Felipa y Zahía se habían hecho muy buenas amigas. Las dos se encariñaron muy pronto y desapareció la desconfianza que mutuamente sentían la una por la otra. Zahía se dio cuenta de que aquella niña era en verdad especial y ciertamente quería aprender a leer. Ella procuraba no encargarle trabajo, podía arreglarse muy bien sola. Además, le daba pena verla tan cansada, porque Felipa después de mendigar varias horas iba a fregar y a hacerle algunos trabajos a la señora Dolores, la dueña de la tienda, para conseguir un dinero que antes obtenía robando. Incluso algunos días que llegaba sucísima, Zahía le preparaba el agua para que se bañara. La presencia de Felipa en la casa les había hecho bien a todos. Juan de Sosa, tan serio y preocupado siempre con un trabajo en el puerto que le hacía sentirse desgraciado pero que no dejaba porque lo necesitaban para vivir, se reía con ella y le contaba historias. Los tres cenaban juntos en la cocina.
Jamás Zahía y Juan se habían quedado charlando en la mesa, pero ahora las sobremesas se alargaban casi sin darse cuenta y era porque se sentían contagiados de las ganas de vivir de aquella chiquilla que no sabía cómo mostrarles su agradecimiento. Felipa dudaba a veces de si lo que le estaba sucediendo era realidad o fruto de un hermoso sueño.
—¿Sabes Zahía? Con frecuencia me despierto creyendo que todo ha sido una ilusión.
—Pero no es así. ¡Si ya sabes leer! —se admiró Zahía.
—No, todavía no. Conozco las letras y las distingo, pero me cuesta enlazarlas.
—Lo has conseguido en unos cuantos días, es asombroso.
—He trabajado más de lo que me pedía la señora Morayma. Si ella me decía que durante una hora memorizara visualmente las letras, yo empleaba dos. Siempre he duplicado el esfuerzo para no defraudarlas a ella y a doña María, que son mis dos ángeles de la guarda.
—¡Tienes razón! —respondió riendo Zahía.
—A primera hora de esta tarde, cuando estaba ayudando a la señora Dolores en la tienda —contó Felipa—, las vi pasar, seguro que iban hacia el mirador de la Ribeira.
—No lo sé, aún no han regresado, pero lo harán enseguida porque la señora Morayma cena fuera. Por cierto, ¿no has ido tú esta tarde a contemplar el Duero?
—No. Quería venir pronto porque la señora Morayma me va a dar a leer una poesía y deseo repasar algunos sonidos.
—¡Es verdad! —exclamó Zahía—. Ella me lo dijo. Qué cabeza tengo, si no llegas a comentarlo ni me acuerdo. Toma —le dijo acercándole un pergamino.
—Gracias, intentaré descifrarla para cuando lleguen.
***
—¿Estás segura, María, de que no te apetece asistir a la cena en casa del gobernador?
—Tú sabes, Morayma, que me convida por puro compromiso al saber que te alojas en mi casa. Llevo tiempo en Oporto y nunca se ha preocupado por mí. Además, cuando la gente conoce mi identidad, me observa de una forma extraña, como si esperara encontrar en mí rasgos del maligno.
—No exageres.
—Es verdad, lo digo en serio. Y no sabes cómo te agradezco que vayas, Morayma, porque sé muy bien lo que persigues, aunque también sé que no vas a conseguir nada.
—No estés tan segura. El gobernador es muy amigo, casi como si fuera un hermano, de un rico comerciante que hace unos años se estableció en Granada y al que yo conozco bastante bien. Fue él quien, al saber que venía a Oporto, me pidió que visitara al gobernador dándole su nombre. ¿Por qué crees si no que me ha recibido tan pronto?
—Seguro que es como dices, pero, ¿te convida a cenar por lo mismo?
—Querida María, ¿qué pretendes insinuar?
—Eso, lo mismo que tú sabes. Hay pocos hombres que se resistan a tu belleza, y con tu presencia, el éxito de la velada está asegurado.
—O sea que me llevan como elemento decorativo.
—Podemos llamarlo así, y además tú te encargarás, estoy segura —dijo María—, de ir lo más exótica posible.
—Pues no te equivocas en absoluto. Voy a ir vestida como una princesa mora. Intentaré estar deslumbrante y ya verás como da resultado. El gobernador me dijo que probablemente asistirían dos personas muy cercanas al rey Juan III y que tal vez puedan ayudarme.
—Pero, ¿qué fue lo que le dijiste al gobernador? —preguntó María.
—Le hablé claramente. Le pedí seguridad para ti y, sobre todo, apoyo personal, en el sentido de que si él se enteraba o le llegaba algún rumor sobre la posibilidad de conceder tu extradición te avisara con tiempo para poder escapar. Y después le comenté una idea a la que vengo dándole vueltas desde que llegué aquí: tratar de conseguir que Juan III interceda por ti ante su cuñado el Emperador. Aunque no descarto la probabilidad de que tal vez fuera mejor obtener el favor de su mujer, la reina Catalina, que es hermana de Carlos.
—¿Qué importa que sea su hermana si apenas se conocen? Catalina vivió siempre con su madre, doña Juana, en Tordesillas. Sólo se separó de su lado hace cinco años, cuando vino a Portugal para casarse. ¿Qué relación y qué confianza puede tener en ese hermano que no liberó a su madre del encierro al que la habían sometido pretextando su locura? Recuerdo cuando don Carlos, recién llegado a Castilla, aseguró que gobernaría en unión con su madre y afirmó que si algún día doña Juana recuperaba la salud, él se retiraría y dejaría que ella reinara sola. Si no fuera tan triste —dijo María sarcástica—, me daría la risa al comprobar los medios que han puesto para que doña Juana recobre la «salud». He pensado y pienso mucho en doña Juana que sigue encerrada en Tordesillas, y confieso que nunca estuve convencida de su locura. Creo que existen muchas reacciones de la reina que demuestran su cordura. Mira, Morayma, cuando Carlos y su hermana Leonor llegaron a Castilla y visitaron a su madre, se asustaron de las condiciones en las que vivía su hermana pequeña, Catalina, que estaba con ella, y ordenaron que la sacaran de allí. Pero ante la reacción de la Reina, que se negó a comer hasta que su hija volviera, Carlos hizo que Catalina regresara a Tordesillas. Yo siempre me he preguntado: ¿por qué hace cinco años, cuando la infanta Catalina la dejó para casarse, no protestó?
—Las personas alteradas mentalmente —apuntó Morayma— también tienen momentos de cordura.
—Sí y pienso que si se las aísla del todo, cada vez estarán más ausentes de la realidad.
—Verdaderamente, qué triste la vida de doña Juana —murmuró Morayma—. ¿Cuántos años tendrá ahora?
—Cincuenta y uno. Lleva más de veinte encerrada.
—Entonces, ¿tú crees que será inútil pedirle ayuda a su hija, la reina doña Catalina?
—Yo lo que creo es que el Emperador no me perdonará jamás, y lo entiendo, porque mi implicación personal en la guerra de las Comunidades es muy clara y debo pagar por ello. Pero, además, don Carlos siente hacia mí un odio especial. Jamás ha consentido que recupere los restos de mi marido. Es más, a su regreso a Castilla, en 1522, estando yo en el exilio, el Emperador, al enterarse de que yo había enviado un hermoso paño de brocado para colocar sobre la tumba de Juan en el monasterio de Mejorada, mandó retirarlo y pidió le fuera entregado inmediatamente. Era un regalo de mi marido que encerraba el recuerdo de unos momentos felices de nuestra vida y que yo quería que estuviera cerca de él ya que no me permitían trasladar su cuerpo a Toledo. Y el Emperador me privó también de ese pequeño consuelo. ¿Cómo interpretarías tú este gesto de don Carlos?
