VIII

Zahía estaba de buen humor y muy contenta. María parecía muy recuperada. Aquella tarde había dormido casi dos horas y ofrecía un aspecto estupendo. Estaba segura de que el milagro se debía a la visita de Morayma, pero también había observado que la presencia de aquella mendiga la estimulaba. Zahía estaba dispuesta a aceptar a Felipa si con ello su dueña se sentía mejor. De todas formas, le sorprendía la insistencia de la muchacha en visitarlas. Llevaba más de media hora en el salón con María. ¿De qué podrían estar hablando? La muchacha se había presentado en la casa diciendo estar muy preocupada:

—Buenas tardes, ¿se encuentra bien doña María? Como no la he visto esta tarde cerca del Duero pensé que pudiera estar enferma.

A punto había estado de decirle que quién era ella para preocuparse por su señora, pero se contuvo y le contestó amablemente:

—No, no está enferma, puedes estar tranquila.

—¿Podría verla?

Zahía miró a la niña fijamente. ¡Qué cara tan sucia! Tenía los ojos del color de la miel y parecía que la piel estuviera serpenteada de algunas pecas, aunque con la mugre que la cubría era imposible asegurarlo. El cabello lo llevaba oculto con una pañoleta. Verdaderamente, pensó Zahía, presenta un aspecto grotesco, ¡qué pena!

Felipa se sentía observada por aquella mora que no terminaba de gustarle. La miraba como si nunca la hubiera visto. De repente le dijo:

—¿Cuánto tiempo hace que no te lavas la cara?

—Pues si le digo la verdad, no lo sé. Puede que dos semanas o más. Pero a usted, ¿qué le importa?

—En realidad nada —dijo Zahía—, aunque para entrar en esta casa hay que hacerlo de una forma adecuada y tú produces grima.

—¿Y eso qué es?

Zahía volvió a enternecerse ante la ignorancia de la niña, que desconocía todo a excepción de las reglas elementales de supervivencia y prefirió no explicarle lo desagradable de la palabra utilizada.

—Ven —le dijo tomándola de la mano—, te voy a limpiar la cara antes de que veas a la señora.

Felipa, un tanto recelosa, se dejó llevar a la vez que le preguntaba:

—¿Seguro que con ello le daré una alegría a doña María?

—No lo dudes.

***

—Así que cuando escuchaste la campana de la Estella Nova te diste cuenta de que ya no iría —decía María.

—Sí, porque esa barcaza siempre suele llegar a puerto a la misma hora y recuerdo que al poco tiempo de que pase, usted se dispone a irse.

—Dime la verdad, Felipa, ¿has venido porque te preocupa mi salud o por saber cómo sigue tu dinero?

—Por las dos cosas. Yo, sabe usted, le tengo mucha fe porque me parece usted muy buena, la mejor persona que conozco.

—No seas zalamera y siéntate aquí a mi lado —dijo María, que mirándola fijamente añadió—: Deberías lavarte la cara todos los días, no sabes lo guapa que estás.

—Gracias, señora, pero fue la mora la que se empeñó en quitarme la suciedad de las mejillas.

—La mora, como tú dices, tiene un nombre, se llama Zahía. Felipa, tienes que ser respetuosa con la gente.

—Yo no sé nada de respetos. Si usted quisiera ayudarme… He pensado mucho en lo que me dijo su amiga esta mañana y estoy dispuesta a portarme bien con tal de que me enseñen a leer.

María la miraba sonriente. Aquella niña le gustaba, pero le resultaba muy extraño que quisiera aprender a leer. Pensaba que tal vez lo único que pretendía era ganarse su confianza para robar, aunque bien es verdad que no había nada en la casa que mereciese mucho la pena y la niña les había entregado la bolsa de dinero demostrando su buena voluntad.

—Felipa, ¿estás segura de querer aprender a leer? ¿Cuántas personas de tu entorno saben?

—Ninguna. Bueno, puede que el marido de la señora Dolores, la de la tienda, que me da un tazón de leche todas las mañanas, entienda algo. Y sí, doña María, yo quiero ser distinta. Lo que ustedes decían esta mañana era precioso y a mí me gustaría poder leerlo por mí misma. Además —dijo Felipa acercando su silla a la de María y bajando el tono de voz—, me quiero ir de Oporto y necesito ser fuerte para que no se aprovechen de mí.

María estaba casi convencida de que era sincera, pero decidió seguir probándola:

—Felipa, y yo que había pensado en buscarte una buena casa en la que pudieras trabajar y así dejar de pedir limosna en las calles, ¿no te interesa esta posibilidad?

—Doña María, en la única casa en la que serviría es en la suya porque sé que usted es justa y buena.

—Muchas gracias por el concepto que tienes de mí. La verdad es que de buena gana te pediría que te quedaras, pero no tengo dinero. Yo te conseguiré una buena casa, confía en mí, Felipa.

—No, señora, en usted claro que confío, pero antes de someterme a unos dueños que sabe Dios cómo me tratarían, prefiero seguir en las calles. Ya sé que lo paso muy mal y que estoy muy sucia, pero me siento libre. —Y con expresión muy triste le preguntó a María—: ¿Cree usted que esos amos me dejarían tiempo para estudiar?

—Puede que no, pero tu vida sería mucho mejor.

Ahora, María ya estaba segura de que aquella sorprendente mendiga era sincera en sus deseos de adquirir cultura, algo increíble pero real. Antes de que pudiera decirle nada, Felipa se levantó:

—Muchas gracias, doña María, siento haberla molestado. Quiero cambiar, convertirme en una persona mejor, escapar de este ambiente miserable en el que he nacido, no sé por qué he tenido tan mala suerte, y esta mañana al observarlas a ustedes que entendían aquel misterioso papel, supe que no sólo es el dinero el que nos hace distintos, sino que el saber es muy importante. La verdad es que cuando su amiga me dijo que podrían enseñarme, la creí. Pero era demasiado hermoso para ser verdad.

—¡Claro que es real! —intervino Morayma entrando en la habitación—. Perdona, María, no he podido evitar escuchar parte de vuestra conversación y creo que tengo una idea estupenda.

María iba a decirle que no existía ningún problema, simplemente que ella había querido poner a prueba a Felipa para conocer la autenticidad de sus deseos y que ésta se había precipitado creyendo que la rechazaba, pero prefirió dejar que Morayma expusiera su idea.

—Felipa, ¿hasta qué hora pides limosna? —le preguntó Morayma.

—Suelo estar hasta las dos o tres de la tarde.

—Pues yo creo —dijo Morayma— que puedes seguir haciendo lo mismo y entregar a tus padres todo lo que consigas, pero debes decirles que has encontrado trabajo en una casa a cambio de la manutención y de esa forma ellos se verán libres de una boca que alimentar. Y si algún día te necesitan para algo urgente, podrás acudir a prestarles ayuda.

—Pero, ¿dónde cree que voy a encontrar esa casa si sólo podré dedicarle unas pocas horas antes de dormir? —repuso la niña.

—Las suficientes para que ayudes a Zahía, que te irá reservando tareas a lo largo del día —contestó María sonriente.

—¿Me están diciendo que puedo venir a vivir a esta casa? —dijo emocionada Felipa a la vez que intentaba besarles las manos a María y a Morayma.

—Mañana mismo puedes venir —aseguró María.

—Mientras esté aquí —apuntó Morayma—, yo seré quien me ocupe de ti. Te buscaré ropa que te pondrás nada más llegar. En la calle seguirás siendo la mendiga de siempre pero cuando traspases esa puerta, te convertirás en otra persona. Mañana te daremos un buen baño.

—¿Cómo? ¿Me van a lavar entera? Me da un poco de miedo. ¿No es suficiente con que me lave los brazos y los pies?

—Tú no te preocupes —dijo Morayma riendo—, ya verás cómo te gusta.

—¿Sabes encontrar la puerta de salida tú sola o llamamos a Zahía para que te acompañe?

—No, no, sé yo. Muchísimas gracias. Son ustedes buenísimas. ¿Por qué hacen todo esto por mí? —preguntó Felipa con los ojos inundados de lágrimas.

—Espero que algún día tú nos des la respuesta —dijo Morayma.

***

Felipa no terminaba de creer que aquello fuera verdad. Iba mirando todo con auténtico deleite. ¡Y pensar que podría disfrutar de lo que a ella le parecía casi el paraíso!

Ya no tendría que soportar el frío y la suciedad de la casucha en la que siempre había vivido. Y seguro que tendría una cama para ella sola. Al acordarse de sus dos hermanas, con quienes compartía el lecho, sintió cierta pena. Sin embargo, debía ser fuerte, las vería todos los días e incluso se alegrarían de que ella se fuera; les quedaría más espacio en la cama y también podrían comer un poco más.

¿Cómo reaccionarían sus padres? Tendría muchísimo cuidado de no decir la casa a la que iba. Sabía que su madre no crearía problemas, pero si conocía el lugar en el que se encontraba, acabaría contándoselo a su padre y éste sí que podría ser peligroso.

Debería trabajar intensamente para que estuvieran contentos con el dinero que les iba a seguir llevando. Felipa había prometido no robar, pero necesitaba conseguir algo más de dinero si quería guardar algo para ella. Tal vez si le hiciera algunos trabajos a la señora Dolores ésta fuera generosa. Con tanto trabajo no le iba a quedar ni un minuto para visitar el Duero, aunque ya se las arreglaría.

Al pasar por la sala en la que se encontraban los pebeteros, Felipa observó que éstos ya habían sido encendidos. «Mañana —se dijo— puede que sea yo la encargada de hacer este trabajo». Y se acercó aspirando con verdadero deleite su aroma.

***

—Morayma, has llegado en el momento oportuno —decía María riendo— y nos has dado una solución que sin duda puede funcionar.

—La verdad es que llevaba un rato escuchándoos. Perdóname, María, por haberte puesto en un compromiso. Pero lo hice primero por ti, porque estoy segura de que Felipa proporcionará alegría a tu vida y te hará interesarte por el presente al ocuparte de ella. Esa niña tiene algo especial, me di cuenta de ello el primer día que la vi.

—Es cariñosa y despierta simpatía en los demás, yo he sido sensible a ese atractivo, pero me resulta muy difícil creer que una persona que ha nacido y crecido en un ambiente de absoluta miseria, rodeada de personas sin ningún tipo de cultura, se haya dado cuenta de lo importante que es la educación.

—Sí que parece extraño, aunque en el fondo no lo sea tanto. Ella es una chica muy despierta y sensible que ha tenido la suerte de encontrarse con dos señoras como nosotras —decía riendo Morayma— y se ha percatado de la diferencia, así que es normal su comportamiento. ¿No harías tú lo mismo? Nos ve como su tabla de salvación y ha intentado agarrarse con todas sus fuerzas. No podemos defraudarla.

—No lo haremos —afirmó María con expresión pensativa—, aunque yo ya no dispongo de tiempo. Noto que poco a poco las fuerzas me abandonan. No creo que mi vida se alargue mucho, Morayma, y a veces, me da reparo decirlo, casi me alegro.

—No puedes ser tan egoísta, María. ¿Por qué no piensas en los que te queremos? ¿Te imaginas la desolación que sentiré si tú te vas? —preguntó Morayma con lágrimas en los ojos—. ¿Y qué le sucederá a Zahía?, ¿no te importa? Soy consciente de que has perdido a los dos seres que más querías y que tu vida se ha quedado vacía, pero, por favor, no quieras colocarnos a nosotros en tu misma situación si nos dejas. Eres la persona que más quiero en el mundo, María, y no puedes morirte y dejarme con tanto dolor. Tienes que vivir y regresar a Granada, ya verás cómo conseguimos el perdón del Emperador.

—Por favor, no quiero hablar de ese tema —cortó tajante María—. Antes, cuando le decías a Felipa que mañana la bañaríamos, no pude evitar recordar lo nerviosa que me puse la primera vez que fui contigo a un hammam.

—Era normal. Las mujeres cristianas no estáis acostumbradas a frecuentar los baños públicos. Tu sí conocías la realidad de un hammam porque en el palacio en el que vivías existía uno, claro que, según me contaste, no lo utilizabais de forma conjunta.

—No, yo siempre me bañé sola. Únicamente Zahía me acompañaba y me daba masajes. Por eso estaba deseando conocer el ambiente del hammam que tú frecuentabas. Me costaba entender que varias mujeres juntas pudierais comportaros con naturalidad dejando que las demás os vieran completamente desnudas.

—Tú misma pudiste comprobarlo. Sólo dejamos nuestro cuerpo al descubierto cuando nos sumergimos en el agua. Antes y después, para desplazarnos por las distintas salas, nos colocamos una toalla o un simple manto. Aún me parece verte envuelta en el manto y diciéndome que te arrepentías de haber ido y que querías volver a vestirte —se reía Morayma.

—Si no es por ti, me hubiese ido.

—Ya lo sé, porque tú deseabas observarnos, pero no querías que nosotras te viéramos a ti, por eso estabas nerviosa.

