VI

Las campanas de la catedral sonaban todos los días sobre las ocho de la mañana. A aquella hora Felipa salía de casa, pero ese día lo había hecho mucho más temprano. Apenas si había podido conciliar el sueño. Tenía miedo de que alguna de las dos hermanas que dormían con ella descubriera la bolsa que guardaba bajo la almohada. No tenía dónde esconderla y necesitaba pensar. Aquella bolsa contenía más dinero del que ella podría conseguir en un mes y no pensaba dárselo a nadie. Debería conservarlo para cuando decidiese dejar a su familia. Su propósito era ir quedándose todos los días con algo de lo que consiguiese para sumarlo a esa cantidad que le había llegado de forma tan inesperada. La bolsa también contenía una especie de pergamino con unas letras muy raras. Ella no sabía leer y todos los signos le parecían extraños, pero aquéllos eran distintos. Desde que los había visto, Felipa no dejaba de darle vueltas a una idea que la horrorizaba, pero por más que lo intentaba no conseguía alejarla de su mente: si quería cambiar de vida y convertirse en otra persona, debería aprender a leer y a escribir. «Este extraño papel —se decía— debe tener alguna especie de maleficio que me está volviendo loca. ¿Cómo voy a aprender yo a leer si no tengo dónde caerme muerta? Además, no me interesa en absoluto, lo único que quiero es dinero para poder vivir como una señora, para salir de esta miseria».

Cuando sonaron las campanas, Felipa estaba sentada en su mirador particular al lado del Duero. Tenía frío, no había tomado nada caliente, sólo un mendrugo de pan, y, sobre todo, no sabía dónde esconder la bolsa. De todos sus amigos y conocidos no se fiaba de ninguno. Tal vez lo mejor sería enterrarla allí cerca, al lado del árbol y debajo de unas piedras. Se levantó decidida y con la ayuda de una simple astilla de madera removió la tierra hasta conseguir un pequeño resquicio para introducir sus manos, que, de forma frenética, horadaban la herida en la tierra haciéndola cada vez más grande. Felipa sacó la bolsa que llevaba atada a su cuerpo por debajo de la falda y con mucho cuidado la depositó en el hoyo que acababa de cavar. De repente pensó que no estaría mal colocarla sobre un lecho de hojas y taparla con otras cuantas para evitar el contacto directo con la tierra. «Las hojas de la higuera son perfectas», se dijo, a la vez que orgullosa, contemplaba su pequeña obra. Despacito y con sumo cuidado fue colocando puñaditos de tierra sobre su tesoro. Ya cubierto, alisó perfectamente la superficie y después puso las tres piedras que allí se encontraban para que nadie se fijara en que el terreno había sido removido.

Después de asegurarse de que estaba sola se fue mirando hacia atrás con recelo.

Al pasar cerca de uno de los pocos establecimientos que estaban abiertos a aquella hora sintió miedo. Allí se encontraban unas cuantas personas y alguna de ellas podía haberla visto enterrando la bolsa. Felipa se dio cuenta de que el temor a que pudieran robar su tesoro le impediría vivir tranquila. Además, debería comprobar todas las tardes si la bolsa seguía donde la había dejado.

«Lo mejor —se dijo— será que la desentierre y la lleve conmigo, aunque siempre correré el riesgo de que alguien me descubra».

Esta vez, sin necesidad de astilla, clavando sus uñas en la tierra, recuperó la bolsa, que volvió a colgarse de la cintura debajo de la saya. Le dolía la cabeza de tanto pensar y no conseguía encontrar una solución.

Felipa, cabizbaja, caminaba envuelta en una vieja toquilla de lana —el pañuelo que había robado la tarde anterior lo guardaba para cuando fuera necesario camuflarse—. Iba tan ensimismada buscando una solución a su problema que no se dio cuenta de que pasaba por la tienda-bar de la señora Dolores, que, todas las mañanas, se apiadaba de ella dándole un tazón de leche caliente.

Al llegar a su esquina, cerca de la catedral, Felipa se acordó de doña María y pensó que aquélla era la persona en quien podría confiar revelándole su secreto, pero inmediatamente se dio cuenta de que la bolsa se la había robado a la señora mora, a la amiga de doña María. «Siempre seré una desgraciada pordiosera —se lamentó—, porque no tengo cabeza para más». De repente cambió la expresión de su cara, fue como si una luz se encendiera en su cerebro. Acababa de ocurrírsele una idea genial: aquel pergamino con signos tan extraños seguro que estaba escrito por la mora y eso le serviría para decirle a doña María que había encontrado la bolsa y que al descubrir aquel papel pensó que sería de su amiga, al ver las extrañas letras pintadas en él. «Sí —se dijo sonriendo—, estoy segura de que me creerán y además puede que me den una recompensa y entonces sí que puedo decirle a la señora castellana que me la guarde».

***

Cuando sonaban las campanas de la catedral, María casi siempre estaba despierta, pero aquella mañana su sueño era más profundo, por eso, al escucharlas, se giró adormilada… No sabía muy bien dónde se encontraba y buscó con sus brazos el cuerpo de Juan… Pero el otro lado de la cama estaba vacío… Intentó abrir los ojos, segura de que su marido estaría sentado al lado de la ventana, como otras muchas veces, cuando las preocupaciones conseguían dominarle. María busca ansiosa la ventana, pero se da cuenta de que en el lugar donde se encuentra, las paredes no se permiten ningún desahogo. El desconcierto se apodera de ella al descubrir que aquélla no es su habitación. Durante unos segundos permanece confusa y aturdida hasta que por fin se da cuenta de la dura realidad: su marido Juan de Padilla hace nueve años que ha muerto y ella vive en Portugal, donde ha conseguido asilo. María no hace nada para impedir que las lágrimas fluyan en abundancia.

***

¿Quién decidirá sobre nuestro inconsciente? He sido muy feliz sintiendo a Juan de nuevo a mi lado. Era tan real su presencia que juraría que pasó la noche conmigo. Puede que haya sido la conversación con Morayma la que me trajo recuerdos de otros tiempos, pero no es seguro que sean las evocaciones del pasado las que motiven determinados sueños, porque de ser así yo siempre soñaría con mi marido. Ni una sola noche me duermo sin dedicarle mi último pensamiento. Sería hermoso poder revivir en sueños mi vida con Juan. Y aunque esta mañana mi dolor por su ausencia se haya renovado, no me importa, porque he vuelto a ser feliz a su lado, incluso he percibido su olor, que intento recuperar en la almohada. Algo que he hecho muchas veces en mi vida a su lado, porque Juan siempre se levantaba antes que yo y cuando descubría su ausencia acercaba mi cara a la huella de su cabeza en la almohada para no sentirme sola y tener la certeza de su presencia.

Recuerdo que aquella mañana, de hace ya tanto tiempo, aún no había amanecido cuando me desperté. Juan no estaba en la cama, pensé que volvería enseguida, pero pasaban los minutos y no regresaba. Un poco asustada me levanté y lo vi. Estaba allí, en la habitación, sentado en una silla que había colocado al lado de la ventana, cuyas cortinas descorridas sólo permitían ver la oscuridad de la noche.

—¿Qué haces? Juan, ¿te sientes mal? ¿Qué miras con tanto interés? —le pregunté.

