Zahía acaba de irse. Me ha ayudado, como siempre, a acostarme. Deberé apagar enseguida la llama de la vela pues sé que puedo quedarme dormida en cualquier momento. No estoy acostumbrada a permanecer despierta hasta tan tarde, pero hoy ha sido un día especial. La presencia de Morayma me ha alegrado tanto… A su lado y escuchando sus canciones he creído estar de nuevo en la Alhambra, incluso me parecía escuchar el rumor del agua, como aquella noche que Juan llegó por sorpresa. Aquella noche por fin iba a suceder lo inevitable…
Hacía dos años que se habían celebrado nuestros esponsales, pero a mí me parecía una eternidad. Ya no me divertían las mismas cosas. Morayma y Diego intentaban distraerme, pero yo no dejaba de darle vueltas a un único pensamiento: ¿por qué Juan no venía a verme? ¿Qué importaba que las velaciones no pudiesen celebrarse hasta que yo cumpliera los dieciocho años? Si tuviera tantos deseos como yo de estar con él, seguro que acudiría a mi lado aunque sólo fueran unas horas. Quería mostrarme fuerte, pero me arrepentía de no haber sido más cariñosa con él, aunque mis ojos se lo decían a cada instante. Aunque lo que de verdad me preocupaba —y no quería reconocerlo— era que mi marido pudiera tener relaciones con otras mujeres, sólo de pensarlo me sentía morir. En mi desasosiego le preguntaba a Morayma por la actitud de las mujeres moras. No podía entender cómo aceptaban compartir a sus maridos con otras.
—A veces es una suerte —me decía Morayma riendo—, pero no todas las mujeres musulmanas están dispuestas. ¿Acaso crees, querida María, que en todas las familias existe un harén?
—No —le contesté inmediatamente, y añadí—: Ya sé que sólo las familias con mucho poder pueden mantener un harén, pero puede suceder que cambie la suerte y el cabeza de familia consiga mucho dinero; entonces sí que podrá tener cuatro esposas y varias concubinas.
—Es cierto que la Sharía permite la poligamia —apuntó Morayma—, pero también es cierto que cualquier mujer puede establecer en el contrato matrimonial que su marido no tome ninguna otra mujer mientras ella viva.
—No sabía que la ley islámica admitiera la monogamia.
—Claro, y aquí, en Al Ándalus, muchísimas uniones son monogámicas, como era el caso de mis padres —me explicó Morayma.
—Pero eso —añadí pensativa— no asegura que el hombre no tenga relaciones con otras mujeres.
—No, claro que no. Sucede lo mismo que en vuestros matrimonios cristianos, en los que muchas veces los hombres suelen conocer maritalmente a varias mujeres, aunque los derechos de la esposa sólo los ostenta una, eso es cierto.
Me estaba poniendo muy nerviosa con aquella conversación. Temía que Juan se hubiera olvidado de mí, y le pedí ayuda a Morayma:
—No puedo soportarlo por más tiempo, necesito verle y yo no puedo ir a visitarle. ¿Qué puedo hacer para que sepa que le quiero y que necesito su presencia como el aire que respiro?
—Puedes escribirle y enviar la carta por uno de los criados de tu padre.
—¿Estás loca? —chillé—. Mi padre no puede enterarse de lo que me pasa.
—Pues entonces concéntrate, hazle llegar tus sentimientos y la necesidad de estar a su lado.
—¿Cómo lo hago? —pregunté incrédula.
—Si de verdad le quieres y deseas que él lo sepa sin decírselo directamente, debes pedirle ayuda a la luna cuando esté en fase de plenilunio. Ella entiende mucho de amores y te ayudará haciéndoselo llegar a Juan.
—Me estás tomando el pelo.
—No, te lo digo muy en serio —afirmó Morayma.
No pensaba hacerle caso, pero cuando se acercaba el plenilunio, me acordé de su consejo. Zahía me animó a que probara suerte.
—Pero, ¿tú crees en esas cosas? —le pregunté.
—Yo lo que pienso es que normalmente desconocemos nuestra propia fuerza y tal vez Morayma tenga razón.
Así que decidí hacerle caso. Me fui al jardín del mirador de Lindaraja, que no se encontraba lejos de casa. Elegí aquel lugar por ser, según mi hermano Diego, uno de los escenarios más poéticos de la Alhambra. Y allí me encontraba yo mirando fijamente el cielo e intentando comunicarme con la luna llena. Me sentía ridícula mirando la hermosa luna que con su fría luz daba una tonalidad misteriosa a la zona del jardín donde me encontraba, pero sin saber muy bien por qué, antes de abandonar aquel lugar, me sentía relajada y con la sensación de que la luna me había entendido.
No obstante, un día sucedía a otro y a otro y todo seguía igual. A punto estuve de contárselo a mi hermano Diego y pedirle ayuda para hacer volver a Juan, mas decidí guardar silencio, no quería que pensaran que me estaba volviendo loca. Aunque a Morayma la interrogaba todos los días, medio en serio, medio en broma:
—¿Tú crees que debo esperar mucho más? ¿Ya se lo habrá dicho la luna a Juan? —le preguntaba intentando no reír.
—Si te burlas de lo que has hecho, no servirá de nada —me dijo Morayma muy seria—. Tú confía en la luna llena y aguarda su respuesta, que seguro te hará llegar cuando menos lo pienses.
—Morayma, no juegues conmigo, dime la verdad, tú no puedes creer que la luna nos escuche y transmita nuestros sentimientos a los demás.
—Claro que lo creo. Estoy segura, pero, ¿a qué se deben estas dudas? ¿Acaso no le has pedido tú que te ayude?
—Sí, aunque lo hice porque creo en ti, no en la luna.
—Querida María, no sólo es la luna quien nos escucha, toda la naturaleza está abierta al diálogo. Un diálogo sin duda difícil para una inmensa mayoría, mas con paciencia y dedicación se consigue.
Morayma era especial. De ello me di cuenta el primer día en que nos conocimos en el Albayzín. Y yo estaba dispuesta a seguir sus consejos.
Llegó el siguiente plenilunio. No había sabido nada de Juan, pero a pesar de ello volví a salir cuando todos se habían recogido y, sentada al lado de la fuente del jardín de Lindaraja, le repetí a la luna lo mucho que quería a mi esposo. La miraba fijamente y por momentos tenía la sensación de que ésta me sonreía. De repente escuché un ruido y unos pasos que se acercaban.
—María, ¿qué haces aquí?
Me parecía imposible, pero aquélla era la voz de Juan. Muy nerviosa me giré para ver quién me hablaba.