—Es difícil de entender. Posiblemente lo que deseaba era que nadie se fijara en la tumba de Padilla, que nadie recordara su nombre, borrar de la historia todo vestigio de aquella guerra que a punto había estado de darle un serio disgusto —opinó Morayma, para preguntar acto seguido interesada—: ¿Los restos de Bravo y Maldonado reposan al lado de los de Juan?
—No. Con los otros dos capitanes comuneros el comportamiento fue distinto. Los restos de Francisco Maldonado, reclamados por su suegro, fueron llevados a Salamanca, donde recibieron sepultura en la iglesia de San Agustín. El cuerpo de Juan Bravo, atendiendo a la petición de su viuda, doña María Coronel, descansa en Segovia, en la iglesia de Santa Cruz. Sólo conmigo fueron implacables. Una de las condiciones que yo exigí para entregar Toledo fue que me devolvieran los restos de Juan y así lo acordamos y así se firmó. Pero ellos sabían que nunca lo cumplirían porque los imperiales ya tenían planeado cuál iba a ser el final de todo.
—¡Cuánto has tenido que sufrir, María! —se lamentó Morayma.
—La verdad es que sí, pero amigas como tú hacen que me reconcilie con la vida. No sabes cómo te agradezco que hayas venido para estar conmigo unos días en Oporto, cuando no soy nada más que una mujer enferma y olvidada de todos.
—Ya verás cómo te recuperas muy pronto. Por cierto, la mujer de Juan Bravo, doña María Coronel, ¿pertenece a la familia del famoso judío Abraham Senhior? —preguntó Morayma muy interesada.
—Sí.
—¿Y ésa no constituye una prueba de que los conversos no estaban en el origen de la guerra de las Comunidades?
—Claro que no fueron los conversos —aseguró María—, pero el ejemplo que me pones no es representativo.
—¿Por qué? —se sorprendió Morayma.
—Muy sencillo. Independientemente de sus convicciones íntimas, Abraham Senhior y su familia, al tomar la decisión de abrazar el catolicismo, lo hicieron muy seguros y convencidos de ello. Los Coronel eran los conversos más libres de sospecha de toda Castilla porque tenían los medios suficientes para irse con comodidad a otras tierras y poder así mantener la fe de sus antepasados, pero prefirieron quedarse al lado de los Reyes Católicos y nunca hicieron nada para abandonar su situación cerca del poder. Y lo digo en el mejor sentido, porque en ningún momento quiero dar a entender que tuvieran que hacer algo para alejarse.
—Me lo has explicado perfectamente. Pero volviendo al tema que nos ocupa, yo —aseguró Morayma—, a pesar de tus reticencias, voy a intentar tender mis redes. Es posible que estés en lo cierto y que el Emperador nunca te perdone, pero soy partidaria de poner todos los medios para que lo haga.
—Y te lo agradezco. Lo mismo que tú piensa don Diego de Sousa, el arzobispo de Braga, a pesar de que las gestiones que ha hecho hasta ahora no han dado ningún resultado.
—Sin embargo, es posible que en un momento dado acertemos.
—¡Qué más quisiera! Pero sé que es inútil —insistió María—. Se han concedido varias amnistías de las que siempre he sido excluida. Pedro Laso de la Vega, el traidor, sí ha sido perdonado. Desde hace años está integrado en la corte castellana. Dicen que fue su hermano Garcilaso quien lo consiguió del Emperador, a quien sirve desde su llegada a Castilla.
—Este Garcilaso hermano de Pedro, ¿es el mismo que escribe poesía?
—Sí. ¿Conoces algo de lo que ha compuesto? —preguntó María.
—He leído alguna de sus églogas y creo que son muy buenas. Nunca dejará de sorprenderme que los miembros de una misma familia adopten opciones políticas totalmente opuestas —comentó Morayma pensativa—. Y sin embargo es un dato que se repite a lo largo de la historia.
—Es verdad —asintió María— y se ha dado también en la familia de mi marido: Gutierre, el hermano de Juan, siempre defendió a los realistas, y no digamos mis hermanos. Y todos se han preocupado de conseguir el perdón para sus allegados. También los míos, lo que sucede es que yo soy muy mala.
Morayma tuvo la sensación de que su amiga hablaba en broma, pero le siguió la corriente para decirle lo que de verdad pensaba sobre el indulto.
—María, ya sé lo que piensas, pero no estaría mal que volvieras a recapacitar sobre la conveniencia de hacerle llegar al Emperador tu arrepentimiento.
—¡Ni hablar! No me arrepiento en absoluto y, además, como te he dicho infinidad de veces, sería una traición a Juan y a todos los que entregaron su vida por la Comunidad. A su regreso a Castilla —siguió diciendo María—, don Carlos envió a la muerte a más de diez personas que estaban en la cárcel. Es posible que alguna de ellas estuviera bajo mi mando en Toledo, ¿crees que mi conciencia no se resentiría al renegar de las ideas por las que ellos entregaron la vida? ¿Quieres que me suceda como al conde de Salvatierra?
—No sé qué le ocurrió —dijo Morayma un tanto desilusionada.
—Pues que cansado de esperar audiencia con el rey de Portugal, Juan III, para exponerle su situación, se decidió a acudir personalmente ante el Emperador y así se presentó en Burgos, donde inmediatamente fue encadenado y encerrado en la prisión en espera de juicio. El conde de Salvatierra, don Pedro de Ayala, falleció a los pocos días y las autoridades exigieron que fuera enterrado con los grilletes en los pies. ¿Te gustaría darme sepultura a mí en esas condiciones? —preguntó María enfadada.
—Estás utilizando casos extremos —replicó Morayma.
—Sí, es posible. Pero quiero que sepas que no estoy intentando afear la conducta del Emperador al castigar con mano dura a los comuneros. Confieso que aplaudí su decisión de enviar al cadalso a Pedro Maldonado, que había consentido que su primo Francisco ocupara su lugar en Villalar. Sólo a los dioses les resulta fácil perdonar. Yo tampoco supe cómo hacerlo cuando estuvo en mi mano.
Morayma miraba a su amiga con pena y a punto estuvo de tratar de desviar el tema de la conversación, sin embargo, le dijo:
—María, ¿cómo que no sabes perdonar? Yo puedo enumerar unas cuantas veces en las que sí has olvidado el daño que te han hecho.
—Claro que he perdonado, pero han sido pequeñeces. Cuando hablamos de perder la vida, de quedarte sin nada, ahí es donde el perdón resulta impensable. ¿Tú crees que voy a poder perdonar algún día al Emperador? ¡Jamás! Él fue el responsable de todos mis males. Yo os agradezco todo lo que hacéis por mí, y por supuesto que me gustaría volver contigo a Granada, pero mi futuro está aquí, al lado del Duero, y creo que, como él, moriré en esta ciudad.
Las dos mujeres estaban sentadas en el lugar del mirador que habitualmente ocupaba María casi todas las tarde para contemplar plácidamente el discurrir del río. Nunca había nadie por los alrededores a excepción de Felipa, pero aquella tarde tampoco ella se encontraba allí. De repente se escuchó con fuerza el sonido de una campana cercana y Morayma se volvió sobresaltada.
—No te asustes —la tranquilizó María—, es la campana de la Estella Nova. Ni una sola tarde desde que vengo aquí, y ya son muchas, ha dejado de sonar, casi siempre a la misma hora. Como verás, mi querida Morayma, mi vida se reduce a muy pocas cosas a las que me he ido acostumbrando. Esa barcaza vieja y destartalada se ha convertido en una amiga y si algún día dejo de verla la echaré de menos. Aunque tal vez sea ella la que un día note mi ausencia, ¡quién sabe! —suspiró María—. La otra tarde fue su campana la que hizo que Felipa acudiera a mi lado para interesarse por mí. ¿No te parece una niña muy especial?