Giró la cara hacia mí. Su aspecto revelaba cierto desasosiego que él intentó disimular dedicándome la mejor de sus sonrisas y diciéndome:

—Vuelve a la cama, mi amor, no te vayas a resfriar. Ya sabes que me gusta ver amanecer.

Sí, claro que lo sabía. Juan siempre sentía la necesidad angustiosa de ver la luz del día después de las noches en las que las preocupaciones le impedían conciliar el sueño.

Al filo de los gallos

viene la aurora;

los temores se alejan

como las sombras.

Mi marido creía firmemente en aquel dicho popular. Sabía que la oscuridad era mala consejera y esperaba anhelante la irrupción del nuevo día como si con él fuera a llegar también la solución a sus inquietudes. Yo conocía bien el tema que le mantenía en vela. La situación política se deterioraba de forma alarmante y los regidores del ayuntamiento de Toledo, entre los que se encontraba Juan, habían decidido hacer público su desacuerdo y proponer una serie de medidas que pusiesen un poco de orden en lo mal ordenado de aquellos reinos.

Las esperanzas que la mayoría de castellanos habían puesto en el reinado del príncipe Carlos muy pronto comenzaron a marchitarse, al comprobar cómo las promesas que las Cortes le habían arrancado en la reunión de Valladolid nunca se convertirían en realidad. Yo tuve que entregarle a mi amigo Isaac Benadrete uno de mis abanicos, porque perdí la apuesta. Don Carlos, que se había comprometido a no permitir la salida de Castilla de su hermano, el infante don Fernando, hasta que él no se hubiera casado y conseguido un heredero, decidió a los pocos días de clausurarse las Cortes, que don Fernando abandonara Castilla camino de Flandes. Era el 28 de mayo de 1518. Nunca regresaría.

Me resultaba difícil entender el comportamiento de don Carlos. ¿Qué valor le daba a su palabra? Posiblemente consideraba el tema de su hermano como algo que no revestía mayor importancia, aunque se hubiera comprometido.

Pero lo cierto es que en otros asuntos observó un comportamiento similar.

El príncipe Carlos prometió no conceder más cargos a extranjeros y reservar las funciones públicas para los castellanos. Y así lo hizo. Cumplió lo acordado; ni un solo empleo importante para los extranjeros. Todos los flamencos se nacionalizaban el día anterior al que iban a ser nombrados.

Me acerqué al sillón donde estaba Juan. Rodeé su cuello con mis brazos y besándole en la mejilla, le susurré al oído:

—No pienses más en ello, la reunión será un éxito. Vuelve conmigo a la cama.

—Sí —me respondió—, pero antes hablemos un poco.

Juan se levantó y tomando una manta me pidió que me sentara en sus rodillas y me abrigó con ella.

—Peso poco —le comenté muy seria—, pero, ¿cuánto calculas que podrás resistir?

—Toda la vida —me dijo sonriendo—, pero me conformaré con algo menos. Dime la verdad, María, ¿tú crees, como mi padre, que nos hemos extralimitado en nuestras peticiones?

—Querido Juan, sabes muy bien que preferiría seguir viviendo en Porcuna, porque atravesamos momentos complicados y cuanto más lejos nos encontráramos de la actividad política, mejor. Pero estamos aquí y no me atrevo a pedirte que no te impliques en este problema que amenaza con envolvernos. No me atrevo porque sé que haces lo que consideras oportuno y además porque, al ver cómo reaccionas ante la injusticia, me siento muy orgullosa de ser tu mujer.

No me dejó continuar. Apretándome contra su pecho, se apoderó de mi boca…

—María —me dijo emocionado—, sólo necesito tu apoyo y saber que estás de acuerdo conmigo para enfrentarme a lo que sea.

—Puedes estar seguro, querido, de que siempre lo estaré y nunca te faltarán ni mi amor ni mi entrega absoluta. Pero, volviendo a lo que me preguntabas de tu padre, creo que le entiendo. Es mayor y cuando se van cumpliendo años, las fuerzas no son las mismas y la vida se ve distinta. De todas formas, creo que tu padre teme que te suceda algo. Piensa que si fuera él quien tuviera que asumir el riesgo, su postura sería mucho más valiente, pero al ser tú quien puede correr peligro, se vuelve más cauteloso. Es posible que a ti, Juan, un día te suceda lo mismo ante el comportamiento de nuestro hijo Pedro.

—Es probable que tengas razón —asintió—, aunque creo que mi padre no comparte la totalidad de mis ideas porque sospecha que vamos contra el poder establecido, cuando es todo lo contrario.

El desacuerdo entre padre e hijo se había producido después de la reunión del ayuntamiento en la que Juan y otros regidores habían rechazado el sistema de arrendamiento para pagar las alcabalas, mostrándose partidarios de seguir con el del encabezamiento. Lo cierto es que yo no me había detenido a pensar en las ventajas y desventajas de uno u otro modelo. Un día, Zahía, al volver del mercado, muy misteriosa me preguntó:

—Perdóname, mi niña, pero, ¿es verdad que tu marido y los otros regidores mienten cuando dicen que prefieren el sistema del encabezamiento en las alcabalas para evitar que los recaudadores se aprovechen de los humildes ciudadanos?

—No, no creo que mientan —afirmé segura—, aunque es posible que no digan toda la verdad, ¿pero eso qué importa? Zahía me miraba como si no me conociera. Ante su asombro me expliqué: —Querida Zahía, lo vas a entender perfectamente, verás: es cierto que con el encabezamiento los recaudadores no se aprovecharán de los humildes contribuyentes, aunque también es verdad que los hidalgos pagarán menos. Y esto es lo que se está utilizando para sembrar la duda y desprestigiar la postura del ayuntamiento de Toledo. Pero, dime la verdad, si yo te garantizara que nadie te iba a exigir más de lo debido en tus impuestos, ¿cuál sería tu reacción aunque supieras que yo voy a pagar menos?

—Pues, no lo sé —me contestó Zahía muy pensativa—, a mí también me gustaría pagar menos.

—Pero eso es imposible porque en el caso de que no se utilice el encabezamiento, y yo no me beneficie, tú seguirás pagando lo mismo y quedarás expuesta a la codicia de los recaudadores.

—Está claro —dijo Zahía— que en la situación que me describes yo debería estar agradecida a pesar de que mi beneficio sea hipotético y el tuyo real. Aunque no termino de entender muy bien por qué las contribuciones de los hidalgos disminuyen con el encabezamiento y las de los pecheros no.

Zahía, sin proponérselo, me estaba haciendo reflexionar y acababa de poner el dedo en la llaga. Me acordé de distintos momentos de mi vida en los que determinadas personas, con sus razonamientos, habían conseguido que yo me situara en su posición. Ahora ella me colocaba en el campo de los pecheros…

—Escucha, Zahía, en el sistema del encabezamiento son las ciudades las que se encargan de repartir la cantidad a pagar, y como en el gobierno de la municipalidad casi siempre están presentes los hidalgos, pues se benefician un poco y las sumas que se asignan son siempre inferiores a las que deberían afrontar en el sistema de arrendamiento.

—¿Y estás segura —me preguntó muy seria— de que eso no influye en las cantidades de los pecheros?

—Sí, totalmente segura.