—He tenido un contratiempo en el camino y por ello llego a horas tan intempestivas. Pensé que todos estaríais dormidos y que no os vería hasta mañana, pero, afortunadamente, Zahía me avisó de que te encontrabas en el jardín —me dijo al acercarse sonriente.
Era mi marido. ¡Juan había venido a verme! Sin decir nada, corrí hacia él y le ofrecí mis labios en espera del deseado y soñado beso.
—¡Me quieres! —casi gritó Juan, que, guiñando un ojo, exclamó mirando a la luna—: ¡No me has engañado, vieja amiga!
—¿Qué dices? —pregunté sorprendida.
—En la soledad de mis noches, cuando paseaba pensando en ti, muchas veces tuve la sensación de que la luna me decía que me querías, que viniera a verte.
—¿Te habla la luna?
—No, mujer, lo que sucede es que al mirarla siento que me quieres.
No podía creer lo que estaba diciendo, tenía que ser una casualidad. Seguro que lo que sucedía era que cada uno interpretaba el influjo de la luna de acuerdo con sus deseos. Arrebujándome contra Juan, que me tenía agarrada por el hombro, y mirándole a los ojos, le dije emocionada:
—Te quiero como nunca pensé que se pudiera querer a nadie. Eres lo más importante de mi vida, Juan.
Parecía que nuestros ojos acabasen de descubrirse y nuestros labios se buscaban con pasión.
—Vamos, María, debemos despedirnos. Mañana, después de saludar a tu padre, pasearemos y te contaré muchas cosas.
—Por favor, no me dejes —le pedí temblorosa—, no te vayas Juan, eres mi esposo.
—Sí, pero no tienes dieciocho años y no hemos celebrado las velaciones.
—Ya las celebraremos —le dije sonriendo.
—Está bien, entremos en casa. No sabes, María, cómo estoy deseando demostrarte lo mucho que te quiero —me dijo abrazándome.
Una corriente de deseo me recorrió ante la cercanía del cuerpo de mi amado. ¿Qué importaba que no tuviera título o que no perteneciera a la nobleza? Aquél era mi marido, del que yo siempre me sentiría orgullosa. Cogidos de la mano abandonamos el jardín de Lindaraja, testigo, una vez más, del hermoso sentimiento del amor.
Antes de entrar en el palacio, miré disimuladamente a la luna para darle las gracias. De momento no le contaría nada a Juan, porque pensaba seguir utilizándola. Morayma sería desde entonces para mí, bueno, en realidad ya lo era, como Diotima para Sócrates, sólo que yo tenía constancia de su realidad.
***
En la habitación de María, la vela se ha ido consumiendo poco a poco sin que nadie la apague. Antes de que se agote definitivamente, la llama ilumina la cara de felicidad de María, que duerme plácidamente.
En el cuarto de al lado, Morayma pasea nerviosa. Sabe que no podrá conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada.
***
A veces me considero afortunada por necesitar solamente unas cuatro horas para dormir. Dispongo de mucho más tiempo y puedo hacer infinidad de cosas. Pero en otras ocasiones, como ahora, desearía quedarme dormida en el acto. Estoy preocupada por la salud de María y voy a necesitar una energía especial para conseguir animarla.
Zahía, que conoce muy bien mis insomnios, me ha dejado una bandeja con dulces y una jarra de vino junto con la arqueta que contiene el manuscrito de María. La verdad es que el vino de la cena era exquisito, me tomaré otro poquito y creo que esta misma noche voy a empezar a leer el diario de María. Sin duda ha sido un acierto que haya escrito sus recuerdos y vivencias. Qué bien ha hecho su hermano Diego aconsejándola escribir.
Diego Hurtado de Mendoza, suena bien, siempre me ha gustado su nombre. Verdaderamente, este vino es excelente, seguro que a él le entusiasmaría… pero, ¿a mí qué me importa lo que le guste a Diego? Hace mucho que he decidido olvidarme de su existencia. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, a pesar de todo, su recuerdo siempre permanecerá en mí. Nunca he hablado con María de este tema, es el único episodio de mi vida que permanece oculto para ella, aunque es posible que haya podido percibir algo entre nosotros; pero no, no puede ser, porque dado el carácter de mi amiga no tardaría ni un minuto en comentármelo y nunca me ha dicho nada. ¡Ni un solo segundo más para pensar en Diego Hurtado de Mendoza! Además, estoy deseando empezar a leer el diario de María.
Abro con cierto nerviosismo la arqueta donde se encuentran los tres rollos en los que María ha vertido sus vivencias. Me sorprende el color de los lazos que los sujetan, un violeta-morado.
Posiblemente, en compañía de otras tonalidades, este color pueda resultar hermoso, pero así, aislado, transmite tristeza. Tal vez María lo ha utilizado precisamente por ello.
Desato los lazos muy despacio, colocándome uno enrollado en la muñeca, y comienzo a leer:
Cuando algunos miembros (no más de tres) de la nobleza portuguesa —no sólo nobles por cuna, sino por corazón— me convidan a sus casas, les resulta muy difícil comprender lo que me ha sucedido. Dicen poder entenderlo si yo fuese un varón, pero en una mujer les parece algo insólito, sobre todo teniendo en cuenta mi origen.
Sin embargo, es casi seguro que si no fuera por mi origen, no estaría ahora en el exilio. Por haber nacido en el seno de una importante familia de la nobleza castellana se me permitió una determinada formación. Yo estaba capacitada para enfrentarme a distintas situaciones y podía asumir responsabilidades que otras personas eran incapaces de arrogarse, de ahí mi protagonismo en un momento dado de la lucha comunera. De todas formas, es verdad que jamás me habría imaginado arengando a un ejército, pero lo hice cuando cundía el desánimo, y no me arrepiento, mil veces volvería a hacerlo. Luché por defender las ideas en las que creíamos tanto mi marido como yo.
Tienen razón quienes aseguran que podría disfrutar de una posición privilegiada en la corte y que soy una pobre exilada en Oporto. Sé muy bien que nuestro protagonismo en la revolución comunera no hubiese sido el mismo de permanecer en Granada o en Porcuna. Pero, al igual que la muerte del Rey Católico precipitaría la incertidumbre sobre Castilla, la muerte de mi padre nos hizo temer por el futuro de Juan.
Morayma interrumpe su lectura para recordar aquellos momentos difíciles que ella vivió al lado de María.
