VII

Estoy un poco cansada y creo que me vendrá bien acostarme un rato. Aunque ya son las cinco de la tarde, cuando no se tiene un horario que cumplir, poco importa lo que señalen las manecillas del reloj. Ya sé que la hora habitual de la siesta suele ser sobre las tres o tres y media, pero María y yo hemos almorzado muy tarde y la sobremesa se ha prolongado.

Hemos pasado una mañana muy agradable. A mí me hacía mucha ilusión recorrer la muralla de la ciudad, cuyos orígenes se remontan a la época romana, aunque poco queda de ella. La actual se construyó hace unos ciento cincuenta años debido a que el desarrollo de la ciudad necesitaba una mayor expansión. La primitiva sólo circundaba la cabecera de la Seo, sin embargo, la que nosotras contemplamos tiene una extensión de tres mil pasos.

—A pesar de la ampliación de la muralla —me decía María—, fíjate cuántas viviendas existen ya fuera de ella.

—Ése es un buen síntoma —repuse—, significa que la ciudad no deja de crecer.

—Sin duda —corroboró mi amiga—. Sus astilleros cada día gozan de mayor prestigio y su actividad va en aumento. Creo que Oporto tiene unos tres mil habitantes.

Continuamos descubriendo el contorno de la ciudad. De vez en cuando nos deteníamos a observar los cuadrados torreones, que sobresalen de la altura de la muralla unos diez pies. María me enseñó algunos postigos abiertos con posterioridad a la construcción de la muralla, porque, aunque contaba con muchas puertas, siempre es conveniente facilitar el acceso y acortar el camino a determinadas zonas.

Quise volver a una calle por la que había pasado el día anterior con Zahía. Estaba muy cerca de la Ribeira y tenía un nombre que me resultó gracioso: Reboleira. Tenía muchas casas medievales y una de ellas me gustó tanto que estaba deseando volver a verla.

—Pues yo creo —opinaba María— que esta casa tiene más de ciento cincuenta años. Ya le preguntaremos a Juan de Sosa. Además, es muy posible que él conozca a los dueños.

—Es preciosa. Lo cierto, María, es que nunca había visto una casa-torre de estas características.

Desde la tarde anterior, cuando la vi por primera vez, no había dejado de pensar en ella. Aquella casa ejercía sobre mí una poderosa atracción y sin duda me invitaba a soñar. Cuando nos íbamos, me volví a mirarla, porque tenía la sensación de que alguien nos observaba insistentemente desde las ventanas. Pero no vi a nadie e inmediatamente giré los ojos hacia el balcón de la torre al percibir que era desde allí donde me parecía que nos espiaban. Sin embargo, tampoco en el balcón de la torre había nadie. No quise contarle nada a mi amiga porque podría alarmarla y seguimos deambulando por la ciudad.

Al llegar a la Puerta Nueva, María llamó mi atención:

—Mira, Morayma, en este caso el postigo ya ha adquirido categoría de puerta. La encargó el rey don Manuel I para sustituir al Postigo da Praia.

Nos encontrábamos en la margen del Duero y continuamos caminando en paralelo al río, siguiendo la muralla hasta que ésta comenzó la subida a Santa Clara.

—Yo creo que ya está bien de muralla —dijo María riendo—. Te voy a llevar a la iglesia de Santa Clara, que está aquí al lado. Verás cómo te gusta. Pero antes haremos una parada en el monasterio.

María me había hablado de sus buenas relaciones con los conventos femeninos de Toledo y supuse que algunas de sus tardes en Oporto las pasaba con las monjas clarisas a las que íbamos a visitar.

No me equivoqué, María no era ninguna desconocida para ellas, porque después de saludar en el torno, al saber quiénes éramos, nos hicieron pasar a una habitación en la que en una de las paredes aparecía una enorme reja que no permitía ver nada más allá, ya que una cortina cegaba sus agujeros. De repente la cortina se abrió y siete monjas sonrientes aparecieron al fondo dándonos la bienvenida. La superiora, la hermana Isabel, fue muy amable no suscitando ningún tema de conversación que a mí pudiera comprometerme. Sólo se interesó por el tiempo que permanecería en Oporto y dijo alegrarse de mi presencia porque veía que a María le había sentado bien.

—Parece incluso que ha recuperado un poco de peso —afirmó—. Seguro que se le ha abierto el apetito. Doña María, ¿ya le ha dado a probar a su amiga las tripas al estilo de Oporto?

—No, pero acaba de llegar. Tiempo tendrá —respondió María sonriendo.

Disimulé la repugnancia que sólo el nombre me producía y no pregunté nada al respecto.

Nos despedimos de las hermanas y camino de la iglesia María me dijo:

—¿Qué habrías hecho si las monjas nos hubieran convidado y te hubieran ofrecido las famosas tripas?

—Por favor, no seas mala, me hubiera visto obligada a inventar alguna excusa. ¿Tú las has probado? —le pregunté.

—Sí, no están nada mal y el motivo por el que se han hecho tradicionales en la gastronomía de Oporto es muy bonito.

De buena gana no le hubiese preguntado, no sentía ninguna curiosidad, pero por una elemental cortesía me interesé.

—¿Y cuál es la razón de su popularidad?

—Es un hecho relacionado con el infante don Enrique.

—¿El Navegante?

—Sí. Supongo que sabes, Morayma, que él nació aquí, en Oporto —me dijo María muy convencida—, y que siempre estuvo muy ligado a esta ciudad, que lo recuerda como su hijo más preclaro.

—Pues, si te soy sincera —le contesté—, debo confesarte que lo ignoraba. Solamente sé que fue un personaje importante y que ocupa un lugar destacado en la historia de los descubrimientos marítimos portugueses.

—Sin duda —asintió María—, pero es que además de sus viajes exploradores en los que descubrió, entre otros, los archipiélagos de Madeira y Azores, el infante don Enrique también conquistó Ceuta. Y fue en los preparativos de esa expedición cuando se produjo la anécdota que dio lugar a ese plato de la gastronomía de los portuenses o tripeiros, como también se les conoce desde entonces.

—¿Me lo vas a contar? —le pregunté impaciente—. ¿O debo escuchar unas cuantas historias antes?

—Tranquilízate, Morayma, tú nunca pierdes la calma, ¿cuál es la causa de tu nerviosismo?

—María, por favor, no seas retórica conmigo. No estoy nerviosa, sólo deseo conocer la famosa historia de las tripas.

No era verdad. Desde hacía un rato me sentía un tanto nerviosa, aunque desconocía el motivo. Era como si presintiese algo, pero no quería pensar en ello. María me conocía muy bien y también se había dado cuenta.

—A mí no puedes engañarme —afirmó mirándome a los ojos—, pero sea como tú quieres. Ésta es la historia: a la expedición que acompañó al infante don Enrique en la conquista de Ceuta la abastecieron aquí. Toda la población decidió cederle los mejores alimentos y así le entregaron toda la carne de buena calidad de la que disponían y la de los animales que consiguieron cazar, quedándose ellos con las tripas.

—Sí que es un hermoso gesto. Tan hermoso que en honor a aquellos portuenses o tripeiros estoy dispuesta a probar las tripas al estilo de Oporto —le aseguré.

—Querida Morayma, sigues con tu sensibilidad a flor de piel. Eres encantadora. Pero sentémonos un rato antes de entrar en la iglesia y así te cuento cómo se prepara ese plato que estás dispuesta a degustar.

***

La distancia entre el monasterio y la iglesia de Santa Clara era pequeña, pero llevábamos mucho rato andando y además el último tramo había sido en cuesta y María se encontraba fatigada. Nos sentamos en unos poyos de piedra.

En el templo, de estilo gótico, lo más destacado eran unas hermosas tallas doradas pertenecientes a la escuela portuense. Cuando íbamos a salir, nos cruzamos con un fraile dominico que saludó muy ceremoniosamente a María, que, volviéndose hacia mí, me lo presentó. Su nombre, fray García de Loaisa, no me decía nada. Estaba segura de no haberlo visto nunca. Luego María me contó que era el confesor del Emperador.

—Pero, ¿cómo es posible que conociendo al confesor de Carlos V y teniendo buena relación con él no le pides que interceda por ti ante su hijo de confesión?

—Morayma, yo nunca le pediré perdón al Emperador ni le diré a nadie que lo pida en mi nombre. Cosa distinta es que alguien tome personalmente la iniciativa.

—Ya te entiendo —asentí—. Si fuera yo quien lo hiciera, lo aprobarías.