—Sí que lo es —estuvo de acuerdo Morayma—. Siente una enorme curiosidad por todo. Ayer me dijo que le gustaría aprender a tocar el laúd y me rogó que la enseñara, argumentando que así, cuando yo me vaya, ella podría interpretar música para ti.
—Felipa sabe cómo conquistar a la gente —apuntó María—, no tienes más que ver cómo la quieren Zahía y Juan de Sosa.
—Y nosotras —afirmó Morayma—. ¿O acaso crees que a nosotras no nos ha conquistado también?
—Sí, por supuesto, y estoy encantada de tenerla en casa, aunque a veces pienso que cualquier día puede cambiar de idea y marcharse.
—No lo creo, María. Felipa no se irá porque te quiere y te admira mucho, de eso estoy segura. Casi me atrevería a afirmar que lo que más desea es ocupar mi lugar en tu corazón cuando yo ya no esté.
—¿Qué motivos puede tener para admirarme? —preguntó incrédula María—. Creo que exageras, querida Morayma.
—Uno de los aspectos que más me gustan de la personalidad de Felipa —apuntó Morayma— es que nunca se ha interesado por conocer nuestra vida, comportándose de una forma impropia para una persona que, como ella, no ha recibido ningún tipo de formación. Pero ello no quiere decir que no desee saber todo de nosotras y estoy segura de que ya conoce muchos aspectos de nuestras vidas.
—¿Tú crees?
—Estoy segura —aseguró Morayma— y cualquier tarde te lo demuestro.
***
Nunca creí que hubiera personas tan buenas. Es normal que yo, Felipa Núnez, una miserable mendiga, me porte bien, porque me están ayudando y han cambiado mi vida con su afecto, pero, ¿por qué lo hacen? ¿Por qué se preocupan de mí? ¿Qué persiguen con ello? Yo sé muy bien lo que quiero, ¿y ellas? Puede que la señora Morayma me ayude con alguna intención, es decir, creo que ella espera algo de mí, pero doña María no. Doña María lo hace porque le he resultado simpática desde el primer día. Es muy generosa, casi no tiene nada y está dispuesta a compartirlo conmigo. Tiene que haber sido una mujer muy importante. ¿Será verdad como decían el otro día en la tienda que está condenada a muerte? No puedo creerlo y la verdad es que no me atrevo a preguntárselo a Zahía. Mejor será que me olvide de momento de estas especulaciones y me ponga a trabajar, la señora Morayma me dijo que me dejaría escrita una canción muy graciosa y fácil de comprender. Pero trabajaré en el salón, así ellas me verán nada más llegar. Además, si no me voy de mi habitación, corro el riesgo de quedarme dormida. Estoy tan cansada que de buena gana me tumbaría un rato en el jergón, pero no puede ser. Si alguien me hubiera dicho hace unos días que dispondría de un cuarto, aunque fuera tan pequeño como éste, para mí sola, no me lo hubiera creído y sin embargo lo tengo. Me parece que soy una persona distinta, no acabo de acostumbrarme a este tipo de ropa… Si me vieran mis conocidos creerían que es una aparición… Qué pena que Zahía no haya encendido los mibjarat, huelen tan bien. Me gusta más llamarlos así que pebeteros. Cuántas cosas estoy aprendiendo. Las horas que paso en esta casa me compensan de lo que sufro el resto del día en la calle. Vamos a ver, d con i, suena di, C con e y n, se lee quen; entonces será diquen. No, algo está mal, tiene que ser dicen. Ahora sí, la q con la u y la e, significa que. La m y la e, me, Dices que me… C, a, s, e: case. Sí, ya está: dices que me case…
Antes de llegar al salón, Morayma y María escucharon la voz de Felipa que titubeante repetía:
Diiicen que me canse yio:
no quiiiero maarido, no.
Maas quiero viiivir seeegura…
—Muy bien dijo Morayma desde la puerta, añadiendo:
Nesta sierra a mi soltura,
que no estar en ventura
si casaré bien o no.
Dicen que me case yo:
no quiero marido, no.
Madre, no seré casada
por no ver vida cansada,
o quizá mal empleada
la gracia que Dios me dio.
Dicen que me case yo:
no quiero marido, no.
No será ni es nacido
tal para ser mi marido:
y pues que tengo sabido
que la flor yo me la só.
Dicen que me case yo:
no quiero marido, no.
—¡Se la sabe de memoria! —exclamó Felipa asombrada.
—¿Te gusta? —le preguntó María.
—Mucho, ¿y a usted?
—Es divertida.
—Perdonen, ¿ustedes tienen marido? —preguntó Felipa tímidamente.
—Morayma, no —contestó María—, y mi marido ha muerto.
—Lo siento —musitó Felipa mirándola con pena.
—¿Te ha resultado muy difícil leerla? —le preguntó Morayma.
—Sí, me ha costado un poco, sobre todo algunas letras, pero he entendido todas las palabras.
—Morayma —intervino María—, estoy pensando que esta tarde podías liberar a Felipa de sus obligaciones para que me acompañe un rato mientras tú te arreglas para la cena.
—De acuerdo. Pasaré a veros antes de irme —contestó Morayma mientras se alejaba.
—Vamos, Felipa, acompáñame a mi habitación —le pidió María—, te voy a hablar del maravilloso lugar donde nací y también de mi niño, de mi hijo Pedro, que ahora, si viviera, tendría uno o dos años más que tú.
***
Creo que he acertado al elegir esta túnica verde agua porque es el color que más me favorece y además contrasta maravillosamente con el verde oscuro de la milafa que llevaré. No soy muy partidaria de los mantos, pero esta noche quiero ir vestida con mis mejores galas. Me he recogido el cabello para poder adaptar perfectamente el collar de esmeraldas en el contorno de mi cabeza. De esta forma, al ajustar la milafa sobre la frente, dejaré ver tres hermosas esmeraldas que parecerán incrustadas en mi piel. Si no fuera por el colorido de nuestra ropa y los adornos que nos permitimos, las mujeres árabes podríamos semejarnos a las monjas, porque lo cierto es que nuestras milafas recuerdan los mantos y las tocas de las religiosas.
Desconozco cuántas personas asistirán a la cena ni si ésta se celebrará en la casa del gobernador, aunque me imagino que sí; de todas formas, no necesito conocer el lugar, ya que vendrán a recogerme. Quiero causar buena impresión, de ahí que me esmere en mi arreglo personal, porque es importantísimo, sobre todo en determinados ambientes. Me produce tristeza pero es la realidad, normalmente se valora a las personas por su aspecto externo. Por ejemplo, puede que a la reunión del gobernador asistan personas que no sientan ninguna simpatía por las moras como yo, pero se cuidarán mucho de manifestarlo al ver que no soy una miserable y que poseo joyas que a ellos les gustaría tener. Es duro comprobar que lo más importante para la mayoría de personas en nuestro mundo sea el dinero. Me pondré un poco más de color en las mejillas. Esta noche, según María —y seguro que tiene razón—, voy a ser utilizada por el gobernador como elemento decorativo de su fiesta y no voy a defraudarle. Asumo encantada mi papel y espero conseguir lo que me propongo. Sólo unas gotitas de perfume y ya estoy preparada. Pasaré a despedirme de María. Cuánto me he alegrado hace unos minutos al ver que le pedía a Felipa que la acompañara. Estoy segura de que la presencia en casa de esa chiquilla contribuirá a que María pueda desahogarse, suavizando así su pena.
***
No me había fijado demasiado, pero estaba casi segura de que no nos dirigíamos al domicilio del gobernador, tenía la sensación de que bajábamos hacia la Ribeira. Cuando el coche se detuvo y miré el edificio ante el que nos habíamos parado, no pude evitar un sobresalto: era la casa-torre medieval que me había llamado la atención en mi paseo con María. Supe entonces que nos encontrábamos en la calle Reboleira.