Es verdad que si el padre de María hubiera vivido tres años más, la vida de mi amiga discurriría por caminos muy distintos para ella y para Juan. Pero la muerte de Tendilla, en el verano de 1515, supuso una conmoción para toda su familia, que perdía su nexo de unión, porque el hermano mayor de María, Luis, era muy distinto a su progenitor. Era a él a quien le correspondía heredar el mayorazgo y así lo reflejaba el testamento del conde, que recordaba a todos sus hijos legándoles determinadas cantidades de dinero o algunas propiedades, excepto a las dos hijas casadas, la condesa de Monteagudo y María, que no podían pedir más de lo que tenían señalado en sus dotes. Desconozco la cuantía de la dote de su hermana mayor, pero la de María había sido de cuatro millones y medio de maravedíes, cantidad que a ella siempre le había parecido inadecuada. Inadecuada la cantidad y la medida, porque aunque ella sabía muy bien que eso era lo legal, no significaba que fuera justo. Se quejaba de que a las mujeres, por el simple hecho de serlo, se las marginaba de la herencia eliminándolas con una simple dote.
Al conocer las últimas disposiciones de su padre, María revivió todos estos sentimientos, mucho más atenuados porque en aquellos momentos ya se encontraba embarazada y vivía feliz al lado de su marido en Porcuna.
Ella y Juan se habían desplazado a la Alhambra para asistir a los funerales del «Gran Tendilla», como algunos lo llamaban por su buen hacer en los años posteriores a la conquista de Granada. El padre de María, don Íñigo López de Mendoza, era en verdad un hombre conciliador, de ello sí que puedo dar fe, al igual que los miles de moriscos que acudieron a tributar el último homenaje al hombre que supo estar cerca de ellos.
Decían que había sido uno de los soldados más valerosos al servicio de los Reyes Católicos. Nunca olvidaré la imagen del caballero Peralta, que, tras el féretro, llevaba la espada del difunto conde de Tendilla. La portaba con tal prestancia que por momentos parecía que la espada cobraba vida propia. Posiblemente era una forma de destacar sus virtudes militares.
El cadáver, que reposaba sobre un paño de brocado negro, era transportado en andas por doce hombres y fue trasladado a la iglesia de San Francisco, donde se celebraron solemnes funerales y donde estuvo expuesto el cuerpo durante varios días, en los que ni un solo momento dejó de estar custodiado por cien hombres de armas. Yo no había estado nunca en la iglesia del convento de San Francisco y cuando asistí allí a los oficios funerarios no pude evitar pensar, con pena, en cómo sería el hermoso palacio nazarí, el palacio de infantes que, por decisión personal de la reina doña Isabel, se había convertido en aquel monasterio. Doña Isabel deseaba que en la Alhambra se instalara una congregación de frailes franciscanos y para ello mandó reformar el antiguo palacio.
El cuerpo del conde de Tendilla no fue enterrado en aquel lugar a pesar de que la reina doña Juana le había otorgado a él y a sus descendientes el patronato del convento de San Francisco de la Alhambra. Lo llevaron a San Jerónimo porque en San Francisco estaba enterrada la Reina Católica y allí fue sepultado también el rey Fernando, su marido, que falleció seis meses después que el conde de Tendilla.
Nunca se lo he contado a nadie, pero me alegré mucho cuando los restos de los Reyes Católicos fueron trasladados en 1521 a la capilla real de la catedral de Granada. Entiendo que doña Isabel eligiera la Alhambra porque había sido uno de sus mayores éxitos, pero yo pertenezco al grupo de los vencidos y no puedo evitar que el dolor aflore en determinados momentos.
Siento un poco de frío. Es una pena que no haya chimenea en las habitaciones. Me pondré un chal, porque quiero seguir leyendo un poco más el relato de María.
En 1517 recibimos la confirmación de nuestras sospechas. Mi hermano Luis se había convertido en el nuevo alcalde de la Alhambra y gobernador de Granada en sustitución de mi padre. Seguimos viviendo cerca de él, pero pudiendo beneficiar a su cuñado con un cargo que sin duda le correspondía, prefirió no hacerlo. No le interesábamos y además teníamos problemas para hacer efectiva mi dote.
En aquellos días otra noticia iba a decidir nuestro futuro. El padre de Juan, Pedro López de Padilla, dejaba su capitanía de gente de armas en Toledo y todo aconsejaba que nos desplazáramos a aquella ciudad para que mi marido ocupara su puesto, como así sucedió.
El pequeño Pedro ya había cumplido un año y nada nos impedía empaquetar todas nuestras pertenencias y viajar a Toledo. Y eso fue lo que hicimos. A comienzos del verano de 1517 abandonamos Granada. Yo con mucha pena, pero mi vida estaba al lado de mi marido y de mi hijo y con ellos iría al fin del mundo.
Fue un viaje largo, aunque muy hermoso. Todo era nuevo para mí. Juan me iba hablando de los lugares por los que pasábamos. Recuerdo que cuando ya no quedaba mucho para llegar a Toledo, mi marido decidió que parásemos en una venta.
Juan había hecho el viaje unos tramos a caballo y otros me acompañaba en el carruaje. En aquellos instantes íbamos en él, miramos hacia atrás para hacer señas de que nos deteníamos y no pude evitar la risa, ofrecíamos la imagen característica de un grupo de trashumantes en busca de un lugar donde vivir, ya que otros cuatro carruajes nos seguían. En uno de ellos viajaba Zahía con nuestro hijo Pedro y con una muchacha, Lina, a la que habíamos empleado como niñera. En los tres restantes se apilaban baúles, muebles, lámparas, vajillas, algunas esculturas valiosas, tres o cuatro tapices… en fin, todo cuanto teníamos nos acompañaba.
—Nos vendrá bien un poco de descanso —me dijo Juan muy animoso—, los caballos nos lo agradecerán, podrán beber y nosotros reponer fuerzas con un poco de queso. Lo hacen de oveja, ya verás cómo te gusta, María.
—Seguro que sí, pero creí que estabas deseando que llegáramos a casa cuanto antes.
—No te equivocas. Lo que sucede es que aún faltan unas horas para que comience la puesta de sol y quiero que la primera vez que veas mi ciudad sea a esa hora de la tarde en la que Toledo adquiere una luz especial —me comentó emocionado.
—¿Es verdad —le pregunté— que la visión panorámica de Toledo y Jerusalén tiene cierto parecido? Recuerdo que lo comentó un amigo de papá a su regreso de Tierra Santa.
—No sabría decirle —respondió Juan—, aunque la verdad es que no deja de ser curioso, porque Toledo, a pesar de la expulsión de los judíos hace ahora veinticinco años, sigue siendo una ciudad judía en muchos aspectos. Aunque puede que la semejanza venga dada no tanto por el tipo de construcciones como por la ubicación de las mismas y, sobre todo, por el color de la piedra.