—Estoy segura —me dijo, en una indudable muestra de cariño— de que yo nunca discreparía de tu comportamiento porque te conozco muy bien, Morayma, y, por supuesto, si utilizaras tu influencia con alguna persona cercana al Emperador para que éste me perdone, te lo agradecería. Pero si no lo hacen mis hermanos, que trabajan para él, ¿a quién vas a encontrar tú que se arriesgue a incomodar al Todopoderoso Emperador por acordarse de mí?

—Pues la verdad es que no lo sé, pero lo intentaré —le contesté animosa.

Pensándolo bien, a María no le faltaba razón, aunque las batallas no deben perderse por no haberlas planteado. Por eso, hace sólo unos minutos, le he escrito una nota al gobernador de Oporto. Un muy amigo mío le conoce y me ha pedido que si venía a Oporto, le presentara sus respetos, y eso he hecho: darle cuenta de mi estancia en la ciudad. Le he escrito con la esperanza de que me reciba y también de que me convide a alguna de sus recepciones, en las que sin duda podré conocer y establecer relaciones con personas que puedan influir en el bienestar de María.

La verdad era que la vida de mi amiga en Oporto me parecía muy triste. Apenas si tenía amistades y se pasaba la mayor parte de los días encerrada en casa. Ya sé que eso era lo que la prudencia aconsejaba, no debía dejarse ver con demasiada frecuencia porque era una perseguida por la justicia y tenía que evitar cualquier tipo de complicaciones, pero yo deseaba ayudarla. Aquella misma mañana había podido comprobar en nuestro paseo que nadie la conocía. Sólo la visita a sus amigas las clarisas y el sacerdote, confesor del Emperador, que nos había saludado, demostraban su conexión con el mundo exterior. Y no es que yo deseara que mi amiga fuera popular entre todos los habitantes de Oporto, lo único que deseaba para ella era que se mezclara un poco con la vida de la ciudad para que no estuviera tan centrada en sus preocupaciones. María, que cuando paseaba lo hacía por lugares poco transitados, disfrutó aquella mañana de la novedad de discurrir por el centro de la ciudad cogida de mi brazo, confundidas con el resto de la gente, y aunque sólo fuera por unos minutos, se olvidó de sus problemas. De regreso se mostraba alegre y ocurrente, y su alegría aumentó una vez en casa al encontrarse con una carta de Diego en la que le anunciaba su llegada a Oporto dentro de dos semanas.

—Morayma, no sé el tiempo que tienes pensado quedarte, pero sería estupendo que esperaras la llegada de Diego, porque así nos volveríamos a reunir los tres. ¿Cuánto tiempo hace que no estamos juntos?

—Más de doce años, desde que tú te fuiste de la Alhambra.

—Prométeme que lo intentarás —insistió.

—De acuerdo, veré qué puedo hacer.

Se lo dije para que se quedara tranquila, porque no pensaba prolongar mi estancia, pero estaba segura de que aunque no lo hiciera, Diego y yo nos veríamos en Oporto. Jamás mis sueños se habían equivocado. Ahora comprendía mi nerviosismo inexplicable.

He olvidado el cansancio al acordarme de Diego. Sé que debo recurrir a todas mis fuerzas para mantenerme firme ante él y que no vuelva a suceder lo mismo que en otras ocasiones.

Dicen que los hermanos suelen parecerse, aunque a veces se dan casos en los que no existe entre ellos nada en común. Por ejemplo, mis hermanos y yo somos totalmente distintos, no sólo en el aspecto físico, sino también en nuestra forma de ser, a pesar de que nos hemos criado juntos y eso siempre influye en ciertos hábitos y costumbres que pueden ir moldeando la personalidad. En el caso de María y Diego, que en tantos aspectos son diferentes, sí tienen algunos rasgos idénticos. Los dos comparten un genio vivo y no se arredran ante el uso de las armas. Cuando éramos niños, lo pude comprobar y hace unos minutos, después de comer, María me lo recordaba:

—Te juro, Morayma, que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no acompañar a Juan cuando se fue a defender a los segovianos ante el acoso del ejército realista. Tú sabes que yo era capaz de utilizar la espada igual que algunos hombres y mucho mejor que otros. Además, podría haber estado al lado de Juan brindándole mi apoyo en todo momento.

—¿Se lo pediste a Juan?

—No, simplemente se lo comenté. Yo sabía que mis pretensiones eran imposibles. No podía dejar a mi hijo solo con los criados. Además, piensa en el escándalo que se habría organizado si yo hubiera formado parte del ejército comunero. ¿Te imaginas lo que habría dicho entonces de mí fray Antonio de Guevara?

Como no tenía ni idea de quién era aquel fraile, María me hizo un rápido retrato suyo: era un franciscano envuelto en erudición, pero anclado en el pasado, contrario a cualquier tipo de cambio y con grandes deseos de medrar.

—Creo que ahora es obispo de Guadix —añadió María—, aunque sigue siendo cronista del Emperador, que ha sabido recompensarle por los trabajos prestados.

—¿A qué trabajos te refieres?

—A sus despiadados ataques a la Comunidad y en especial a nosotros. Antonio de Guevara intentó desprestigiar a Juan acusándole de ser débil de carácter y para demostrarlo no dudó en atribuirme a mí el papel del hombre en la familia. No contento con esas difamaciones, hizo públicos unos escritos en los que me acusaba de hechicera y embaucadora.

—Seguro que tú le contestaste —afirmé.

—Por supuesto. Mi respuesta no se hizo esperar y en ella lo calificaba de fraile disoluto, falso, desbocado y corrupto. Él me respondió inmediatamente y no te imaginas de qué forma. Lo mejor será que te lea el escrito, ya verás qué cosas dice.

María se levantó y desde la puerta le pidió a Zahía que le acercara una arqueta pequeñita de plata que guardaba en su habitación, bueno, más que arqueta era un joyero.

—Te preguntarás por qué conservo un documento tan ofensivo para mí, ¿verdad?

—No, no me lo había planteado —respondí sincera.

—Lo hago porque me gustaría que todos conocieran lo injustos que fueron conmigo a la hora de juzgarme. De verdad que no te lo vas a creer —me decía mientras desdoblaba el papel.

Con voz seria leyó:

No me pesa lo que me decís, sino lo que os tengo de responder, porque será necesario que salga mi pluma a hacer armas con vuestra lengua. Descendiendo vos, señora, de parentela tan honrada, de sangre tan antigua, de padre tan valeroso y de linaje tan generoso, no sé qué pecados fueron los vuestros para que os cupiese en suerte marido tan poco sabio y a él cupiese mujer tan sabida. Suelen ser las mujeres piadosas, y vos, señora, sois cruel; suelen ser mansas, y vos sois brava; suelen ser pacíficas y vos sois revoltosa, y aun suelen ser cobardes y vos sois atrevida.

—Como podrás comprobar, soy un dechado de virtudes.

—¿Por qué te odiaba de esa forma? —le pregunté.

—No estoy muy segura de que me odiara. Guevara quería desprestigiar a la Comunidad a costa de lo que fuera y no le importaba mentir. Incluso llegó a acusar a Juan de «tiranizar a toda Castilla», comparando a la Comunidad con movimientos de rebeldía anteriores que sólo afectaban a una circunscripción concreta. Pero lo que no dice Guevara es que esos movimientos tenían un único objetivo: conseguir un puesto o una encomienda para los instigadores. Sin embargo, nosotros luchábamos por la libertad, que considerábamos compatible con la lealtad a los reyes. Deseábamos libertad política, queríamos participar en el gobierno porque nos preocupaba que nadie defendiera los intereses de Castilla.

—Sin embargo, y a pesar de lo poco que yo sé de vuestra lucha —le comenté a María—, sí recuerdo lo que en Granada se decía sobre los verdaderos intereses que os movían, que no eran otros que los de cuatro o seis dirigentes deseosos de mejorar su posición social.

—Ya sé que nuestros enemigos utilizaban aquello con lo que pudieran hacernos más daño. Pero, si eso que te contaron fuera cierto —dijo María muy triste—, ni Juan estaría muerto ni yo en el exilio. Se cometieron muchos errores y traiciones en la Comunidad, ya podrás comprobarlo cuando leas mis escritos, pero nunca sentimos la tentación de olvidarnos de los demás. Nuestra protesta no se parecía en nada, como antes te decía, a la de otras revueltas registradas en la historia. Me viene ahora a la memoria lo ocurrido en el reinado de Enrique IV.

