que me habían acogido. Aunque doña María era mucho más que una madre para mí, le rogué que me dejara pagar las cincuenta monedas, bueno, yo no tenía suficiente con el regalo de Morayma.
—Pero no puedo consentir que te quedes sin tus ahorros que un día te servirán para comenzar una nueva vida —me dijo doña María tratando de convencerme.
—¿Le parece poco cambio? Qué mejor que utilizarlos para comprar mi libertad.
—¿Acaso temes que si los pago yo te convierta en mi esclava? —me preguntó muy seria.
—No, pero, doña María, si me permite que le entregue el dinero hará que me sienta mucho mejor. Es una forma de mitigar el dolor que siento ante la postura de mis padres. Ellos me venden, pero soy yo quien me compro. Lo hago por ellos. El resto que falta se lo iré pagando poco a poco, porque seguiré trabajando en la tienda de doña Dolores.
—Está bien, que sea como tú quieres. Pero sé sincera, Felipa, no lo haces por tus padres, es tu orgullo quien te mueve a ello y me parece bien, probablemente yo haría lo mismo.
En aquellos momentos yo no lo sabía, pero doña María tuvo que pedir el dinero restante porque no lo tenía. Y estaba dispuesta a endeudarse para conseguir mi tranquilidad. Me sentía tan agradecida… Había cambiado tanto mi vida desde que nos conocimos que estaba dispuesta a hacer lo que fuera por ella. Mi expresión ya no desentona de las de Sosa y Zahía cuando la miran, el mismo arrobamiento que ellos muestro yo. La señora Morayma es distinta; es su íntima amiga. La tarde del incidente ella no se encontraba en casa. La verdad es que desde la cena del gobernador sale mucho. Yo creo que ese señor que viene a buscarla algunas veces está enamorado, y no me extraña, es tan guapa, si yo fuera hombre, me enamoraría de ella. Pero como soy mujer, quiero mucho más a doña María.
Menos mal que la señora Dolores no me ha encargado hoy trabajo muy duro, aunque a veces lo prefiero a quedarme aquí en la tienda atendiendo a la gente. Por cierto, aquel señor que lleva unas flores creo que es el caballero ese que anda detrás de la señora Morayma, seguro que va a buscarla.
***
Esta mañana volveré a la casa de la calle Reboleira, desde el día de la cena lo estoy deseando. Aunque he visto varias veces a Norberto Perestrello, no he querido planteárselo, no deseo levantar ningún tipo de suspicacia. Es posible que este muchacho sienta algún interés por mí, pero indudablemente es su problema. Yo le sigo viendo porque tanto él como el gobernador me están ayudando. Ciertamente me siento esperanzada y no me caracterizo precisamente por mi optimismo, pero los encuentros que he mantenido con el conde de San Jacinto me hacen concebir ilusiones. El conde me ha asegurado que en su próxima visita a la corte le planteará al Rey la posibilidad de interesarse, ante el Emperador, por doña María Pacheco. La verdad es que tanto el gobernador como Perestrello me están apoyando de forma incondicional organizando distintos encuentros con el conde de San Jacinto y presentándome a otras personas que pudieran ayudarme. No le he hablado a María de todas estas entrevistas porque no quiero hacerla concebir esperanzas para que luego resulten fallidas.
Estos dos últimos días no he acompañado a María todo el tiempo que me hubiera gustado, pero estoy contenta porque Felipa se ha convertido en su protegida y en una razón por la que vivir. Cuando Zahía me contó lo sucedido la otra tarde me di cuenta de que había sido un acierto que esta chiquilla se viniera a casa. Una suerte para ella y también para María.
Dentro de unos minutos llegará Perestrello a buscarme. Me asusta lo que pueda encontrar en su casa, pero debo descubrir qué es lo que sucedió en aquel lugar.
***
—No debía haberse molestado, son unas rosas preciosas, muchas gracias.
—Estamos en el mes más hermoso del año y sólo he tenido que salir al jardín y elegir las más hermosas para que no desentonen a su lado, querida Morayma.
Había acudido yo misma a abrirle la puerta con la idea de que nos fuéramos inmediatamente, pero tuve que llamar a Zahía a fin de entregarle las rosas y aproveché para decirle que me esperaran, que regresaría a comer.
—Pero, ¿cómo?, ¿no almorzará usted conmigo?
—Bien sabe que me encantaría, pero dentro de pocos días me marcharé y tengo que aprovechar todo el tiempo para estar con mi amiga.
—Perdone, tiene usted toda la razón, pero es que me encuentro tan bien a su lado… Desde que la conozco mi vida ha cambiado. Me siento otra persona.