—No lo sé porque sólo escuché que existía un gran parecido entre una y otra ciudad vistas desde fuera. Pero Juan, dime una cosa, ¿todos los judíos que se han quedado se han convertido al catolicismo?
—En teoría sí. Ahí está el Tribunal de la Inquisición velando para que los cristianos nuevos no abandonen el camino recién iniciado. Sin embargo, el pueblo sigue rechazando a los conversos y en Toledo cada poco se producen altercados. Los acusan de estar siempre al lado de los señores.
—Si fueras judío, Juan, ¿qué habrías hecho, quedarte o irte?
—Probablemente irme.
—Entonces, ¿no apruebas la postura de los conversos? —le seguí preguntando.
—María, no entiendo tu interés repentino por los judíos —me dijo con cierto sarcasmo, a la vez que me servía un poco de vino.
—Simplemente quería —le aclaré— comparar su realidad, que desconozco, con la de los moriscos, que sí he vivido muy de cerca.
—Perdona —me rogó cariñoso—, es un tema del que no me gusta hablar y del que quiero mantenerme al margen, aunque a veces resulta problemático. En Toledo existen dos familias muy importantes que se tienen declarada la guerra desde tiempo inmemorial. Si una defiende a los judíos, la otra los ataca; si una era partidaria del Rey Católico, la otra no. Son los Silva y los Ayala. Mi padre y yo mismo siempre hemos estado más de acuerdo con Ayala en cuanto a la obediencia al Rey Católico cuando vivía y también con otro tipo de cuestiones, pero eso no quiere decir que tengamos que asumir todas sus posturas y decisiones, entre las que figura el rechazo a los conversos.
—Así que tú eras partidario de don Fernando, también mi padre lo era. Juan, ¿qué crees que va a pasar ahora?
—¿Te refieres a la postura de su nieto, el príncipe Carlos, que ha permitido que la corte de Bruselas le proclame rey de Castilla y Aragón?
—Sí, ¿a ti no te parece que ha dado un golpe de Estado en Castilla al proclamarse rey estando su madre, que es la verdadera soberana viva?
—Ha dado un golpe de Estado en Castilla y también en Aragón. Porque el rey don Fernando en su testamento nombra a su hija doña Juana como única heredera universal de todos sus reinos, es decir: Aragón, Nápoles, Dos Sicilias… A Carlos lo designa como gobernador, tanto en Castilla como en Aragón, dispone que Cisneros siga de administrador en Castilla y nombra a su hijo Alonso de Aragón arzobispo de Zaragoza, administrador de aquel reino hasta la llegada de Carlos.
Yo desconocía el contenido del testamento del Rey Católico y estaba verdaderamente sorprendida de que don Fernando, que había decidido recluir a su hija doña Juana, si no a la fuerza, sí con ciertos engaños, la nombrara heredera universal. De repente recordé que doña Juana, en su primer viaje con su marido, después de la muerte de su hermano, el príncipe heredero don Juan, había sido declarada soberana propietaria por las cortes aragonesas una vez fallecido su padre y siempre que éste no hubiera engendrado un hijo varón, cosa que no había sucedido. De todas formas, quise conocer la opinión de Juan.
—El rey don Femando —me dijo muy convencido—, según establece la ley, ha cumplido con su deber, y no sólo declarando a su hija heredera propietaria de sus reinos, sino disponiendo que Carlos sea el gobernador, cuando todos conocíamos sus preferencias por su otro nieto, Fernando, también hijo de Juana.
Yo sabía que un importante sector de la nobleza hubiese preferido al infante Fernando, que había nacido y crecido en Castilla y al que todos conocían. De hecho, algunos lo habían convertido en el centro de sus protestas. Si a mí me hubieran pedido opinión, siempre me habría inclinado por don Fernando y pensaba, sin haberlo comentado nunca, que Juan sería del mismo parecer.
—Por supuesto que mi candidato siempre sería el infante Fernando —me aclaró Juan—, pero si el Rey Católico, que también lo prefería, decidió inclinarse por Carlos, por algo será. Don Fernando siempre fue muy astuto.
—Pero ¿tú no crees —seguí insistiendo— que si Fernando hubiese sido el elegido, no se habría proclamado rey como hizo su hermano?
—En Bruselas por supuesto que no —me contestó riendo.
—Juan, te lo he preguntado en serio.
Mi marido me miraba con cara de sorpresa, nunca me había visto tan interesada por este tipo de temas, y además no entendía mi reacción.
—¿Qué te pasa, María? ¿Has perdido el sentido del humor? Bueno, ahora mismo respondo en serio a tu pregunta: ignoro lo que hubiera hecho, pero, indudablemente, el infante don Fernando conoce mejor Castilla, nuestras leyes y nuestras costumbres, que su hermano Carlos. Fernando es castellano y el príncipe Carlos no deja de ser un desconocido.
—¿Cómo crees que reaccionarán las Cortes ante lo sucedido en Bruselas?
—No creo que existan dudas sobre quién es la reina propietaria de Castilla y León, aunque Cisneros haya apoyado el golpe de Estado. Mi padre, Pedro López de Padilla —me contó Juan orgulloso—, fue uno de los procuradores del reino que hace unos años, en Mucientes, se manifestó en contra de la reclusión de la reina y las Cortes no aprobaron su encierro.
—Pero dejaron que gobernara su marido, Felipe el Hermoso, y después consintieron en que su padre la confinara.
—Doña Juana accedió de forma voluntaria a vivir en Tordesillas —me dijo Juan muy pensativo.
Aquel gesto de mi marido me hizo pensar que tal vez la conocía o sabía algo que no me había dicho, lo que me llevó a preguntarle:
—¿La has visto alguna vez? ¿Crees que puede estar trastornada como dicen algunos porque ha heredado la locura de su abuela materna?
—No, no la conozco y no creo que esté loca. Parece ser que la Reina Católica temía que alguna de sus hijas pudiera presentar algún desarreglo mental heredado de su madre, que murió loca, pero de ahí a decir que doña Juana esté trastornada hay un abismo. He hablado mucho con mi padre de este tema y él siempre me ha asegurado que la reina doña Juana presentaba un aspecto totalmente normal cuando los recibió en Mucientes. Él y los otros procuradores salieron de la entrevista con doña Juana completamente convencidos de su cordura. Lo que sí me dijo mi padre es que le había parecido una mujer que no deseaba reinar, que no ambicionaba el poder.