María me contó cómo el marqués de Villena, noble cercano al monarca don Enrique, organizó todo un cúmulo de falsedades en torno a la reina Juana y a su hija, la tristemente recordada como la Beltraneja, para conseguir el maestrazgo de Santiago que el rey Enrique había entregado a Beltrán de la Cueva.

—Villena y sus seguidores no dudaron en enfrentarse al poder real, pero, a diferencia nuestra, ellos no querían cambiar nada, sólo se movían por intereses particulares —me explicó María.

Siempre estuve convencida de que María y Juan habían sido honestos en todos sus planteamientos, pero ahora, al recordar la conversación mantenida con mi amiga, mucho más.

Yo le podría contestar muy bien al fraile Guevara para demostrarle lo equivocado que estaba con María. Por supuesto que es una mujer valiente, fuerte, con un gran carácter y también un poco inquieta, pero ¿acaso se pueden considerar como defectos en una mujer lo que en un hombre serían virtudes? Sin duda su comportamiento se separa del estereotipo femenino de nuestra época, aunque nunca llegó a transgredir totalmente el modelo establecido. No es cruel y sí piadosa. Muy inteligente y culta. Yo, que conocí a Platón leyéndolo con ella, estoy segura de que María defendió las ideas de su marido porque las compartía pero también por amor. Me atrevería a asegurar que, como Alcestis, que consintió en morir para que su marido se convirtiera en inmortal, María no habría dudado en enfrentarse al final de su existencia si con ello hubiera conseguido que Juan hubiera podido llevar a feliz término la Comunidad.

Creo que yo nunca podré amar de esa forma. Probablemente mi corazón tenga capacidad para querer a muchas personas, aunque no con tal intensidad.

Me tumbaré un rato hasta que María, que seguro que está durmiendo, venga a buscarme. Entre tanto leeré un poco más de su diario.

Los temores de mi marido ante lo que iba a suceder en Ávila se cumplieron. Solamente asistieron cinco ciudades: Segovia, Toro, Salamanca, Toledo y Zamora. Bueno, en realidad fueron cuatro, porque los representantes de Zamora se retiraron muy pronto, influenciados por las presiones de Burgos, cuyos representantes a última hora habían decidido no acudir.

La verdad era que no podía considerarse un éxito la participación de sólo cuatro ciudades, siendo dieciocho las que ostentaban representación en Cortes, pero también es cierto que teniendo en cuenta las presiones hechas desde el gobierno central para que no se llevase a efecto la reunión, el hecho de que hubiesen conseguido celebrarla no dejaba de ser un comienzo, no el deseado, pero sí firme y seguro.

Las sesiones de trabajo se desarrollaron dentro de la catedral de Ávila, en la capilla de San Bernabé, y allí los representantes de las cuatro ciudades acordaron constituir una junta General, no reconocer la autoridad del cardenal Adriano ni la del Consejo Real y sí respetar el poder judicial representado por la Chancillería de Valladolid. Eligieron a Pedro Laso de la Vega presidente y a mi marido, Juan de Padilla, capitán del ejército comunero.

Toledo vibraba ante las noticias que llegaban de Ávila y festejó con gran algarabía que fueran dos toledanos los elegidos para asumir cargos de responsabilidad dentro de la comunidad.

Recuerdo que aquellos días había llegado a Toledo mi cuñado Gutierre, con quien Juan no se llevaba especialmente bien, ni yo tampoco. La mañana en que se conoció la noticia de los nombramientos se encontraba en nuestra casa visitando a su sobrino. Debo reconocer que quería mucho a Pedro y que aprovechaba para verlo cuando Juan no estaba. Le había traído un caballito de madera precioso y jugaban con él.

—Querida María, en buen lío os habéis metido. La Comunidad no os traerá más que desgracias. Puede que mi hermano y tú seáis sinceros, pero hay muchos otros que tarde o temprano os traicionarán.

—¿A quién te refieres?

—Ahora mismo a nadie en concreto, aunque son bastantes los candidatos. Claro, que todo dependerá de lo que consigáis. Pero, como yo estoy seguro de que fracasaréis, preparaos para soportar las defecciones y más tarde el castigo.

—Querido cuñado, conozco a algunos aguafiestas, pero tú no tienes rival, los superas a todos.

—No me hagas decirte lo que no quiero —me dijo muy serio—, aunque si dudas de mí te daré algún nombre, bueno, mejor uno solo, el de una persona que goza de toda vuestra confianza: Pedro Laso de la Vega.

—¿Qué quieres decir?

—Simplemente lo que he dicho y espero que un día te acuerdes de esta conversación.

Desgraciadamente, confieso que en más de una ocasión recordé aquella tarde. El hermano de Juan sabía muy bien cómo hacerme daño. Yo no podía creer lo que acababa de decirme, pero, ¿y si sabía algo? Gutierre se movía en medios realistas, era partidario del Emperador y, por supuesto, contrario a todas nuestras reivindicaciones. Sin embargo, no era sólo nuestra distinta forma de pensar lo que le enfrentaba a nosotros, había algo más que nunca conseguí explicarme, Aquella mañana, antes de irse, volvió a zaherirme como él sabía.

—Me imagino que mi hermano, tu marido, se sentirá el hombre más feliz del mundo al ser cada día más popular y al ver cómo todos le quieren, especialmente las mujeres, porque hay que reconocer que es guapo, ¿verdad? —me dijo de forma insidiosa—. Bueno, ¿qué me vas a decir tú si es el hombre del que te has enamorado?

—¿Pretendes despertar mis celos? —le pregunté molesta.

—No, sólo deseo avisarte para que estés atenta. Y en prueba de que no me invento nada, aquí te dejo lo escrito por uno de los cronistas. Habla de tu marido Juan y del cariño del pueblo hacia él después de lo de Segovia.

Era tan en extremo el amor y reputación en que generalmente era tenido Padilla de todos los pueblos, que es muy poco lo que puedo aquí escribir, porque los clérigos dejaban sus iglesias para seguirle, las mujeres y doncellas iban de unos lugares a otros sólo por verle, los labradores con carretas y mulas le iban a servir sin precio alguno, los soldados y escuderos peleaban debajo de su bandera sin pagarlos, los lugares por donde pasaban daban de comer a él y a los suyos liberalmente, cuando pasaba por las calles todos se ponían a las puertas y ventanas echándole mil bendiciones, en las iglesias hacían pública plegaria por él para que Dios le quisiese guardar, finalmente, aquél se tenía por bienaventurado que le había visto y más el que le había servido.

Lo he transcrito porque es hermoso y, además, verdad. Debo confesar que a veces me dolía que le quisieran tanto. Yo deseaba a Juan para mí sola.

Releí aquel texto mil veces y traté de imaginar cómo serían las mozas que salían a su encuentro. Un hombre tenía que ser muy fuerte para no ceder a la ingenua seducción de jóvenes y hermosas doncellas. ¿Habría sucumbido Juan a los encantos de alguna de ellas? Cuando regresó de Ávila, al quedarnos a solas, esto fue lo primero que le dije:

—Juan, ¿me has sido infiel? De ser verdad, ¿me lo dirías?

—¿Por qué me haces estas preguntas? —dijo mirándome muy serio.

—Respóndeme, por favor —casi le rogué.

—No entiendo absolutamente nada de lo que sucede, pero no, no te he sido infiel. En cuanto a mi sinceridad, puedes creerme. Tal vez no te diría nada si tú no me lo preguntaras, pero si lo hicieras, ten la completa seguridad de que te contaría la verdad. Pero no pienses en esas cosas, porque aunque los hombres tenemos «bula» para permitirnos ciertos desahogos de vez en cuando, yo no la necesito porque cada día te quiero más.

Ahora la seria era yo. Lo que acababa de decir era opinión generalizada y las mujeres teníamos que soportarlo como mejor supiéramos, pero yo no estaba dispuesta.

—Préstame toda tu atención —le pedí enérgica—. Yo nunca te perdonaría esos «desahogos» por muy permitidos que estén. Probablemente seguiría a tu lado, Juan, pero seríamos como dos extraños. Tenlo siempre muy presente.

—Dime, ¿qué te sucede? Jamás te había visto así —me rogó un poco molesto.

Le acerqué el escrito que me había dado su hermano y salí de la habitación para pedirle a Zahía que dispusiera todo para que Juan se pudiera dar un baño. Al entrar, me rodeó con sus brazos, y riéndose me dijo:

—Ni mil mujeres maravillosas conseguirían que dejara de pensar en ti. Así que olvídate de esos celos absurdos.

—Puede que mil no, pero tal vez mil cinco sí, ¿verdad?

Mi humor había cambiado y estaba feliz de que Juan se encontrara nuevamente en casa.