—Los primeros minutos fueron horribles, pero luego me fui tranquilizando al ver que nadie me miraba y que cada una sólo estaba pendiente de sí misma o de las amigas o familiares que la acompañaban. Aquel hammam se llamaba El Bañuelo, ¿verdad? —aventuró María.

—Sí, estaba en la carrera del Darro, ya no existe.

—¿Sigues frecuentando las termas? —preguntó María.

—Por supuesto, ya sabes que no existe nada en el mundo que me relaje más que un buen masaje.

—¿Ni siquiera tus incursiones en la sierra?

—Mis maravillosos contactos con la naturaleza ya pertenecen al pasado —dijo resignada Morayma.

—Nunca le he preguntado a mi hermano Diego si llegó a subir al Mulhacén.

Morayma dudó un segundo. No sabía si contarle que lo habían intentado juntos. María era su amiga y a ella menos que a nadie podía ocultarle la verdad.

—No sé si Diego habrá vuelto a intentarlo y lo habrá conseguido, pero a los dos años de marcharte a Toledo, tu hermano, que conocía mis aficiones, me propuso que le acompañara al Mulhacén, aunque sólo ascendimos unos cuantos metros.

—No me sorprende —dijo convencida María—, nunca creí que Diego, a pesar del interés histórico que decía tener, fuera capaz de llegar a la cima del pico. ¿Qué excusa te dio?

—Más o menos, cuando llevábamos una media hora desde que habíamos iniciado el ascenso —empezó a explicar Morayma—, llegamos a una especie de plataforma y Diego decidió que descansáramos un rato. Era un día de sol, con un cielo claro y brillante en el que el calor no agobiaba. De repente apareció una pequeña nube que se situó muy cerca de donde nos encontrábamos. A nosotros no nos privaba de la luz solar, pero sí a una pequeña extensión que, unos cuantos metros más allá, permanecía en sombra. Entonces Diego se levantó y fue hacia ese lugar. Creí que buscaba resguardarse del sol bajo la protección de la extraña nube, pero no. Vi cómo estudiaba el terreno con detalle, incluso levantando algunas piedras, y fue entonces cuando intentó convencerme de que la tumba de Muley Hacén tenía que encontrarse allí, en aquella especie de rellano alejado de la cumbre.

—Pero, ¿de verdad encontró pruebas de que el padre de Boabdil estaba enterrado allí? Dicen que ése fue el deseo del Rey y que por eso la elevación montañosa se llama así, sin embargo, yo no creo que llegaran a cumplir su voluntad —dijo María un tanto escéptica.

—Diego no encontró ninguna confirmación material, pero decía estar seguro porque en la pequeña nube, según él, viajaba el espíritu de Zoraya, la hermosa esclava cristiana a quien Muley Hacén había convertido en sultana. Era, según él, la única explicación para la aparición de aquella nube solitaria. Y, además, aseguraba que aquél era el sitio ideal porque más arriba habría sido muy complicado cavar una sepultura.

—Mi hermano siempre se ha pasado la vida soñando.

—Pero son historias muy bonitas, María.

—Sí, ¿te imaginas cómo será su vida en Venecia?

Morayma se quedó un tanto desconcertada. Desconocía que Diego se iba a ir a Venecia. Sintió algo parecido al dolor, pero intentó ignorarlo.

—Se me había olvidado comentarte que Diego me cuenta en la carta que ha sido nombrado embajador en Venecia —señaló María.

—No sabes cuánto me alegro. Estoy segura de que es una de las ciudades en las que más le apetecerá vivir. En Venecia sí que podrá recrearse en el pasado, recorrer escenarios históricos y soñar con amores apasionados.

—Sí, soñar —ironizó María—, porque en la realidad, nada de nada. Morayma, ¿no te parece un tanto extraño que mi hermano no se decida a buscar esposa?

—Bueno, no todos los hombres se casan. Diego es joven, tiene mucho tiempo para decidir quién será su esposa. Tal vez la esté buscando, aunque no debe ser fácil encontrar a la mujer adecuada.

—Yo no me vi en esa disyuntiva —sonrió María—, me lo dieron todo hecho. Quizá con Diego deberíamos seguir el mismo comportamiento.

—Pocas personas, María, son tan afortunadas como tú en el amor.

—Es verdad. No me cambiaría por nadie en el mundo.

Morayma no quería ser indiscreta, pero estaba deseando preguntarle a María si aquella noche de la chimenea que describía en su diario había sido la última al lado de Juan. En un intento de autoconvencerse se dijo que posiblemente a su amiga no le vendría mal hablar de aquellos días. Además, María le había dicho que estaba dispuesta a contarle lo que quisiera y también a dejarle sus escritos, cosa que ya había hecho. Pensó entonces en cómo reaccionaría ella misma si se cambiaran los papeles y llegó a la conclusión de que no le importaría. En aquel preciso momento, Morayma se dio cuenta de que estaba deseando hablar de Diego con María, pero aquello sí que podría preocuparla.

—María, te ruego que me perdones si lo que te voy a preguntar te molesta, nada más lejos de mi intención, pero es que no puedo dominar mi curiosidad: ¿se fue Juan de Toledo al día siguiente de haberte planteado sus deseos de volver al lado del ejército comunero?

—Eso significa que has leído hasta ese momento y quieres saber si ésa fue la última noche que pasamos juntos, ¿me equivoco?

—No, estás en lo cierto, y te vuelvo a pedir perdón.

—No te preocupes. Hablar de Juan y de mi vida a su lado me hace bien. Es como si recordando volviera a ser feliz… Sí, aquélla fue nuestra última noche juntos. Nunca la olvidaré, pero tampoco lo haré con ninguno de los minutos de mi vida a su lado.

María miraba a Morayma directamente a los ojos con esa expresión sincera propia de las personas que se quieren y están dispuestas a mostrar el interior de su alma. Tomando las manos de su amiga entre las suyas, con voz queda, pero llena de emoción, dijo:

—Antes de que amaneciera yo ya sabía que Juan se iría. Faltaban unos días para fin de año. Eran momentos cargados de significado, pero a pesar de ello Juan decidió salir de inmediato con sus hombres para Valladolid. Me dolía que se fuera, pero estaba totalmente de acuerdo con él porque pensaba que su presencia sería beneficiosa para la causa comunera. ¡Dios mío, Morayma! Si en aquellos momentos hubiera sabido lo que iba a suceder, se lo habría impedido. Pero, entiéndeme, este sentimiento no se refiere al dolor por su pérdida, que yo siempre asumiré porque murió luchando por lo que creía, ni al fracaso de nuestro movimiento, porque igual que se puede ganar se puede perder, sino que mi desesperación viene dada por el comportamiento de muchos de los miembros de la Junta, por la falta de criterios y, sobre todo, por la incoherencia presente en la mayoría de las acciones. No se puede ganar una guerra adoptando posturas únicamente defensivas, no se puede intentar conseguir una posición de fuerza desde la que negociar con el enemigo si a éste le dejas las manos libres para que se rearme u organice su estrategia. Juan se encontró con todo esto, de ahí mi desesperación al considerar su esfuerzo inútil, de ahí mi postura en la defensa de Toledo en un intento de salvar nuestras ideas y demostrar que seguíamos creyendo en aquello que defendíamos.

Morayma veía que María cobraba una fuerza desconocida según iba hablando. Nunca la había visto con aquel frío brillo en los ojos.

—Deduzco por lo que acabas de decirme que fueron los dirigentes políticos los que fallaron a la hora de defender las ideas de la Comunidad —apuntó.

—Yo siempre desconfié de algunos de los dirigentes de la Junta, no de sus intenciones, pero sí de su capacidad a la hora de tomar decisiones importantes. No podía dudar de sus intenciones porque me resultaba imposible pensar que pudieran estar en la Comunidad, arriesgando su futuro, sin compartir sus ideales. Ellos, a diferencia de algunos nobles, no querían vengarse del Emperador por desencuentros personales, lo que yo creo que les sucedió fue que se asustaron ante la magnitud de los acontecimientos y les faltó valor para enfrentarse a ellos. Intentaron seguir dos caminos y no consiguieron avanzar por ninguno.

—¿Te refieres a la negociación y al enfrentamiento armado? —preguntó Morayma.

—Sí.

—Lógicamente, Juan y tú —apuntó Morayma— erais partidarios de la lucha.

—Bueno, en la situación en la que nos encontrábamos, después de que el ejército de los nobles se apoderara de Tordesillas, sin duda ninguna, sí. Por ello regresó Juan, para ponerse a disposición de la Junta.

—¿Cómo le recibieron?

—La Junta con cierta indiferencia. Pero Valladolid lo acogió con verdadero entusiasmo. La ciudad entera salió a darle la bienvenida. Fue una jornada de fiesta en la que no se escatimaron gastos para celebrar su presencia y la de los mil quinientos hombres que le acompañaban. Los desilusionados soldados comuneros, en aquel momento la mayoría desperdigados, cobraban de nuevo, al lado de mi marido, a quien muchos consideraban el libertador de la patria, bríos ya olvidados. Era el último día del año 1520.

—María, ¿por qué crees que la Junta reaccionó de esa forma, manteniéndose un tanto indiferente ante el regreso de tu marido, que era uno de los mejores hombres con los que contaban?

—No era uno de los mejores, ¡era el mejor! Nadie igualaba a Juan de Padilla, sólo Juan Bravo compartía su valor y destreza, porque el obispo Acuña era un bárbaro, luego te hablaré de él. Ahora quiero contestarte a lo que me preguntas. Creo que la presencia de Juan en cierta forma inquietaba a los miembros de la Junta, porque eran conscientes de que intentaría presionarles para que adoptaran un cambio de actitud frente al enemigo. Sabían que los soldados y el pueblo en general lo adoraban y también conocían la firmeza de su compromiso con la Comunidad. A los pocos días de la llegada de Juan a Valladolid, la situación había cambiado: el ejército se encontraba rehecho y pletórico. La Junta, en la que seguían representadas once ciudades, Burgos, Guadalajara y Soria habían abandonado, decidió nombrar un nuevo comité de guerra integrado por cuatro personas, una de ellas era mi marido. Al mismo tiempo pidió a las ciudades intensificar las aportaciones económicas para ayudar a la causa y a su sostenimiento.

—¿Respondieron por igual las ciudades comuneras? —quiso saber Morayma.

—No sabría decirte con exactitud la colaboración de cada una. Creo que todas participaron del esfuerzo, que sería mayor o menor según su grado de compromiso con la Comunidad. En Toledo se creó un impuesto especial llamado la sisa, cuyo importe, doscientos ducados diarios, era destinado a reclutar tropa y a comprar armas.

—María, yo no entiendo mucho de estas cosas, pero pienso que si las ciudades hubieran contado con fuerzas militares, vuestra lucha habría sido distinta y probablemente el esfuerzo menor.

—No sabes cuántas veces Juan me habló de ese mismo tema. Siempre me decía que era una pena que el proyecto del cardenal Cisneros de organizar militarmente las ciudades de forma permanente no se hubiera llevado a la práctica. Pero la realidad era otra y en Toledo se aceptó bien el nuevo impuesto porque significaba que por fin la Junta se había decidido a actuar. Sin embargo, las cartas de Juan reflejaban todo lo contrario. Su preocupación aumentaba cada día… Él era partidario de atacar Tordesillas, quería devolverles el golpe a los nobles, debilitar sus fuerzas, enfrentarse cara a cara y volver a proteger a la reina doña Juana, víctima de nuevo de la rigidez del marqués de Denia. De hecho, la junta elaboró un comunicado en el que daba cuenta de las intenciones de Juan, que decía asumir, pero fue dilatando la decisión.

—Me cuesta entender lo que cuentas —interrumpió Morayma—, ¿qué sentido tiene aprobar una acción para no permitir después que se desarrolle?

—Además, resulta mucho más incomprensible si tenemos en cuenta que trece de sus compañeros, trece miembros de la Junta, seguían prisioneros en Tordesillas —afirmó María—. De todas formas la deducción lógica a la que puedes llegar, como he hecho yo, de la postura de la mayoría de la Junta era que no deseaban el enfrentamiento armado, no querían eliminar al enemigo pero no se atrevían a declararlo públicamente porque inmediatamente serían rechazados y tal vez destituidos de sus cargos. Claro, que es ahora cuando llego a estas conclusiones —explicó María pesarosa—, antes sospechaba de la valentía y la sinceridad de algunos personajes, pero nunca hubiera podido suponer lo que al final pasaría.

—¿Y no crees que muchos de tus juicios sobre determinados comportamientos pueden estar condicionados por ese final? —preguntó Morayma con cariño.

—Podría ser, pero no —negó María de forma tajante, para explicar a continuación—: Los comportamientos y las personas que en su momento no me gustaron seguirían sin mi aprobación aunque nos hubiesen llevado al éxito. Aunque también es cierto que si hubiera sospechado de verdad adónde nos iban a conducir, habría intentado hacer algo.

—No te enfades, María, pero, ¿qué ibas a hacer tú en aquella guerra de hombres?