Un criado uniformado abrió la puerta e inmediatamente escuché la voz del gobernador que me daba la bienvenida:
—No sabe cuánto le agradezco que haya venido. Le presento a doña Morayma Haddad —le dijo al hombre joven que le acompañaba— y este caballero —me dijo a mí— es Norberto Perestrello, el propietario de esta preciosa casa, nuestro anfitrión en la cena que ha querido organizar en mi honor y en la que yo tengo el placer de tenerla como invitada.
—Muchas gracias —le respondí, con una leve inclinación de cabeza, y añadí—: Yo creía que era usted quien organizaba la cena y me sentía muy honrada de su invitación, pero ahora, sabiendo que es en honor suyo, me complace doblemente, porque ha querido hacerme partícipe de su alegría.
—Jamás le hubiera perdonado al gobernador que no la invitara. Es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida —me dijo el dueño de la casa—. Venga, le presentaré a mi madre. Ella no nos acompañará, su estado de salud no se lo permite, pero cuando le dije que tendríamos una invitada nacida en Granada, me rogó que la secuestrara unos minutos y la llevara a su presencia. Mi madre —aclaró el joven— estuvo en Granada hace años.
—Norberto, podéis ir ahora —sugirió el gobernador—, yo esperaré al embajador español, que está a punto de llegar. Es el único que falta, bueno, los condes de San Jacinto me han dicho que se retrasarán un poquito pues esta misma tarde han regresado de la corte.
Yo observaba entusiasmada el amplio zócalo de preciosos azulejos que cubría buena parte de la pared de la entrada, a la que se abrían distintas dependencias. Por el rumor de voces que se escuchaba en una de ellas, deduje que allí se encontraban los invitados. Norberto me guió hacia la escalera, situada al fondo de la sala. Era una escalinata de madera muy hermosa y con una línea de azulejos, iguales a los del salón, que remataban su contorno. Me gustaba mucho aquella casa, pero según iba ascendiendo por la escalera empecé a notar una especie de desasosiego extraño que me hizo mantenerme en guardia. No era la primera vez que me pasaba, mi extrema sensibilidad captaba a veces vibraciones imperceptibles para los demás. Al llegar al rellano del primer piso, Perestrello me dijo:
—Es aquí. Hace tiempo que mi madre y yo decidimos ocupar el primer piso porque siempre es mucho más cómodo.
Curiosamente, al abandonar la escalera, percibí como mi malestar se atenuaba. Al llegar a la tercera puerta mi acompañante la entreabrió y suavemente dijo:
—Madre, soy yo, Norberto, te traigo a nuestra invitada granadina.
—Pasad, pasad…
La habitación se encontraba casi a oscuras. Sólo dos grandes candelabros iluminaban la zona en la que se encontraba la madre de Perestrello. Era una mujer mayor, de unos sesenta años, muy delgada, con el cabello completamente blanco y recogido en un moño bajo, vestía de negro y su aspecto denotaba una gran severidad.
—Acercaos un poco más para que pueda veros bien —pidió la señora de forma enérgica.
Me fijé en la dureza de sus ojos azules. Nunca había visto unos ojos más fríos que los de aquella señora. Cuando se clavaron en mí, me hicieron temblar.
—¡Pero cómo te atreves a meter en mi habitación a una infiel! ¿Te has vuelto loco? ¿Vas a sentar a tu mesa a una mora? Échala inmediatamente de casa. ¡Fuera, fuera, fuera de mi vista!
—Pero, madre, déjeme que le explique —suplicó Norberto.
—No tienes que darme ninguna explicación. Siempre has sido un estúpido, Norberto. Un estúpido y lo seguirás siendo. Qué pena de hijos.
Norberto temblaba tanto que intentaba sujetarse los brazos para darse valor. Estaba avergonzado y antes de que reaccionara, le dije con la mayor tranquilidad:
—Por favor, no se disguste. A mí me ha dejado totalmente indiferente la reacción de su madre, lo siento por usted. Porque me imagino cómo tiene que ser su vida al lado de ella. Pero no se preocupe. No le diré nada de lo que ha sucedido a nadie. Borraremos estos últimos minutos de nuestra memoria.
—¿De verdad lo hará? —me preguntó agradecido el joven.
—Puede estar totalmente seguro —afirmé sonriendo, pero al volver a encontrarme en la escalera empecé a sentirme inquieta otra vez y pregunté—: ¿El piso de arriba también lo tienen ocupado?
—No, ahora no vive nadie, está vacío.
No me pasó desapercibida la expresión de tristeza que por unos segundos se adueñó del rostro de Norberto y de repente recordé que yo, desde el exterior, había tenido la sensación de que alguien me observaba oculto en el balcón de la torre. Por eso le pregunté:
—El balcón de la torre, ¿se encuentra en este piso o en el siguiente?
—En el de arriba.
—¿Sería una impertinencia por mi parte si le pidiera que subiéramos? —le pregunté, y añadí—: Verá, es que esta casa me ha llamado mucho la atención. Me parece una de las más bonitas de Oporto y siempre que he pasado a su lado he pensado lo maravilloso que sería asomarse al balcón de la torre.
—Pues ahora mismo lo comprobará —me dijo—, lo que sucede es que no disfrutará de la vista porque es de noche, pero tiene que prometerme que otro día vendrá a verme.
—¿No se arriesga usted demasiado?
—Mi madre está inválida y sólo se entera de lo que yo quiero. Los criados me son fieles y no le cuentan nada de lo que sucede fuera de su habitación sin mi permiso.
Accedí gustosa a visitar el segundo piso, aunque a cada peldaño que subía percibía que mi angustia era cada vez mayor. A punto estuve de decirle que mejor lo dejábamos para otro día, pero me sobrepuse y a duras penas conseguí disimular. Cuando entramos en la habitación en la que se abría el balcón, yo estaba segura de que la angustia que me dominaba la había sentido alguien en aquel lugar y eso era lo que yo estaba percibiendo. No tenía duda, el sufrimiento seguía aún vivo. No quise preguntar nada, ya tendría oportunidad de enterarme.
—¿Me promete que a pesar de lo desagradable que ha estado mi madre volverá otro día para contemplar la vista maravillosa que se divisa desde la torre? —me preguntó Norberto ilusionado.
—Claro, puede estar seguro.
***
La cena fue estupenda. Además de los anfitriones, el gobernador y Perestrello, estaban los condes de San Nicolás, que eran amables y muy simpáticos, lo mismo que el matrimonio Moniz, ricos comerciantes de Lisboa que aquellos días visitaban Oporto; no así el embajador español, que se mostró en todo momento como si estuviera cumpliendo una misión diplomática; todo lo contrario que el otro invitado, un pintor portugués con quien yo me sentí más identificada. Fueron muchas las cuestiones de las que hablamos, pero yo estaba segura de que el gobernador había puesto en antecedentes al embajador sobre cuáles eran mis intereses y lógicamente en la conversación acabaría surgiendo el tema de los comuneros. Y así fue. Entonces yo, sin dudarlo, hablé de mi amistad con María Pacheco y aludí a las condiciones tan precarias en las que estaba viviendo. El embajador dijo, con el mayor aplomo:
—Siento ofenderla, doña Morayma, pero si de mí dependiera entregaría a doña María Pacheco a la acción de la justicia. De hecho, hace una semana he vuelto a insistir para conseguir su extradición.
—Pues yo aplaudo la postura de nuestro Rey —señaló el gobernador—. Portugal no debe expulsar a los exiliados comuneros.