—María —me dijo—, ahora mismo voy a darle a Pedro las buenas noches para dedicarme íntegramente a ti. Tengo que contarte muchas cosas.

***

Fueron dos días intensos en los que nos amamos en cada uno de nuestros gestos. Los dos sabíamos que se avecinaban tiempos difíciles en los que lo más complicado sería vivir separados. Juan, al frente del ejército comunero, debía salir hacia Tordesillas. Habían acordado intentar entrevistarse con la reina Juana para comunicarle lo que estaba sucediendo.

—¿No crees que tratarán de impediros que veáis a la Reina? —le pregunté.

—Es posible, pero ya verás cómo no consiguen detenernos. Hemos vencido a los realistas en Segovia y lo volveremos a hacer ahora. Aunque puede que todo sea más fácil y que nadie se imagine nuestras intenciones de trasladamos a Tordesillas —me dijo muy seguro.

Yo no compartía su confianza. El cardenal Adriano y su gobierno tenían que sospechar que lo primero que tratarían de hacer los rebeldes sería intentar ponerse en contado con la reina doña Juana y no me equivoqué. Unos días después de irse Juan, mi suegro decidió venir a pasar un tiempo conmigo y con el pequeño Pedro. Él sospechaba cómo me sentía y quería mostrarme su apoyo y cariño, algo que yo le agradecía, aunque era imposible que nadie me quitara la pena de estar sin Juan. Una pena asumida, porque si de mí hubiera dependido, jamás habría hecho nada para que mi marido se quedara en casa. No quería privarle de la importante misión que tenía que cumplir y que yo apoyaba sin ningún tipo de reservas. Dios nos había dado entendimiento y fuerzas para poder manifestar nuestra opinión. Sin duda la postura cómoda habría sido olvidarse de los problemas, pero Juan y yo, que pensaba como él, no podíamos ni queríamos dejar de tomar parte activa en la sociedad en la que vivíamos. Por eso, aunque yo me sintiera rota sin la presencia de mí esposo, le apoyaba para que no desfalleciera en su labor, aun sabiendo que sus obligaciones eran la causa de su alejamiento.

Pues bien, aquella mañana llegó mi suegro, quien después de besar a su nieto y darle algunos regalos, me dijo:

—María, ¿por qué no llamas a Lina para que se ocupe de Pedro y me acompañas? Necesito contarte las últimas noticias de las que me he enterado hace unos minutos cuando venía para aquí.

Me puse nerviosa, aunque mi suegro no tenía cara de ser portador de malas nuevas, sino todo lo contrario. No me imaginaba qué podía ser lo que tenía que decirme, porque Juan no había tenido tiempo de llegar a Tordesillas.

—Pasemos al salón —le propuse—, estoy impaciente y deseando escucharle.

—Son noticias —me dijo— que van a beneficiar a la Comunidad, pero son malas.

—¿Qué ha pasado? —le interrumpí sin dejarle continuar.

—Que más de la mitad de Medina del Campo ha desaparecido bajo las llamas.

—¡Dios mío! —exclamé desolada—. ¿Cómo una desgracia así puede beneficiarnos?

Entonces mi suegro me contó que el cardenal Adriano, temeroso de que Padilla y su ejército se dirigieran a Tordesillas, había dado órdenes de que fueran interceptados. Para ello necesitaban hacerse con la artillería real que se encontraba almacenada en Medina. Antonio de Fonseca, responsable del ejército real, decidió ir a buscarla. Pero cuando el pueblo de Medina se enteró de lo que pretendían los realistas, salió a la calle para impedir que se apoderasen de las armas. No querían que éstas se utilizaran contra Padilla y sus hombres.

—Padre —a veces me gustaba dirigirme a mi suegro así—, ¿no se siente orgulloso de su hijo Juan? ¿No se emociona al ver cómo le quieren?

—Claro que llevo con orgullo ser su padre, pero no por este reconocimiento popular, sino porque le conozco y sé muy bien cómo es. El cariño de la gente, María, es mudable, igual te adoran hoy que te aborrecen mañana.

—Sí, tal vez tenga razón —asentí pensativa—. Por favor, siga contándome lo sucedido en Medina.

—A Antonio de Fonseca o a alguno de sus hombres de confianza, no se sabe muy bien de quién fue la idea, al ver el comportamiento de la gente que les impedía el paso, no se le ocurrió otra cosa que incendiar una casa, pensando que de esa forma se dispersarían para acudir a sofocar el fuego. Pero, para su sorpresa, esto no sucedió; el pueblo siguió formando una barrera infranqueable, mientras el fuego se propagaba alcanzando dimensiones inimaginables. Fueron momentos trágicos… Más de quinientas casas desaparecieron bajo las llamas y la multitud enloquecida tomó represalias. Al no poder encontrar a Fonseca, responsable de lo sucedido, asaltaron la casa del regidor, Gil Nieto, que fue asesinado a cuchilladas y luego quemado. La protesta —siguió contándome mi suegro— se extendió por toda Castilla, en Valladolid fueron incendiadas las casas del general Fonseca, huido a Portugal, y la del procurador en Cortes Francisco de la Serna.

—¿Dónde se encontraban Juan y su gente cuando esto sucedía? —pregunté nerviosa.

—Creo que en Martín Muñoz de las Posadas. Ahora, cumpliendo órdenes de la Junta, se dirige a Medina al frente de la milicia de Toledo, Segovia y Madrid.

Resultaba doloroso que aquella desgracia ocurrida en Medina del Campo pudiera beneficiarnos, porque, según pensaba mi suegro, muchas de las ciudades y villas, reacias en un principio a sumarse a la Comunidad, ahora lo harían al ver el comportamiento del ejército real.

No sólo acertó mi suegro en sus previsiones (diez ciudades: Burgos, Soria, Ávila, Valladolid, León, Zamora, Cuenca, Guadalajara, Murcia y Madrid se unirían a partir de entonces a la Comunidad), sino que al llegar el ejército comunero a Medina, la población lo recibió con vítores y aclamaciones, haciéndoles entrega del armamento real.

Los días siguientes supimos de los intentos del cardenal Adriano para convocar una reunión a la que asistiera una representación de los comuneros. Pero no fue posible. A comienzos de septiembre, el único poder existente en Castilla era la Junta. El Consejo Real fue desposeído de sus funciones y sus integrantes expulsados de Valladolid, ciudad en la que residían.

En aquellos momentos era necesario mantener la calma. La Comunidad no deseaba usurpar el poder al Rey. Los regidores de Toledo habían intentado hacer reflexionar al monarca con sus propuestas, vano intento que jamás podrían llevar a la práctica porque Carlos nunca estaría dispuesto a reunirse con ellos, y ahora era necesario entrevistarse con doña Juana para contarle lo que sucedía, conseguir su apoyo y ofrecerle la posibilidad, si así lo deseaba, de reinar.

Mi marido fue el miembro de la Comunidad que más encuentros mantuvo con la soberana. Recuerdo que después de la primera reunión, Juan me escribió una carta en la que me contaba lo amable que había sido doña Juana con ellos y cómo les pidió que permanecieran a su lado en Tordesillas, lo que llevó a la Junta a trasladarse desde Ávila a esta localidad. A pesar del optimismo que mi marido reflejaba en la carta, yo tuve la sensación de que él pensaba lo mismo que mi suegro cuando tuvo la oportunidad de entrevistarse con ella: que doña Juana no deseaba reinar y más ahora que llevaba tantos años alejada del mundo.

Lo cierto fue que la actitud de la soberana hizo concebir muchas esperanzas. En Toledo, como en toda Castilla, se especulaba con la postura que adoptaría la soberana. Para muchos, doña Juana, al ser liberada de su cautiverio, podría por fin reinar sin ningún tipo de trabas; para otros, su locura invalidaba cualquier tipo de acción.

Ni Isaac Benadrete ni yo estábamos de acuerdo con esta última opinión, ya que si la Reina reconocía con su firma a la Junta y se decidía a gobernar apoyada en ella, de nada serviría que dijeran que estaba loca, porque aunque no lo estuviera también los contrarios a esa decisión la tildarían de ello.

Fueron muchas horas las que mi amigo converso y yo pasamos hablando de doña Juana y de su complicada vida. A Benadrete le gustaba destacar que doña Juana sabía muy bien lo que quería:

—Por eso, lo primero que solicitó a los comuneros fue que alejaran de su casa al marqués de Denia, que se portaba con ella cómo un cruel carcelero. Y en agradecimiento al servicio que le han prestado los comuneros, los recibe encantada y mantiene conversaciones con ellos, pero la realidad, María, es que doña Juana no desea cambiar nada más. Y luego existe otro dato a tener muy en cuenta: desde la muerte de su madre no ha querido volver a firmar ningún documento —me aseguró muy serió Benadrete.