—Parece imposible —intervine— que una hija de doña Isabel se comporte así.
—Querida María, no todos tenemos las mismas metas en la vida y, afortunadamente, no somos homogéneos.
No sólo era Juan el sorprendido, yo misma estaba asombrada de la conversación que estábamos manteniendo. Era como si de repente tomáramos conciencia de la situación política del reino, algo que sin duda siempre nos había preocupado a los dos, pero nunca hasta el extremo de discutirlo entre nosotros. Tal vez la cercanía de Toledo nos invitaba a ello.
—Dicen que el Rey Católico pidió a Cisneros que no le comunicaran su muerte a doña Juana para que todo siguiera igual que cuando él vivía. ¿Por qué lo hizo, Juan? ¿Qué podía temer de su hija?
—De ella probablemente nada, de algunos nobles sí. El rey Fernando confiaba en el cariño y la obediencia de su hija, que se había puesto en sus manos al regresar a Castilla y que a la hora de tomar partido entre su marido y su padre se inclinó por éste. Don Fernando estaba seguro de que su hija nunca haría nada que le molestara, pero temía que si se enteraba de su muerte prestase oídos a otras personas que podrían intentar colocarla en el lugar que le correspondía, pidiéndole que reinara, tal vez con la intención de encaminar el reino según los intereses del momento, pero indudablemente todo sería legal porque ella es la Reina propietaria de Castilla.
—También creo que cumpliendo las sugerencias del Rey Católico, Cisneros cambió a mosén Luis Ferrer, gobernador de la casa de doña Juana, que parece ser que se excedía en sus atribuciones, convirtiéndose en un verdadero carcelero, por alguien más permisivo y amable.
—Sí. Quien se ocupa ahora de la Reina es Hernán Duque, que ha transformado su vida. Incluso salen juntos a pasear a caballo y ha mandado cambiar los aposentos de doña Juana por unas habitaciones donde entra la luz, no como con mosén Ferrer, que solía tenerla encerrada en la oscuridad más absoluta.
El recuerdo de la figura de la Reina encerrada en Tordesillas me puso un poco triste. Sobre todo me apenaba que no tuviese a nadie de su confianza cerca que la mantuviese informada, aunque me di cuenta entonces de que no estaba sola, porque su última hija, la infanta doña Catalina, vivía con ella, aunque era pequeña y posiblemente también a la niña le ocultaran la mayoría de las cosas.
—Vámonos —dijo Juan tomándome amorosamente por el hombro y, acercando su cara, me dijo al oído—: ¿Sabes lo que estoy deseando de verdad?
—Puede que sí, pero debemos esperar, ¿no crees? —dije riendo.
Me besó la mano y me miró de tal forma que me hizo temblar de emoción.
—Enseguida vuelvo contigo. Voy a ver qué hace la gente —me dijo mientras se alejaba.
Me sentía la mujer más dichosa del mundo. Pero no se me iba de la cabeza la figura de la reina doña Juana, a la que yo intentaba imaginar en su casa de Tordesillas. «Tal vez —me dije— todo se arregle para ella con la llegada de su hijo. Además, seguro que el cardenal Cisneros, que sí conoce bien esta tierra, influye en el príncipe Carlos y hace de él un buen soberano. Al fin y al cabo, Carlos es nieto de los Reyes Católicos, aunque también tiene otros abuelos: María de Borgoña y Maximiliano de Alemania».
Juan se acercaba sonriendo y levantando la voz me dijo:
—Nada más superar aquel recodo, descubriremos Toledo, con el río Tajo a sus pies.
Al llegar a la altura del carruaje donde yo iba sentada, Juan iba a desmontar para acompañarme, pero se lo impedí diciéndole:
—Manda que desenganchen un caballo y nos adelantaremos tú y yo.
—¿Estás segura? ¿No aumentará tu cansancio? —me preguntó cariñoso.
—Sabes que soy buena amazona y estoy deseando sentirme libre. Además, quiero compartir sólo contigo mi primera impresión de la que a partir de ahora será también mi ciudad.
Esperando que nos trajeran el caballo, me agarré cariñosa a su brazo y pegué mi cara a la suya. Le quería tanto que a veces deseaba ser parte de su ser.
—María, ya verás cómo te gusta Toledo. Espero que seamos muy felices aquí y que pronto le demos un hermanito a Pedro.
—O una hermanita —le contesté sonriendo.
Dándome un suave beso en los labios, me ayudó a montar, y alegres nos dirigimos al encuentro del futuro.
Como Juan había dicho, nada más girar la vimos. Situada sobre un cerro de pronunciadas pendientes, Toledo se mostraba ante nuestros ojos con la luz del sol concentrada en ella. Una luz que perfilaba sus contornos y conseguía reflejar la mejor tonalidad de aquella piedra.
—¡Es preciosa! —exclamé—. Parece que la hubieran colocado ahí para que los viajeros disfruten y se queden extasiados al contemplarla.
—¿Y qué me dices del río? —me preguntó Juan socarronamente a la vez que añadía—: Yo creo que no le tiene envidia al Darro.
—En tortuosidad seguro que no. El Darro es más dulce y placentero, igual que los que hemos nacido en aquellas tierras del sur.
—Eso mismo me lo puedes aplicar a mí, ¿verdad?
Miré a Juan esperando ver una disimulada risa en su rostro, pero, muy al contrario, su cara estaba seria y con gesto apesadumbrado. Acerqué cuanto pude mi caballo al suyo y tomándole una mano le dije:
—Pero, ¿no opinabas hace unos minutos que yo había perdido mí sentido del humor? ¿Dónde está el tuyo?
No dijo nada, se soltó de mi mano, bajó del caballo y tirando de mí me hizo abandonar el mío tomándome en sus brazos. Buscó mí boca, que yo le ofrecí anhelante.
—Te quiero, María, te quiero tanto que a veces siento celos de todo cuanto nos rodea. Al oírte hablar de la dulzura del sur, pensé que tal vez hubieses preferido casarte con alguien de allí y sobre todo tengo miedo, mi amor, de que no te guste esta tierra y que no seas feliz aquí.
—Juan, daría mi vida por ti, y aunque no debo renunciar a mi fe para abrazar la tuya porque creemos en el mismo Dios, te diría, como Rut la moabita a Noemí, su suegra: «Donde vayas tú, iré yo; donde mores tú, moraré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; donde mueras tú, allí moriré y seré sepultada yo».
—Te adoro, María. Sabes que lo mismo haría yo por ti.