Norberto tendría unos treinta y cinco años. Era un hombre guapo, con una buena situación económica y sorprendía que siguiera soltero y al parecer sin compromiso.
—¿Siempre ha vivido usted en Oporto? —le pregunté.
—No, sólo hace unos años que nos trasladamos. Yo nací en Lisboa. Mis abuelos maternos eran oriundos de Oporto y la casa que usted conoce y en la que vivimos la recibió en herencia mi madre. Ella dispuso que viniéramos a vivir a esta ciudad después de la muerte de mi padre.
—Claro —le dije—, comprendo que fuera muy duro para ella continuar en los mismos escenarios en los que se había desarrollado su vida en común. Conozco a algunas personas que, contando con medios, por supuesto, han hecho lo mismo.
—Sí, mi madre, al estar imposibilitada físicamente, sentía mucho más la soledad, y por ello mi hermana y yo apoyamos su decisión de trasladarnos a una casa distinta que no le recordara continuamente a nuestro padre. Pero a nosotros, me refiero a Aurora y a mí, nos costó un poco. Sobre todo fue especialmente duro para mi hermana Aurora, ya que estaba muy enamorada y el hombre al que quería se quedaba en Lisboa.
Observé la tristeza pintada en su rostro y aunque sospechaba la respuesta, le dije:
—Me imagino que ya lo habrá superado, ¿dónde vive ahora su hermana?
—Desgraciadamente ha muerto. Al año, más o menos, de nuestra estancia en Oporto decidió quitarse la vida.
No precisaba volver a la escalera, ni al mirador, para conocer la identidad de la persona que tan intensamente había sufrido en aquel lugar. Pero, ¿con quién quería comunicarse y para qué?
—Pobrecilla. ¿Estaba enferma?
—No. Lo que sucedió fue que Aurora no pudo soportar la muerte del hombre al que quería y decidió irse con él. Lamenté tanto no estar aquí cuando sucedió… Siempre me quedará la pena de haber podido evitarlo, pero yo me encontraba en Évora con unos amigos. Aurora y yo estábamos muy unidos. No tendría que haberme ido. Ella me animó a que me fuera unos días. Yo conocía su estado de ánimo, pero jamás podría haber imaginado lo que pasó. No creo que Aurora lo tuviera planeado; es posible que, al encontrarse sola, el dolor se le hiciera insoportable.
—Cuando su hermana decidió no seguir en este mundo, ¿cuánto tiempo hacía de la muerte de su novio?
—Creo que unos cuatro meses. Había sido una muerte trágica, porque José Benasar fue víctima de unos bandoleros que le atracaron cuando venía precisamente a Oporto para reunirse con mi hermana.
Juraría que el apellido Benasar era judío y no pude evitar pensar en cuál habría sido la actitud de la señora Perestrello, que tan cruel se había mostrado conmigo, hacia el novio de su hija, claro que tal vez su antipatía sólo fuera para los árabes. No quise quedarme con la duda.
—Perdóneme, Norberto, pero, ¿su madre veía con buenos ojos tener como yerno a un judío?
—No. Al principio se opuso y ésa fue también una de las razones por las que vinimos aquí, para separarlos. Pero luego, al ver la tristeza de mi hermana, accedió y consintió en que se casaran.
Antes de entrar en la casa, que cada vez me parecía más hermosa, Norberto me pidió que fuéramos al jardín; quería mostrarme el rosal del que había cortado las rosas. Era un espacio pequeño, muy cuidado, en el que sólo había rosas, margaritas y un precioso banco de piedra. Yo, acostumbrada a los jardines de mi tierra, eché en falta una fuente, aunque en realidad no cabía. Era un lugar con un encanto especial donde sin duda el protagonista era el banco de piedra, que tenía un respaldo bellamente trabajado. Norberto observó mi mirada y me aclaró:
—Es hermoso ¿verdad? Tiene más de dos siglos y, por la documentación que hemos consultado, sabemos que fue hecho en Galicia y que uno de nuestros antepasados lo trajo a Portugal. Primero a Coimbra y después aquí. Tanto a mi hermana como a mí —me siguió contando Norberto— nos gustaba mucho, era nuestro lugar preferido y aquí pasábamos buena parte de las tardes de primavera. Mientras ella pintaba, yo leía.
—¿Era pintora su hermana?
—Bueno, simple aficionada, aunque lo cierto es que no lo hacía mal. Ahora cuando subamos verá algunos de sus cuadros. Los hemos dejado tal y como ella los tenía.