—Lo mismo que hice después.

María se había levantado y caminaba hacia la cómoda en busca de un abanico. No hacía calor, pero los recuerdos la hacían sentirse nerviosa y necesitaba algo en las manos con lo que mantenerse ocupada. Desplegándolo con destreza, se abanicó durante unos segundos y, más tranquila, continuó:

—No me hagas caso, Morayma, no es verdad. Nunca me habría comportado de igual manera porque las situaciones eran totalmente distintas. Pero si hubiera sabido que mis sospechas podían ser reales, habría tratado por todos los medios de desenmascarar a aquellos que no manifestaban sus verdaderas intenciones, equivocadas o no, pero que teníamos el derecho a conocer ya que ellos decidían sobre las acciones de la Comunidad. Y, sobre todo, habría tratado de prevenir a Juan sobre la inutilidad de su esfuerzo. Pero lo cierto es que en aquellos momentos en Toledo confiábamos en el triunfo. Aunque debo decirte que los miembros de la Junta que a mí no me gustaban tenían seguidores en Toledo que los apoyaban de forma incondicional.

—Entonces, en Toledo también existían divisiones —se sorprendió Morayma.

—Sí, aunque no declaradas abiertamente.

—Ahora que lo recuerdo, tu hermano Diego me comentó que tú te habías convertido en cabecilla de un sector de los comuneros en el que estaban integrados los artesanos, trabajadores y gentes de clase más bien humilde, y que fueron ellos quienes salieron a la calle para pedir que el cabildo catedralicio diera a tu hermano Francisco de Mendoza el arzobispado de Toledo. Ni a Diego ni a mí —afirmó Morayma— nos sorprendió tu postura, aunque a muchos les parecería extraño que la hija del conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar se mezclara con la chusma y el populacho.

—Eso de la chusma y el populacho siempre lo decía Alcocer, uno de nuestros criados —recordó María con cierta resignación—. Es verdad que hubo un momento en que sólo las clases menos favorecidas seguían compartiendo conmigo los ideales comuneros. Tal vez porque, como decía Gonzalo de Ayora, de los tres estados de gentes que había en España, era el tercero, el de los artesanos y trabajadores de cuya industria y trabajo todos se mantenían, el que, consciente de su situación, intentaba desechar el yugo impuesto desde hacía siglos. O porque ellos y yo estábamos desesperados y no teníamos nada que perder, aunque también es posible que simplemente fuéramos consecuentes, no lo sé. En aquellos momentos cabía preguntarse dónde se habían quedado los dirigentes en otro tiempo ufanos y seguros de sí mismos en sus demandas.

»Ha sido una experiencia muy dura —se lamentó María, e inmediatamente añadió—: Pero sobre lo que decías acerca de mi hermano Francisco, yo no organicé ninguna manifestación y fui la primera sorprendida con aquel tumulto. Recuerdo que cuando conocimos en Toledo el fallecimiento del cardenal de Croy, que nunca se molestó en viajar a su diócesis, yo llevaba unos días pensando en un antepasado mío, el cardenal Pedro González de Mendoza, y no por mi proximidad a la catedral de la que había sido primado y donde estaba enterrado, sino porque Juan en una de sus cartas me contaba que había conocido a don Juan de Mendoza, que estaba al frente de unos quinientos hombres llegados de Valladolid como refuerzo, y que era uno de los hijos del cardenal. Aquella coincidencia hizo que me interesara por conocer un poco mejor la vida del que fue llamado y será recordado como el Gran Cardenal.

—¿Qué parentesco os unía? —preguntó interesada Morayma.

—Era hermano de mi abuelo. Un hombre de una gran valía, con un espíritu culto y refinado. Amante y mecenas del arte como la mayoría de los miembros de mi familia —dijo María con orgullo.

—¿Se había casado antes de ser cardenal?

—No te hagas la ingenua, Morayma. Mi tío no se casó porque deseaba dedicarse a la carrera eclesiástica. Pero, como otros, por ejemplo, Rodrigo Borja, que fue precisamente quien influyó, a instancias de la reina doña Isabel, para que le hicieran cardenal, no pudo o no quiso evitar la pasión que en él despertaban las mujeres. Los hijos reconocidos de Rodrigo Borja, el papa Alejandro VI, no sé si fueron tres o cuatro, los de mi tío dos, los bellos pecados del cardenal, como dicen que, cariñosamente, los llamaba doña Isabel.

—Pero a mí siempre me han dicho que la conquistadora de Granada era profundamente religiosa y no aceptaba la tibieza en la piedad —apuntó Morayma simulando sorpresa.

—No seas rencorosa —sonrió María—, tú sabes mejor que yo cómo se comporta la sociedad con las debilidades carnales de los hombres. La reina doña Isabel siguió la pauta establecida, incluso con los propios hijos de su marido, el rey Fernando. Además, en el caso de mi tío, el cardenal, era mucho lo que había hecho por ella y lo que aún esperaba de él.

—Perdóname, María, pero ignoro lo que hizo el cardenal Mendoza para ayudar a doña Isabel. ¿Cuál era su relación? ¿Por qué le tenía que estar tan agradecida? Pero antes dime quién era la madre de los hijos del cardenal.

—Una de las hermosas damas portuguesas que llegaron a Castilla acompañando a la princesa Juana de Portugal, que venía a casarse con el rey Enrique IV. Pero, por favor, Morayma, no me pidas disculpas por no estar al tanto de nuestra historia, yo te la explicaré —dijo María complacida—. Me imagino que aunque desconozcas nuestro pasado, sí sabrás que doña Isabel, la conquistadora de Granada, como tú dices, se vio obligada, para conseguir la corona de Castilla, a declararle la guerra a la hija de su hermanastro, el rey Enrique IV, su sobrina y ahijada, doña Juana, que casi era una niña.

—No, no lo sabía. Pero, ¿era su sobrina la heredera?

—Sí, y aunque doña Isabel nunca consideró a doña Juana hija de Beltrán de la Cueva, como decían los rumores, adujo para disputarle el trono que el matrimonio del rey Enrique con la princesa portuguesa Juana no había sido autorizado por la iglesia, de ahí que considerara ilegítima a la hija de ambos.

—¿Era realmente así?

—Creo que no. Porque mi familia y el propio cardenal Mendoza siempre estuvieron del lado de la legalidad y por ello protegieron a doña Juana, incluso de su propio padre, el rey, que no supo defenderla y que no dudó en poner los derechos de su hija en entredicho con el fin de encontrar la solución a determinados problemas planteados por un intrigante sector de la nobleza.

—¿Qué pasó entonces para que dejaran de apoyar a doña Juana?

—Lo desconozco. Aunque creo que llegó un momento en que los desatinos del rey Enrique IV, al que siempre había servido con lealtad, desesperaron al cardenal, que, además, veía en la princesa doña Isabel y en su marido, Fernando de Aragón, las virtudes que deben adornar a los gobernantes fuertes. Los Mendoza deseaban una monarquía sólida, no manejable por los nobles. Sí, casi estoy segura de que ésa fue la verdadera razón que movió al cardenal y también la vanidad y el agradecimiento, porque doña Isabel, que era muy lista y sabía conseguir lo que quería, influyó, como antes te decía, en Rodrigo Borja para que se le concediera a mi tío, que entonces era obispo de Sigüenza, el capelo cardenalicio. La verdad es, Morayma, que nunca he hablado de este tema con ninguno de mis familiares y que la primera vez que me detuve a pensar en el comportamiento de mi tío abuelo fue por la carta de Juan en la que me hablaba de uno de sus hijos.

»Todo esto te lo he contado para decirte que cuando conocimos la muerte del cardenal de Croy, tenía muy reciente el recuerdo de mi antepasado y lógicamente pensé en mi hermano Francisco de Mendoza como posible sucesor, algo que ya se me había ocurrido la primera vez que visité la catedral. Comprenderás que era una aspiración lógica que, además, compartían la mayoría de las autoridades comuneras de Toledo, y sin duda aquél era el momento ideal para proponerlo al cabildo, que, si no tenía autoridad suficiente para nombrarlo, su apoyo sí era definitivo para conseguir nuestro objetivo. Pero como comprenderás, yo no organicé que la gente intentara conseguir el nombramiento por la fuerza, aunque eso fue lo que pasó una mañana de febrero que no olvidaré: la mañana del día 2, festividad de Nuestra Señora de la Candelaria, una fecha nefasta para mí porque el 2 de febrero del año siguiente fue cuando se precipitó mi vida para siempre. Pues bien, aquella mañana de febrero había nevado y yo había prometido llevar a mi hijo a casa de sus primos para que jugaran. Era la primera vez que el niño veía la nieve y quería participar de su ilusión. Le estaba poniendo un gorro de piel que le había regalado su abuelo aquellas Navidades cuando Zahía entró nerviosa en la habitación.

»—Mi niña, mejor será que os quedéis —me dijo.

»—No te preocupes, vamos bien abrigados y además la casa de mi cuñado Pedro no está muy lejos —intenté tranquilizarla.

»—No, si no es por el mal tiempo. Lo que sucede es que cientos de personas rodean la catedral amenazando con matar a los canónigos si no nombran a tu hermano arzobispo.

»Aquello me pareció una barbaridad, pero te confieso que no dejó de agradarme el gesto por lo que significaba.

—¿Y cómo reaccionaste? —preguntó Morayma.

—Hice llamar a Gonzalo Gaytán, que era el capitán y el regidor de la ciudad, y también a mi buen amigo Hernando de Ávalos. Los dos estaban de acuerdo en que mi hermano Francisco fuera el sucesor del cardenal de Croy. La elección era un acierto. Mi hermano había estudiado Teología en Salamanca y en aquellos momentos sus contactos en Roma eran importantes, pues llevaba un tiempo desempeñando el cargo de camarero del Papa. Yo deseaba que se convirtiera en arzobispo de Toledo porque quería a mi hermano, pero para la Comunidad su nombramiento también resultaba interesante, ya que en un momento determinado podría ayudarnos.

Morayma escuchaba muy seria lo que su amiga le estaba contando, por momentos tenía la sensación de que no la conocía tan bien como pensaba, por eso, sorprendida, le preguntó:

—María, al decir ayudarnos, ¿te refieres económicamente?

—Claro. La Iglesia también debe colaborar si quiere que la situación cambie. Pero deja que siga contándote. Gaytán y Ávalos permanecieron más de dos horas en casa, tratando de encontrar las medidas adecuadas que debíamos poner en práctica para conseguir lo que queríamos. Mientras estábamos reunidos, vinieron a avisarnos de que el cabildo catedralicio había sabido convencer a los amotinados prometiéndoles tener en cuenta sus deseos, pero que necesitaban un tiempo para tomar una decisión tan importante.

—Pero, ¿tenía el cabildo autoridad para decidir quién sería su arzobispo? —insistió Morayma.

—En nuestro tiempo no. El Papa y el Rey debían pronunciarse, pero como el momento que estábamos viviendo era de guerra, pensamos que se podría utilizar una costumbre del pasado, según la cual, el cabildo sí tenía capacidad para nombrar a sus superiores.

—¿Y qué hicisteis?

—De momento decidimos que algunos miembros del cabildo, los más reacios a nosotros, podían ser alejados de Toledo.

—¿Y qué pasó?

—Pues que, como nos habíamos propuesto, unos diez canónigos se fueron de Toledo. Pero la situación en general no era buena. Gonzalo Gaytán, ante las noticias de que don Antonio de Zúñiga, prior de la Orden de San Juan de Jerusalén, recientemente nombrado jefe de las fuerzas realistas, estaba realizando reclutamientos para nutrir su destacamento, había convocado una asamblea en un intento de concienciar a todos de lo que estaba sucediendo y para tomar medidas al respecto. La mayoría de los asistentes estuvimos de acuerdo en intentar incrementar nosotros también nuestros efectivos. Las noticias que llegaban de Valladolid tampoco eran buenas. Yo conocía el estado de ánimo de Juan, que no tenía ningún tipo de reparo en desahogarse conmigo. Pero nunca se mostraba desanimado en las cartas enviadas a la ciudad.

Morayma interrumpió el relato de María:

—¿Enviaba Juan cartas para que se las leyesen a los ciudadanos? Qué bonito.

—Sí, y además lo hacía encantado. Le gustaba que su gente supiera de primera mano lo que estaba sucediendo. Como te decía, a Juan le gustaba, y siempre pretendía infundir ánimo e ilusión entre sus hombres. Sin embargo, en una carta recibida aquellos días comentaba de forma muy clara la división existente en el seno de la Junta y aludía al embrollo que se había organizado cuando decidieron nombrar a un capitán general que coordinara todas las acciones de las distintas milicias. Al ser requerido Juan a fin de que facilitara un nombre para el cargo, y a pesar de lo mucho que ya empezaba a separarles, dio el de Pedro Laso de la Vega, aceptado inmediatamente por la Junta, que hubo de dar marcha atrás inmediatamente ante la actitud de Valladolid, que amenazó con declararse en rebeldía si no era Juan el designado.