—Los carruajes están a punto de llegar —le dije—, si Pedro no se ha quedado dormido, ¿qué te parece si le coges en brazos y le enseñamos la ciudad desde aquí? Juan, aunque el niño no se entere de nada, me ilusiona que sea partícipe de nuestra alegría en este momento.
—Claro que sí. Y así se lo contaremos cuando sea mayor. Gracias, María, por darme un hijo tan maravilloso.
Cruzamos el río y entramos en la ciudad por el puente de Alcántara. Éste era el paso obligado para los viajeros que llegaban del sur. Juan me contó que existían otras seis entradas a lo largo del recinto amurallado.
A pesar de nuestras preocupaciones políticas, comunes a la mayoría de los castellanos por la situación que se avecinaba, si alguien nos hubiera dicho en aquellos momentos que el tranquilo puente de Alcántara, que felices estábamos atravesando, se iba a convertir en escenario de graves y trágicos enfrentamientos entre los toledanos, no lo habríamos creído. Y que Juan y yo estaríamos inmersos en el problema, mucho menos. Pero no debo anticipar acontecimientos. Me he propuesto contar mi vida en Toledo y mi participación en los sucesos políticos del momento, tal y como se desarrollaron, sin que el desenlace posterior influya en el relato. Es difícil, pero sé que puedo hacerlo.
***
¡El arzobispado español más rico y con destacada vocación política en manos de un extranjero! ¿Cuánto más debía encenderse la ira de Toledo al considerar que la mitra honrada por los Eugenios y Alfonsos, muerto Cisneros, había pasado a las sienes del cardenal Guillermo de Croy, sobrino de Chiévres?
Sólo llevábamos viviendo en Toledo unos meses cuando se conoció este nombramiento. La indignación era general y el rechazo a Chiévres unánime. Monsieur de Chiévres, el preceptor del príncipe Carlos, no se conformaba con enriquecerse él, sino que lo hacía extensivo a su familia.
Chiévres era la mano derecha de Carlos. Había llegado antes que él a Castilla para allanarle el camino, dejándonos patente en todo momento a los castellanos que quienes mandaban eran ellos, un grupo de extranjeros que desde su llegada se dedicaron a robar. Sí, se adueñaban de lo que no era suyo. Y aunque pueda sonar exagerado lo que digo, era la pura realidad. Cada día nos enterábamos de algo nuevo que ponía de manifiesto la usura de los extranjeros llegados con el hijo de la Reina, que fueron sacando poco a poco todo el oro que pudieron de Castilla. Se hizo popular un verso que reflejaba a la perfección lo que pasaba:
Salveos Dios, ducado de a dos,
que monsieur de Chiévres no topó con vos.
Desde nuestra llegada a Toledo habían sucedido muchos y graves acontecimientos. El cardenal Cisneros, en el que se creía que podría estar la solución a determinados problemas, moría sin conocer a Carlos, que había llegado a Tazones, un pueblo de Asturias, mediado el mes de septiembre de 1517.
Yo estaba al tanto de todo lo que sucedía, pero no había vuelto a hablar con mi marido de la situación política. Una vez instalados en nuestro hogar, me dedicaba a las tareas propias de una mujer casada. Sólo una vez le planteé a Juan mi extrañeza ante el comportamiento de su padre y de mi tío, el marqués de Villena, que vivía en el castillo de Escalona, muy cercano a Toledo. Los dos habían aprobado públicamente el nombramiento de Guillermo de Croy como arzobispo de Toledo, algo que yo era incapaz de entender, y así se lo comenté a Juan, un tanto excitada:
—Guillermo de Croy es extranjero y nunca ha venido a Castilla. No tiene la edad reglamentaría para ocupar ese cargo. Se le ha nombrado cardenal a última hora para que pudiera acceder a ese puesto, que es el más importante dentro de la Iglesia castellana. ¿Cómo tu padre y mi tío pueden felicitar a Chiévres por tal decisión? ¿No se sienten ofendidos por la invasión a la que nos están sometiendo?
—Tal vez lo han hecho porque consideraron que con ese nombramiento se evitaban enfrentamientos entre distintos grupos que disputaban el arzobispado para sus candidatos. Ya sabes que uno de ellos era el arzobispo de Zaragoza, el hijo natural del rey don Fernando.
No quise comentarle a Juan que yo también había pensado en un candidato al arzobispado de Toledo. La verdad era que antes de que se produjera el nombramiento del sobrino de Chiévres, incluso antes de que muriera Cisneros, visitando la catedral me acerqué a la tumba del cardenal Mendoza, uno de los mejores arzobispos de Toledo, y sin saber muy bien por qué pensé en mi hermano Francisco, buen sacerdote, que seguro que desempeñaría un excelente papel como digno sucesor de nuestro antepasado. Pero contestando a la explicación que mi marido me acababa de dar, le manifesté:
—Pues mejor el arzobispo de Zaragoza que un extranjero. De verdad, Juan, el comportamiento de nuestros parientes me parece absurdo, por no utilizar otra expresión. ¿Es que no se resiente su dignidad?
—No exageres, María. Creo que esas amistades que últimamente cultivas con tanto esmero están ejerciendo en ti una influencia negativa —me dijo sonriendo.
—No lo dirás por el bueno de Isaac Benadrete, que es un inofensivo artesano, ¿verdad?
—Ha sido una broma, pero lo cierto es que no me gusta que te manifiestes en esos términos. Necesitamos un poco de calma. Ya verás cómo en la reunión de las Cortes, dentro de una semana en Valladolid, se solucionan la mayoría de los problemas.
—Esperemos por el bien de todos que así sea —le dije demostrando una confianza que no tenía y que Juan probablemente tampoco.
—María, esta noche cenaremos un poco más tarde, porque nos vamos a reunir aquí en casa para ultimar los temas que debemos plantear al príncipe don Carlos en Valladolid.
—De acuerdo.
Juan se fue dándome un beso. Yo sabía que estaba preocupado por la situación, no era para menos. Esa noche me las arreglaría para estar al tanto de todo lo que trataban. Sabía que no era correcto escucharles, pero sólo era para enterarme de la verdadera situación. Claro, que yo conocía otras opiniones de ambientes muy distintos. Suele suceder que cuando la situación política no funciona, lógicamente todos nos interesamos por lo mucho que nos jugamos en ello. Y en Toledo preocupaba, y mucho.