—Pero ¿por qué? —le pregunté sorprendida.

—Yo creo que es el comportamiento de alguien que desconfía siempre de quienes la rodean. Y la verdad es que no le faltan motivos.

—Ahora es distinto —le dije levantando la voz—. Todos la respetarán y velarán por su vida y por los intereses del reino.

—¿Y dónde cree que puede conseguir doña Juana esa seguridad? La mayoría de los miembros de la Junta son desconocidos para ella, no así el cardenal Adriano, a quien quieren relegar, ni el almirante Fadrique Enríquez, que fue uno de los que la acompañó a Flandes en su primer viaje.

Me entristecía escuchar estas reflexiones porque sabía que tenía razón. El tiempo nos lo estaba demostrando. Habían transcurrido ya bastantes días y la Reina no acababa de decidirse. Con la intención de satisfacerla, la Junta le propuso desplazar su residencia a Valladolid, pero la Reina parecía disfrutar de la situación en la que se encontraba en Tordesillas con la nueva libertad de movimientos que le habían permitido los comuneros, y rechazó la oferta.

Para evitar suspicacias, la Junta, en un intento de dar legalidad a lo que allí sucedía, se hacía acompañar de un notario para que diese fe de sus conversaciones con la Reina. Así supimos que doña Juana se había enterado de la muerte de su padre al contárselo los comuneros y que también desconocía que su hijo Carlos se había hecho proclamar rey de Castilla.

—Si yo estuviera en su lugar —aseguré—, aprovecharía la oportunidad que me ofrecen de gobernar. Doña Juana debería estar molesta con su hijo.

—María, eso lo dice usted desde su posición y creyendo que sería lo conveniente. Pero la Reina no desautorizará a su hijo entregándole el gobierno a unos extraños, porque además ella no está en condiciones de gobernar. Piense que lleva quince años aislada del mundo.

Al escribir estos recuerdos sigo planteándome el gran interrogante para el que nunca tendré respuesta: ¿era consciente doña Juana de que si firmaba dando su conformidad a lo que le proponía la Junta, su hijo Carlos dejaría de ser rey?

Hay quienes vieron en este comportamiento de la Reina la prueba de su cordura, salvaguardando el trono para su hijo. Puede ser. Fuera como fuese, doña Juana jamás accedió a firmar ningún documento.

Cuando la Junta se convenció de que no conseguirían que la soberana les respaldara con su firma, sus miembros se mostraron partidarios de asumir solos la responsabilidad del gobierno, pero decidieron realizar un último gesto. Una delegación de la Junta trataría de entrevistarse con el Emperador para intentar plantearle, una vez más, las reivindicaciones de las ciudades.

Sancho Sánchez Cimbrón, fray Pablo de León y Antón Vázquez fueron las tres personas elegidas para contarle al Emperador lo que estaba sucediendo.

El intento, al igual que los anteriores, resultó fallido, ya que no consiguieron ver a don Carlos. Es más, uno de los delegados, Antón Vázquez, que había sido el primero en llegar a Worms, donde se encontraba el Emperador, fue detenido. Al conocer este suceso, los otros dos decidieron regresar para no correr la misma suerte.

Estaba claro que el hijo de la Reina y sus consejeros pensaban que el hecho de recibir a una representación de los rebeldes era claudicar ante ellos, sobre todo cuando se sentían fuertes por que conocían que la verdadera soberana propietaria de Castilla no les iba a desautorizar, de ahí su comportamiento.

Con su actitud, doña Juana había dado un giro a la situación. Tal vez la Junta se equivocó y prolongó demasiado la espera, debiendo haber negociado antes con el cardenal Adriano, cuando se encontraba sólo con el ejército real licenciado, y no como ahora, que estaba consiguiendo restablecer el poder real.

Debo reconocer en estas memorias que el cardenal Adriano de Utrecht, a pesar de lo complicado de su cargo, en los momentos en que lo desempeñó, siempre fue respetado por los castellanos, que veían en él a una persona sin ánimo de lucro aunque con una inexperiencia política muy notable. Yo no le traté, pero jamás olvidaré el día que en Toledo se conoció su nombramiento como Papa. Sin embargo, no me detendré ahora a contar lo sucedido, lo haré cuando llegue su momento.

A la vista del fracaso de sus gestiones para llegar a un acuerdo, la Junta se convertía inevitablemente en un gobierno revolucionario y esto no era del agrado de todas las ciudades representadas. Burgos y Valladolid expresaron su desacuerdo y curiosamente esa similitud de pareceres no les llevó a tomar la misma decisión. Ninguna de las dos quería un gobierno revolucionario, pero los procuradores de Burgos mantuvieron su postura, apoyados por un importante sector de la nobleza de la ciudad, y los de Valladolid votaron siguiendo las posturas defendidas por la mayoría e influenciados por el respaldo popular vallisoletano.

Llegada a este punto del relato es tanta la desesperación que me invade que debo detenerme. Tuvimos el triunfo en nuestras manos y lo perdimos. ¿Tanto asusta el poder? ¿En qué se equivocó la Junta? No queríamos un gobierno revolucionario. Ése no era el objetivo que había movido nuestra protesta. Deseábamos intervenir en política, terminar con la corrupción de los flamencos, pensar en el futuro de nuestro reino, del que nadie se ocupaba, pero no suplantar al Rey, sino que los procuradores pudieran colaborar con él en la toma de decisiones encaminadas siempre a conseguir un mayor bienestar para Castilla, pero las circunstancias nos habían llevado a aquella situación. ¿Fue la falta de unidad en nuestras filas una de las causas de los acontecimientos que iban a seguir?

Puedo entender e incluso compartir que la euforia del momento llevara a la Junta a decidir asumir el gobierno de Castilla, pero antes tenía que haberse asegurado de que todos en la Comunidad perseguían el objetivo primordial de cambiar las directrices políticas implantadas por don Carlos para que éstas tuvieran más en cuenta los intereses de Castilla. Ya sé que la Comunidad, al estar integrada por gentes muy diversas, no podía presentar unanimidad ante las aspiraciones de cada uno, aunque sí debería haber exigido el interés común que he mencionado.

¿Qué habría pasado si los miembros de la nobleza que en un principio asumieron las ideas de la Comunidad no lo hubieran hecho? ¿Habríamos llegado del mismo modo al punto en el que nos encontrábamos, sin ellos? ¿Sería distinto el futuro de la Comunidad sin la presencia de la nobleza y el desánimo que produjo su defección?

Muchas tardes intentaba profundizar en todos estos interrogantes con Isaac Benadrete, quien desconfiaba mucho más que yo de los deseos de los nobles de que la situación de Castilla cambiara.

—María, no quiero con mis opiniones descalificar a los nobles —me aseguraba—, nada más lejos de mi intención. Lo que sucede es que las personas reaccionamos ante una misma situación según nos afecte y yo creo que muchos miembros de la nobleza utilizan a la Comunidad para protestar por sus problemas personales con el monarca. Y además tengo la certeza de que, a no tardar, la presencia de nobles en las filas comuneras creará situaciones comprometidas en las que la Junta deberá pronunciarse.

Benadrete me abrió los ojos ante un nuevo problema que, según él, se avecinaba:

—Dentro de muy poco, María, las comunidades campesinas empezarán a protestar y a manifestarse en contra de los señores.

—Pero, ¿por qué? —le pregunté intrigada—, si nuestro desacuerdo es con la política del Rey.

—Sí, pero ahora, en las circunstancias actuales, con el poder real totalmente debilitado, es el momento ideal para protestar por una situación con la que los campesinos y muchas ciudades no están de acuerdo.

—¿De qué situación me está hablando?

—Del feudalismo.

—Sí, pero siempre ha sido así —le respondí muy segura.

—No, mi querida señora. Desde hace más de un siglo sí, pero antes no. Antes, las tierras eran de realengo y no señoríos como ahora. Ya verá cómo dentro de muy poco se producen sublevaciones antiseñoríales porque los campesinos quieren liberarse del régimen feudal. Al final, María, ya verá cómo la nobleza ante la amenaza de ese movimiento antiseñorial se alinea del lado del poder real. Lo hará sólo para intentar salvar sus intereses personales y también influirán en su decisión las medidas adoptadas por el Emperador, que ha contado con ellos.