—Don Juan III —apuntó el conde de San Jacinto— siempre se ha caracterizado por intentar mantener una política de neutralidad que a mí me parece encomiable. Y a pesar de los lazos que familiarmente ligan a nuestro monarca con el Emperador —siguió diciendo el conde—, ha conseguido no implicarse abiertamente en los distintos conflictos bélicos que la rivalidad existente entre Carlos V y Francisco I de Francia ha propiciado.
—Pero llegará un momento en que no le quedará más remedio —señaló nuestro anfitrión, Perestrello.
—Es posible —repuso el conde—, pero hasta que ese momento llegue emplearemos nuestras fuerzas en otros menesteres mucho más rentables para nosotros.
—Pues siguiendo con los comuneros —intervino el embajador español—, ellos no fueron neutrales en el tema de Navarra y tomaron partido a favor de Francia. Todos ustedes saben que Navarra fue incorporada a la Corona de Castilla por Fernando el Católico en 1515. Y que aunque se conservaron sus fueros, se decidió que la línea sucesoria de los reyes de Navarra sería la misma que la de los de Castilla. Catalina de Foix y Juan de Albret, los monarcas navarros destronados, no aceptaron nunca la pérdida de Navarra. Y ése fue el pretexto que utilizó Francisco I para intentar apoderarse de Navarra.
Yo conocía muy bien la historia de Navarra porque me había preocupado, por razones obvias, de conocer el reinado de los Reyes Católicos, conquistadores de mi tierra, que lógicamente no podían soportar que Navarra no estuviera anexionada al resto del reino que ellos habían creado. Verdaderamente no se detenían ante nada. Cada uno de los dos, en su estilo, era único. No consiguieron incorporar Navarra por medios pacíficos como habían planeado a través del matrimonio de su heredero, el príncipe Juan, con la reina de Navarra, Catalina de Foix, porque les ganó la partida el rey francés al conseguir que fuera su candidato, Juan de Albret, el marido de Catalina. El momento oportuno llegaría en 1512. El rey Fernando, muerta Isabel, había contraído nuevas nupcias con Germana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia, cuando éste firmó el Tratado de Blois con los reyes de Navarra. Fernando consideró esta alianza como una declaración de guerra y ordenó la invasión de Navarra. Para fortalecer sus derechos reclamó al papa Julio II la excomunión para los monarcas destronados por haberse aliado con el rey de Francia, enemigo del Papa. Poco después, Fernando era reconocido oficialmente como rey de Navarra. Como he comentado, conocía bien esta historia, pero ignoraba de que los comuneros hubieran apoyado la invasión de Navarra.
—Según usted —dije dirigiéndome al embajador—, los comuneros han apoyado a los franceses en su invasión a Navarra. ¿Cómo es posible que esto haya sido así si cuando se produjo la ocupación de Navarra, en mayo de 1521, hacía poco más de quince días que habían sido decapitados en Villalar los tres capitanes comuneros? ¿De qué forma considera usted que les ayudaron?
—No se ha podido probar que la Junta mantuviera contactos de forma oficial con los franceses —manifestó el embajador—, aunque en repetidas ocasiones se ha aludido a la presencia de agentes franceses en Valladolid y de las propuestas que habían hecho a los responsables de la Comunidad. De todas formas, estoy seguro de que los comuneros se alegraban de la invasión.
—Perdóneme, embajador, pero creo que no es justo en su valoración —afirmó el pintor—. Lo que resulta evidente es que los franceses aprovecharon el mejor momento para invadir Navarra. Un momento de debilidad en el que los virreyes se encontraban ocupados en sofocar la rebelión comunera. Pero de ahí a afirmar que los comuneros se alegraron existe una gran diferencia. Sí puede que los franceses estuvieran agradecidos al movimiento comunero, ya que gracias a su protesta les habían facilitado el camino a la invasión. Según esto, señor embajador, no sé por qué no pensar en que en el origen de las Comunidades subyacía el interés de los franceses que auspiciaban la rebelión con el claro objetivo de apoderarse de Navarra —concluyó el pintor.
—Si no estoy mal informado —intervino el conde de San Jacinto—, en las fuerzas que lucharon contra los franceses figuraban algunos comuneros conocidos y seguro que muchos desconocidos.
—No exageren ustedes y no se tomen a broma lo que les digo. Esos comuneros a los que usted alude, señor conde, lo que buscaban era el perdón del Emperador, que, por cierto, siempre tuvo muy claro el entendimiento de los rebeldes con los franceses. Y la prueba la tenemos en su amiga, doña María Pacheco —afirmó el embajador mirándome—, ella fue acusada en su sentencia a muerte de haber tenido trato con los franceses y de favorecer la invasión de Navarra.
—Yo creo —apuntó el gobernador— que eso no está tan claro.
—Claro que sí —afirmó el embajador—. Dos testigos declararon hacer de correos entre doña María Pacheco y los franceses.
—Sí, es verdad, pero, ¿qué pruebas aportaron de ello? ¿Mostraron alguna de las cartas? —preguntó el gobernador—. Además, yo siempre sospecharía de la palabra de personas que tuvieran la esperanza de librarse de la muerte con unas declaraciones que podrían ser falsas, pero que las autoridades, querido embajador, estaban deseando oír.
—Yo no soy un entendido en la sublevación de los comuneros —volvió a intervenir el pintor—, y es verdad que siempre se ha dicho que éstos recibían apoyo de los franceses. Extremo que creo que nunca se pudo demostrar, simplemente porque era falso. Y lo que me sorprende es que esas declaraciones sobre doña María se hagan cuando los franceses ya han conquistado y perdido Navarra y los comuneros están a punto de desaparecer. ¿No les resulta extraño que toda esta información se produzca cuando prácticamente se han terminado los dos conflictos?
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el conde de San Jacinto.
—Pues que no parece muy normal que doña María envíe cartas al señor de Esparre, conquistador de Navarra, que fue derrotado a las tres semanas, el 30 de junio en Noaín, interesándose por su salud y alegrándose de su puesta en libertad. Me cuesta creerlo y mucho más cuando no existe ninguna constancia de ello, sólo la declaración de unos individuos. Pienso que acusaciones de ese tipo deben probarse o ser rechazadas.
Yo estaba totalmente de acuerdo con la postura del pintor y esperaba con cierta inquietud que alguien me preguntara sobre la postura de María Pacheco ante las acusaciones formuladas contra ella por su connivencia con los franceses. Lo temía porque nunca había hablado con mi amiga de ese tema concreto, y no quería que pensaran que rehuía pronunciarme. No había pasado ni un segundo cuando el gobernador, posiblemente con la mejor de las intenciones, se dirigió a mí:
—Querida señora, seguro que usted nos puede aportar luz en esta discusión contándonos qué opina doña María de su supuesta relación con los franceses. ¿Cuál es la versión de su amiga?
—Pues la verdad, y aunque les cueste creerlo, nunca he hablado con ella de este tema. Pero, conociéndola como la conozco, les puedo asegurar que nunca la traición figuraría entre sus armas.
—¡Bien dicho! —manifestó el pintor, que se había puesto de pie y de una forma un tanto teatral nos iba mirando a los ojos, mientras reflexionaba en voz alta—: No voy a enumerar uno por uno a los personajes comuneros cuyos nombres todos conocemos porque la lista sería muy larga, pero qué curioso que a ninguno de ellos se le haya acusado de tener trato con los franceses. ¡A ninguno! Sólo doña María Pacheco tuvo la feliz idea de manifestar por escrito las pruebas de su conspiración con los invasores de Navarra. ¿Qué importa que las cartas hayan sido quemadas? ¿No se han parado a pensar por qué los correos que las destruyeron para evitar pruebas que les pudiesen incriminar hablan de ellas al ser detenidos cuando todos desconocían la existencia de las mismas? ¿Fue la suya una declaración espontánea o les presionaron físicamente? De todas formas, no es difícil ni está mal visto culpar a una mujer. Una mujer que osó comportarse con más valor y dignidad que muchos hombres.