Llamé a Zahía para que me acompañara a la tienda de Benadrete, le había prometido que aquella tarde pasaría a recoger una caja que quería regalarle a mi suegro. Podría encargarse Zahía de ello, pero lo cierto es que yo disfrutaba con la conversación de aquel artista judío que, además, acababa de regresar de Valladolid, ciudad en la que se encontraba desde el mes de noviembre el príncipe Carlos y donde no habían cesado de organizar festejos, en un alarde, me parecía a mí, de frivolidad y lujo excesivo.
Isaac Benadrete fue una de las primeras personas que conocí en Toledo. Ante todo quiero decir que los primeros días en la que era la ciudad de mi marido no fueron muy fáciles. Echaba en falta a mis amigas, añoraba el rumor del agua y el colorido de las flores, pero poco a poco lo fui superando. Juan se volcó para que así fuera. También Zahía colaboró con esmero para intentar que notara menos la ausencia del ambiente de la Alhambra. Curiosamente, Zahía se encontraba muy bien en Toledo, donde incluso, para mi sorpresa y la de ella, podía expresarse en árabe con muchos de los toledanos, Lo cierto era que Toledo seguía siendo un gran abanico que conservaba sus viejas varillas, reflejo de las diversas culturas que allí se habían desarrollado.
Desde la primera semana de nuestra llegada había tomado la costumbre de salir todas las tardes a pasear con Zahía para ir conociendo bien la ciudad. Mi suegro, que sabía de mi destreza con la espada, me dijo un día:
—María, seguro que disfrutas yendo al taller de uno de los armeros para ver cómo se forja una espada. Tengo un amigo que es de los mejores profesionales aquí en Toledo y te recibirá encantado.
No quise defraudarle y una tarde nos acercamos al taller del que nos había hablado. No era preciso entrar para ver al hombretón de pelo casi rojo que trabajaba en la fragua. Antes de que pudiéramos reaccionar, él se dio cuenta de nuestra presencia y, dejando la hoja de la espada en la que trabajaba, salió a saludamos.
—Seguro que usted es doña María Pacheco, es un honor para mí que haya venido a mi humilde taller.
Nada más entrar entendí perfectamente el porqué de la puerta abierta de par en par, el calor de la fragua se hacía sentir, ¡y de qué forma!
—Nos encontramos en pleno proceso de elaboración —me explicó Hernández, que así se llamaba el armero— y es necesario calentar al rojo vivo la hoja para moldearla más fácilmente. Las hojas de Toledo son las mejores del mundo, pero a pesar de ello debemos estar muy pendientes para eliminar algunos vicios que pueden presentar.
Nunca había visto cómo se fabricaba una espada y, ante mi cara de sorpresa, Hernández me contó:
—Antes, las hojas eran de acero puro, pero hace un tiempo que empleamos el hierro dúctil, que es lo que ahora voy a colocar entre dos tejas de acero, ¿ve? Dejando siempre libre la espiga. Después realizamos el tirado de hoja para igualar y soldar el hierro con el acero y dar el batido, para finalmente templarla, o sea, enfriarla con agua bruscamente.
—¿En qué consiste el batido? —pregunté intrigada.
—Es cuando le damos forma a la hoja. Se coloca en el yunque y la vamos moldeando con el martillo.
—¿A qué se refiere cuando habla de los vicios que pueden darse en las hojas? ¿Y por qué son las de Toledo las mejores?
Pero antes de que Hernández pudiera dar respuesta a mi curiosidad, escuchamos una voz:
—Buenas tardes, perdonen que les interrumpa. Llevo un rato observando y no salgo de mi asombro. Jamás en mi ya larga vida había visto a una señora, con aspecto tan delicado y elegante como usted, interesarse por la elaboración de espadas. Siempre había creído que las armas eran algo que no encajaba en el universo femenino. De verdad, perdóneme, señora, por este comentario, que puede calificar de impertinente y que tal vez lo sea.
—La señora es doña María Pacheco, la mujer de Juan de Padilla y, según me ha dicho su suegro, es muy diestra en el manejo de la espada —dijo Hernández dirigiéndose al recién llegado, y mirándome a mí añadió—: Él es Isaac Benadrete, orfebre y artesano que tiene su taller muy cerca de aquí. Es buen amigo también de su suegro.
Me volví para mirarle y alargué mi mano, que Benadrete besó respetuosamente. Confieso que su educado gesto, su cuidada apariencia y el timbre de su voz contribuyeron a que no me sintiera ofendida por su interrupción. Había algo en su persona que me resultaba entrañable. Tendría entre sesenta y setenta años, no era muy alto, delgado, con ojos penetrantes y pronunciada nariz.
—Así que se ha sorprendido de mi interés por las armas —sonreí.
—Sabiendo quién es usted ya me sorprende menos —afirmó muy convencido, como si me conociera de toda la vida.
—¿Por qué? —le pregunté extrañada.
—Su suegro me ha hablado mucho de usted. No sabe cómo la admira.
Seguro que me admiraba mucho —pensé—, pero la verdad era que no me agradaba demasiado ser el tema de conversación con sus amigos.
—Doña María —nos interrumpió el espadero—, ahora le contesto a todas sus preguntas, pero quiero recomendarle que visite el taller de Benadrete, verá qué cosas tan maravillosas hace. Él es quien se encarga de grabar en las espadas que yo hago las armas de sus propietarios.
—Estaría encantado de recibirla. Cuatro puertas más arriba, en esta misma calle, tiene su casa para lo que desee. —Y despidiéndose con una leve inclinación de cabeza, añadió—: Ha sido un auténtico placer conocerla, señora.
Aquélla resultó una tarde muy instructiva. Hernández me facilitó amplísima información sobre todo lo relacionado con la creación de espadas, me dijo que utilizaban arena de sílice para eliminar los posibles vicios de la hoja, y que éstos podrían ser: canas, quebrazas y crujidos, asegurándome que las mejores hojas eran las de Toledo por la calidad de los materiales, pero especialmente por la destreza de los espaderos toledanos, Me contó que, afortunadamente, el negocio no les iba mal, teniendo en cuenta la crisis que afectaba a otros sectores. De regreso a casa quise conocer la opinión que Zahía se había formado de Benadrete.
—Creo que no se puede opinar de una persona sin conocerla —me dijo ella sensatamente—. A este señor sólo lo hemos visto unos minutos, pero, aclarado esto, pienso que es educado e inteligente, judío, amante del arte y de la historia y que tú, mi pequeña, le has resultado muy simpática. Te aseguraría que está deseando que vayas a su casa para que os conozcáis mejor.
—¿Acaso eres bruja? —le pregunté riendo.
—No, María. No se necesita ser adivina para ver los sentimientos de determinadas personas.