—A mi humilde entender —manifestó Morayma—, resultaba evidente que quien mejor podía ostentar el cargo era tu marido y me sorprende que sólo fuera Valladolid quien levantara la voz por él.

—También a mí me preocupó, porque todos sabían que nadie estaba más capacitado que él para desempeñar aquel puesto y la reacción de la Junta ante la situación planteada reflejaba que Juan no gozaba de su apoyo.

—Al final, ¿a quién nombraron? —se interesó Morayma.

—Después de muchas discusiones decidieron adoptar una nueva medida: no existiría la figura de capitán general, sino un comité de guerra formado por el obispo Acuña y dos procuradores. Ellos serían los encargados de coordinar las acciones de guerra de las fuerzas comuneras.

—María, ¿cómo reaccionaron los comuneros de Toledo al conocer estas noticias?

—Los sectores más afines a nosotros con indignación, pero piensa que Pedro Laso de la Vega también era un comunero de Toledo.

—Si no recuerdo mal —apuntó Morayma—, tu cuñado Gutierre te previno sobre él.

—Sí, ¿cómo olvidarlo? Laso de la Vega es una de las personas a las que aún no he conseguido perdonar, pero no quiero hablar de ello ahora, prefiero seguir comentándote lo que sucedía en Toledo mientras Juan intentaba ayudar a los comuneros de Burgos, que habían decidido levantarse contra el poder del condestable ante el incumplimiento de todas sus promesas. No sólo fue Juan quien acudió en su apoyo, también el conde de Salvatierra, don Pedro de Ayala, y el obispo Acuña se dirigían a Burgos. En uno de los pueblos cercanos, personas afines a la Comunidad y libres de toda sospecha le dieron a Juan una fecha, el 23, para que a las doce de la mañana de ese día se situaran en la puerta de la ciudad, porque a esa misma hora se movilizarían los rebeldes desde el interior…

María dejó en suspenso el relato y, desplegando con rabia el abanico, provocó un desplazamiento tal del aire que Morayma sintió los efectos en su rostro. Antes de que volviera a hablar, Morayma ya sabía que algo había fallado.

—Sin que nunca pudiera saberse si hubo un responsable que indujo a todos a la confusión o si fue un malentendido fortuito —siguió contando María—, lo cierto es que los comuneros de Burgos salieron a las calles el 21, dos días antes de la fecha dada a mi marido. Ni qué decir tiene que el condestable Velasco redujo a los rebeldes, que no volvieron a poner en peligro sus vidas. Aquel suceso fue la causa de que el conde de Salvatierra licenciara a sus soldados y se fuera a su casa olvidándose de la Comunidad, de que el obispo Acuña, contrariado, se dedicara a saquear algunas de las villas que encontraba a su paso y de que Juan regresara enormemente preocupado a Valladolid. Mientras esto sucedía en el centro neurálgico de la Comunidad, nosotros, en Toledo, intentábamos alcanzar unos acuerdos con don Antonio de Zúñiga, prior de la Orden de San Juan, que, como antes te decía, estaba rearmando las fuerzas realistas de la zona. Yo, como mujer, no debía asistir a las reuniones en las que los representantes de uno y otro bando discutían sus propuestas y no lo hice. Pero el hecho de que el superior de San Juan de los Reyes, buen amigo mío, fuera el intermediario en dichas negociaciones hizo que Ávalos me sugiriera la conveniencia de hacerle una discreta visita. El fraile franciscano me aseguró que en los proyectos del prior de San Juan no figuraba el ataque a la ciudad y sí el mantenimiento del orden y la seguridad. A la vista de estas certezas y ya de una forma más tranquila siguieron las negociaciones. Nada hacía presagiar que a los pocos días todo sería historia. La presencia del obispo Acuña trastocaría por completo la situación.

—¿Qué pasó?

—Hasta Toledo nos habían llegado rumores de la presencia del obispo Acuña en Alcalá de Henares y de su paso por otras localidades como Yepes, Illescas u Ocaña, lugares donde iba reclutando gente. Precisamente cuando se encontraba en Ocaña, decidió retar al prior de la Orden de San Juan. El enfrentamiento del Romeral sería el primero de una lucha entre ellos que no cejaría hasta el final de la Comunidad.

—¿Cómo era en realidad el obispo Acuña? —quiso saber Morayma.

—Un bárbaro que consiguió despertar lo peor que había en mí. Jamás pensé que llegaría a tener relación con él. ¿Cómo podía imaginar que en plena campaña de lucha, en vez de seguir en el lugar en donde se libraban los enfrentamientos, vendría a Toledo? Sin embargo, el 29 de marzo, día de Viernes Santo, se presentó en la plaza de Zocodover para trasladarse inmediatamente a la catedral, donde se celebraba el oficio de tinieblas. Mi suegro me contó, dado que yo no había podido asistir porque estaba aquejada de un catarro muy fuerte, que la gente se volcó en el recibimiento de Acuña, que normalmente iba rodeado de un grupo de fieles seguidores que eran los encargados de revestirle de gloria e importancia, siempre eficaces a la hora de hacer su entrada triunfal en los pueblos. Se decía que había venido a Toledo por orden de la Junta para tratar de impedir que nombraran a mi hermano arzobispo. Cuando mi suegro me explicó que existía una gran expectación en la ciudad por contemplar el desarrollo de nuestro enfrentamiento y que algunos apuntaban que había llegado prácticamente de incógnito para que mi gente no le impidiera la entrada, yo no podía dar crédito a lo que me estaba diciendo. Más tarde supe, porque el mismo Acuña me lo dijo, que, efectivamente, obedecía lo dispuesto por la Junta. Pero, ¿qué temía la dirección de la Comunidad? ¿No se fiaban de mí? ¿Por qué rechazaban a mi hermano? Aun ahora, a pesar del tiempo transcurrido, sigo viendo en toda aquella operación la mano de Laso de la Vega. Sí, estoy segura de que era a él a quien no le interesaba que yo adquiriera protagonismo. Prefería al obispo Acuña, que además era su amigo, como pude comprobar cuando el obispo impidió que un grupo de gente quemara la casa de Laso de la Vega en Toledo. Además, yo era la mujer de Juan de Padilla, que se había convertido en el héroe indiscutible de los comuneros después de la destrucción del castillo de Cigales y la toma del de Torrelobatón, aunque la Junta no aprobara aquellas acciones.

—¿Cómo podía no interesarles un triunfo sobre el enemigo?

—Pues por extraño que te parezca, querida Morayma, la Junta llegó a pedir perdón al conde de Benavente por haber destruido el castillo de Cigales, que era de su propiedad.

—Pero, ¿del lado de quién estaban?

—Ahora entenderás mi desesperación. Te juro que yo no hubiese tenido tanta paciencia como Juan, que nos había comunicado a finales de enero su intención de conquistar Simancas. Intención que se quedó, como otras muchas, en simple proyecto. Por eso, cuando la Comunidad de Valladolid le pidió que destruyera todas las defensas de Cigales para que no fueran utilizadas contra ellos, Juan no lo dudó. Él y sus hombres, que se habían visto reforzados con la llegada de las milicias de Segovia al mando de Juan Bravo, destruyeron una por una todas las defensas de Cigales, garantizando así la seguridad de Valladolid. Este triunfo —siguió contando María— animó al sector partidario de la lucha y decidieron emprender nuevas acciones.

—Perdona —la interrumpió Morayma—, ¿Juan Bravo también murió en Villalar?

—Sí. Juan Bravo era pariente mío. Un hombre excelente, que, como mi marido, entregó su vida por aquello en lo que creía.

—María, te he interrumpido, creo que me ibas a contar cómo fue la toma de Torrelobatón.

—Sí, se produjo totalmente por sorpresa. Juan y sus hombres se habían concentrado en Zaratán, en las inmediaciones de Valladolid. Tanto él como el resto de capitanes del ejército comunero estaban deseando enfrentarse al enemigo y fue entonces cuando planearon el ataque a Torrelobatón, situado hacia la mitad del camino entre Medina de Rioseco y Tordesillas. La fortaleza se encontraba fuertemente custodiada, de ahí que tardaran cuatro días en hacerse con ella. Fue un duro golpe infligido a los nobles, especialmente al almirante Fadrique Enríquez, que era a quien pertenecía el castillo.

—¿Y dices que lo decidieron sobre la marcha? —se sorprendió Morayma.

—No. Es posible que me haya expresado mal. Ellos lo planearon con tiempo y muy bien. Para quien constituyó una sorpresa fue para el enemigo y para algunos miembros de la junta, como Pedro Laso, que se encontraba en plena negociación con los imperiales y a punto de firmar acuerdos definitivos cuando la noticia de lo sucedido en Torrelobatón dio al traste con todo lo pactado.

—Me imagino que las reacciones de protesta por parte de la Junta no se harían esperar, y hasta cierto punto era normal, ¿no?

—Sí, pero también los capitanes comuneros deberían haber estado al tanto de las negociaciones que se llevaban a efecto entre la Junta y los realistas. Algunas eran conocidas, como aquéllas en las que habían intentado mediar el nuncio y el embajador portugués. Intermediarios poco creíbles, sobre todo el nuncio, no por su persona, sino por lo que significaba. Hacía muy poco tiempo que se habían conocido las disposiciones contenidas en tres breves que el papa León X había tenido a bien firmar a petición del Emperador. En estos documentos, León X rogaba que se tomaran medidas contra los comuneros. Por primera vez en mi vida estuve en desacuerdo con lo dispuesto por el Pontífice. Era lógico que el Santo Padre autorizara al cardenal Adriano a decidir sobre el obispo de Zamora, Acuña, y también acerca del comportamiento de los religiosos, pero me parecía injusto, y yo no me podía considerar merecedora de la pena de excomunión por no estar de acuerdo con la política seguida en Castilla. El papa León X decretaba la máxima pena dentro de la iglesia católica contra las colectividades laicas que se mostraran contrarias a la autoridad del Rey. El Pontífice llegaba a manifestar que a los rebeldes se les negara sepultura religiosa. Como era de esperar, la intervención del nuncio y del embajador no dio sus frutos y se incorporó una tercera persona, a la que por cierto hemos visto esta mañana. Morayma, ¿te acuerdas del fraile dominico que te presenté cuando salíamos de la iglesia del monasterio de Santa Clara?

—Sí, y recuerdo que me comentaste que era el confesor del Emperador.

—Pues él, fray García de Loaisa, fue la tercera persona elegida para mediar en el conflicto. Pero es que además de todas estas reuniones que conocíamos, el almirante había intentado privadamente llegar a acuerdos con las distintas ciudades. Tanto Toledo como Ávila se negaron a firmar ningún tipo de pacto independiente. El famoso dicho de «divide y vencerás» que Fadrique Enríquez intentó llevar a la práctica no le salió bien. El interlocutor para Toledo lógicamente era Pedro Laso de la Vega, aunque el almirante también intentó convencerme a mí para que influyera en Juan.

María y Morayma estaban tan ensimismadas en la conversación que no se dieron cuenta de la presencia de Zahía, que había entrado con una bandeja en la que les llevaba unas frutas frescas, compradas aquella misma mañana en el mercado, y unos dátiles de los que había traído Morayma. Al comprobar que ninguna de las dos le prestaba la menor atención, Zahía dejó la bandeja sobre la mesa y se fue silenciosa.

—Por lo que me cuentas —siguió Morayma—, tengo la sensación de que uno de los mayores problemas de la Comunidad fue la falta de acuerdo entre sus miembros.

—Sin duda, pero eso también se daba en el bando de los nobles, aunque ciertamente su postura era más lógica, ya que defendían intereses particulares y lo que más les preocupaba eran sus propiedades y trataban de evitar por todos los medios que sufrieran algún tipo de deterioro. Pero nosotros, ¿por qué no queríamos llegar al final con todas sus consecuencias? El hecho de que Juan no fuera partidario de la tregua en las primeras negociaciones no quería decir que no deseara la paz. La guerra es terrible para todos. Pero la postura de mi marido no fue entendida por muchos, que lo acusaron de agitador y de actuar en provecho propio manteniendo la guerra. Otros, como Pedro de Ayala, que era uno de los procuradores de Toledo, lo acusaron de pactar con el populacho. Sin embargo, Juan les demostró lo equivocados que estaban cuando después de los triunfos de Cigales y Torrelobatón se mostró partidario de una tregua y de la negociación con los realistas.

—Resulta evidente, María, que tu marido deseaba llegar a acuerdos, pero desde una posición de fuerza, como la que había conseguido al instalarse en Torrelobatón —apuntó Morayma muy convencida.

—Eso es, lo has entendido perfectamente.

—¿Y qué pasó entonces? —quiso saber Morayma.

—Se aprobó una tregua de ocho días a partir del 3 de marzo, pero la presencia de fray Pablo de León endureció las posturas de la Junta.

—Me suena ese nombre, ¿quién era?

—Seguro que lo has leído en mis escritos. Me parece que lo menciono una vez al hablar de los representantes que la junta envió a Worms para entrevistarse con el Emperador.