Estaba completamente convencida de que Aurora había vivido en el segundo piso, en las habitaciones contiguas al balcón de la torre. Por eso mi dolor aumentaba a medida que nos acercábamos a aquel lugar.
Después de contemplar desde el balcón la sugerente panorámica de tejados con el río al fondo, Norberto me invitó a ver los cuadros de su hermana. Cuando abrió la puerta de la estancia, creí desfallecer. Me invadió tal pena que a punto estuve de llorar. Mi actitud no le pasó desapercibida a Norberto y muy solícito me preguntó:
—¿Se encuentra mal? ¿Quiere que nos vayamos?
—No, no es nada, pronto se me pasará.
—Hemos conservado la habitación como si ella fuera a llegar en cualquier momento. De hecho, esta parte de la casa la tenemos prácticamente cerrada.
—¿Sólo viven aquí usted y su madre?
—Sí, y el matrimonio que se ocupa de todo. Las dos muchachas que ha visto se van a sus casas por la noche.
Era una bonita habitación llena de objetos curiosos. Tenía personalidad y casi me atrevería a decir que se notaba que allí había vivido una mujer. La técnica de los cuadros era bastante elemental, si bien destacaba la viveza del colorido. La muchacha había plasmado las rosas y margaritas del jardín. Los cuadros estaban situados de forma que la persona que estuviera tumbada en el lecho pudiera verlos. Supe que Aurora amaba las flores y que éstas le proporcionaban sosiego en los momentos difíciles. Lo descubrí porque el dolor que yo estaba percibiendo se atenuaba al contemplarlos. A punto estuve de no decir nada y tratar de olvidar lo que me sucedía en aquella casa, pero una mujer, Aurora, muerta en plena juventud, estaba intentando manifestarnos algo, y yo no podía defraudarla.
—Norberto, ¿no siente nada especial cuando se encuentra en las habitaciones de su hermana?
—¿A qué se refiere?
—A una sensación de profunda tristeza, casi dolor físico, una angustia que amenaza con ahogarle.
—No, a mí lo que me sucede es que el recuerdo de mi hermana se hace más nítido y rememoro momentos vividos con ella. Pero —dijo interrumpiéndose sobresaltado—, ¿es eso lo que le acaba de suceder a usted?
Le conté lo que me había pasado desde el primer día que había visto la casa desde fuera, la sensación de que alguien me observaba, también lo experimentado el día de la cena y lo que me estaba ocurriendo en aquellos momentos.
—Norberto, la conclusión a la que he llegado es que su hermana quiere decirnos algo. Me ha utilizado a mí por ser más receptiva a este tipo de sensaciones, pero lógicamente es a usted a quien quiere comunicárselo o a su madre. Aunque tampoco debemos descartar a los criados.
—¿Y qué hacemos?
—No soy médium —le aclaré— y por lo tanto no puedo comunicarme con los muertos. Tal vez le convendría buscar a la persona adecuada, porque de lo que estoy segura es de que su hermana quiere decir algo. Aunque también cabe la posibilidad de que lo haya hecho antes de morir y quiera que encontremos su mensaje. Si esto es así, entonces, sin duda, el destinatario es usted, porque era el único que no se encontraba en Oporto cuando ella decidió abandonar este mundo.
—Pero yo he colocado todas sus cosas y no he visto nada —dijo Norberto muy nervioso.
—Piense que, si estamos en lo cierto, y el mensaje es sólo para usted, su hermana habrá tomado las precauciones convenientes dejándolo en algún lugar al que sólo usted pueda acceder. ¿Se comunicaban ustedes de alguna forma especial? Quiero decir que tal vez de niños tuvieran algún código secreto.
—No, pero, ¿por qué no me ayuda y registramos detenidamente la habitación?
—Yo tengo que irme. Hágalo usted. Vaya examinándolo todo con calma y no olvide que también puede estar en otro lugar de la casa, incluso en el jardín, donde, como me dijo, pasaban muchas tardes. Norberto, en la medida de mis posibilidades yo le ayudaré, pero usted tiene que intentar recordar detalles de su vida con Aurora que sin duda pueden ser esclarecedores.
—Morayma, ¿cuándo la volveré a ver? —me preguntó anhelante.
—Mañana o pasado, pero tenga la completa seguridad de que si se me ocurre algo, se lo haré saber inmediatamente.
—¿Qué querrá decirme mi hermana? ¿No es muy extraño?
Sentía lastima de él. Probablemente no debería haberle dicho nada. Pero no, mi obligación era tratar de descubrir lo que el espíritu de Aurora quería transmitirnos.