Benadrete tenía razón, don Carlos o sus consejeros habían reaccionado inteligentemente al nombrar como corregentes del reino al almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, y al condestable Velasco. Yo sospechaba de quién había sido la idea.

—¿No cree usted, Benadrete, que ha sido el cardenal Adriano el artífice de esta decisión, lo mismo que la de anular el impuesto de las Cortes de Santiago?

—Es posible, y esa decisión, aunque en este momento signifique poco, es un pequeño triunfo para la Comunidad porque les ha dado la razón.

Recuerdo aquella conversación como premonitora porque a los pocos días empezaron a producirse algunas defecciones de la nobleza, descontenta con la postura de la Comunidad ante el problema que amenazaba sus propiedades. La Junta no quería que los campesinos se sublevaran contra los señores, pero tampoco podía desoír sus protestas. No aprobaba que los nobles se tomasen la justicia por su mano y les ofreció una defensa conjunta, pero sus consejos no fueron escuchados y la nobleza que decía ser más o menos afín a las ideas de la Comunidad se fue alejando.

También comenzó a producirse el movimiento de algunos nobles que con sus hombres acudían a Medina de Rioseco para ponerse del lado del cardenal Adriano. Tal fueron los casos de los condes de Miranda, Haro, Luna y Benadrete, del marqués de Astorga…

En un intento por recuperar el prestigio que para la Junta suponía la presencia del estamento nobiliario en sus filas, sus miembros decidieron desposeer a mi marido, Juan de Padilla, del cargo de capitán del ejército comunero y se lo dieron a Pedro Girón, hijo del conde de Ureña, un resentido al que lo único que le movía eran sus deseos de venganza hacia don Carlos, que le había privado del rico ducado de Medina Sidonia cuando, según su opinión, le correspondía a él. Con Pedro Girón, la Junta pensaba que serían más los nobles que, siguiendo su ejemplo, se acercarían a militar en sus filas.

Desde que conocí la noticia de que Juan había sido cesado como capitán del ejército y que regresaba con sus hombres, pasaron unos días que me parecieron eternos. El desencanto se había adueñado de la ciudad de Toledo y yo opté por no salir de casa ante las manifestaciones de la gente que deseaba decirme que Juan era el mejor y que la Junta no tardaría en rectificar.

La segunda tarde que permanecí aislada recibí la visita de Isaac Benadrete. No habíamos comentado el cese de Juan y, preocupado por cómo pudiera encontrarme, venía a interesarse por mí.

—Perdóneme si la molesto, María, sólo quería decirle que puede disponer de mí para lo que quiera.

—Gracias, Isaac, pero pase y siéntese. Le pediré a Zahía que nos sirva un café, ¿o prefiere otra cosa?

—No, un café es perfecto.

—¿Qué le parece lo que le han hecho a Juan? —le pregunté inmediatamente.

—Pues de verdad creo que se han equivocado. Tomar esta medida precisamente ahora, cuando el ejército real se está reagrupando y es necesaria una mayor claridad a la hora de tomar decisiones militares, es un error porque han prescindido del hombre más capaz para llevar con éxito los enfrentamientos militares. Nadie como Padilla, y no es porque sea su marido —me dijo—, para llevar a la victoria al ejército comunero.

—Además, Juan sabe insuflar energía y optimismo a los hombres, que a su lado son capaces de todo —afirmé orgullosa.

—No hay más que ver cómo han reaccionado muchos ante su cese —apuntó él.

Como yo me había mantenido aislada los dos últimos días, no había escuchado los comentarios que los viajeros traían a Toledo. Sí sabía que la decisión de quitar a Juan no había sido unánime entre los miembros de la Junta, pero al parecer —según me contaba Benadrete— hubo reacciones de desacuerdo protagonizadas por los diputados de Zamora, que abandonaron la Junta, y se registraron enfrentamientos violentos entre los partidarios y adversarios de Pedro Girón. Me sorprendió que no me hablara del obispo Acuña, al que yo no conocía y mejor hubiera sido que no nos viéramos nunca, pero en aquellos momentos, a pesar de que me habían contado su deseo de protagonismo, aun a costa de empañar la figura de mi marido, no dejaba de llamar mi atención su comportamiento un tanto pintoresco.

—Pedro Girón —le dije a Benadrete— nunca podrá conseguir el cariño que Juan despierta en la gente, tal vez el obispo Acuña sí logre emularle en este aspecto.

—Prefiero no hablar de ese señor. María, ¿usted conoce su trayectoria?

—Bueno, sé que es obispo de Zamora, que se enfrentó al conde de Alba y Aliste por defender sus ideas afines a la Comunidad y que en una demostración de su celo se ha presentado en Tordesillas con un batallón exclusivamente integrado por sacerdotes. Creo que más de trescientos.

—¿Y esto le parece bien?

—Ni bien ni mal. En realidad, si los sacerdotes quieren participar en la lucha, allá ellos. Pero no me negará, Benadrete, que un batallón de sacerdotes resulta un hecho insólito.

—¿Sabe que ha autorizado a los sacerdotes que se han quedado en las parroquias de su diócesis a decir más de tres misas para suplir la ausencia de los que le acompañan y a éstos no les permite ni leer el breviario?

Ignoraba aquellas medidas, pero me reafirmaban en mi impresión sobre Acuña: tenía que ser un personaje peculiar y peligroso, como desgraciadamente tuve oportunidad de comprobar meses más tarde.

Benadrete siguió informándome sobre la vida de este personaje y así me habló de las protestas que el cardenal Adriano había presentado ante el Papa para que éste condenara el comportamiento del obispo Acuña.

—Puede que esté equivocado —dijo Benadrete pensativo—, pero Antonio de Acuña no es un hombre del que yo me fiaría. Creo que sus ideas siempre están del lado de lo que él piensa que le acerca al poder.

—¿De verdad cree que la Comunidad significa el poder? —le pregunté en cierta forma ilusionada.

—Bueno, ahora mismo sí, pero al obispo también le mueve el resentimiento, porque ha sido rechazado reiteradamente por el gobierno del emperador.

Benadrete me contó la historia del obispo Acuña y así supe que era hijo natural de Luis Osorio de Acuña y que había sido destinado a la carrera eclesiástica. Desde su cargo de archidiácono había colaborado en el proyecto de reforma de la orden de San Antón, auspiciado por la Reina Católica, y que a la muerte de ésta tomó partido por Felipe el Hermoso. En esa época le enviaron a Roma para cumplir una misión diplomática. Antonio de Acuña no perdió el tiempo y aprovechó su estancia cerca del Santo Padre para conseguir de éste la titularidad del arzobispado de Zamora.

—El problema se le presentó al regreso, porque Felipe el Hermoso había muerto, y el Rey Católico, de nuevo al frente del reino, no quería reconocerle como obispo de Zamora. Acuña intentó tomar posesión de la diócesis por la fuerza.

—¿Al final qué pasó? —pregunté muy interesada.

—Pues que el rey Femando terminó reconociéndole como obispo de Zamora, pero le mantuvo alejado del poder.

—Deduzco por lo que me está contando —le dije a Benadrete— que Acuña quiso obtener beneficios y buena relación con el poder a la llegada de Carlos, que, como buen hijo de Felipe el Hermoso, esperaba que supiera premiarle los servicios prestados a su padre.

—Así fue. Nada más llegar el nuevo gobierno se puso a su disposición y solicitó la plaza de embajador en Roma, pero no recibió otra cosa que negativas. Su odio hacía el nuevo gobierno fue en aumento al ver que personas vinculadas con el Rey Católico sí eran tenidas en cuenta por los flamencos. Pero hábleme un poco de usted, María, ¿de verdad se encuentra bien?

Había tanto cariño en su voz y lo sentí tan cercano que me olvidé de la más elemental norma de cortesía y, tal vez respondiendo a la confianza que Benadrete me había manifestado contándome su vida, le abrí mi corazón.

***

Juan llegó con sus hombres a Toledo en una fría mañana de noviembre. Zahía entró corriendo en mí habitación:

—Mi niña, alégrate, ha llegado tu marido. Iba a salir al mercado y desde la puerta he escuchado los gritos de «¡Padilla, Padilla!». ¿Me quedo y hago los recados más tarde?

—No, no te preocupes. Seguro que tarda en venir a casa.

—De verdad, ¿no quieres que te ayude a arreglarte?

Hacía solo media hora que me había despertado y, aunque Zahía era una persona cercana que conocía todo de mí, deseaba disfrutar a solas de aquellos momentos previos al encuentro con el hombre amado. Por ello le volví a pedir que se fuera tranquila.