Mi querida Zahía se quedó tranquila y seguro que en la primera ocasión que se le presentara saldría en defensa de los regidores toledanos, pero yo no dejaba de darle vueltas sobre cuál sería mi comportamiento si fuera pechera. Mi criada había sembrado en mí la duda, y aunque se trataba de un tema importante que en aquel momento me preocupaba, no era el que distanciaba las posiciones de mi marido y su padre. Los dos estaban de acuerdo en que debía aplicarse el sistema del encabezamiento. Ninguno de los dos se negaba a pagar y ninguno de los dos estaba de acuerdo con el destino que se pretendía dar al dinero recaudado, que íntegramente saldría de Castilla con destino al imperio, pues don Carlos, a la muerte de su abuelo Maximiliano, había sido designado emperador de Alemania. Recuerdo que un amigo de Isaac Benadrete, llegado de Fráncfort, nos contó lo que se decía en aquella ciudad en la que Carlos había sido elegido por unanimidad frente a los otros aspirantes al título: Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra.

—Todos creían que el rey francés sería el afortunado ya que había ofrecido grandes sumas de dinero a los votantes, pero don Carlos consiguió el apoyo del banquero Jacobo Fugger, que puso a su disposición más de medio millón de florines renanos.

—¡Pero comprar a los votantes es corrupción! —exclamé.

—Sin duda —me contestó el amigo de Benadrete—, pero es una costumbre. Carlos no hizo mas que seguir los consejos de su abuelo, el fallecido emperador, cuando le decía: «Para atraerse a la gente es preciso arriesgar mucho y pagar mucho dinero antes de la operación». De todas formas, quiero aclararos que no sólo fue el dinero la causa de que se decantaran por un miembro de la Casa de Habsburgo, sino que eran muchos los partidarios del nieto de Maximiliano.

La elección del príncipe Carlos como emperador había complicado mucho más la situación en Castilla. Cada día necesitaba mayores sumas de dinero porque tenía que hacer frente a las deudas contraídas con los banqueros, a los gastos del viaje y a los de los fastos propios de su coronación como emperador, que se celebraría en Aquisgrán. En este sentido, además de pedir nuevos subsidios en las Cortes e incrementar los impuestos, solicitó una bula al papa León X para poder imponer una contribución extraordinaria sobre los ingresos del clero. Pasado el tiempo supe que había conseguido con aquella iniciativa alrededor de veintidós millones de maravedíes. Pero no eran suficientes y la convocatoria de Cortes en Santiago no tenía otro objetivo que obtener nuevos subsidios que permitiesen al emperador electo mirar con tranquilidad el futuro.

Todos sabíamos que la mayoría de los procuradores presentes en Santiago tenían órdenes de ser partidarios de aprobar sin ningún tipo de discusión lo dispuesto por la Corona. Así lo había decidido el gobierno aleccionando a los regidores con el fin de que éstos influyeran en los ayuntamientos para que enviasen a Santiago procuradores dóciles.

A los dos representantes de Salamanca se les negó la entrada. Pedro Maldonado y Antonio Fernández no pudieron asistir a las sesiones, porque según las autoridades su mandato no emanaba del regimiento. Los procuradores de Toledo no asistieron porque no estaban dispuestos a votar el servicio. No era una decisión personal, así se había acordado oficialmente.

No obstante, a pesar del control y de los medios que se utilizaron para convencer de la necesidad de nuevos impuestos, no fue fácil persuadir a los representantes de las ciudades, a excepción de las del sur y de Burgos, cuyos regidores habían negociado directamente con el gobierno consiguiendo un trato de favor, lo que hizo que todos los comerciantes burgaleses apoyaran las decisiones de don Carlos y su gobierno, aunque la mayoría del pueblo estuviera en contra.

Fueron las de Santiago unas Cortes muy discutidas. La respuesta de las ciudades presentes no fue la adecuada, lo que llevó al gran canciller Gattinara a suspender las reuniones hasta el mes de abril, para reanudarlas al cabo de unos días en La Coruña.

En Toledo seguíamos las noticias que nos llegaban de Galicia sabiendo que siempre nos opondríamos a lo allí acordado, aunque los toledanos no se imaginaban hasta qué punto tendrían la oportunidad de demostrar su desacuerdo.

Cuando Juan me dijo que el rey exigía su presencia en Galicia junto con Hernando de Ávalos y Gonzalo Gaytán, recuerdo que, temerosa, le pregunté qué pensaba hacer.

—Debo atender su llamada —me contestó.

De buena gana le hubiese pedido que no acudiera, aunque fuese el Rey quien lo reclamara. Me daba miedo que se marchara, pues las posturas se estaban radicalizando y temía por su seguridad. Por eso, cuando al poco tiempo de despedirse Juan, unos aldabonazos destemplados golpearon la puerta, supe que algo le había pasado.

El pueblo de Toledo, conocedor de la marcha de sus regidores, salió a la calle y les impidió abandonar la ciudad. Mi marido, Gonzalo Gaytán y Hernando de Ávalos fueron encerrados en la catedral y la multitud se enfrentó a las autoridades, que, lógicamente, trataban de impedir que los sublevados consiguieran sus propósitos, pero nada pudieron hacer. Los rebeldes se apoderaron de la ciudad. Los enfrentamientos tuvieron como escenario los puentes de Alcántara y San Martín. El corregidor, una vez mostrada su incompetencia, entregó las llaves del Alcázar y se fue de la ciudad.

La lógica indignación por los incidentes registrados en Toledo no hizo que el gobierno, que se encontraba en La Coruña, enviara al ejército para tratar de solucionar el problema, sino todo lo contrario. Lo primordial era que don Carlos abandonara Castilla e inmediatamente se afanaron en conversaciones y acuerdos particulares con los representantes de las ciudades para convencerlos de la necesidad de aprobar los nuevos subsidios. Entretanto se agilizaban los preparativos para la marcha del Rey, que una vez más volvió a engañar a todos y a faltar a la palabra dada. Don Carlos había prometido, de nuevo, en la última sesión de las Cortes, reservar los cargos públicos para los castellanos. A las pocas horas de la clausura se conoció que durante la ausencia del Rey, el reino sería gobernado por el cardenal Adriano de Utrecht, un extranjero.

La noticia fue acogida con reservas por algunas ciudades y muy mal por otras. Los regidores de Toledo decidieron manifestar su desacuerdo con el nombramiento y exigir que fuera un castellano quien dirigiera los destinos de Castilla mientras don Carlos permaneciera en Alemania. Y éste era el tema en el que mi marido y su padre no estaban de acuerdo.

Mi suegro, Pedro López de Padilla, le reprochó a su hijo que pretendieran nombrar ellos a un regente, ya que lo consideraba un levantamiento contra la autoridad real. Juan no cesaba de repetirle:

—Padre, nosotros no pretendemos derrocar al Rey, lo único que perseguimos es una revisión del poder real. Queremos recordar a don Carlos que el reino nos pertenece a los naturales del mismo y que él debe estar a su servicio.

—Sí —le respondía mi suegro—, ya sé que en la reunión de las Cortes en Valladolid los procuradores le recordaron que si se le pagan tributos, ello había que estimarlo como salario por cumplir con sus funciones. Y mi suegro recitaba parte del texto: «E ansy vuestra alteza lo deve hacer, pues en verdad nuestro mercenario es, e por esta causa asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos e ganancias suias e le sirven con sus personas todas las veces que son llamados; pues mire vuestra alteza sy es obligado por contrato callado a los tener e guardar justicia».