***
—No te preocupes, Zahía, estoy bien. ¿Te ha dicho Morayma que la espere?
—Sí, se fue con ese joven, Perestrello, pero me aseguró que volvería a la hora de la comida.
—Y Felipa, ¿ha mejorado un poco su cara?
—Sí, los ungüentos que mi madre me enseñó a preparar hacen milagros y esta mañana ya se fue a trabajar a la tienda de la señora Dolores. Pero, mi niña, ¿de verdad estás bien? Tienes aspecto de cansada, seguro que te has pasado la noche en vela. Te voy a preparar una infusión de menta y, luego, unos masajes en el cuello y en la espalda harán que te sientas nueva.
—De acuerdo, te esperaré aquí.
Estaba en la cama, me había vuelto a meter en ella después de tomar con gran esfuerzo un poco de leche y la mitad de una torta. No tenía fuerzas y me encontraba muy triste. El esfuerzo realizado para ir a casa de Felipa, casi corriendo, había supuesto una dura prueba para mi cansado y débil cuerpo, que ahora se resentía. Además, no terminaba de aplacar la rabia y la indignación que allí había sentido. Personas como el padre de Felipa merecían la muerte. Eran mucho peor que animales. Aunque, ¿quién sabe que le habría pasado a aquella persona a lo largo de su vida para comportarse de semejante forma? Para algunos seres la existencia puede ser durísima y yo tenía el firme propósito de resarcir a Felipa de todas sus penas. Sabía que mi tiempo no se alargaría mucho, pero me ocuparía de ella como si de mi propia hija se tratara. La otra tarde, hablándole de mi niño, tuve la sensación de que Dios la había puesto en mi camino para que la ayudara. ¿Cómo sería Pedro ahora? ¿A quién se parecería? En los primeros años de su vida se semejaba a Juan, aunque sus ojos eran como los míos. Aún escucho la vocecita de mi hijo Pedro cuando nos despedimos:
—Madre, ¿vendrás pronto a buscarme? ¿De verdad no quieres que me quede contigo para esperar a padre?
—No. Y además no debes preocuparte. Te iremos a buscar enseguida. Ya verás como con el tío Pedro lo pasas bien en Alhama. Allí el tiempo es muy bueno y todos los días luce el sol. Tienes que prometerme que me harás algunos dibujos para cuando vayamos a buscarte.
—De acuerdo, madre. Pero, ¿por qué no vienes conmigo? ¿No sería mejor que padre nos recogiera a los dos?
¿Cómo explicarle a un niño de cinco años que su padre no regresaría jamás, que la vida de su madre estaba en peligro y que si le enviábamos lejos de Toledo era para que a él no le ocurriera nada?
Recuerdo que mi única esperanza en los primeros meses de exilio era la llegada de mi niño a Portugal. Tanto mi cuñado Gutierre como mi hermana me habían prometido ocuparse de ello en cuanto fuera posible. ¡Dios mío! Cuando mi querida Zahía me comunicó la noticia de la muerte de mi hijo, creí no poder resistirlo. Había fallecido en Alhama víctima de la peste. No me consoló saber que murió amparado por el cariño de su tío, porque era yo quien tendría que haber estado a su lado. Durante un tiempo me negué a seguir viviendo, pero una carta de mi hermano Diego me hizo recapacitar y aquí estoy, resistiendo. En este tiempo, muchas veces —posiblemente en momentos de debilidad e intentando buscar un valor que amenaza con desfallecer— me he preguntado en qué cambiaría mi actitud si mi hijo Pedro no hubiera muerto y estuviera ahora conmigo en el exilio. ¿Le pediría perdón al Emperador? ¿Intentaría por todos los medios regresar a Castilla? Pero entonces, al pensar en mi hijo, me refuerzo en mi postura, porque si él viviera, me apoyaría y se sentiría orgulloso de mí al saber que estoy dispuesta a morir antes que traicionar los ideales por los que su padre entregó la vida.
¡Qué buena amiga es Morayma! No quiero desilusionarla, pero todos los esfuerzos que está realizando para tratar de establecer contactos son inútiles. Nadie conseguirá nunca que el nieto de los Reyes Católicos me perdone y además lo entiendo. Lo único que pediré en mi testamento es que mis restos sean trasladados junto a los de Juan, pero puede que tampoco acceda a ello.
Me entristece pensar que dentro de unos días Morayma se irá. Me entristece porque la quiero y su presencia me ayuda a vivir, y también porque sé que no volveremos a vernos. Le preguntaré si quiere llevarse con ella a Felipa. También echaré de menos a esta chiquilla, pero debo mirar por su futuro y a mi lado nadie está seguro.