La realidad de sentirme entre los brazos de Juan en breves minutos me hizo vibrar de emoción. Tenía que arreglarme para que me encontrara hermosa.

No sabía si ponerme una blusa blanca de encaje que él me había regalado o el vestido rojo de terciopelo que tanto le gustaba… Pero antes de que me hubiera decidido, escuché su voz que me llamaba y sus firmes y fuertes pisadas cada vez más cerca… No existieron las palabras. Como dos seres a los que la sed les agobia y ante la presencia del soñado oasis se precipitan en él sin atender a nada más, así mi marido y yo nos fundimos el uno en el otro.

Toda la mañana permanecimos encerrados. Sólo las risas de Pedro nos hicieron reaccionar.

—¡Ya ha vuelto Pedro! —exclamé—. Eso quiere decir que es más de mediodía.

—¿Cómo está? —quiso saber Juan emocionado.

—Hermoso y muy grande. Preguntándome todos los días por ti, Ya verás cuando te vea.

Nuestro hijo Pedro pronto cumpliría los cinco años y era un niño muy despierto y demasiado maduro para su edad, debido probablemente a que siempre estaba rodeado de gente mayor, lo que me había llevado a tomar la decisión de enviarlo a casa de mi cuñado, no de Gutierre, sino del hermano pequeño de Juan, Pedro, para que jugara con sus primos. De allí regresaba aquella mañana. Juan se vistió inmediatamente y salió al encuentro de nuestro pequeño…

Era tan hermoso verlos juntos. Al principio, Pedro se mostró un poco retraído, pero pronto el cariño superó todas las barreras y sólo quería estar al lado de su padre, hasta tal punto que no se dormía si Juan no acudía a su cuarto a darle las buenas noches.

Juan llevaba varios días en Toledo y no habíamos hablado en profundidad de su situación dentro de la Comunidad, era como si de una forma inconsciente rehuyéramos enfrentarnos a algo en lo que creíamos, pero que sabíamos que nos haría daño. Juan seguía en contacto con sus hombres, siempre dispuestos a obedecer lo que dispusiera. La mayoría de los toledanos manifestaba su desacuerdo con las medidas adoptadas por la Junta, pero había otro sector que se mantenía al margen. Eran los seguidores de Pedro Laso de la Vega, miembro de la Junta, que no había protestado por la decisión de ésta al deponer a Juan de la dirección del ejército. Nunca le conté a mi marido lo que me había dicho su hermano Gutierre sobre Laso de la Vega, pero en aquellos momentos lo tenía muy presente y, desgraciadamente, llegaría un momento en el que podría comprobar de lo que era capaz.

Los días discurrían tranquilos, pero no exentos de la preocupación con la que seguíamos la recuperación del poder real. Portugal, que se había negado a prestar su ayuda a la Comunidad, sí accedía ahora a colaborar con los nobles españoles con un préstamo de cincuenta mil ducados para formar un ejército fuerte que devolviera el control de Castilla al Emperador. El rey portugués, como era previsible, se mostró solidario con don Carlos. No así Francia, que tenía otros planes y otros intereses de los que me ocuparé más adelante.

Una tarde de finales de noviembre Juan llegó a casa verdaderamente preocupado.

—¿Qué sucede? —le pregunté, alarmada ante su gesto que no intentaba disimular.

—Estoy asombrado del comportamiento del ejército comunero, que permanece inactivo desde hace días acuartelado en Villabragima. No puedo entender la estrategia que ha planteado Girón, porque le está facilitando un tiempo precioso al enemigo para que cada día se haga más fuerte reclutando nueva gente.

Juan me contó que comprendía muy bien la postura de los nobles que no deseaban librar la batalla en unos terrenos que les pertenecían, porque les interesaba sobre todo preservar su patrimonio sin daño. Además, me dijo:

—Estoy convencido de que la nobleza que sí está dispuesta a ayudar al Emperador no quiere una rápida victoria, desea que parezca muy difícil porque de esa forma conseguirán mayores mercedes de la Corona. Lo que no puedo entender es la postura de Pedro Girón, porque en el supuesto de que la Junta se lo haya pedido, él debería mostrar su desacuerdo.

Al llegar a este momento de la conversación, quise ser, como siempre, muy sincera con mi marido:

—Juan, ¿consideras que hiciste lo correcto al abandonar Tordesillas? Yo habría seguido el mismo comportamiento que tú, aunque es posible que si hubieras antepuesto el interés de la Comunidad al dolor que sentías por la injusticia cometida contigo, tu criterio, aunque ya no ostentases el mando supremo, podría haber influido en Pedro Girón para que su postura fuese más fuerte y no hubiese dado lugar a la situación actual.

—Querida María, hice lo que consideré oportuno y te aseguro que volvería a tomar la misma decisión.

Juan presentía lo peor y, desgraciadamente para todos los que apoyábamos la Comunidad, no se equivocó. Inexplicablemente, a los pocos días de mantener esta conversación, exactamente el 2 de diciembre, Pedro Girón decidió abandonar Villabragima y dirigirse no a Medina de Rioseco, donde se encontraba el ejército real, sino a Villalpando. Los nobles reaccionaron de forma inteligente y en vez de salir a impedir la toma de Villalpando se dirigieron a Tordesillas, cuyo camino había dejado totalmente despejado el ejército comunero.

Mientras Pedro Girón, al frente del ejército de la Comunidad, entraba en Villalpando, que no opuso ninguna resistencia, las fuerzas realistas se apoderaron de Tordesillas e hicieron prisioneros a trece miembros de la Junta, el resto consiguió huir. La reina doña Juana volvía a estar custodiada por los fieles a su hijo. El marqués de Denia regresó a la casa de la Reina dispuesto a hacer valer su autoridad.

Reconozco que en aquellos tristes momentos en los que el desánimo se apoderaba de los que creíamos en los ideales comuneros, yo me sentía verdaderamente desconcertada, era incapaz de comprender algunas de las reacciones de quienes protagonizaron los sucesos. No podía entender las razones que movieron a Pedro Girón a seguir aquel comportamiento que, según algunos, no era otro que conseguir que las tropas estuvieran mejor acondicionadas en Villalpando que en Villabragima. Ante este argumento verdaderamente pueril cabe preguntarse: ¿hasta cuándo pensaba Girón permanecer inactivo? Con su comportamiento, ¿se limitaba a seguir instrucciones de la Junta? ¿No era consciente de que el camino a Tordesillas quedaba totalmente desprotegido?

Meses después se conocieron algunos escritos del odioso fraile Guevara, quien no había dejado de incordiar al ejército comunero durante su permanencia en Villabragima. Más de siete reuniones, según alguno de los soldados, mantuvo con Pedro Girón, en un intento de convencer de para que volviera a la obediencia del Rey porque al lado de los comuneros —dicen que le aseguraba Guevara— sólo conseguiría perder también el condado de Ureña. El escrito de Guevara, que ha quedado para la posteridad, aventura algo de esto, pero yo, conociendo muy bien la personalidad del fraile, dudo mucho de su versión cuando escribe: «Don Pedro Girón salió a mí al camino cuando me tomaba y allí platicamos tales y tan delicadas cosas, que de nuestra plática resultó que él resistiese el campo hacia Villalpando y que los gobernadores marchasen hacia Tordesillas».

Juan no creía que Girón hubiese seguido aquella táctica en un intento de facilitar el camino a los realistas para que sin problemas pudieran atacar a la Junta en Tordesillas. Ni mi marido sospechaba de él ni la Junta tampoco, ya que le pidieron que siguiera al frente de las tropas comuneras después del desastre. Aquello sí que resultaba inaudito.

—Juan, ¿cómo se puede explicar la reacción de la Junta? —pregunté extrañada a mi marido—. Girón les conduce a la derrota más clara y desean que este personaje siga ocupándose militarmente de los intereses de la Comunidad.

—Nadie está libre de equivocarse y él se ha comportado noblemente poniendo su cargo a disposición de la Junta —le defendió él.

—¡Pero qué cosas dices! —casi le grité—. Ni que tuvieran que ofrecerle una corona de laurel.

—No, María, no creo que Girón haya sido un traidor y en la Junta nadie piensa mal de él.

—¡Sobre todo tu amigo Laso de la Vega! —exclamé con cierta rabia.

—Es verdad —reconoció Juan—, Pedro Laso ha sido uno de los que más ha insistido y lo sigue haciendo para que Girón siga al frente del ejército comunero.