—Sí, ya recuerdo —dijo Morayma—, él fue uno de los que regresó por miedo a ser detenido.

—Efectivamente, fray Pablo de León y Sancho Sánchez Cimbrón desistieron de su proyectada entrevista al comprobar que Antón Vázquez, llegado hacía unos días, se encontraba encarcelado y, lógicamente, ellos se volvieron para no correr la misma suerte. Como te puedes imaginar, Morayma, la opinión de fray Pablo de León era totalmente desfavorable a que se consiguiera ningún tipo de acuerdo. Su experiencia había sido muy negativa y no se cansaba de repetir algo que Juan y yo, como otros muchos miembros de la Comunidad, compartíamos.

—¿Y era?

—Que la soberanía pertenece al reino y, por tanto, a la Junta.

—¡Pero eso el Emperador nunca lo habría aceptado! —exclamó Morayma.

—Estoy totalmente de acuerdo, a no ser que hubiera estado a punto de perder el reino —dijo María—, de ahí que para mí fuera inútil todo tipo de negociación si no era desde una postura de fuerza.

—Tal vez, María, hubiese sido inteligente ceder en algunas cosas con tal de conseguir otras —apuntó Morayma.

—Siempre que la renuncia no hubiera alcanzado cuestiones fundamentales como la libertad. En este sentido recuerdo una conversación con el almirante Fadrique Enríquez en la que aludía a que los deseos de la Comunidad también eran compartidos por él y no entendía por qué no llegábamos a un acuerdo. Decía: «Si vosotros pedís libertad, nosotros reclamamos lo mismo. Si queréis que nuestras leyes sean confirmadas, igual deseamos nosotros». Después de exponer muchos razonamientos en los que trataba de demostrar que en el fondo aspirábamos a lo mismo, terminaba mostrando la verdadera diferencia entre sus planteamientos y los nuestros.

—¿Cuál era esa diferencia? —preguntó impaciente Morayma.

—Fadrique Enríquez siempre terminaba diciendo: «Pediremos al Rey la libertad del reino». Nosotros —afirmó María— estábamos en total desacuerdo con esa petición. Y ahí radicaba el profundo abismo que nos separaba de las aspiraciones de los nobles. Para el almirante Fadrique Enríquez la libertad la concedía el Emperador, para los que creíamos en la Comunidad, la libertad otorgada no era libertad; la libertad política tenía que ser declarada y mantenida por el mismo reino. La libertad a la que aspirábamos y por la que luchábamos era aquélla que nos permitiera participar en el poder organizado. Deseábamos una libertad compatible con la lealtad a los reyes.

—Pero esto que me estás diciendo es totalmente nuevo. Si no entiendo mal —dijo Morayma—, pretendíais que las ciudades, a través de sus procuradores, participasen del gobierno del reino, ¿no?

—Así era en realidad, pero, curiosamente, se ha considerado nuestra protesta como una añoranza del pasado. Hubo quienes dijeron que el nuestro era un intento de volver a la casi superada etapa medieval. No era cierto que deseáramos recuperar los viejos derechos feudales, como algunos apuntaban. No queríamos tener vasallos, ni ejércitos con los que presionar al soberano según las circunstancias, sino que queríamos participar en las decisiones políticas, aspirábamos a que las Cortes sirvieran de apoyo o de control, según las circunstancias, a las decisiones reales. No estábamos de acuerdo con los caminos por los que el hijo de doña Juana había dispuesto que caminara Castilla y queríamos presentar alternativas. Nosotros pensábamos que las cosas podían y debían cambiar.

Morayma miraba con admiración a su amiga. Estaba segura de que si María hubiera sido un hombre, habría llegado a ocupar uno de los cargos más destacados dentro de la Junta. «Muy pocos —pensó— habrán tenido su fuerza y su claridad de ideas».

—¿Todos en la Junta compartían esos planteamientos sobre la libertad? —preguntó interesada.

—En un principio sí. Lo que sucede es que resulta difícil mantenerse firme ante las incesantes dificultades que van agostando los ideales, que, con el paso del tiempo, comienzan a resquebrajarse —dijo María con cierta tristeza para añadir—: Aunque no voy a ocultar que algunos miembros de la Junta nunca tuvieron muy claro lo que querían.

—Me imagino —apuntó Morayma— que alguno sólo se interesaría por la Comunidad para hacerse oír y tratar de vengarse por la situación social que la vida le había deparado.

—Miembros de la Junta, ninguno. Puede que en las filas de las cuadrillas y entre los muchos seguidores de la Comunidad algunos se movieran por ese tipo de intereses, pero eran minoría.

—¿Dónde situarías al obispo Acuña?

—No diría nunca que se movió por la defensa de sus ideales.

María se quedó callada. Morayma pensó que aquella respuesta era suficientemente explícita y el silencio de su amiga podía interpretarse como que no deseaba seguir hablando del clérigo, pero a ella le interesaba el personaje, e insistió:

—¿Cómo describirías al obispo Acuña?

—No exento de cierto atractivo. Sobre todo para las personas que, como yo, nos sentíamos descontentas con el desarrollo del conflicto y estábamos deseando una mayor actividad. Acuña encarnaba el ejemplo de combatividad y energía y debo confesarte que me hubiera gustado contar con muchos hombres como él en nuestras filas, aunque su forma de actuar no fuera muchas veces la correcta. Su extremada dureza y la falta de consideración con los vencidos le llevaban a saquear todo lo que encontraba a su paso. Quienes le defendían, que eran muchos, argumentaban que Acuña sembraba la destrucción en territorios y en propiedades bien elegidas, cuyos dueños eran enemigos de la Comunidad. Querida Morayma, siempre fui muy consciente del comportamiento del obispo y, sin embargo, aprobé su conducta, es más, hubo un momento en el que no dudé en apoyar públicamente su comportamiento.

—¿A qué te referías cuando antes comentabas que Acuña había despertado lo peor que había en ti? —quiso saber Morayma.

—Me facilitó alas para seguir comportamientos que jamás hubiese protagonizado sin su presencia. Pero, en honor a la verdad, debo decir que el obispo no me obligó, yo decidí libremente todas mis acciones. Mi primera reacción cuando Acuña llegó a Toledo, y conocí los comentarios que sobre nosotros se hacían, fue escribir inmediatamente a distintos pueblos para que apoyaran la petición de mi hermano para el cargo de arzobispo. Mientras tanto, él se mostraba amable y encantador con la gente, insuflándoles un ánimo que sólo Juan era capaz de superar. Mis sospechas sobre el atractivo popular de Acuña sin duda respondían a la realidad. La gente lo aclamaba y confiaba en él, tanto que le nombraron comandante en jefe de la Comunidad de Toledo. Acuña se había convertido en el dueño de la ciudad. Me disgustaba comprobar que podría ocupar el lugar de mi marido en el corazón de los toledanos y yo no quería ser relegada del papel que, como mujer de Padilla, ocupaba en Toledo, por eso escribí a Juan contándole lo que pasaba.

—¿Cuál fue la reacción de Juan?

—Me contestó diciéndome que no me preocupara. Yo albergaba la esperanza de que se decidiera a venir a Toledo, aunque sólo fuera por dos días, pero Juan había decidido seguir en Torrelobatón en espera de ayuda económica. La tregua había fracasado y necesitaba incentivos para su gente.

—¿Cómo fue tu primer encuentro con Acuña? —preguntó Morayma.

—Yo estaba al tanto de toda su actividad y sabía que él deseaba que todos vieran que nuestras relaciones eran buenas. Lo primero que hizo Acuña fue conquistar y poner de su lado a Hernando de Ávalos, así como a otros dirigentes en Toledo de la Comunidad. Ellos fueron los encargados de convencerme para que me entrevistara con él. Sé que se ha comentado mucho aquella primera reunión, celebrada en mi casa, y que incluso llegaron a asegurar que Acuña me ofreció apoyar la candidatura de Juan para el cargo de maestre de la Orden de Santiago y que por ello yo me mostré de acuerdo con él.

—¿Y no responde a la verdad? —la interrumpió Morayma.

—No exactamente, aunque yo ya estaba acostumbrada a las críticas que se me hacían. No sólo era fray Antonio de Guevara, también Luis Vives, en uno de sus libros, se ocupa de mí asegurando que por querer mandar en lo que no me venía por herencia, obligué a mi marido, que era hombre pacífico y muy caballero, a perder la vida en deservicio de su Rey.

—Es curioso que todos te consideren responsable del comportamiento de tu marido. Claro que tú, María, no eres una mujer corriente —aseguró Morayma.

—Y por ello debía ser castigada.

—¿A qué te refieres?

—A Luis Vives, que concluye poniendo en boca de la gente lo que seguramente él pensaba cuando escribe: «Fue dicho de todo el mundo que con razón fue Padilla castigado del Rey, por no haberlo sido de él su mujer». Pero volviendo a lo que me preguntabas sobre la verosimilitud acerca de los comentarios que nuestra reunión había suscitado, te diré que era verdad que Acuña prometió ayudarme en todo si yo no ofrecía resistencia a su nombramiento como arzobispo de Toledo, y que trató de convencerme de lo conveniente que sería para la Comunidad que los dos apareciéramos juntos y formando un frente común. Me aseguró que si los toledanos no observaban divisiones entre nosotros, su apoyo sería unánime y podríamos enviar a Juan, que seguía en Torrelobatón, el apoyo económico que tanto necesitaba para pagar a su gente.

—Y te convenció —concluyó Morayma.

—No, en absoluto. Pero sabía que no era conveniente para la Comunidad un enfrentamiento entre nosotros. A él le dije que lo pensaría, aunque ya tenía decidida mi postura. Cuando al día siguiente volvió para conocer la respuesta, le dije que sí, que juntos lucharíamos por la Comunidad: él me ayudaría de cara al futuro y yo le apoyaría olvidándome de mi hermano Francisco como candidato al arzobispado. Recuerdo que Acuña se mostró pletórico por mi decisión y para festejarlo bebió varias jarras de vino. No he conocido nunca a nadie al que le gustara tanto la comida y la bebida como a él. Era como un toro, pero a pesar de su tosca apariencia, sabía mostrarse con enorme cautela y delicadeza cuando le interesaba.

—Como lo hizo contigo, ¿verdad?

—Pues sí. Ya te he dicho que poseía cierto atractivo. Todos se mostraban entusiasmados con él, bueno, todos no. Uno de mis mejores amigos, Isaac Benadrete, me previno sobre él.

Morayma observó que la cara de María se dulcificaba al recordar al judío converso. A punto estuvo de interrumpirla para preguntarle por él pero la dejó seguir.

—A la mañana siguiente de la primera reunión con Acuña, a pesar de ser domingo, Benadrete pasó por casa. Se le notaba muy contrariado y no disimulaba su enfado. Sin preámbulos y mirándome a los ojos, me dijo:

»—Me tiene que perdonar, María, pero la quiero como a una hija y no debe llegar a ningún tipo de acuerdo con Acuña. Si lo hace, estoy seguro de que se arrepentirá. ¿No se da cuenta de que va sembrando el terror allí por donde pasa? ¿Por qué lo ha recibido en su casa?

»—Lucha por lo mismo que Juan y yo —le dije convencida.

»—Eso es lo que usted cree o lo que desea creer para engañarse a sí misma. No sé lo que le habrá prometido, pero jamás lo cumplirá.

»—Te confieso, Morayma, que por primera vez Benadrete me resultó en cierta forma molesto, ¿quién era él para venir a darme lecciones? ¿Cómo se atrevía a pensar que accedía a ayudar al obispo Acuña de forma interesada? Me dolían sus palabras porque me estaba diciendo la verdad y cuando ésta no es agradable, preferimos encubrirla, que es lo que me sucedía a mí. Por ello le repliqué enfadada:

»—Acuña no necesita ofrecerme nada para que yo me ponga de su parte. Es un hombre valiente que no se arredra ante nadie.

»—No se crea usted, María, que es tan valiente. La fama que tiene le viene dada más por los voceros que siempre le acompañan que por sus victorias en las batallas. En lo que Acuña no suele fallar es en los saqueos y en la destrucción de señoríos desprotegidos. María, no renuncie usted a la candidatura de su hermano para el arzobispado, aún está a tiempo, reflexione, por favor.

»—Mi orgullo se resentía, yo era dueña y señora de mis actos y no tenía por qué hacerle caso a un viejo judío por muy amigo mío que fuera.

»—Isaac, no insista, lo he meditado muy bien y estoy decida a apoyar al obispo Acuña aunque a usted no le guste. Lo siento.

»—María, ¿es usted consciente de que no se llegará a conseguir nunca un acuerdo con los imperiales por muchas negociaciones que se celebren con ellos?

»—No. ¿Y usted por qué lo sabe? —le pregunté.