—Eso es padre —asentía Juan—, y eso es lo que le pedimos. El Rey está al servicio del pueblo. No queremos quitarle el poder, pero sí deseamos participar en el gobierno del reino. Padre, usted sabe que antes de que el Rey partiera de Valladolid, Toledo envió a Pedro Laso de la Vega y a Alonso Suárez para que le presentasen un escrito donde le comunicábamos el malestar existente en Castilla y los trastornos que su prolongada ausencia podía ocasionar.

—Conozco muy bien el tema —respondía muy serio mi suegro—, sé que los representantes toledanos llegaron a Valladolid casi en el mismo momento en que el Rey abandonaba la ciudad y que no consiguieron entrevistarse con él.

—Padre, don Carlos y su séquito salieron huyendo de Valladolid, y las gentes, al saber que el Rey se iba, se manifestaron en la calle para impedir que les abandonara y las campanas tañeron desesperadamente. El pueblo se levantó en armas, no quería que su Rey les dejara.

—Estoy enterado de los sucesos y de los castigos que se impusieron por aquellos alborotos y también que los dos portavoces de Toledo, que seguían a la comitiva real desde Valladolid, pudieron entrevistarse con el Rey en Villalpando —repuso mi suegro.

—Sí, es verdad que vieron a don Carlos, pero no obtuvieron ninguna respuesta, sólo excusas. Padre, a nuestro Rey no le interesamos, sus prioridades se encuentran en otro lugar y el pueblo es consciente de ello. Ya ha visto cómo han reaccionado los toledanos cuando han sabido que nos reclamaba el Rey para acudir a La Coruña. El pueblo y nosotros, sus representantes, nos sentimos tan injustamente tratados que es imposible pedirnos calma.

Recuerdo que cuando Juan aludió a la reacción de Toledo al impedir la salida de sus procuradores, mi suegro me miró de una forma especial, tal vez buscaba un gesto, algo en mi rostro que le confirmara el rumor que se había extendido en ciertos ambientes, referido a que yo, de acuerdo con mi marido, había organizado todo a través de mis contactos con los frailes de San Juan de los Reyes para impedir que los regidores salieran de Toledo. Según el rumor, con aquella revuelta impedía la presencia de Juan de Padilla y sus compañeros en La Coruña y al mismo tiempo dejaba constancia de que no desobedecían las órdenes del Rey, sino que habían sido obligados a quedarse. La verdad es que teníamos buenos amigos entre los frailes, aunque también es cierto que el estamento eclesial no precisaba de sugerencias para tomar postura ante lo que estaba sucediendo, pues de todos era conocida su reacción. Hacía un tiempo que desde los púlpitos, con encendidos sermones, nos sugerían la posibilidad de oponernos a las decisiones imperiales. Por ello le dije al padre de Juan:

—Querido suegro, ¿cree que los frailes de San Juan han actuado como lo hicieron siguiendo algunas sugerencias?

—Puede que sí —respondió muy seguro.

Juan se había dado cuenta de lo mismo que yo y, como siempre, muy respetuoso con su padre, dijo:

—Entonces, padre, usted considerará que el manifiesto de los frailes franciscanos, agustinos y dominicos de Salamanca tampoco es obra de ellos.

—Pues no lo sé. Desde luego, en el escrito de los frailes de Salamanca la colaboración de los regidores inconformistas es clarísima: se aboga por una oposición de todos los representantes de las ciudades a los nuevos subsidios y algunos párrafos del documento contienen un desafío al poder del Rey cuando afirman: «Las comunidades no rendirán cuentas a los cortesanos, sino únicamente a la nación». Lo cierto —siguió diciendo mi suegro con cierta pena— es que, sea obra suya o no, el escrito ha influido en muchas personas y, sinceramente, pienso que los frailes deberían dedicarse a otra cosa y no a soliviantar al pueblo.

—Ellos también forman parte del pueblo, padre —contestó Juan con cierto ímpetu—, y sufren la injusticia igual que los demás.

Mi suegro, con gesto pesaroso y mirada que parecía reflejar el futuro que nos esperaba, dijo:

—Es muy peligrosa vuestra postura, Juan. Dadle tiempo al tiempo.

—Padre, lo hemos intentado todo, pero don Carlos nos ignora. Usted sabe como yo que es ilegal nombrar a un regente del reino sin reunir a los representantes de los diferentes estamentos de las ciudades. Nuestro Rey lo ha hecho y se va dejándonos como gobernador de Castilla a un extranjero.

La verdad es que mi marido tenía toda la razón. No era justo que el Rey se desentendiera de nosotros, que sólo se preocupara de exigirnos subsidios que no revertían en beneficio de nuestro reino, sino en su proyección personal. A los castellanos no nos interesaban ni Alemania ni Flandes, sino Castilla. No queríamos convertirnos en una delegación más del imperio. No nos negábamos a pagar, lo que queríamos era que nuestras aportaciones tuvieran un destino distinto. Pero es que, además, según me había comentado Juan, en el establecimiento de nuevos impuestos no se habían seguido los cauces legítimos.

—Nosotros —me explicó— hemos reconocido como ilegal el servicio concedido en las Cortes de La Coruña. Y la imposición de tributos de forma no legal es manifestación de un gobierno tiránico. Por eso, cuando los príncipes se convierten en tiranos, las Comunidades deben reaccionar.

Me asustaban un poco estas afirmaciones, pero no era sólo Juan quien así pensaba. Casi todas las ciudades del reino se mostraban en desacuerdo con lo que estaba sucediendo.

En Toledo, después de la revuelta que la había convertido en una ciudad en rebeldía, se escuchaba cada día con mayor fuerza el nombre de Comunidad o Santa Comunidad.

A finales de mayo, el Rey se fue y muchas de las ciudades cuyos representantes habían aprobado los nuevos impuestos sin obtener nada a cambio manifestarían su desacuerdo de forma violenta haciendo a sus procuradores responsables de lo sucedido.

Al recordar estos desgraciados sucesos me consuela pensar que ninguno de los que más tarde serían fieles seguidores de la Comunidad fue responsable de los crímenes y atrocidades que se cometieron.

Primero fue Segovia, donde asesinaron a dos subalternos encargados de la recaudación de impuestos locales porque se atrevieron a amenazar a los reunidos ante las acusaciones que éstos hacían contra el poder central y el corregidor. Al día siguiente fue estrangulado en plena calle uno de los procuradores, Rodrigo de Tordesillas, que, confiado, pretendía explicarles el porqué de su actuación en La Coruña. Zamora, Burgos y Guadalajara vieron sus calles ensangrentadas por la reacción de una muchedumbre desesperada. En otras ciudades también se registraron incidentes, aunque afortunadamente menos graves.

En Toledo seguíamos estos sucesos con el máximo interés y estábamos muy atentos a la actuación del poder central, que a los siete días de los asesinatos de Segovia no había reaccionado.

—Es normal —me comentaba Juan— que el cardenal Adriano tarde en tomar medidas, no es un hombre acostumbrado al gobierno y mucho menos en situaciones como la actual.