***
Después del almuerzo, María y Morayma se habían sentado en el salón, cerca de la ventana, por la que se colaba un tibio sol primaveral que sin duda contribuía a que las dos mujeres se sintieran bien.
—Es tan beneficioso el efecto del sol en mi organismo —dijo María.
—Siempre lo ha sido —contestó Morayma.
—Sí, pero ahora que mis pulmones están mucho peor noto mucho más su influencia.
—¡Tu estado de salud! Ése es otro de los argumentos que debería tenerse en cuenta para dejarte volver a Castilla, donde el clima es más seco.
—Por favor, Morayma, no seas ilusa. Estoy condenada a muerte, ¿de verdad crees que les importa cómo está mi salud?
—Debemos intentarlo todo —aseguró Morayma—. Voy a llamar a Zahía, quiero que ella escuche lo que te voy a contar.
Zahía se sentó en una silla cerca de ellas y escuchó interesada a Morayma, que les describió su experiencia en la casa de Perestrello.
—Zahía, he querido que lo conocieras porque es posible que tú sepas orientarme sobre cómo debo concentrarme o qué comportamiento tengo que seguir para ayudar a desvelar el mensaje que la muchacha muerta quiere comunicar.
María las miraba con cara de sorpresa simulada, porque conocía muy bien que tanto Morayma como Zahía hablaban de vivencias anormales y misteriosas con absoluta naturalidad, algo que ella nunca había podido comprender, ni antes cuando vivían en la Alhambra y soñaban con los espíritus de las sultanas, ni ahora después de tanto tiempo y en unos momentos en que la realidad cada día cobraba más fuerza. Por ello le dijo a Morayma:
—Pero, ¿de verdad crees que los muertos pueden comunicarse?
—Sin duda. En las habitaciones donde se desarrolló parte de la vida de la persona fallecida permanece su energía durante un tiempo que no suele ser superior al año, aunque todo depende de la fuerza de esa energía y de la necesidad que tenga de comunicarse para descansar en paz. Claro que también es necesaria la presencia de una persona que sea buena receptora. En el caso que nos ocupa —siguió explicando Morayma— el hermano, Norberto, nunca sería capaz de percibir nada.
—Estoy totalmente de acuerdo —manifestó Zahía—, y te recomiendo que cuando estés sola, en tu habitación, intentes recordar visualmente el escenario donde percibiste las vibraciones. Te aíslas mentalmente de todo, procurando no pensar en nada, y no desesperes, ten calma y comprobarás cómo en un momento dado una parte de ese todo visual atraerá tu atención y adquirirá tal protagonismo que no existirá en tu mente nada más que ello.
—No puedo creer que estéis hablando en serio —intervino María—. ¿Os imagináis qué haría con vosotras la Inquisición?
—María, ¿serías capaz de delatarnos? —le preguntó sonriendo Morayma.
—Tal vez no. Pero, ¿a qué no adivináis la razón?
—Porque nos quieres —afirmó Zahía.
—De eso podéis estar seguras, pero no es por eso.
Morayma siempre se tomaba muy en serio los desafíos de su amiga y razonaba en voz alta intentando encontrar los argumentos que aquélla podría utilizar:
—Si no es el cariño lo que te impide denunciarnos, y teniendo en cuenta que eres una persona justa y coherente con lo que piensas, no hay en principio razón para que no lo hagas, a no ser que dudes de lo que vaya a pasar después. Sí, ya lo tengo: sospechas que el veredicto del tribunal pueda no ser justo. Sí, eso es… Pero no, no termino de entenderlo —siguió reflexionando Morayma—, porque si nos declararan inocentes lo considerarías injusto porque nos has denunciado al creernos culpables, pero, como nos quieres, no te importaría que eso ocurriera. Por el contrario, si nos condenan, te entristecería, pero sería lo justo. O sea que ninguno de los dos razonamientos me vale.
—Es correcto, querida Morayma, eres muy lista. La clave está en la posible decisión del tribunal, pero se te escapa algo, una última posibilidad —replicó María riendo.
—¡Ya sé lo que te detiene! —exclamó Zahía—: Que el veredicto no sea idéntico para las dos, por lo tanto injusto para una. Y te quiero mucho, mi niña, porque sin duda la peor parada sería yo.
—Tú has ganado, Zahía.
—¿Por qué la iban a condenar a ella y a mí no? —preguntó Morayma.