Se produjo un murmullo antes de que nadie replicara. Yo le miré sonriente dándole las gracias con un gesto casi imperceptible. No le conocía y dudé si su comportamiento era sincero o una simple postura provocadora.
—Ya está bien de demagogias —dijo enfadado el embajador—. Doña Morayma, supongo que sí estará enterada del trato de favor que su amiga recibe de los franceses aquí en Portugal, que sin duda constituye una prueba más de su antigua relación.
—No sé de qué me habla —contesté con la mayor tranquilidad de la que era capaz—. Lo que sí conozco es el apoyo incondicional que desde su llegada a Portugal le ha brindado el arzobispo de Braga, don Diego de Sousa, y me atrevo a asegurarle que doña María Pacheco no mantuvo con él ninguna relación como dirigente de la Comunidad, ni juntos participaron en ninguna conjura contra el Emperador.
—Perdón —era el conde de San Jacinto el que hacía uso de la palabra—, en honor a la verdad debo decirle, señor embajador, que su colega francés ha ayudado y protegido mucho más a otros personajes del movimiento comunero, exiliados también aquí en Portugal, que a doña María Pacheco.
—Señor conde —dijo el gobernador—, usted, que es persona cercana a nuestro monarca don Juan III, ¿qué consejo me daría si yo intentara acceder a él para que me ayudara a conseguir el perdón, por ejemplo, de doña María Pacheco?
—La verdad es que no sabría muy bien qué contestarle. En un sentido le diría que lo hiciera, cuando se quiere algo deben agotarse todas las posibilidades de las que disponemos para conseguirlo. En cuanto a la reacción del Rey, tendría que convencerle de que esa persona merece el perdón y tal vez así se avendría a utilizar su influencia con el Emperador. Lo que sí puedo asegurarle es que aunque no hiciera nada, por no estar de acuerdo con su demanda, jamás le daría una mala respuesta ni afearía su conducta. Y de convertirse en real este hipotético caso que usted me ha planteado, gobernador, don Juan III creo que trataría de disuadirle sobre la inutilidad de la gestión porque tendría muy en cuenta la postura de su cuñado, el Emperador, en este asunto. Esta misma mañana me he enterado de que fray García de Loaisa ha sido destinado a Roma por orden expresa de Carlos V. Parece ser que uno de los motivos, si no el único, es lo insistente que había sido el dominico pidiéndole clemencia para doña María Pacheco.
Pensé que aquél sería un duro golpe para María y me propuse no decirle nada, aunque no faltaría quien se lo contara. Desgraciadamente las malas noticias se conocen enseguida. No dije nada, pero tal vez mi cara reflejó cierto desánimo, porque el conde, mirándome con cierta ternura, me comentó:
—Yo me imagino, doña Morayma, que daría cualquier cosa por poder ayudar a su amiga para que un día pueda retornar a su tierra, ¿me equivoco?
—No, en absoluto. Sería la persona más feliz del mundo si pudiera regresar con ella a Granada. Daría todo cuanto tengo por conseguirlo.
—Me han dicho —intervino el pintor— que en Castilla muchos comuneros han obtenido el perdón aportando a las autoridades cierta cantidad de dinero. ¿No ha pensado usted en esa posibilidad?
El embajador no me dejó contestar, anticipándose de forma enérgica, yo diría que estaba muy enfadado.
—Quiero pensar, señor —dijo mirando al pintor—, que no existe maldad en lo que acaba de decir porque sería imperdonable. Claro que en Castilla existen las llamadas multas de composición, que se crearon para rescatar las tierras confiscadas y nunca para amnistiar a los condenados.
—Pero no me puede negar —insistió el pintor— que hubo comuneros condenados que consiguieron redimir su pena pagando una multa.
—Es posible que se hayan dado algunos casos, pero serían personas con condenas muy pequeñas, nada comparable al caso de la viuda de Padilla.
Me sorprendió que una persona, en teoría dedicada al arte, tuviera tan amplios conocimientos de todo lo concerniente a los comuneros y llegué a la conclusión de que el gobernador le había invitado a la cena precisamente para que le diera la réplica al embajador. Norberto Perestrello, como buen anfitrión, se consideró obligado a reconducir la conversación para evitar mayores enfrentamientos:
—Doña Morayma, ¿por qué no nos habla de la belleza de su tierra?
—Tú eres muy joven, Norberto —comentó el gobernador—, y no te acuerdas de él, pero uno de mis mejores amigos, Andrés Pinheiro, visitó Granada y tanto le entusiasmó que decidió quedarse allí para siempre. Él me ha enviado sus saludos por doña Morayma.
—¿Usted no conoce Granada? —preguntó la condesa de San Jacinto.
—Cualquier día decido visitar a mi amigo, pero si le digo la verdad, me da un poco de miedo, no vaya a pasarme lo que a él —dijo bromeando el gobernador.
Durante el resto de la velada no se mencionó de nuevo el tema de los comuneros, con lo cual no volvieron a producirse enfrentamientos entre el embajador y el pintor. Al despedirnos, el conde de San Jacinto me prometió pensar en lo que habíamos hablado y estudiar la posibilidad de ver cómo podíamos acceder al Rey. De regreso a casa, dos pensamientos no se alejaban de mi mente. Deseaba conocer por la propia María su postura en el tema de los franceses y descubrir quién había sufrido tanto en la casa de la calle Reboleira. Debía enterarme, no por curiosidad, sino porque cuando un sentimiento permanece y se percibe de la forma en que se me había manifestado a mí es que quiere expresar algo. En este tema no podría hacer nada hasta que volviera a visitar a Perestrello, pero en cuanto llegara a mi habitación me pondría a leer el diario de María.
***
Toledo lloró durante varios días la muerte de mi marido, uno de sus hijos más preclaros. Era un sentimiento de amor y agradecimiento porque los toledanos conocían muy bien la sinceridad de los planteamientos de Juan de Padilla y la firmeza de su compromiso con la Comunidad. Yo no terminaba de creerme lo que había sucedido. Cuando me quedaba a solas era incapaz de asimilar la realidad de que Juan no regresaría nunca, de que todos nuestros sueños y proyectos habían desaparecido en Villalar. Mi suegro, desolado ante la pérdida de su primogénito —hoy conozco por propia experiencia el terrible dolor que supone la muerte de un hijo—, antes de recluirse en el monasterio de la Sisla, donde falleció al poco tiempo, me pidió que utilizara toda mi fuerza para conseguir una salida honrosa para la situación en que nos encontrábamos. «Tu familia —me dijo— puede ayudarte». Yo le prometí que cumpliría sus deseos. Y así lo creía, entre otras razones, porque el desánimo era general; varias ciudades se habían entregado a los virreyes y Acuña cada día perdía prestigio ante los toledanos. En un discurso pronunciado el 1 de mayo, el obispo afirmaba que a él le correspondía vengar la muerte de Juan de Padilla, porque sólo él era la persona capacitada para sustituirle. Yo no salía de casa y por tanto no había escuchado al obispo, pero cuando me lo contaron, confieso que no me gustó. ¿Por qué Acuña iba a vengar a mi marido y yo no? ¿Quién era él para sustituirle estando yo dispuesta a ello? Por eso, cuando me visitaron algunos dirigentes de la Comunidad que no estaban dispuestos a secundar al obispo Acuña, me uní a ellos. El desconcierto en las filas comuneras era patente y se manifestaba en la falta de unidad a la hora de tomar decisiones. Mientras que unos dirigentes pedían la mediación de la duquesa de Maqueda, doña Teresa Enríquez, otros preferíamos como intermediario al marqués de Villena, y no faltaban los que no aceptaban ninguna negociación si en ella no intervenían los Silva. Ante esta falta de acuerdo, los realistas no adoptaron una postura firme, ellos tampoco se caracterizaban por una buena sintonía entre sus integrantes, y así fueron pasando los primeros días de mayo sin novedades aparentes. Nosotros sabíamos que el ejército realista caminaba hacia Toledo y que antes de que cruzara el Tajo deberíamos haber pactado nuestra rendición. Pero el día 10 de mayo se produjo un suceso que iba a influir definitivamente en las distintas posturas que adoptaríamos a partir de entonces. Un potente y disciplinado ejército francés al mando de André de Foix, señor de Esparre, había iniciado la conquista de Navarra. A nosotros aquella invasión nos favorecía en todos los sentidos. El problema se le presentaba a los virreyes, que debían decidir si acudir inmediatamente al frente de las fuerzas realistas a Navarra para intentar detener la invasión o solucionar antes el problema de Toledo, con la finalidad de que muchos de los comuneros, que no fueran a ser encausados, pudieran participar también en la lucha contra los franceses. Y aquí también se produjo la diversidad de pareceres. Al final se impusieron los partidarios de que el prior de San Juan, don Antonio de Zúñiga, siguiera negociando con los comuneros toledanos y controlando con su ejército cualquier problema que se presentase.