Yo no conocía al cardenal Adriano, decían que era buena persona. Y, como Juan pensaba, totalmente inexperto en el gobierno. Aspecto éste que le haría vulnerable a influencias nefastas como la del temido Antonio de Rojas, arzobispo de Granada y presidente del Consejo Real, que le llevaría a enviar a Segovia a una de las personas menos conciliadoras para abrir una investigación sobre lo sucedido. Fue tal el proceder, provocador y amenazante, del representante del poder central en Segovia, que toda la población se puso bajo la protección de un buen castellano pariente mío, Juan Bravo, que defendía los mismos ideales que nosotros. Ronquillo, que fue el hombre enviado por el gobierno, se hizo fuerte en Santa María de Nieva y sitió Segovia con la esperanza de que por fin dejara de oponer resistencia. Y fue en ese momento, en el que los segovianos necesitaron ayuda, cuando de verdad me di cuenta de las consecuencias que podría tener para nosotros, para mí y para Juan, la realidad de nuestros ideales.

—No te preocupes, mi amor —intentó tranquilizarme mi marido—, saldré esta misma tarde al mando de más de mil hombres de a pie y doscientos de a caballo y ya verán las huestes de Ronquillo de lo que somos capaces. No temas, María, no me sucederá nada, aún me quedan muchas cosas por hacer.

—¿No te despides de Pedro?

—Hace un momento que estuve con él, prefiero no decirle nada. No creo que nuestra lucha se alargue y antes de que me hayáis echado de menos ya estaré de vuelta.

Me besó en las mejillas y se fue sin darme tiempo a decir nada. Sentí un nudo en el estómago. Era la primera vez que mi marido iba a participar en una batalla. No pude evitar las lágrimas, que disimulé como pude, pues el pequeño Pedro había entrado en la habitación.

—¿Se ha ido padre? Quería enseñarle este dibujo.

Lo abracé intentando secarme las lágrimas en su pelo, mientras le decía:

—Déjame verlo, Pedro.

Mi hijo había pintado una casa rodeada de árboles y un jardín con flores.

—¿Te gusta, madre? He dejado aquí esta parte vacía —me señalaba con el dedo un lateral de la casa, donde no había dibujado nada—, porque quiero que padre me pinte un caballo, yo no sé.

¡Dios mío!, no puedo creer que mi niño se haya ido para siempre. Pobre hijo mío. Nunca sabré cómo hubiera llegado a ser, se fue siendo tan chico… Tengo guardados todos sus dibujos, también el de la casa en el bosque en el que Juan, nada más regresar de Segovia, le dibujó un precioso caballo. Juan había vuelto cansado pero muy satisfecho por la unión que había observado al comprobar la procedencia de los refuerzos que cada día se sumaban para defender Segovia.

Sin embargo, la respuesta a la carta que los regidores de Toledo enviaron a las dieciocho ciudades con representación en Cortes, para proponer una reunión conjunta, con una serie de puntos a debatir, se hacía esperar, y la convocatoria se fue aplazando de una fecha a otra.

Aquella mañana en la que mi marido esperaba ver despuntar el día era el 8 de agosto de 1520, fecha en la que definitivamente se iban a reunir en la catedral de Ávila. Juan temía que la respuesta de las ciudades fuera escasa y que la incipiente unión que habían mostrado pudiera romperse.

—No debes temer, Juan —le dije totalmente convencida—, estáis luchando por aquello en lo que creéis y si son pocos los que piensan como vosotros, no debe ser un inconveniente para que sigáis adelante con el proyecto que consideráis justo para Castilla.

—Eres tan fuerte, María —me dijo al abrazarme—, que contigo a mi lado nunca dudaría.

Tomándome en sus brazos se levantó, dirigiéndose al lecho a la vez que me decía:

—Déjame reponer fuerzas a tu lado. Contágiame algo de ese espíritu indomable que posees.

Sus brazos y sus labios recorrían mi cuerpo…

***

María llora, llora a la vez que con sus delgados brazos intenta rodear su cuerpo para mitigar el frío desamparo que la invade. Unos suaves golpes en la puerta la sobre saltan. Antes de que pueda responder, escucha la voz de Zahía:

—¿Aún duermes, mi niña? ¿Deseas que te traiga el desayuno?

—Pasa, Zahía, hace tiempo que estoy despierta, aunque no sé la hora que es.

—Mucho más tarde de lo habitual, son casi las nueve y media, pero no he querido venir antes por no despertarte.

La criada mora entra cerrando la puerta. Viendo que su señora está medio recostada en la cama, va en busca de la bata para que se la ponga. Al acercarse a María comprueba en su rostro las huellas de las lágrimas y alarmada le pregunta:

—¿Te encuentras mal? ¿Has pasado mala noche? ¿Te duele algo?

—Tranquilízate, por favor, estoy bien. Las lágrimas no siempre son una reacción al dolor físico.

—Ya sé, pequeña, que la pena y la tristeza también pueden provocarlas.

—Mira que eres curiosa —dice burlona María—, no pararás hasta que no te diga por qué he llorado.

—Perdona si te molesto, pero sólo me preocupo por ti —contesta, simulando enfado, Zahía.

—Acércate —pide María cariñosa, y añade—: He llorado porque añoro a mi marido y a mi hijo, si supieras cuánto les sigo echando de menos. ¿Ya se ha levantado Morayma?

—No lo sé. Creo que ayer se quedó leyendo hasta muy tarde.

—¿Por qué no te acercas a su cuarto y le preguntas si quiere desayunar conmigo?

—Ahora mismo lo hago.

***

Morayma no estaba acostumbrada a escuchar el tañido de las campanas y se despertó totalmente desorientada. Tenía la sensación de haber descansado muy poco y era incapaz de reconstruir lo que había pasado la noche anterior. ¿Por qué llevaba un lazo morado enrollado en la muñeca izquierda? De pronto todo se aclaró en su mente. Aquel lazo que había olvidado colocar en el sitio que le correspondía había sido el estimulante preciso para retornar a todo su mundo consciente. Morayma volvió a sorprenderse de cómo desde el sueño se regresa a la memoria.

***

¿Qué pasaría si un día me despertara y no recordase nada de mi vida? Sin duda seguiría viviendo, pero no sería yo, sino otra persona. Aunque no es del todo verdad que regresemos a la memoria, porque muchas veces la memoria no nos deja en nuestra inconsciencia, porque los sueños son fruto de nuestras vivencias o preocupaciones. Lo cierto es que yo casi nunca sueño o no recuerdo que he soñado, que viene a ser lo mismo, aunque en determinados momentos sí percibo un sentimiento distinto hacia alguien o algo, motivado posiblemente por su protagonismo en mi subconsciente, del que yo ignoro todo. Esta mañana, por ejemplo, estoy casi segura de que Diego ha tenido algo que ver en mis sueños. Eso me hace sentirme un poco inquieta porque cuando esto me sucede significa que pronto veré a la persona que se ha colado en mis sueños, y aunque en el fondo mi corazón se alegre de encontrarse nuevamente con el hermano de María, yo me impongo a esos sentimientos y, a poco que pueda, evitaré un nuevo encuentro con él.

No sé si levantarme o seguir un rato más en la cama, aunque necesito beber con cierta urgencia. Anoche tomé demasiado vino y mi boca lo acusa.