»—Ayer me contaron que hace días se leyó en Burgos una real orden del Emperador firmada en Worms en la que don Carlos, haciendo uso de su poder, declaraba traidores, rebeldes y desleales a cuantos participaban en la rebelión de las Comunidades y los condenaba, si eran seglares, a la pena de muerte, y a la privación de sus bienes y naturalidades a los que fueran eclesiásticos. De nada sirve, querida María, que el almirante, el condestable o el propio cardenal Adriano les hagan promesas que nunca podrán cumplir.

»—A pesar de desconocer la noticia que me acababa de contar Benadrete, no constituía ninguna novedad para mí, que siempre sospeché de las intenciones de los imperiales. Pero en aquellos momentos deseaba llevarle la contraria a mi amigo.

»—Querido Benadrete, no debe descartar usted la posibilidad de que tal vez el cardenal Adriano, que es persona prudente y de fiar, sea capaz de convencer al Emperador de firmar determinados acuerdos, lo mismo que hizo cuando le pidió que nombrara al almirante y al condestable corregentes del reino.

»—No se engañe, María, no es lo mismo rectificar una decisión que perdonar una afrenta. Además, no se olvide de que Carlos se parece a su abuela y ella nunca negociaría con quienes hubieran puesto en peligro al reino. María, hágame caso. Yo la quiero como a una hija, por ello me permito ser tan sincero con usted. Por favor, no se una al obispo de Zamora.

»—Si no estuviera decidida, la noticia que usted me acaba de dar sería suficiente para moverme a hacerlo. Cada momento que pasa afianza más mi unión con Acuña. De verdad, Isaac, lamento ocasionarle un disgusto, pero es una decisión que ya he tomado y, afortunadamente, no soy su hija.

»—No medité, o tal vez sí, el significado de mis palabras. Deseaba herirle y sin duda lo conseguí. Su mirada reflejaba una pena tan profunda que a punto estuve de correr hacia él, pero le dejé marchar sin decirle nada. Al llegar a la puerta de la sala se volvió y con voz serena se despidió:

»—Adiós, doña María.

»—Me estaba convirtiendo en otra persona y no me daba cuenta. Dejaba que mi mejor amigo en Toledo se fuera de mi casa en aquel estado y no me importaba.

»—¡Ay Morayma! ¡Qué distinto se ve todo desde la perspectiva del tiempo! Mis acuerdos con Acuña significaban, ahora lo sé, que yo también tenía un precio. Me había traicionado a mí misma. En aquellos momentos yo no estaba bien. Llevaba tres meses separada de Juan y le echaba de menos. Además, las noticias que llegaban de Torrelobatón me preocupaban. Eran demasiados días en el castillo sometidos a una inactividad que no podía beneficiarles. En más de una ocasión, tentada estuve de pedir mi caballo y lanzarme en busca de Juan, pero mi sitio estaba en Toledo, donde tenía que conseguirle toda la ayuda económica posible. El futuro aparecía muy incierto y empezaba a dudar de nuestro éxito. Éste era mi estado de ánimo cuando se presentó Acuña con su carga de agresividad, pero infundiendo en la gente nuevos bríos. No pienses, Morayma, que te cuento esto como coartada para justificar mi acción, porque ésa fue la verdad. Es posible que en otra situación hubiera hecho frente al obispo Acuña. Pero a finales de marzo de 1521 la unión de todos los comuneros aparecía como el único factor capaz de sacarnos de aquella especie de caos. Así pues, guardé mi orgullo y mi dignidad y participé de las acciones de aquel bárbaro.

—María, no te atormentes, hiciste lo que consideraste más eficaz —le dijo Morayma cariñosa.

—No sé si fue lo más eficaz o lo más cómodo para mí. He llorado muchas noches pensando en ello, sobre todo en un suceso del que no fuimos responsables directos, pero que nunca se habría producido si Acuña no hubiera permanecido en Toledo con mi beneplácito. Claro, que él me ayudó a conseguir cinco mil ducados que envié a Juan por medio de los hermanos Aguirre.

Morayma iba a pedirle que no siguiera recordando aquellos sucesos que tanto dolor le producían —las lágrimas se deslizaban silenciosamente por las pálidas mejillas de María—, pero no dijo nada.

—Fue horrible —se lamentó María—. Después de permanecer unos días en Toledo, donde había movilizado a mucha gente aumentando de forma considerable su ejército, Acuña se instaló en Yepes y desde allí realizaba incursiones a distintos lugares que sometía a intensos saqueos. Villaseca y las propiedades de Juan de Ribeira sufrieron la furia de sus hombres. El prior de San Juan y sus fuerzas reaccionaron con similar furia y se enfrentaron a Acuña en duros combates. A mí no me asusta la violencia en la lucha ni que las personas mueran defendiendo unas ideas o unas propiedades siempre que se les dé la oportunidad de defenderse, pero cuando se ataca a seres indefensos ya no es lo mismo y eso fue lo que pasó en Mora. Más de tres mil personas fueron asesinadas, Morayma, más de tres mil. Los hombres del prior de San Juan exterminaron a toda la población y nosotros no los vengamos.

—Pero, ¿qué sucedió? —preguntó un tanto nerviosa Morayma.

—De todas las localidades próximas a Toledo, la que siempre se había manifestado comunera era Mora. Ni un solo titubeo ni una pequeña duda, el pueblo entero proclamaba su lealtad a la causa comunera. Aquella realidad le dolía de forma especial a Zúñiga, el prior de San Juan, de ahí que sus hombres, para dar un escarmiento a este pueblo rebelde, decidieran atacarlo. Y allí se fueron más de mil soldados realistas al mando de Diego López de Ávalos, que, al ver las fuerzas de las que disponían en Mora para defenderse, les invitó a rendirse. Pero los habitantes de Mora rechazaron la oferta y se dispusieron a hacerles frente. Poco tardaron los soldados en penetrar en la localidad, pero los vecinos seguían luchando… las calles quedaban cubiertas de cadáveres al paso de los soldados… al final, un grupo que había sobrevivido al ataque se refugió en la iglesia donde se encontraban las mujeres, los niños y los ancianos para preservarlos del peligro. Los hombres del prior decidieron entonces prender fuego a la iglesia. De esa forma los atraparían a todos cuando salieran huyendo de las llamas. Pero eso no iba a suceder, porque en el coro se encontraba almacenada gran cantidad de pólvora, que provocó una fortísima explosión en la que murieron todos los que se encontraban en el templo, unas tres mil personas, aunque otros acercaron la cifra a cinco mil.

—¡Qué horror! ¡Pobres infelices! ¿Merecía la pena pagar semejante precio por defender vuestros ideales? —preguntó Morayma sin poder contenerse.

—Nadie ha lamentado más que yo lo ocurrido en Mora —aseguró María— y he llorado cada una de esas muertes, pero en las guerras suelen producirse circunstancias extremas como ésta y es muy triste, pero eso no debe hacerte olvidar que la resignación también puede conducir, a veces, a situaciones extremas.

—Antes aludías a que no les habíais vengado, ¿quiere ello decir que no reaccionasteis ante la tragedia de Mora?

—Sí, pero tenía razón Isaac Benadrete al decirme que Acuña no era tan valiente, porque si lo hubiera sido habría sabido transmitir a sus soldados el valor y la energía para enfrentarse al enemigo causante de aquella masacre.

—¿Qué pasó? —preguntó Morayma.

—Cuando me lo contaron, creí que me estaban engañando. Al parecer, Acuña, furioso, acudió con sus hombres a Mora para enfrentarse con las fuerzas realistas pero éstas salieron huyendo hacia el interior y se refugiaron en un castillo solitario. Al observar que el ejército comunero les rodeaba, decidieron soltar el ganado que había en el castillo con la esperanza de que los soldados comuneros se entretuvieran apoderándose de él. La operación les salió perfecta porque consiguieron dispersar a la gente de Acuña y, además, sin que se apropiaran de ninguna cabeza de ganado.

—¿Entonces?

—Sucedió algo impensable: los hombres de Acuña, al escuchar el ruido de las pisadas de los animales cuando abandonaban el castillo, se asustaron pensando que era un ejército enorme y salieron huyendo despavoridos. Figúrate qué vergüenza.

—¿Cómo reaccionó el obispo Acuña?

—Supongo que se mostraría muy molesto con sus hombres, pero a su regreso a Toledo era el mismo de siempre. La derrota le sirvió para plantear nuevas exigencias; tenía que conseguir dinero para armamento y también para poder reforzar su ejército con nuevas incorporaciones. Lo sucedido, según él, se debía precisamente a la carencia de personas avezadas en la lucha.

—¿Y vosotros os mostrasteis de acuerdo?

—No solamente eso, sino que le apoyamos en sus peticiones. Hernando de Ávalos, intentando buscar una solución, se entrevistó con algunos canónigos para comentarles la posibilidad de que nos dieran campanas que ya no se utilizaban para fundirlas y obtener armamento, pero los canónigos pidieron un tiempo antes de decidir. Al día siguiente fui con Acuña a la catedral para exigir que nos ayudaran inmediatamente. Los ánimos estaban exaltados y la gente amenazaba y gritaba desde el exterior. Todos estábamos preocupados por las noticias que llegaban de Torrelobatón, donde Juan seguía esperando refuerzos. Yo confiaba en que el dinero que le había enviado hubiera servido para animar a sus hombres. Aquella misma tarde, al regresar a casa, me entregaron una carta de Juan. Pensé que sería la respuesta confirmando la llegada del envío. Ingenua de mí, aquel dinero nunca llegó a su destino. La carta estaba escrita, según la fecha, hacía más de un mes, el 19 de marzo. En ella Juan me contaba que su criterio de no prolongar la tregua había sido decisivo. Al parecer, los miembros de la Junta, que no lograban ponerse de acuerdo sobre este tema, dejaron en manos de los capitanes la decisión. Los de Segovia, Madrid y Salamanca, Juan Bravo, Juan Zapata y Francisco Maldonado, respectivamente, se manifestaron a favor de una ampliación de tres días. El capitán de Ávila, Pedro de Barrientos, votó en contra. Y él, me decía Juan, se opuso a una nueva tregua manifestando que lo único que intentaban los grandes era ganar tiempo para organizarse, mientras que ese tiempo jugaba en contra nuestra porque nuestros soldados empezaban a dispersarse. La Junta dio por terminada la tregua. En aquella carta mi marido se quejaba de la falta de refuerzos y me hablaba de sus deseos de abandonar Torrelobatón cuanto antes para dirigirse inmediatamente a Toro, donde pensaba poder reorganizarse mejor. Al final de la carta, Juan mostraba su preocupación ante la concentración en Peñaflor de las fuerzas del condestable Velasco y las del almirante Fadrique Enríquez. Mi marido tuvo que haberse equivocado al poner la fecha de la carta, porque era imposible que me hablara de la concentración de tropas en Peñaflor, ya que en marzo aún no se había observado ningún movimiento. Pero si había sido escrita en abril, como todo parecía indicar, no entendía por qué no me comentaba nada sobre la defección de Pedro Laso de la Vega, que por fin había decidido ser consecuente con lo que de verdad pensaba al abandonar la Junta y unirse al bando de los imperiales. Cuando la carta llegó a mis manos era el 22 de abril. Y lo cierto es, Morayma, que probablemente no me acordaría de ella de haberla recibido cualquier otro día que no fuera ése.

—¿Fue el 23 de abril cuando se produjo la batalla de Villalar?

—Sí. Recuerdo que aún no había guardado la carta cuando mi hijo entró en la habitación. Vi que su cara se iluminaba al fijarse en el pergamino que tenía en mis manos: «¿Es de padre? ¿Vendrá enseguida? ¿Se acuerda de mí?», me preguntó lleno de ilusión mi pobre niño…

María había reclinado la cabeza en el respaldo del sillón. Con sus blanquísimas manos sobre el regazo y los ojos cerrados parecía que la vida se ausentara de su ser. Morayma la miró sin decir nada. Permanecieron unos minutos en silencio hasta que María, con una dulce sonrisa, miró a su amiga a la vez que le decía:

—Hoy ha sido una tarde de confidencias y quiero contarte antes de que acabe el día la muerte de Juan.

—¿No prefieres descansar un rato antes de la cena? Mira, no hemos oído entrar a Zahía, seguro que ha sido ella quien ha dejado esta fruta. ¿Te apetecen unas uvas? —ofreció Morayma fijándose por primera vez en la bandeja.