La situación había cambiado y nosotros nos sentíamos mucho más fuertes ahora con el ejército real ocupado en otros menesteres. Se iniciaron las negociaciones; los realistas querían confiscar los bienes de veinte personas y exiliar a unas cincuenta. Nosotros, además de exigir amnistía total —yo jamás accedería a entregar a nadie, como se me sugirió, a cambio del perdón de unos cuantos—, pedíamos conservar las instituciones creadas en el periodo revolucionario. En concreto deseábamos que siguiera existiendo el grupo formado por los representantes de los barrios o parroquias que exigíamos que fueran renovados todos los años y no volver al sistema de las alcabalas. No estábamos dispuestos a ceder y menos en aquellos momentos en que todo parecía jugar a nuestro favor, pues los franceses se habían apoderado de Navarra sin ningún problema. Tanto mi tío, el marqués de Villena, como los otros intermediarios se desesperaban ante la falta de concreción por parte de los virreyes en la aceptación de nuestras condiciones o en el cambio de sus exigencias, propias de toda negociación. Al final, el marqués de Villena abandonaría las conversaciones, harto de perder el tiempo, y los virreyes ordenarían entonces a los mediadores suspender los contactos. Era evidente que nunca llegaríamos a un acuerdo. Yo personalmente no estaba dispuesta a renunciar a los logros que habíamos conseguido durante el breve mandato de la Comunidad. Juan había entregado su vida por unos ideales a los que yo no iba a renunciar nunca. Una frase de la carta que mi marido había escrito a Toledo, poco antes de su muerte, no dejaba de repetirse en mi mente:
«Sólo voy con un consuelo muy alegre, que yo, el menor de los tuyos, muero por ti, e que tú has criado a tus pechos a quien podría tomar enmienda de mi agravio».
No pude evitar las lágrimas. Yo pensaba lo mismo que él, compartíamos un proyecto común que se convirtió en el motor de nuestras vidas. No debía seguir con aquel simulacro de negociación que no conducía a nada, y fue entonces cuando decidí tomar el control de la situación. No todo estaba perdido, la presencia de los franceses en Navarra debilitaba a nuestros enemigos, debíamos aprovechar la ocasión y luchar hasta el final.
Serían las doce de la mañana del 15 de junio cuando llamé a Zahía para que me ayudara a vestirme. Me puse el vestido rojo de terciopelo que tantos recuerdos encerraba para mí y le rogué a mi leal ama que se fuera a casa de mi cuñado Pedro con el niño y que se quedara con él allí hasta que yo regresara.
Después pedí a mis fieles seguidores que se trasladaran conmigo al Alcázar y al grito de «¡Padilla! ¡Padilla!» ordené desfilar por las calles de la ciudad a los seguidores de la Comunidad. Me convertí en la máxima autoridad de los comuneros de Toledo. Mi ánimo era de victoria. No sabíamos cuánto duraría el problema con los franceses ni las pretensiones de éstos, que, según las últimas noticias, estaban a las puertas de Logroño.
¿Me alegraba de la conquista francesa de Navarra? ¿Y de sus posibles incursiones en Castilla? Sin duda nos beneficiaba. Pero, pese a lo que después se dijo, yo no hice nada para ayudarles, yo no favorecí su entrada en Navarra. ¿Con qué medios contaba para ello? Que nuestras protestas favorecieron a los franceses es evidente, igual que su presencia en Navarra nos ayudó a nosotros, pero afirmar que estábamos de acuerdo no responde a la realidad. Todo eso formaba parte de una campaña muy bien orquestada para desacreditarme. Tenían que conseguir argumentos para que nadie dudara de que mi comportamiento era merecedor de la pena de muerte. Las pruebas contra mí fueron las declaraciones de dos testigos, uno de ellos, llamado Juan de Córdoba, aseguraba ser natural de Burgos y haber luchado contra los franceses en la batalla de Noaín, donde por cierto los castellanos derrotaron a los invasores. Pues bien, este testigo dice que después de esa batalla vino a Toledo a ponerse a mi servicio y, por lo que afirma, inmediatamente se convirtió en mi hombre de confianza porque decidí enviarlo con cartas a los franceses, pero ¿puede creerse alguien tamaña patraña? A nadie se le ocurre preguntar por qué una persona que luchaba contra los franceses, al lado de las fuerzas realistas, después de una victoria que tendría que hacerle sentirse orgulloso, decidió pasarse al reducido grupo de comuneros que con grandes dificultades resistíamos en Toledo. ¿Qué pasó por la mente de este individuo para que después de dos años de existir la Comunidad de repente descubriera que debía luchar a nuestro lado? La batalla de Noaín tuvo lugar el 30 de junio. La detención de este testigo se produjo cuando regresó de Bayona a finales de octubre. En esos escasos cuatro meses le había dado tiempo a venir a Toledo, a ganarse mi confianza, a viajar a Francia con mi correspondencia y a regresar con la respuesta de los franceses. ¿De verdad puede alguien creer esta historia? ¿Cómo iba yo a utilizar de correo a alguien que acababa de conocer?
Creo que otra de las pruebas utilizadas para demostrar mi connivencia con los franceses es que un criado de casa fue localizado cerca de Fuenterrabía, que había sido tomada por los franceses. No consiguieron que me acusara de nada, pero sólo su presencia era suficiente para concluir que si se encontraba allí, era obedeciendo mis órdenes.
Parece ser que también uno de los regidores de Toledo, Francisco Marañón, con el que jamás mantuve ningún tipo de confidencias, aseguró que yo le había comentado mi temor a que mis cartas a los franceses hubieran sido interceptadas. Su declaración fue realizada en 1522, muchos meses después de mi huida a Portugal.
Si mi relación con los franceses era tan evidente, no deja de resultar curioso que nadie se haya preguntado por qué no huí a Francia en vez de a Portugal. Sí, ya sé que la proximidad es importante, pero pude haberlo intentado después.
Y lo sorprendente es que veces los hechos se interpretan de forma interesada. Por ejemplo, una de las pruebas esgrimidas para demostrar que el obispo Acuña mantenía contactos con los franceses fue su huida a Francia. Pero a mí, que había decidido exiliarme en Portugal, no se me tenía en cuenta. A las autoridades no les sorprendía que no buscara el apoyo de los que, según ellas, eran mis amigos.