—Podría darse el caso, hipotéticamente, por supuesto, de que tú fueras absuelta.
—Pero, ¿por qué yo?
—Porque, aunque ya sé que los miembros del tribunal de la Inquisición nada tienen que ver con los jueces griegos ni que tú fueras a contar con un defensor como Hipérides, podría darse el caso de que ante tu belleza, igual que le sucedió a Friné, dictaminasen que no pueden creer que una mujer tan hermosa practique la brujería.
—Eres perversa —dijo Morayma riendo, mientras se levantaba para darle un beso a María.
También Zahía se había puesto en pie y, muy contenta al ver que su querida María parecía haber mejorado, se dispuso a abandonar la habitación.
—Zahía —la detuvo Morayma—, esta noche haré lo que me has dicho. ¿Me acercas el laúd? Voy a premiar los cumplidos de María con mi música.
—¿No prefieres descansar un poco? —le preguntó María—. Esta tarde, si me encuentro con fuerzas, podríamos salir a pasear cerca del río.
—Me parece estupendo, pero tenemos tiempo para todo —repuso Morayma a la vez que comenzaba a tocar.
María reclinó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Le gustaba que la música la transportara y poblara su soledad de recuerdos, de recuerdos maravillosos al lado de Juan.
Pasados unos minutos, Morayma observa que María se ha quedado dormida. Deja el laúd, la cubre con una manta y se va a su habitación en busca del diario. Está preocupada por la salud de su amiga, se la ve tan pálida… Morayma la quiere mucho y desea estar con ella el mayor tiempo posible. Leerá allí en el salón y estará pendiente por si María se despierta o necesita algo.
***
No me es fácil escribir sobre algunos de los sucesos registrados en los meses que pasamos en el Alcázar. Hubo momentos muy trágicos, pero por duro que me resulte recordar, lo haré.
Nunca he sido cobarde y por lo tanto no obviaré los aspectos que menos me gusten de mi comportamiento, las crueldades que si no propicié, sí llegué a permitir. Quiero hacerlo así porque ésta es mi forma de ser, pero también porque las personas cercanas —que es a quienes está destinado este diario— tienen derecho a conocer mi versión de algunos hechos que con toda seguridad llegarán a ellas distorsionados, tanto en uno como en otro sentido.
Probablemente el momento más duro vivido en el Alcázar fue el del asesinato de los hermanos Aguirre, los mismos a quienes yo entregué el dinero para que se lo llevasen a Juan cuando éste se encontraba en Torrelobatón. Un dinero que los Aguirre nunca entregaron porque prefirieron quedarse con él en espera de lo que pudiera suceder. Después de Villalar no habíamos vuelto a saber nada de ellos. Pero un día decidieron regresar a Toledo y tomar parte activa en lo que estaba sucediendo en la ciudad, donde algunos sectores se mostraban partidarios de entregar las armas de forma inmediata, a lo que yo me oponía con todas mis fuerzas. Pues bien, los hermanos Aguirre se convirtieron en cabecillas de la parroquia de Santa Leocadia y decidieron venir al Alcázar para entrevistarse conmigo en un intento de convencerme de que lo mejor era la paz y de que deberían terminar cuanto antes los enfrentamientos. Los Aguirre, que se habían quedado el dinero que yo había recaudado con el mayor esfuerzo para que mi marido pudiera pagar a la milicia, venían a darme consejos sobre cómo tenía que comportarme. ¿Cuál debería haber sido mi postura? ¿Dialogar con ellos como si nada hubiera pasado? ¿Mandar encerrarlos? No hice absolutamente nada, simplemente dejé que el pueblo les diera su merecido. Cuando llegaron a la puerta del Alcázar la multitud les cerró el paso y allí mismo los mataron. Yo no lo impedí. Bastante complicada era ya la situación como para confraternizar con el enemigo dentro de casa. Los hermanos Aguirre no murieron por lo que me habían hecho a mí, sino por su postura contraria a la mayoría de los comuneros de Toledo, que sí querían seguir en la lucha y a los que yo capitaneaba con mano férrea. Por ello los amantes de la paz decidieron terminar conmigo y enviaron a un asesino a sueldo al Alcázar, que, afortunadamente, fue descubierto por la guardia cuando intentaba introducirse en mis aposentos. Fue entonces cuando mi cuñado Pedro me habló de la conveniencia de alejar a mi hijo de Toledo, no sólo por lo que acababa de suceder, sino por la situación de desastre que se nos avecinaba. Nos faltaban alimentos y las epidemias podían aparecer en cualquier momento.