Siento no disponer de unas gotitas de limón, pero, aun sola, el agua me ayudará igualmente. Me estoy haciendo mayor y cada vez echo más en falta las comodidades de mi casa. Ahora, por ejemplo, estaría preparándome un delicioso baño con aceite de tamarindo y esencia de azahar. Aquí seguro que tendrán alguna pila o balde apropiados para bañarse, aunque no puedo disponer de ellos a mi antojo. Pero estar al lado de mi amiga lo compensa todo. Luego le diré a Zahía que prepare el baño para María, pues le he traído aceite de nuez, que siempre fue su preferido. Seguro que hoy hará un día maravilloso y podremos pasear por esta bonita ciudad que estoy deseando conocer más a fondo. La brillante claridad que se cuela por las entreabiertas cortinas es un buen presagio.

Es curioso que María no haya elegido esta habitación para ella, en la suya no hay ninguna ventana y a ella siempre le ha gustado mantener contacto con el exterior para poder ser testigo del maravilloso espectáculo que nos ofrece la naturaleza. Es posible que sus gustos no sean los mismos o que haya decidido dejar la mejor habitación para los invitados, aunque no lo creo, porque casi nadie la visita.

Decididamente no volveré a la cama. Rezaré mis oraciones de la mañana y después iré sacando mi ropa de los baúles, colocándola poco a poco y seleccionando los regalos que he traído. No creo que Zahía tarde mucho en avisarme para el desayuno.

Estoy contenta de haber tomado la decisión de profundizar en mis creencias. Me he acostumbrado a rezar por propia iniciativa y no por la llamada del almuecín. En nuestros barrios ya no hay mezquitas y en las que existen, en sus alminares, sólo se escucha el silencio.

Hace un tiempo que he decidido ampliar mis oraciones con lecturas profundas que me ayuden a conocer mejor a Alá:

Como Dios sabe que los hombres esperan influir con sus peticiones y con el mérito de sus obras en la realización de sus eternos decretos, les ha hecho saber que su providencia distingue con sus dones gratuitos sólo a quien le place. Mas como también sabe que, si los dejase en esta creencia, abandonarían las obras buenas, fiando su salvación en los solos decretos divinos, les ha hecho también saber que su misericordia está próxima a quienes obran bien.

Este párrafo pertenece a la obra de Ibn Abbad al Rundi, maestro sufí nacido en Ronda que vivió en el siglo XIV. La lectura diaria de sus escritos y la de otros pensadores sufíes aporta a mi vida una dimensión distinta. Algunas de las ideas asimiladas en la mañana acuden a mi mente a lo largo del día haciéndome cambiar, algunas veces, el rumbo de mis acciones. Acciones que hoy espero que sean beneficiosas para todos los seres con quienes me encuentre.

Y ahora debo comenzar a vaciar los baúles…

Puede que haya traído demasiada ropa. Pero aunque ya sabía que María llevaba una vida totalmente alejada del ambiente social, pensé que tal vez necesitaría de mis mejores galas para causar buena impresión. Siempre he creído que un cuidado aspecto físico y el atuendo adecuado predisponen al éxito allí donde uno va. Y yo estoy dispuesta a hacer valer mis encantos ante el gobernador de Oporto para tratar de conseguir una mayor seguridad para mi amiga.

***

Antes de llamar a la puerta, Zahía ya sabía que Morayma no estaba durmiendo porque se escuchaba cierto movimiento en el interior de la habitación y tocó confiada.

La aparición de Morayma la hizo sonreír, emocionada, se había vestido como la mujer árabe que era.

—¿Te gusta? —preguntó Morayma satisfecha al ver la expresión de Zahía. Dando una vuelta sobre sí misma para que la pudiera ver en su totalidad, añadió—: Ya me conoces y sabes que para mí el colorido es fundamental, me anima, y vamos a necesitar toda nuestra energía para ayudar a María.

Mientras Zahía miraba a Morayma, se decía a sí misma: «Tiene que haberse levantado de la cama hace tiempo, si no es imposible que esté así de guapa». La joven no llevaba ningún tipo de afeite, pero su rostro resplandecía. De piel dorada y con el cabello rojizo, Morayma jamás podría pasar desapercibida. Sus ojos negros poseían un gran magnetismo del que a veces resultaba difícil desprenderse.

—No te asustes, Zahía, no pienso salir a la calle así vestida. Es divertido para estar en casa.

—Estás verdaderamente hermosa —alabó convencida Zahía.

Morayma llevaba una túnica de color malva con pequeños dibujos geométricos amarillos y naranjas en las bocamangas y en el escote. Cubría sus piernas con unos pantalones amarillos a juego con los dibujos de la túnica.

—Ven, entra, te he traído dos túnicas y dos pares de alcorques.

Zahía, nerviosa, tomó en sus manos las graciosas sandalias.

—¿Cómo has podido saber que eran unos alcorques lo que más ilusión me podría hacer? No sabes cuánto he pensado en ellos. Ni en Braga ni en Oporto he podido conseguirlos, y son tan eficaces en los días calurosos y tan silenciosos por su suela de corcho. Y estas túnicas son preciosas —seguía diciendo Zahía al acercárselas a la cara—, no me digas que las has comprado en la tienda de Said el Tunecino.

—No, porque ya no existe ese establecimiento. Said murió hace años y su familia decidió abandonar el Albayzín. Se fue con otros parientes a las Alpujarras. Pero sí es verdad que la seda de estas túnicas tiene la misma procedencia que las que vendía Said.

—No podía equivocarme —afirmó orgullosa Zahía—, fueron muchas las que pasaron por mis manos. La tienda de Said era la preferida de la señora marquesa de Mondéjar.

—O sea, que he acertado —dijo riendo Morayma, y añadió—: Espero haberlo hecho también con la talla.

—Seguro, aunque no creo que me las ponga. En la situación en la que nos encontramos prefiero vestirme de esta forma.

Morayma ya se había dado cuenta el día anterior de lo raída que estaba la ropa de Zahía, que era la misma que llevaba aquella mañana: una saya negra, una camisa supuestamente blanca y una especie de corpiño negro que por el uso había ido perdiendo la tintada.

Zahía conocía desde que era una niña a Morayma y tenía mucha confianza con ella, aunque ignoraba cuál era su situación íntima con la fe de sus antepasados. «Todos estamos acostumbrados a fingir —se dijo—, yo he sido bautizada y me comporto como una católica, pero en el fondo no lo soy, bueno, soy tan católica ahora como musulmana lo fui antes. Y la verdad es que no me interesan las creencias de los demás, pero sí me gustaría saber cuál es la fe de Morayma, porque así le pediría con mayor libertad su opinión sobre lo que está pasando en las Alpujarras». Después de darle unas cuantas vueltas, Zahía se decidió:

—¿Conoces a muchas familias que se hayan ido a vivir a las Alpujarras?

—A unas cuantas —contestó Morayma, que a su vez preguntó—: ¿Has estado alguna vez en esa zona?

—No, pero creo que es muy bonita y con un clima que permite el cultivo de frutas variadas. Morayma, ¿tú crees que la razón de que muchos de los nuestros se vayan a las Alpujarras es porque allí están el valle de Lecrín y Laujar de Andarax, donde le dieron un señorío a Boabdil?