—No entiendo a los dirigentes de la Comunidad. Se equivocaron al prescindir de ti. Contigo los realistas jamás se hubieran apoderado de Tordesillas, nadie podrá convencerme de lo contrario. Y ahora, en vez de reconocer su error pidiéndote que vuelvas, siguen pensando en Girón. De verdad que no puedo entenderlo.

Estábamos sentados cerca de la chimenea. Juan se había levantado para avivar el fuego. Le miraba hacer y observaba su hermoso perfil enmarcado por la luz de las llamas. Le quería tanto. Era el hombre más bueno que había conocido. Nunca pensaba mal de nadie. Para todo encontraba justificación. Tal vez porque al mirarme percibió la adoración que sentía por él, o para agradecer mis comentarios, Juan se acercó para besarme y, tomándome en sus brazos como si fuera una niña pequeña, me llevó al lado del fuego. Se acomodó en el suelo sobre la alfombra con unos cojines y me pidió que me sentara en su regazo y pasando su mano por mi cabello me decía:

—Dime la verdad, María, ¿seguro que no lamentas haber abandonado Granada donde ahora serías feliz sin todas estas preocupaciones?

—Ni se te ocurra pensarlo. No me cambiaría por nadie en el mundo. Conocerte y enamorarme de ti ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida —le aseguré emocionada.

—O sea, que ya has perdonado a tu padre y a mi tío, que fueron quienes concertaron nuestro enlace.

Nunca habíamos hablado del rechazo que, antes de conocerle, yo sentía hacia mi matrimonio con él, y la verdad era que pensaba que Juan no se había enterado de nada. De ahí que no pudiera disimular la sorpresa que me producían sus palabras. Como si adivinara mis pensamientos me dijo:

—Sí, María, lo supe desde el primer día que llegué a la Alhambra. Por eso tardé tanto en volver a visitarte. Me dolía que me despreciaras, que me consideraras un don nadie por que no ostentara ningún título. Pero el cariño fue más fuerte y acudí a tu lado aun sabiendo que podrías seguir pensando lo mismo.

Rodeé su cuello con mis brazos y le besé en la boca.

—Es verdad, mi amor, que cuando supe con quién me iban a casar, me enfurecí, pero nada más verte supe que te amaría —le aseguré—. Y ahora, después de conocerte, puedo decir que eres el mejor hombre del mundo. No me importa que no tengas título nobiliario, que sin duda proporciona una categoría social siempre destacable, pero que en el fondo sólo suele ser garantía, unas veces, del excelente comportamiento de un antepasado con el monarca al que sirvió y, otras, de una simple e interesada transacción económica. Es verdad que nací en el seno de una familia perteneciente a la más alta nobleza y que me siento orgullosa de mi padre y de su comportamiento, que le hizo acreedor ante los Reyes Católicos del título de marqués de Mondéjar. Sin embargo, no experimento la misma sensación ante mi hermano Luis, que es quien ostenta ahora el marquesado.

—Eres increíble, María, muchos se escandalizarían si escucharan tus argumentos. Y pensar que desciendes del marqués de Santillana y del de Villena.

—Precisamente por eso. Pero déjame terminar —le pedí—. Si yo estuviera casada con alguno de esos nobles que han salido en defensa del Emperador, ¿crees que me sentiría orgullosa de su comportamiento?

—El hecho de que sus intereses sean distintos a los nuestros no les descalifica —me respondió muy serio.

—Por supuesto. Yo no critico que defiendan al Emperador y nos ataquen a nosotros porque consideran que significamos el caos y el desastre, es más, lo puedo aceptar. Lo que censuro es que lo hagan por propio interés. Su participación en la guerra tiene un precio y ellos se han encargado de recordárselo al Emperador.

Juan sabía, igual que yo, que el mismo día que se hicieron con Tordesillas, el almirante Enríquez y el conde de Benavente escribieron a don Carlos dándole cuenta de los títulos que habían participado en la operación. En el informe se le recordaba al Emperador la deuda que desde ese momento tenía pendiente con los nobles castellanos que figuraban en la carta. Pero no quise seguir insistiendo sobre el tema, sólo añadí:

—Entenderás, querido marido, por qué te admiro. Tú luchas por algo en lo que crees. No esperas recompensas, el premio que deseas conseguir es ver convertidos en realidad tus ideales. Es ver dad que no tienes título nobiliario, pero no conozco a nadie más noble que tú, mi amor.

Una de las cosas que más me conmovía era ver llorar a un hombre, pero no por dolor o trauma físico, como tantas veces había visto llorar a mi hermano Diego, sino con esa pena que fluye del alma, aquélla que vi pintada en la cara de mi padre cuando mi madre murió. A Juan nunca le había visto llorar y confieso que la presencia de su rostro bañado en lágrimas me produjo tal desolación que yo también rompí a llorar sin preguntarle qué le pasaba.

Conocí el sabor salado de sus lágrimas que se mezclaban con las mías. Ahora era yo la que acariciaba su cabeza a la vez que iba cubriendo palmo a palmo toda su cara con mis labios.

Así permanecimos durante unos minutos, tal vez los más íntimos de nuestra existencia en común, porque a Juan no le importó mostrarme el estado de su espíritu.

—Ayúdame, María, me encuentro en una encrucijada y no sé qué hacer. Tus palabras me han conmovido. Tienes una imagen de mí que no responde a la realidad.

Sin que me dijera nada más, yo ya sabía a lo que se estaba refiriendo. Noté cómo un frío intenso se apoderaba de mí. Era miedo. El miedo a perderle. Por un momento pensé en intentar persuadirle de que no se preocupara y esperara a que la Junta le llamara. Pero en cambio le dije:

—Me alegro de que por fin te hayas decidido. ¿Cuándo te quieres ir a Valladolid?

Después del desastre de Tordesillas, los miembros de la Junta que habían logrado huir habían decidido establecerse en Valladolid.

—No, todavía no he tomado la decisión, pero sé que debo hacer algo, no puedo permanecer aquí en Toledo mientras la Comunidad camina hacia el desastre. El ejército se ha desperdigado. Pedro Girón se ha ido y las fuerzas afines al Rey pueden terminar con ellos en cualquier momento.

—No lo pienses más, Juan —le dije sonriendo—, debes acudir con la milicia de Toledo en apoyo de la Comunidad. Estoy segura de que otras ciudades seguirán tu ejemplo. Yo haré todo lo que me digas y te prestaré el apoyo necesario desde aquí.

—María, ¿y si todo resulta inútil?

—Te responderé, querido Juan, con tus mismas palabras, ¿las recuerdas?: «En tal caso ganaremos renombre de inmortales para los siglos venideros. El disfavor, favor; el peligro, seguridad; el robo, riqueza; el destierro, gloria; el perder, ganar; la persecución, corona, y el morir, vida eterna».

—¿Yo he dicho eso? —me preguntó riéndose.

—No me digas que no te acuerdas —le respondí muy seria.

—Pero, María, ¿y tu sentido del humor?

Nos reímos recordando todas las veces que habíamos bromeado precisamente con este tema. De repente Juan se levantó y pensé que iría a servirse un poco más de vino, pero comprobé sorprendida que corría el pestillo de la puerta.

—¿Por qué la cierras?

—No deseo miradas indiscretas —me respondió mientras me abrazaba.

Con el contacto de sus manos, que intentaban librar la barrera de la blusa, mi cuerpo comenzó a responder… Nunca nos habíamos amado fuera de nuestra habitación.

—Juan, espera —le pedí en un susurro.

—No, María, esta noche quiero que sea especial, que siempre la recordemos.

***

Dios mío, ¿habrá sido ésa la última noche que habían pasado juntos? Está empezando a oscurecer y es extraño que no hayan venido a buscarme. ¡Qué hermoso poder sentir un amor como el de María y Juan! Fueron muy afortunados, aunque sólo fuera unos años. De buena gana seguiría leyendo. Desconocía que María escribiera tan bien. Su relato es ameno y muy claro, en esto también se parecen ella y Diego. ¡Diego! ¿Cuándo conseguiré pensar en él sin que me invada la inquietud? Tenía la intención de quedarme casi un mes en Oporto, pero no debo arriesgarme a que él me encuentre aquí. Me da mucha pena dejar a María, pero tendré que irme uno o dos días antes de la fecha prevista para su llegada.

Bueno, no debo ponerme triste, aún nos quedan días para estar juntas y además ha sido una suerte que Diego llegue cuando yo me vaya, porque así María notará menos mi ausencia. Me arreglaré un poco, aunque no creo que quiera pasear a estas horas. ¿Habrá salido con Zahía?