Éstas son las tristes paradojas de la vida: consentí que mi amado hijo se fuera para preservarlo de una posible enfermedad… Tal vez si lo hubiera mantenido a mi lado, seguiría vivo. Sé que no debo atormentarme, hice lo que consideré oportuno y lo mejor para mi hijo. De hecho, después de su marcha y aunque le echaba mucho en falta, se produjeron graves enfrentamientos con las fuerzas realistas que me hicieron alegrarme de que él se encontrara lejos. El prior de San Juan, don Antonio Zúñiga, persistía en su estrategia de impedir nuestro avituallamiento y en el mes de agosto, cuando un contingente comunero regresaba a Toledo con una importante partida de alimentos, fue atacado en las inmediaciones del pueblo de Olías por el prior de San Juan, con un balance de cientos de muertos.
En medio de aquella situación, la resistencia de los comuneros amenazaba con resquebrajarse. La desesperanza y el agotamiento se dejaban notar, aunque yo tratara de evitarlo.
A finales de septiembre, mí cuñado Gutierre —que seguía en el bando de los realistas y que a la muerte de Juan, que era el mayor, había asumido el mayorazgo— acudió a visitarme. Gutierre se sentía un poco obligado hacia mí, dado que, al fin y al cabo, formaba parte de su familia, y trataba de ayudarme buscándome una salida honrosa.
Cuando se presentó en el Alcázar, yo me encontraba visitando a unos heridos. Hubiera deseado causarle una buena impresión, recibirle en una sala confortable y limpia, pero desistí por que no disponíamos de ningún lugar, dentro del Alcázar, que reuniera esas condiciones. Al final nos encontramos en uno de los salones utilizados como enfermería, en el que, afortunadamente, no había heridos.
—María, jamás podré entenderte. ¿Cómo consigues convivir con esta pléyade de salvajes? ¿Qué mujer cuerda decide ponerse al frente de miles de hombres desesperados, hambrientos y a punto de enfermar? Tú, María, que no gozas de buena salud, ¿de dónde sacas la fuerza para mantenerte en pie y no desfallecer? He venido dispuesto a hacerte entrar en razón. Yo te ayudaré, pero tienes que pensar en salir de aquí, por favor, escúchame.
—Para ello es necesario que me entregue y jamás lo haré a no ser que algunas de mis peticiones sean respetadas —le dije totalmente convencida.
—Deberías darte por satisfecha si consigues preservar la hacienda de Juan para vuestro hijo.
—Querido cuñado, si estuviera dispuesta a entregar las armas por lo que tú me pides, mi postura sería totalmente egoísta. Claro que deseo conservar mi hacienda y, sobre todo, rehabilitar el nombre de Juan y que sus restos puedan ser trasladados a Toledo. Pero no daré mi conformidad a ningún acuerdo en el que los toledanos no experimenten alguna mejora con respecto a la situación anterior. Los virreyes deben comprometerse a que en Toledo no se vuelvan a pagar alcabalas. ¿Para qué habría servido nuestra lucha si estoy dispuesta a renunciar a ella al garantizarme que puedo conservar mis propiedades? ¿Crees que si accediera a lo que tú me pides podría volver a mirar a la cara a cualquiera de los comuneros que todos los días arriesgan sus vidas? Gutierre, si tiene que desaparecer todo lo que hemos conseguido con las Comunidades, yo ya no tengo cabida en esta ciudad.
—María, prométeme que lo pensarás.
Mi cuñado, Gutierre López de Padilla, parecía verdaderamente preocupado por mí. Estaba segura de que había venido por propia iniciativa. Nunca me había llevado bien con él e incluso llegué a pensar que disfrutaba haciéndome sufrir, pero era en otros tiempos. Le di mi mano para que la besara y le aseguré que pronto tendría noticias mías. Le estuve observando mientras se iba, no se parecía nada a Juan, pero había algo, tal vez su forma de andar, que me recordaba a mi marido. ¿Qué haría Juan si se encontrara en mi lugar? Entonces me pareció escuchar su voz cuando decía: «En tal caso ganaremos renombre de inmortales para los siglos venideros; el disfavor, favor; el peligro, seguridad; el robo, riqueza; el destierro, gloria; el perder, ganar; la persecución, corona, y el morir, vida eterna».
Sabía que mi cuñado podría tener razón, pero yo siempre había estado de acuerdo con mi marido y ahora también. Intentaría resistir un poco más.