—Puede que tenga algo que ver. Aunque Boabdil, como tú sabes, lo abandonó muy pronto. Me parece que sólo vivió allí poco más de un año, pero fue tiempo suficiente para ver cómo su visir, Aben Comixa, que disponía de un poder notarial, vendía parte de sus bienes, sin que Boabdil supiera nada.

—Su mujer murió en aquellos días, ¿verdad? —preguntó Zahía.

—Sí, y siempre se comentó que después de la muerte de su mujer no pudo soportar la soledad y se fue a Fez, donde vivió hasta hace cuatro años, cuando murió en la batalla del Vado de Bacuna. Fue enterrado en la mezquita de la Puerta de la Ley en aquella ciudad. Pero, Zahía, volviendo a lo que me preguntabas, creo que los moriscos se van a las Alpujarras sobre todo por las características orográficas de la zona. No debemos olvidar que fue lugar elegido por los cristianos para hacerse fuertes frente al islam, y ahora, lo mismo que entonces, puede seguir siendo el sitio ideal para nosotros, los moriscos. Sí, querida Zahía, puede que éste sea el último reducto morisco de Granada.

Con aquella breve reflexión, Morayma le había aclarado todo lo que ella quería saber. De forma casi inconsciente, Zahía se preguntó a dónde iría ella de poder regresar a Granada. Nadie la esperaba ni en el Albayzín ni en las Alpujarras. Había nacido en Granada, pero su lugar en la vida estaba al lado de doña María Pacheco. Se dio cuenta entonces de que no iría nunca a las Alpujarras, aunque sintiera cierta afinidad con los que allí se desplazaban. No iría porque si algún día regresaban a Granada sería a la Alhambra, ya que lo haría acompañando a su señora, aunque estaba casi segura de que eso jamás sucedería.

—Soy una calamidad —exclamó Zahía—. María creerá que me he olvidado de ella, de ti y del desayuno. He venido para preguntarte si quieres desayunar con ella en su habitación.

—Encantada —respondió Morayma.

***

Al recoger el servicio del desayuno, Zahía comprobó complacida que María había vuelto a recuperar el apetito. Hacía mucho tiempo que no desayunaba tan bien. «Probablemente —se dijo— sea debido a la presencia de Morayma y puede que María consiga recuperarse».

En unos momentos, Zahía pensaba dirigirse al mercado. Tenía dinero del que el día anterior le había dado Morayma y quería conseguir unas costillas de cordero para cocinarlas al-Majliu. Con las especias que Morayma le había traído podía volver a elaborar los mismos platos que cuando estaba en la Alhambra y hoy pensaba ofrecerles un menú sorpresa: primero, una sopa de migas de pan hechas con caldo de pollo, después el cordero, y, de postre, una kenafa cuya preparación ya había iniciado la noche anterior.

No prestó ninguna atención a unos golpes en la puerta de entrada creyendo que Sosa abriría, pero los insistentes aldabonazos denotaban que nadie había acudido, lo que la llevó a dejar lo que estaba haciendo para atender a quien llamaba. No sabía quién podía ser. En aquella casa no eran frecuentes las visitas y mucho menos a hora tan temprana. «¿Dónde habrá ido Sosa? —pensó Zahía—. Porque seguro que es algún amigo suyo que viene a buscarle».

La puerta era bastante pesada y, a veces, según el ímpetu con el que se enfrentara uno a ella, costaba más o menos abrirla. Aquella mañana Zahía la abrió con cierta dificultad…

Felipa no necesitaba que aquella señora mora le dijera nada, sólo con ver su cara sabía que no era bien recibida, pero no le importó.

—Buenos días —saludó con cierto descaro—, quiero ver a doña María.

—¿Para qué la quieres?

—Tengo algo para ella.

Zahía a punto estuvo de darle con la puerta en las narices, pero se acordó de la bolsa de Morayma y, como estaba segura de que aquella granuja la había robado, la permitió entrar.

Felipa iba un paso por detrás de Zahía y observaba todo sin disimulo. Nunca había visto un pasillo tan amplio. Estaba muy limpio, pero le pareció triste. De repente, al vislumbrar una sala, también muy grande, que se abría en muchas puertas, notó un olor que la hizo detenerse y olisquear como si fuera un perro sabueso. Jamás había olido nada igual. En su ambiente todo apestaba. A veces, sólo entraba en las iglesias para disfrutar del olor a incienso. Sin embargo, el aroma que ahora estaba percibiendo era mucho mejor, no sabía si olía a rosas o a fruta, tal vez a las dos cosas. Al llegar a la sala se dio cuenta de que el perfume se colaba por la única puerta que estaba abierta y hacia la que se dirigían. Al entrar en la habitación, Felipa vio una especie de columnas, no muy altas, en las que estaban colocados unos recipientes como fuentes pequeñas, tal vez más hondos, de los que salía un humo muy tenue. Eran dorados, preciosos. De ellos procedía el aroma. «Esto tiene que ser algo de brujería —pensó un tanto asustada—, las moras saben mucho de esas cosas». Sin poder contenerse, preguntó:

—¿Qué es lo que queman en esas fuentes? ¿No tienen miedo de que se incendie la casa?

—¿Ves llamas por algún sitio? No seas cretina —repuso Zahía con cara resignada—. Y no se llaman fuentes, son mibjarat.

—Cretina lo será usted, y hábleme en cristiano.

—Si te digo que se llaman pebeteros, ¿sabes entonces lo que son?

—No, no lo sé, es la primera vez que los veo.

Zahía se enterneció un poco al pensar en la vida que debía de llevar aquella chiquilla. Agarrándola de la mano se acercó a una de las columnas.

—Ven, te voy a enseñar lo que son y para qué sirven los mibjarat o pebeteros. En ellos se coloca un aceite aromático que, al recibir el calor de esta especie de braserito pequeño que se pone aquí, en este soporte, perfuma toda la habitación.

—Si yo pensé que eran columnas normales —se asombró Felipa—, y éstas son como tubos.

—Sí, son especiales para los mibjarat. También se puede conseguir un ambiente perfumado echando sobre las brasas de la chimenea el aceite —le siguió explicando Zahía.

Felipa escuchaba atenta mientras aspiraba aquel perfume que le hacía sentirse en otro mundo. Mirando con admiración a Zahía, dijo:

—Perdóneme, pero siento mucha envidia de usted, que puede vivir aquí, en medio de este ambiente.

—No te creas que siempre estamos así. Estos pebeteros y los aceites olorosos son un regalo de la señora Morayma, que ha llegado ayer de Granada.

Felipa no dijo nada, pero pensó en lo rica que tenía que ser aquella señora que se permitía hacer regalos como aquéllos.

—Espera un minuto aquí —le ordenó Zahía—, voy a ver si doña María te puede recibir ahora.

***

Si no hubiera sabido que era ella, Felipa jamás la hubiera reconocido. María parecía mucho más joven que el día anterior, y el color claro de la bata destacaba mucho más el tono negro azulado de sus cabellos, que llevaba sueltos, que el vestido oscuro del día anterior. Pero lo que más llamaba la atención de la joven era el color casi marmóreo de su piel. «Doña María tiene que haber sido una mujer muy guapa —se dijo Felipa—, todavía lo es».

En contraste con la figura delicada y frágil de María, Morayma, la amiga mora, aparecía llena de vitalidad. Felipa la miró asombrada, le pareció preciosa. Le gustaría tanto ser como ella… «Si yo fuera así de guapa —pensó—, ningún hombre se me resistiría y podría hacer de ellos lo que me diera la gana».