—No, pero no te preocupes por mí, me encuentro bien —aseguró María, iniciando a continuación su relato—. La noche del 22 de abril, el mismo día que había recibido la carta, después de cenar me seguía sintiendo un poco inquieta y decidí salir al jardín que teníamos en la parte trasera de la casa. No hacía frío. Era una noche muy hermosa de primavera. No podía dejar de pensar en Juan y en la difícil situación que atravesaba. Presentía que me necesitaba. No entendía muy bien por qué se había quedado tanto tiempo en Torrelobatón. Tenía que hacerle llegar mi confianza y seguridad en él. No debía titubear, la victoria de la Comunidad aún estaba al alcance de nuestras manos. ¿Habría conseguido llegar a Toro? Trataba de imaginar lo que estaría haciendo mi marido en aquellos momentos. Miré al cielo, desde donde me encontraba no podía ver la luna, ignoraba en qué fase se encontraba, pero por la claridad que inundaba el jardín debía de ser plenilunio y me acordé de aquella noche en la Alhambra y de lo que tú, Morayma, me habías dicho. Tal vez Juan, pensé, al que tanto le gusta pasear antes de dormir, la esté mirando ahora. Recuerdo que las veces que, siguiendo tus consejos, le hablé a la luna llena, después me sentía relajada, pero aquella noche sucedió todo lo contrario. Te confieso que me daba vergüenza, ya no era una muchacha, pero ¿y si resultaba eficaz? Me situé en una zona del jardín donde podía ver la luna, que efectivamente estaba llena, y empecé a contarle lo que quería que le transmitiera a Juan, pero inesperadamente unas nubes la ocultaron y aquello, que no revestía ninguna importancia, me dejó un tanto confusa, sobre todo porque las nubes no volvieron a moverse. Esperé durante un tiempo y me fui, no permitiéndome pensar en la infinidad de interrogantes que se me planteaban ante lo sucedido. No quise darle importancia y me retiré a mi cuarto a dormir. Morayma, ¿cómo pude descansar tranquila? ¿Por qué a la mañana siguiente salí con Zahía al mercado y me entretuve charlando con la gente sin sentir nada extraño? ¿No tendría que haber percibido alguna sensación especial cuando la persona a la que más quería estaba en peligro?

—Tú la percibiste y no quisiste hacerle caso. Me acabas de decir que desechaste todas las preguntas que te surgían ante la aparición de aquellas nubes que cubrieron la luna y tampoco te preocupaste por conocer el motivo de tu nerviosismo, pues decidiste irte a dormir. Muchas veces, María, no somos sensibles a ciertas vibraciones simplemente por falta de atención.

—Es posible que tengas razón y que aquella noche la luna quisiera decirme que no podría transmitirle nada a mi marido porque Juan nunca volvería a verla. Aquella noche Juan no paseó antes de dormir, como yo me imaginaba, aquella noche él y los otros capitanes ultimaban todos los detalles dentro del castillo de Torrelobatón, ya que a la mañana siguiente saldrían para Toro. Juan, el día anterior, había enviado algunas patrullas para que inspeccionaran las posiciones del enemigo. Sabía que les esperaba una jornada muy complicada y en un momento tal vez de desaliento o de sinceridad para con sus hombres les dijo unas palabras que he escrito para que nunca se me olviden. Morayma, acércame aquel joyero, por favor.

Era el joyero que Zahía le había traído de la habitación y al acercarme pude comprobar la belleza de su repujado, que mostraba el relieve de distintas flores. Al tornarlo de mis manos, María lo acarició con cariño y, abriéndolo, sacó de él unos pergaminos muy doblados para que cupieran en la caja. Después de comprobar cuál era el que buscaba dijo:

—Juan de Sosa, el fiel compañero y servidor de Juan, fue recordando una por una las palabras que Juan pronunció aquella noche y que yo he transcrito.

Con voz firme, María comenzó a leer las palabras que su marido había dicho a sus hombres:

«Vosotros mismos veis como yo cuál es nuestra desgracia: menestrales y labradores rehúsan batirse. Sólo resta el que nosotros, que somos un puñado, muramos. Conviene que tengamos ahora presente el papel que hemos representado y la opinión que vulgarmente se tiene de nosotros; que no tengan motivo alguno para quejarse de nuestra fidelidad los pueblos que pusieron en nuestras manos sus fortunas y sus vidas: sepan que no nos ha faltado valor para llevar, si no al fin debido, indudablemente el que ha sido grato a Dios, la empresa que no sé por qué desgracia nuestra emprendimos, y si nos tuvieran que envidiar la victoria, cederá en gloria nuestra el habernos querido favorecer el cielo en tan grande empresa».

María terminó de leer a duras penas y, emocionada, le dijo a Morayma:

—He llorado mucho leyendo estas palabras. ¿Te imaginas cómo tendría que sentirse Juan para expresarse de esta forma? Tuvieron que ser momentos terribles para que él manifestara tan claramente su desilusión y considerara una desgracia haber luchado por la Comunidad.

—Debe resultar desolador comprobar cómo todo tu esfuerzo por intentar cambiar una situación no ha servido para nada. Que hayas tenido problemas con tu propia gente y que cuando necesitas ayuda nadie te responde —señaló Morayma—. Antes hiciste alusión al dinero que le habías enviado y que nunca llegó a su destino, ¿por qué sabes que no lo recibió?

—Laso de la Vega, en sus deseos de granjearse el favor de los imperiales, se encargó de poner dificultades en el camino que desde Toledo llevaba a Torrelobatón. Había grupos apostados en determinadas zonas que trataban de impedir el paso. Los hermanos Aguirre, a quienes yo había entregado los cinco mil ducados, según su propia confesión, decidieron no arriesgarse a ser detenidos y se quedaron con el dinero, sin pensar en las consecuencias que aquella acción tendría en el ánimo de mi marido, que podría pensar que en Toledo se desentendían de él y que yo no hacía nada por remediarlo. Todavía hoy se me encoge el corazón al pensar en la frustración que debió sentir Juan —dijo María con rabia—. Había perdido un tiempo precioso esperando que los dirigentes de la Junta se pusieran de acuerdo y aguardando inútilmente la llegada de una ayuda que nunca apareció. Desesperado, salió la mañana del 23 de abril de Torrelobatón con dirección a Toro. Iba dispuesto a entregar su vida por la Comunidad. Le acompañaban unos seis mil hombres y quinientos caballos. Se movían con cierta lentitud, una lluvia incesante había embarrado los caminos dificultándoles la marcha. Para levantar el ánimo a sus desmoralizados soldados, Juan ordenó desplegar las banderas y redoblar los tambores. Los realistas, avisados de la salida de las fuerzas comuneras de Torrelobatón, les dieron alcance en las inmediaciones de Villalar y allí les atacaron de inmediato. Desconcertados los comuneros ante el ataque de la caballería enemiga, sucumbieron con facilidad. De nada sirvió que Juan ordenara detenerse para intentar hacerles frente, sus tropas, indisciplinadas, siguieron huyendo. Juan luchó valientemente y, enfurecido gritaba: «¡Santiago y libertad!». Pero el eco le devolvía el grito de los imperiales: «¡Santa María y Carlos!». Juan miraba el campo de batalla y sólo veía cruces blancas en el pecho de los contendientes, ¿y las cruces rojas?, ¿dónde estaban los suyos? Unos habían muerto y otros huido, aunque observó con orgullo cómo sus capitanes, siguiendo su ejemplo, luchaban como valientes… Apresados Juan Bravo y los Maldonado, aún siguió Juan luchando hasta el último momento, en el que se entregó. Era tal el odio que la mayoría de imperialistas sentía por Juan de Padilla que uno de ellos, Juan de Ulloa, al identificar a mi marido le cruzó el rostro con un cuchillo y todos festejaron aquella vileza impropia de un caballero. Juan y los otros capitanes detenidos fueron encerrados en el castillo de Villalar, propiedad del desgraciado que hirió a mi marido. Aquella noche Juan pidió permiso para escribir dos cartas, una para mí y otra para Toledo. No he olvidado ninguna de sus últimas palabras, es una despedida hermosa: «Mi ánima, pues ya otra cosa no tengo, dejo en vuestras manos. Vos, señora, haced con ella como con la cosa que más os quiso». —María estaba serena, se irguió un poco en el sillón y mirando directamente a Morayma, prosiguió—: ¿Sabes? Ésta es la segunda vez en mi vida que no lloro ante sus palabras de despedida. Tampoco lo hice la primera vez que las leí.

—¿Cómo es posible que no te emocionaras? —preguntó Morayma sorprendida.

—Cuando las emociones son demasiado fuertes, nunca sabes cómo reaccionarás. Recuerdo que era muy temprano, casi no había amanecido, cuando escuché pasos apresurados y después el ruido de la puerta al cerrarse. Me levanté inmediatamente, estaba segura de que ocurría algo grave. Pensé en mi suegro, que los últimos días no se encontraba muy bien de salud, pero al salir al pasillo y ver a Zahía que atendía a Juan de Sosa, el hombre de confianza de mi marido, supe que era a Juan a quien le había ocurrido algo. El criado había conseguido huir después de que Juan fuera hecho prisionero en Villalar y sin detenerse ni un solo minuto había llegado a casa después de veinte horas cabalgando. Le hice pasar a la sala y le pedí que se sentara mientras Zahía le preparaba algo para comer. Juan de Sosa, después de entregarme las cartas, me contó lo que había sucedido. Mientras le escuchaba tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no llorar, pero no debía hacerlo ante un criado. Y además no todo estaba perdido, Juan aún vivía.

»—Debo regresar enseguida, señora. Quiero estar cerca de él.

»—Pero primero comerás algo y descansarás un rato. Mientras tanto yo escribiré una carta para que se la entregues.

»—Como usted disponga, señora.

»—Dejé a Sosa en manos de Zahía, pero antes les rogué que guardaran secreto, nadie debía saber por nosotros lo ocurrido en Villalar. Al cerrar la puerta de mi habitación creí que iba a llorar, pero tenía que leer la carta de Juan…

Señora, si vuestra pena no me lastimara más que mi muerte, yo me tuviera enteramente por bienaventurado…

»—Era la mejor persona del mundo, estaba a punto de ser condenado a muerte y sólo pensaba en el dolor que esto podría causarme. Tenía que escribirle de inmediato, Juan necesitaba saber que le amaba más que a nada ni a nadie en el mundo y que sólo vivía para él y así lo seguiría haciendo aun cuando no estuviera. Me animé diciéndome que cuando se supiera la noticia en Toledo me desplazaría a Villalar y ya encontraría allí la forma de poder verle. Al terminar de escribir llamé a Zahía para que le diera la carta a Sosa.

»—Está descansando, me ha pedido que le despierte dentro de tres horas y saldrá al galope para Villalar.

»—De acuerdo —le dije a Zahía—, a primera hora de la tarde quiero que me acompañes a la tienda de Benadrete.

»—No había vuelto a verle desde la discusión que habíamos mantenido por culpa del obispo Acuña, pero en aquellos momentos era la única persona con la que deseaba hablar.

»—¿Te encuentras bien, mi niña? —me preguntó preocupada Zahía.

»—No, estoy a punto de morirme de dolor, pero no quiero ceder.

»—Obedeciendo a un impulso que no pudo reprimir, Zahía me abrazó. Sólo entonces comencé a llorar… Era el 24 de abril de 1521… A pesar de mis proyectos de visitar a Benadrete no pude salir. Me encontraba muy mal. Le pedí a Zahía que llevara al niño a casa de su tío Pedro, no quería que me viera en aquel estado. Me parecía estar viviendo un mal sueño y deseaba despertar. Sólo me consolaba pensar que Juan habría recibido mi carta, pero el día 26 llegó la terrible noticia a Toledo: Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado habían sido decapitados en Villalar.

»—¡Tiene que ser una equivocación! —grité aterrorizada—. Han sido derrotados, pero siguen vivos…

»—No, mi niña —me decía Zahía, que había regresado del mercado corriendo al escuchar la noticia—, lo estaban contando personas que presenciaron la ejecución.

»—¡Dios mío, Juan estaba muerto!

María lloraba desconsoladamente ocultando su rostro con las manos. Morayma, que tampoco podía contener las lágrimas, se acercó a ella en un gesto de cariño:

—Tranquilízate —le dijo mientras la abrazaba.

—¡Qué cobardes! —gritó María—, y cuánto le temían. Qué vergüenza de juicio y de jueces. ¿Sabes que Francisco Maldonado no era el que tenía que morir en el cadalso?

—¿Y por qué lo decapitaron entonces?

—El condenado era su primo, Pedro Maldonado, pero como era sobrino del conde de Benavente y éste se opuso a la ejecución de su pariente, pues los justos e imparciales jueces, muy disciplinados, decidieron hacer méritos ante la nobleza.

—¡No puede ser verdad lo que me estás contando! —exclamó Morayma verdaderamente sorprendida.

—Sí, puedes estar segura de que eso fue lo que pasó.

—Puedo llegar a entender la debilidad de los jueces y que cedieran a las presiones de alguien importante, pero, ¿por qué condenar a muerte a alguien para el que sólo habían decidido un tiempo de prisión? —preguntó Morayma.

—La gente se había enterado de que eran tres las sentencias a muerte y tres tenían que ser los ajusticiados. Para solucionar el problema buscaron a otra persona y decidieron que fuera su primo Francisco Maldonado, al que tuvieron que enviar a buscar porque ya había salido para la prisión de Tordesillas.

—Verdaderamente —se indignó Morayma— fue vergonzoso.

—En toda aquella horrorosa ejecución sólo el comportamiento de los tres capitanes comuneros que fueron ajusticiados es digno de mencionarse. Su firme compromiso con los ideales que defendían y su valor ante la adversidad han quedado como ejemplos para la historia —concluyó María.