Los primeros días de octubre fueron relativamente tranquilos. Habían cesado los bombardeos de los hombres del prior que, de forma intermitente, venían realizando desde hacía casi un mes. Antonio de Zúñiga, con el cerco que había establecido en torno a Toledo, estaba consiguiendo lo que quería: que el hambre nos venciera.
La situación se hacía insostenible, ya no teníamos nada para comer. Recuerdo muy bien el día que decidimos arriesgarnos e intentar burlar la vigilancia del enemigo. Un grupo numeroso saldría en busca de una importante cantidad de ganado que sabíamos muy bien dónde podíamos conseguir. El esfuerzo merecía la pena, porque si lográbamos entrar con el ganado en Toledo, habríamos solucionado nuestro problema durante un tiempo.
Los hombres salieron muy de mañana… A primera hora de la tarde empezamos a inquietarnos, aunque estábamos seguros de que si los hubieran descubierto, ya lo sabríamos. En cierta forma la tardanza nos hacía concebir esperanzas. Pedí a Juan de Sosa y a otros tres hombres que me acompañaran para ver si observábamos algún movimiento en el exterior de la ciudad. Cuando íbamos a cambiarnos de posición para mirar hacia otro lado, los vimos: traían vacas, ovejas y corderos… La felicidad de los hombres al ver lo que dentro de poco podrían comer les hizo gritar de entusiasmo. Estaban a punto de cruzar el puente de Alcántara y en ese momento, los realistas les atacaron… De nada sirvió que salieran de la ciudad muchos comuneros a defenderles. Todo se perdió.
Morayma dejó de leer al sentir que María tosía y se acercó para ofrecerle un poco de agua.
—Me he quedado dormida. Qué bien me ha venido este pequeño descanso —dijo desperezándose.
—No tan pequeño, has dormido más de una hora —repuso Morayma.
—Y tú, ¿te has quedado aquí para velar mis sueños?
—Casi. Estaba leyendo tu diario.
—¿Lo has terminado?
—No, pero me falta poco. Estoy en el momento en que os atacan en el puente de Alcántara.
—Fue horrible. Murieron más de quinientos hombres. Ya no podíamos resistir más.
—¿Comenzasteis entonces las negociaciones? —preguntó Morayma.
—Las reanudamos porque volvimos a presentar las mismas exigencias de las primeras reuniones.
—Pero vosotros, María, estabais en peor situación que antes de haceros fuertes en el Alcázar.
—Sí, pero no pienses que el prior carecía de problemas. Problemas, por supuesto, más llevaderos que los nuestros. Pero hay que tener en cuenta que los realistas deseaban la paz con mayor intensidad que los comuneros. De cualquier forma, a todos nos urgía terminar con aquella situación que para nosotros era insostenible.
—¿Me equivoco o de lo que me acabas de decir puedo deducir que tú no deseabas la paz pero te viste obligada a rendirte?
—¿Cómo no iba a desear la paz? ¿Crees que salvo quienes viven de ello, alguien puede rechazar la tranquilidad y la armonía en su vida? Odio la guerra, pero desgraciadamente la historia nos muestra que la mayoría de las veces es el camino para conseguir la ansiada paz. Dicho esto, yo te aseguro, Morayma, que deseo la paz, aunque debo aclararte que no a cualquier precio. No quiero vivir en una Castilla en paz porque sea cobarde, porque ceda a los abusos arbitrarios de los poderosos. Una Castilla que se conforme con obedecer, a la que no le importe decidir ni opinar sobre su futuro, que incluso mire a otro lado para no ver cómo la traicionan y saquean impunemente. No, yo no quiero vivir en una comunidad enferma como ésa, aunque sea en paz.
María se había puesto en pie y parecía haber recuperado toda su fuerza. Morayma la miraba con admiración y respeto.
—María, ¿os resultó fácil llegar a un acuerdo con los realistas después de lo del puente de Alcántara?
—Sí, porque en diez días ya habíamos dado el visto bueno a todo. Claro que para los realistas resultaba muy sencillo comprometerse cuando sabían que no iban a cumplir nada de lo que habían prometido.
—¿Tú ya lo sabías entonces? —preguntó Morayma.
—Lo sospechaba. Pero nada podía hacer más que esperar. Morayma, ¿te parece que salgamos a dar un paseo cerca del río? La verdad es que me encuentro muy bien. Y sabes, querida, que debemos aprovechar cada minuto y disfrutarlo intensamente porque puede ser el último de nuestra vida y yo quiero disfrutar de tu compañía junto al Duero, que sabe casi tanto como tú de mis soledades.
—Totalmente de acuerdo —dijo Morayma, y añadió—: Ésta es la María a la que yo adoro.