—Pasa, pasa… Pero, ¿qué te trae por aquí tan temprano? —le preguntó María en forma de bienvenida—. Habrás desayunado, ¿verdad?

—Pues no señora, estoy en ayunas.

—En cuanto me cuentes a qué has venido te vas a la cocina y que Zahía te prepare un buen tazón de leche —le propuso María.

—Gracias. —Felipa prefería estar a solas con doña María, pero como no veía la posibilidad de que aquello fuera a suceder, se arremangó la falda, desatando la bolsa que llevaba escondida a la vez que decía—: Esta mañana, muy temprano, cuando venía a ocupar mi lugar aquí, al lado de la Seo, me encontré con esta bolsa que contiene bastante dinero y unos papeles con unas letras muy raras. Y he pensado que puede ser de su señora amiga —terminó mirando a María y señalando a Morayma.

—Permíteme que la vea —pidió Morayma, que no dejaba de mirar a los ojos de la mendiga ni un solo momento.

Felipa, que se había dado cuenta, se encontraba un poco molesta, pero disimuló como pudo y le acercó la bolsa.

—Qué alegría, María, es la mía, ¡y está intacta, no falta nada! Mira, éste es el precioso poema de Hafsa —Morayma le acercó el pergamino a su amiga.

María lo tomó en sus manos y con la ilusión pintada en su rostro recitó:

¿Voy yo a ti o tú vienes a mí?

Mi corazón acepta lo que digas.

Morayma se unió a ella:

A salvo te hallarás de la sed y del sol

cuando ocurra tu encuentro conmigo.

Felipa las miraba asombrada. Se habían olvidado de ella, ni las gracias por devolver la bolsa le habían dado, pero reconoció que era muy bonito lo que decían. ¿Sería eso lo que estaba escrito en el papel? Sus reflexiones fueron interrumpidas por la voz de María.

—Felipa, así te llamas, ¿verdad?

—Sí, señora —se apresuró a responder.

—¿No te parece muy raro haber encontrado la bolsa totalmente intacta sin que nadie se haya quedado con nada?

—La verdad es que si se la hubieran robado, esto no sería posible, pero si la perdió y nadie la ha visto hasta esta mañana cuando yo la encontré, es normal.

—Y tú —quiso saber María—, ¿no has sentido la tentación de quedarte con ella?

—Sí, pero quería devolverles ese papel, que puede ser importante para ustedes, y si se lo entregaba solo, podían pensar que me había quedado con el dinero, y aunque yo, como usted sabe, doña María, soy una ladrona, con ustedes quiero portarme bien.

Morayma seguía observándola y sabía que estaba mintiendo, aunque no entendía muy bien por qué. Con el propósito de averiguar sus intenciones le preguntó:

—O sea, Felipa, que si llegas a encontrar la bolsa sin dinero, sólo con el pergamino, no nos la habrías entregado para que no pensáramos mal de ti.

Felipa se quedó pensativa durante unos segundos y respondió decidida:

—Bueno, si la hubiera encontrado como usted dice, creería, seguro, que la persona que la perdió no llevaba dinero en ella y, por supuesto, haría lo mismo que ahora.

—¿Por qué estás tan segura de que se me perdió y no de que me la hayan robado? —insistió Morayma.

—Porque si alguien la hubiera robado, habría intentado saber qué es ese papel, que puede valer dinero, y la bolsa en sí también es buena. De verdad, creo que nadie se habría deshecho de ella.

—Bueno, poco importa —intervino María—, el caso es que gracias a ti hemos recuperado la bolsa y tenemos el manuscrito de este poema maravilloso.

—Perdónenme, ¿eso que decían antes está escrito en ese papel?

Morayma, acostumbrada a tratar con jóvenes de distintos estratos sociales, seguía observando muy interesada las reacciones de aquella casi niña que no tenía nada de tonta y en la que parecía aflorar una sensibilidad especial de la que normalmente carecían las personas que, como ella, vivían de la calle. Pero antes de que pudiera decir nada se anticipó María, que comentó dirigiéndose a Felipa:

—Así que te han gustado los versos.

—Sí, y aunque soy consciente de que nunca sabré leer, no puedo evitar la pena que me produce, en casos como éste, no poder enterarme por mí misma de lo que está escrito en un papel.

—Mira, Felipa —quien se dirigía a ella ahora era Morayma—, puedes aprender a leer. Yo misma estaría dispuesta a enseñarte si me quedara en Oporto el tiempo suficiente, pero desgraciadamente sólo estaré unos cuantos días. Claro, que María puede ayudarte… Pero a cambio tendrías que prometernos no volver a robar.

—Es que si no robo… —empezó a argumentar Felipa.

Morayma no la dejó seguir:

—No, nos digas nada ahora. Lo piensas, y mañana o pasado vienes a vernos y hablamos despacio. Toma, quiero recompensar la honradez que has demostrado esta mañana al traerme la bolsa, es una forma de demostrarte mi agradecimiento.

Morayma sacó todo el dinero de la bolsa y se lo entregó a Felipa, que no daba crédito a lo que le estaba sucediendo. Mirando a María, a la que se sentía más cercana, dijo:

—Señora, su amiga se ha vuelto loca. No puedo aceptar tanto dinero. Además, no sabría qué hacer con él.

—Podrías comprar comida y ropa y el resto guardarlo o dárselo a tus padres.

—Ni hablar. A mis padres ya les entrego el que consigo mendigando, porque es el fruto de mi trabajo, doña María. Pero esto es distinto. Si comprara comida o ropa, sospecharían que me he quedado con más y me harían la vida imposible. Y si entregara todo este dinero en casa, mi padre no tardaría ni tres días en gastárselo en vino, así que prefiero renunciar a él. A pesar de que tengo planes para irme un día de la ciudad y este dinero me vendría muy bien para cuando eso suceda.

—Pero, ¿por qué no lo aceptas? —quiso saber María.

—Pues, el problema —titubeó Felipa— es que no tengo dónde guardarlo. De mis amigos no puedo fiarme y llevarlo siempre encima es un riesgo.

Morayma se dio cuenta inmediatamente de lo que perseguía Felipa y no pudo evitar sentir admiración por aquella chiquilla que se había arriesgado a perderlo todo sólo para conseguir su confianza. Muy sonriente y dirigiéndose a María dijo:

—¿Qué te parece si te quedas tú con este dinero para cuando ella lo necesite?

Felipa, con la expresión más feliz de la que era capaz, exclamó:

—¡Doña María! ¿Estaría dispuesta a guardármelo? Si fuera así, me haría la persona más feliz del mundo, porque sé que en usted puedo confiar y el dinero aquí en su casa estaría seguro. Además, le iría entregando pequeñas cantidades según se me diese el trabajo.

—Bueno, en principio, estaría de acuerdo —dijo María—, pero nada de dinero robado.

—Bueno, bueno, le prometo que no volveré a adueñarme del dinero de los demás, aunque sí me tiene que permitir que afane algún alimento o ropa.

—Ya hablaremos. De momento, te guardo este dinero que es tuyo. Y ahora vete a la cocina y dile a Zahía de mi parte que te prepare una taza de leche.