—¿Qué pasó? —preguntó Morayma.

—Se necesita mucho valor para dirigirse hacia el lugar donde te van a quitar la vida y hacerlo con la dignidad y la serenidad presidiendo todos tus movimientos. Mi marido y mi pariente Juan Bravo cabalgaban juntos hacia el lugar en el que iban a ser inmolados. Delante de ellos un pregonero leía: «Ésta es la justicia que manda hacer su majestad y los gobernadores en su nombre a estos caballeros. Mándalos degollar por traidores…». Juan Bravo no pudo contenerse y gritó: «¡Mientes tú y aun quien te lo manda decir!». Mi marido, más sereno, tranquilizó a Bravo diciéndole: «Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros; pero hoy es de morir como cristianos».

—Dios mío, María, es maravilloso su comportamiento. No me sorprende que todo el mundo quisiera a tu marido.

—Sí que lo era y así lo reconoció Juan Bravo, que pidió al verdugo que lo degollara a él primero porque no quería presenciar la muerte del mejor caballero que quedaba en Castilla… Morayma —sollozó María—, sus cabezas fueron clavadas en la picota… y allí permanecieron hasta que se secaron… Maldonado, Bravo y Padilla, tres hombres buenos y valientes, perdieron la vida en plena juventud. Se la arrancaron por defender lo que consideraban justo, por querer mejorar la situación del reino del que eran naturales y al que amaban más que a su propia vida.

Las dos mujeres lloraban abrazadas. Y así permanecieron durante unos minutos hasta que María, secándose las lágrimas, dijo:

—Ya puedes perdonarme por todas las desgracias que te he contado esta tarde, lo siento.

—Por favor, María, no sabes cómo te agradezco que hayas compartido conmigo recuerdos tan íntimos. Quiero que sepas que cada día te admiro más. ¿Cómo después de la muerte de Juan pudiste seguir en Toledo? Si yo hubiera estado en tu lugar, habría salido inmediatamente en busca de mi familia.

—Querida Morayma, como antes te decía, a veces nuestras propias reacciones nos sorprenden. Cuando Hernando de Ávalos y otros comuneros llegaron a casa para comunicarme la triste noticia, yo ya estaba serena. La noche anterior no había podido dormir. Cuando me empezaba a quedar dormida me imaginaba lo sucedido en Villalar y, sobresaltada, gritaba para huir de aquellas terribles imágenes. Zahía me había dado unas infusiones para tranquilizarme y por la mañana me encontraba como ausente. Lo cierto es que en aquellos momentos no sabía qué iba a hacer, ni me lo planteaba. Recuerdo que al poco tiempo de haber llegado Hernando de Ávalos se presentó el obispo Acuña, quien, después de darme el pésame, propuso que la carta que Juan había escrito para la ciudad fuese leída a los toledanos y que las campanas de la catedral y de todas las iglesias de Toledo mostrasen su dolor por la pérdida del capitán comunero.

—¿Guardas esa carta? —preguntó Morayma.

—Sí, conservo todos los documentos que aluden a Juan —dijo María, a la vez que abría el joyero y extraía la carta—. Te la voy a leer:

A tu corona de España, y luz de todo el mundo, desde los altos godos muy libertada. A ti, que por derramamiento de sangres extrañas, como de las tuyas, cobraste libertad para ti e para tus vecinas ciudades. Tu legítimo hijo, Juan de Padilla, te hago saber cómo con la sangre de mi cuerpo se refrescan tus victorias antepasadas. Si mi ventura no me dejó poner más hechos entre tus nombradas hazañas, la culpa fue en mi mala dicha, y no en mi buena voluntad, la cual como a madre te requiero me recibas, pues Dios no me dio más que perder por ti de lo que aventuré. Más me pesa de tu sentimiento que de mi vida; pero mira que son veces de la fortuna que jamás tiene sosiego. Sólo voy con un consuelo muy alegre, que yo, el menor de los tuyos, muero por ti, e que tú has criado a tus pechos, a quien podría tomar enmienda de mi agravio. Muchas lenguas habrá que mi muerte contarán, que aún no la sé aunque la tengo bien cerca: mi fin te dará testimonio de mi deseo. Mi ánima te encomiendo como patrona de la cristiandad; del cuerpo no digo nada, pues ya no es mío, ni puedo más escribir porque al punto que ésta acabe tengo a la garganta el cuchillo con más pasión de tu enojo que temor de mi pena.

No le había pasado desapercibido a Morayma el cambio que se iba efectuando en la expresión del rostro de su amiga mientras leía y se dio cuenta de que aquella carta había tenido importancia decisiva en su posterior comportamiento. Al terminar de leer, María dobló cuidadosamente el pergamino y miró a Morayma… Al encontrarse con sus ojos supo que no necesitaba explicarle nada, sólo le comentó:

—No podía fallarle. Yo, desde entonces, sólo viviría para vengar su muerte y para seguir defendiendo aquello en lo que los dos creíamos.

—María, nunca me cansaré de repetirlo, ¿te imaginas lo orgulloso que se sentiría Juan al ver tu comportamiento?

—No más de lo que yo me siento de él —afirmó María mientras guardaba aquellos documentos en el joyero.

Morayma, que había observado cómo su amiga acariciaba amorosamente el joyero cuando se lo había acercado, de repente se dio cuenta:

—María, éste el joyero que te regaló Benadrete, ¿verdad?

—¿Por qué lo sabes? —preguntó sorprendida María.

—Muy sencillo, lo he leído en tu diario.

—Claro, qué tonta soy. Aunque no, en el diario no digo que Benadrete me lo regalara. Sí que prometió hacerlo si perdía la apuesta, pero la ganó y yo tuve que entregarle uno de mis abanicos. Estoy segura —afirmó María— de que en ningún momento hago alusión a ello. ¿Por qué lo has adivinado?

—Te conozco tan bien. Ya sabes que muchas veces no necesitas decirme lo que piensas.

—De acuerdo, has acertado.

—Le querías mucho, de ello estoy segura —afirmó Morayma y siguió preguntándole—: ¿Hicisteis las paces? ¿Qué ha sido de él?

—Yo también te conozco muy bien, querida Morayma, y veo que por fin te has decidido a preguntarme por mi amigo judío, algo que deseabas hacer desde el momento en que supiste de su existencia. Te habría encantado conocerle, seguro que hubierais congeniado. Después de ti, él era mi mejor amigo. Me porté muy mal con Isaac, pero eso no significaba que hubiera dejado de quererle. Después de la discusión que mantuvimos dejamos de vernos. Como te contaba hace unos minutos, intenté ir a su casa cuando conocí la derrota de Villalar, pero no pude, y fue él quien acudió a verme al enterarse de la muerte de Juan. Yo, que había estado muy tranquila con los jefes comuneros, al ver a Isaac me derrumbé. Pasó la tarde conmigo, hablamos de muchas cosas. Pretendía distraerme de mi pena. Aclaramos todo entre nosotros, pero, como era un buen amigo, volvió a repetirme lo mismo que nos había distanciado:

»—María, Acuña sigue en Toledo y desconozco cuáles son sus planes, pero espero que ahora se desligue de él. Usted, si no quiere pedirle ayuda a su tío, el marqués de Villena, cosa que entiendo, debería recoger todas sus pertenencias y con su hijo y los criados irse al sur, a casa de su hermano, el conde de Tendilla.

»—Eso es imposible, Luis nunca me recibiría y yo tampoco estoy dispuesta a pedirle ayuda.

»—Pues vaya a casa de su hermana, la condesa de Monteagudo, seguro que ella la acogerá con los brazos abiertos.

»—Sí, ella sí me quiere, aunque tampoco se lo pediré.

»—No sea usted orgullosa.

»—No es cuestión de orgullo, Isaac. No deseo moverme de Toledo, éste es mi sitio. No se preocupe, Acuña pronto abandonará la ciudad.

»—Mi querida María, usted es muy valiente, pero tenga cuidado. Sabe que la quiero y la respeto mucho, prométame que será prudente.

»—No sé si era el tono de su voz o la forma de hablarme lo que me resultaba extraño.

»—Isaac —le dije, intentando sonreír—, parece que no fuéramos a vernos nunca más.

»—Sí, es posible que ésta sea la última vez que estemos juntos.

»—Pero, ¿por qué? ¿Piensa usted irse de Toledo? No, no puede ser, porque Toledo es su ciudad, la ciudad donde están enterrados sus antepasados, la ciudad que más ama.

»—Es verdad, aquí reposan los restos de mis padres, abuelos, bisabuelos… y los de mi amada mujer junto con los de nuestra hija. Y no es menos cierto que Toledo forma parte de mi ser, ¡es mi tierra, mi casa! Aunque últimamente me siento como un extraño. Hace más de dos siglos, María, un judío de Gerona, el rabino Najmánides se encontró en una situación difícil tanto por la complicada relación con los cristianos como con los propios judíos, que aparecían divididos y con problemas internos. Al final decidió abandonar la que era su tierra y, en una frase que a mí siempre me ha parecido hermosa, se despidió de su rey y amigo, Jaime I, diciéndole: “Mira, rey, tú eres más importante que el Mesías para mí porque estoy mereciendo el cielo mientras vivo aquí en el exilio. Porque esto es el exilio, mi patria verdadera es Jerusalén”. Y Najmánides se fue. Tenía entonces sesenta y siete años y no temió los contratiempos del viaje. Yo, María, asumo su frase porque me siento como si viviera en el exilio.

—Najmánides consiguió llegar a Jerusalén y tuvo tiempo de construir una hermosa sinagoga —apuntó Morayma sonriente.

—¿Qué sabes tú de la vida de Najmánides? —le preguntó extrañada María.

—Muy poco. Conocí al personaje estudiando la obra de Maimónides. Najmánides era un personaje conciliador y de gran valía que destacó por su brillante elocuencia.

—Se me había olvidado lo sabia que eres —sonrió María.

—Por favor, no te rías de mí y sigue hablándome de Benadrete —pidió Morayma.

—Benadrete estaba pasando momentos muy complicados. Me confesó que vivía atemorizado, tenía miedo. Hasta él habían llegado rumores. Y me dio nombres de personas importantes que no dudaban en culpar a los conversos de ser los instigadores de la guerra de las Comunidades.

»—Pero eso es absurdo, Isaac, y tiene que ser completamente falso —le comenté.

»—Usted sabe, María, que el almirante Fadrique Enríquez no dudó en atribuir el éxito de Acuña en Toledo a la ayuda de los conversos.

»—Pero todos sabemos que eso no es verdad.

»—Los toledanos seguro que no le dan importancia, pero en otras personas siempre permanecerá la duda. ¿Qué pensará el Emperador? —se preguntó Benadrete—. Porque a él también le han escrito culpándonos a nosotros de las revueltas. Incluso se ha llegado a decir que la mayoría de los muertos en el bando de los comuneros no tenían prepucio.

»—Me parece una barbaridad. ¿Se han dedicado a examinar los cadáveres? —le dije medio en broma.

»—Es muy difícil, María, vivir en esta situación. Claro que hay conversos del lado de los comuneros, pero también lo están en las filas realistas. Además, si se pretende que los conversos estemos integrados en la sociedad, tendremos que tomar partido, como el resto del pueblo, por las distintas opciones que se nos presenten. Pero lo verdaderamente grave, lo que me aterra, es comprobar que siempre estamos en el punto de mira y los cristianos nunca dejarán de dudar de nosotros considerándonos culpables de aquello que no les guste. Además, María, usted conoce mis sentimientos y sabe que no me he ido, primero por cobardía, y después para no perjudicar a mi hijo. Pero lo cierto es que ahora tengo una gran aliada en mi nuera. Teresa comparte mis temores y no quiere que su marido y su hijo estén siempre bajo sospecha. Así que es muy probable que los cuatro nos vayamos cualquier día.

»—Me daba mucha pena pensar que no volveríamos a vernos, pero me alegraba por él.

—¿Se fue? —preguntó muy interesada Morayma.

—Sí, a los pocos días de nuestra conversación salieron de Toledo camino de Jerusalén.

—¡Casi no puedo creerlo! Perdonad que os interrumpa, pero, ¿sabéis la hora que es?

María y Morayma, sorprendidas, miraron a Zahía, que les hablaba desde la puerta.

—No habéis probado la fruta y son las nueve de la noche, ¿tampoco cenaréis? —les preguntó simulando enfado.

—Pasa, Zahía —pidió María—, ha sido una tarde de tristes recuerdos, pero que han hecho que me sienta muy viva. —Y dirigiéndose a Morayma le preguntó—: ¿Quieres que vayamos a cenar?

Morayma deseaba tanto conocer a través de María lo que había sucedido en Toledo cuando ella asumió el mando de la revolución que a punto estuvo de pedirle que se quedaran charlando un poco más, pero se contuvo y muy complaciente le dijo:

—Cuando tú quieras, María.

Zahía, muy satisfecha al ver que se levantaban, les comentó:

—Ya veréis como consigo sorprenderos esta noche con el menú de la cena.