Qué razón tenía Benadrete cuando me aseguraba que el obispo Acuña no era un valiente. Antonio Acuña, al poco de comprobar que no podía seguir engañando a la gente en Toledo y que el futuro tampoco aparecía muy claro, salió de la ciudad amparado en la oscuridad de la noche. Se fue sin decir nada y no volvimos a saber de él hasta veinte días después, cuando fue identificado y detenido en un pueblo de Navarra, camino de Francia. Más de cuatro años se pasó de una cárcel a otra mientras sus amigos y familiares trataban de dilatar el final de un juicio que parecía eterno. Su categoría de obispo de la Iglesia hacía que el Papa pidiera que se le escuchara. Acuña tuvo la oportunidad de defenderse y de contar con abogados. Pudo demostrar con valentía el porqué de su lucha, pero lo que hizo fue negar ante el obispo de Oviedo su participación en el movimiento comunero. Era un ser desprovisto de dignidad y bastante menos inteligente de lo que se creía. Probablemente se habría librado de la sentencia de muerte si no se hubiera dejado llevar de su instinto. En el año 1526 —ya llevaba yo cuatro en el exilio— Acuña se encontraba en la prisión de Simancas y decidió que lo mejor era intentar evadirse y no dudó en asesinar para conseguirlo.
Contaban que una tarde, en su celda, mientras charlaba con Mendo Noguerol, gobernador de Simancas, tomó cenizas ardientes del brasero y se las lanzó a los ojos, apuñalándolo después con un cuchillo que le había facilitado uno de los sirvientes. El obispo fue detenido antes de que pudiera escapar y condenado a muerte sin más dilaciones. Acuña sería ahorcado el 24 de marzo de 1526 en Simancas. Su comportamiento, llegada la hora final, dejó al descubierto la verdadera personalidad del obispo, que, como bien decía Benadrete, no era valiente, porque quien lo es camina hacia la muerte con dignidad, como lo habían hecho Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado.
El obispo Acuña, como he comentado en otro momento de estas memorias, fue un personaje nefasto para la Comunidad. Yo conocí su «atractivo» sibilino al que sucumbí, por ello, cuando comprobamos que se había ido de Toledo, respiré tranquila. Nadie podría interferir en mis decisiones. Yo era la heredera del legado de Juan de Padilla.
Instalada en el Alcázar, me ocupé de designar a las autoridades municipales, defendí la congregación de diputados nombrados por elección popular en cada parroquia, que era lo que querían echar abajo los realistas, y dispuse que no se pagasen alcabalas en Toledo. También ordené revisar determinados impuestos eclesiásticos.
No sabía cuánto podríamos resistir, pero aguantaríamos hasta agotar nuestras fuerzas. Mi postura era definitiva. Si la Comunidad se hundía, yo lo haría con ella.
Años más tarde supe que Luis, mi hermano mayor, marqués de Mondéjar, había escrito al cardenal Adriano intercediendo por mí y asegurándole que si respetaban la hacienda de mi marido, él se comprometía a que yo abandonara el Alcázar. De hecho, envió a una persona de su confianza para que me convenciera pero yo estaba muy segura de lo que quería. La verdad fue que no me disgustó que el mayor de mis hermanos se ocupara de mi situación, aunque nunca supe muy bien si lo hizo preocupado por lo que podría sucederme, o por las consecuencias que podría tener para él que yo me convirtiera en una proscrita.
Muchas tardes, en la soledad en que me veo sumida desde hace mucho tiempo —llevo en el exilio casi diez años—, intento analizar si verdaderamente fue una locura, un suicidio o una irresponsabilidad tomar el Alcázar y hacernos cargo del gobierno de la ciudad, como muchas veces me dijeron que lo fue mi hermana María y también mi cuñado Gutierre, o si por el contrario me comporté como Juan hubiera deseado que lo hiciera.
Es posible que algunas personas al enjuiciar mi postura asuman aquello que algún sector afirmaba de mí tratando de desacreditarme cuando decía que: «Una sola cosa les faltaba a los toledanos: juicio, pues una ciudad tan célebre se dejaba arrastrar de la furiosa locura de una mujer viuda cuyas virtudes no eran propias del sexo femenino: ambiciosa, vengativa, hechicera y loca».
Sí, tal vez fuera una loca, y sin duda lo sigo siendo, porque si volviera a encontrarme en la misma situación, haría exactamente lo mismo, aun sabiendo los momentos tan trágicos y terribles que hubimos de pasar.
Las primeras semanas discurrieron con cierta normalidad. Los esporádicos enfrentamientos con el ejército del prior de San Juan tenían como escenario las inmediaciones de Toledo o los pueblos cercanos cuando nuestra gente salía en busca de provisiones para abastecernos, porque pronto nos dimos cuenta de que en la ciudad no disponíamos de medios ni de reservas suficientes para poder alimentarnos durante el tiempo que se prolongase aquella situación y era necesario dinero para poder hacemos con víveres y también con armamento. El prior de San Juan no era ajeno a nuestras necesidades y desde el principio nunca dejó de merodear por los alrededores de Toledo con la esperanza de sorprender a los comuneros.
Pasado un tiempo, decidimos que una delegación de comuneros leales recorriera los conventos y las parroquias en busca de joyas, dinero, algo que pudiera ayudarnos a subsistir. En este sentido se ha exagerado mucho, pero sí es verdad que yo estaba dispuesta a apoderarme de candelabros y otros objetos de oro y plata de las iglesias, todo aquello a lo que pudiéramos sacarle provecho, pero nunca de vasos consagrados, como se ha llegado a decir.
Al mes de establecernos en el Alcázar, la marquesa de Maqueda volvió a intentar mediar invitándonos a continuar con las negociaciones. Aseguraba doña Teresa Enríquez que aún se podían conseguir acuerdos honrosos para la ciudad. Cuando los miembros de algunas de las parroquias me comunicaron su postura favorable a volver a hablar con el prior de San Juan, me opuse: ya estaba bien de engaños y dilaciones. Como la situación cada vez se complicaba un poco más, algunos de los dirigentes comuneros, pretextando no estar de acuerdo con mi excesivo rigor, se escindieron de nosotros. Ése fue el caso de Juan Gaitán, que, no contento con abandonarnos, convenció a unos cuantos para que se manifestasen por las calles de Toledo gritando contra mí e incluso se atrevieron a presentarse ante las mismas puertas del Alcázar. Reclamaban a gritos comida, pues decían pasar hambre y se lamentaban de que muchos comuneros hubieran muerto. No lo dudé ni un segundo y, desoyendo los consejos de quienes me pedían que no hiciera ningún caso a los manifestantes, salí a una de las almenas y desde allí les dije lo que pensaba: si ellos pasaban hambre, yo también, y si lamentaban la muerte de algún pariente o amigo, también yo lloraba la de mi esposo.
No sé cómo conseguí hacerme oír, pero mis palabras consiguieron el efecto deseado. Los manifestantes se disolvieron en silencio y se fueron avergonzados. Yo no pedía a nadie esfuerzos o compromisos que no estuviera dispuesta a asumir personalmente.
La verdad es que no me sorprende que María les convenciera. Sin duda poseía la fuerza de aquellos que creen firmemente en lo que hacen. También entiendo a los que para poder explicarse el comportamiento de María tuvieron que recurrir a su ambición desmedida o a una posible locura. No todos somos proclives a entender que, aunque nosotros mismos no seamos capaces de ello, pueden existir personas dispuestas a entregar su vida por aquello en lo que creen y que siempre merecen un respeto a pesar de que estemos en desacuerdo con lo que ellos defienden.
Ya en la cena en casa de Perestrello estaba segura del comportamiento de María en el tema de los franceses, pero necesitaba confirmarlo. Ahora, después de leer su diario, puedo defender con toda seguridad que lo que se dice en la sentencia de muerte de María Pacheco, de «aver traydo tratos con Francia e aber seydo causa de meter los franceses en el reyno de Navarra», ¡es falso!