Lo cierto es que Zahía, adivina o no, había acertado. Isaac Benadrete y yo nos hicimos muy amigos. Era judío, como ella apuntó, judío converso lógicamente, si no, no podría seguir viviendo en Toledo, ciudad en la que habían nacido las últimas cinco generaciones de su familia. Ciudad que él adoraba y conocía como nadie. Al principio apenas me hablaba de él. Yo desconocía cuál era su situación familiar e ignoraba lo que pensaba políticamente. Él se limitaba a enseñarme sus trabajos, verdaderas obras de arte, y a preguntarme por la situación de Al Ándalus. También ampliaba mis conocimientos al recomendarme los itinerarios que debía seguir en Toledo para conocer su pasado histórico. A veces hacía algún comentario que podía orientarme sobre lo que pensaba. Un día, al darme una visión global de la importancia que había tenido Toledo, llegamos a un punto del que no pudo o no quiso retroceder.
—Sin duda —me decía—, Toledo es una de las ciudades más importantes y con mayor significación política de toda Castilla. Fue capital de los visigodos por decisión personal del rey Leovigildo. Aquí Recaredo decidió convertirse al cristianismo, abjurando del arrianismo. Los concilios que en Toledo se celebraron han impreso unas huellas en la ciudad que ni la posterior presencia árabe, que también la eligió como centro de poder, ha conseguido borrar. Aunque tampoco el rey cristiano Alfonso VI, que la convirtió en escenario de su corte, eliminó las manifestaciones culturales de los árabes. Y en todos estos siglos, María, nosotros, los judíos, hemos convivido con ellos. A veces con dificultades, es cierto, pero aquí estábamos…
Isaac me contó la historia de Samuel Halevi, un judío de Toledo que a mediados del siglo XIV había sido el jefe de los recaudadores de impuestos y mano derecha del rey Pedro I y que murió asesinado por orden del monarca, que se creyó todas las calumnias que sobre su subordinado circulaban por la corte. El recuerdo de Samuel Halevi —según creía Isaac— siempre viviría en Toledo, porque gracias a la iniciativa y dinero de este judío se había construido una de las más bellas sinagogas de la ciudad, la llamada del Tránsito. En su desahogo, Isaac se lamentaba de la inexplicable animadversión que en un momento dado de la historia mostraron los cristianos hacia los judíos. Me habló de las horribles matanzas de finales del siglo XIV y del saqueo de las juderías.
—La campaña que desde la Iglesia católica se desplegó contra nosotros fue terrible, aunque también en el seno de nuestra comunidad —me confesaba Isaac— se habían producido grandes disensiones y heridas que nunca podríamos cicatrizar. Pero con la reina doña Isabel había vuelto la paz. Estábamos tranquilos. Y de repente nos obligan a irnos; bautismo o exilio. ¿Por qué? Ésta era nuestra tierra y ella, doña Isabel, la reina de todos. ¿Por qué se portó así con los judíos, a los que siempre había respetado?
—¿Por qué culpa sólo a la Reina? —le pregunté—. Siempre he oído que fue una decisión compartida con el rey don Fernando.
—Es posible que sí, pero a mí y a los demás judíos castellanos fue ella quien nos despidió. Doña Isabel nos conocía bien, la queríamos como soberana, siempre estuvimos prestos a acatar sus decisiones y colaboramos a su engrandecimiento.
—Pero tengo entendido —le argumenté— que no tuvo otra opción, porque si lo que la Reina quería era la unidad de sus reinos y sólo quienes profesaban la misma fe podían ser considera dos como súbditos de pleno derecho, los judíos no tenían lugar en el nuevo reino a no ser que pasasen por la pila bautismal.
—Es muy duro, María, lo que me está diciendo. Tenga en cuenta que doña Isabel y don Fernando triunfaron en su empresa, en buena parte, gracias a nosotros. Conocían nuestra fidelidad. ¿Les habíamos fallado como súbditos antes? ¿Por qué les íbamos a defraudar si seguíamos siendo los mismos? ¿Qué había cambiado para que de repente ya no les fuéramos útiles? No les importaba nuestra condición de judíos cuando nos utilizaban para conseguir lo que querían, pero una vez logrado, sobrábamos.
Yo, por haber nacido y crecido en Granada, entendía perfectamente la queja de Benadrete, aunque la situación de los moriscos nada tenía que ver con la de los judíos. Unos habían sido derrotados en una guerra, los otros no. Pero sí sabía del dolor de renunciar a la verdadera fe. Lo cierto era que los judíos ya habían sido expulsados de otros países y que en Castilla se les dio la opción de quedarse. Me dolía lo que les había sucedido, pero si yo hubiera sido la reina, y una reina con la misma fe que doña Isabel, probablemente habría hecho lo mismo.
—Isaac, ustedes tenían sus aljamas, sus leyes, nunca se habían integrado con los cristianos, y doña Isabel quería la unidad total de sus reinos. Además, como ella era la Reina, podía decidir sobre la religión de sus súbditos.
—¿Y esto le parece justo?
—Tal vez no, pero en nuestro mundo, en la realidad que conocemos, es así. Isaac —le comenté—, algunos consideraron que una de las principales razones de la expulsión de los judíos fue exclusivamente económica. ¿Qué opina usted?
—¿Para quedarse con su dinero? —Sí.
—Pues que quienes eso pensaban estaban muy equivocados —afirmó Benadrete, y añadió—: Yo nunca fui de esa opinión, no porque considerara que doña Isabel y don Femando fueran incapaces de aceptar las propiedades de los judíos, sino porque estaba seguro de que la mayoría de los judíos ricos no se irían. Los bienes materiales casi siempre coartan la libertad interior de las personas.
En aquel momento de la conversación sentí la curiosidad de conocer la historia personal de Benadrete. Las razones por las que él se había quedado. Sabía que no debía ser yo quien me interesara abiertamente por su vida, pero no pude resistirme y le pregunté. Entonces supe, al ver su expresión, que había llegado el momento de sincerarse conmigo. Nos encontrábamos solos en la tienda-taller. Los dos ayudantes que tenía, aunque la tienda seguía abierta, ya se habían ido. Isaac, tomándome de un brazo, me llevó a la parte posterior, a una pequeña habitación con una sencilla mesa de brasero, dos escañiles labrados y unas preciosas sillas tapizadas que llamaron mi atención. Sentados en ellas y muy cerca del brasero, decidió que yo le conociera mejor. Estaba viudo desde hacía tres años.
—Raquel, mi mujer, no pudo soportar la muerte de nuestra hija y decidió irse con ella.
Su hija había nacido en enero de 1492 y ésa, me confesó, había sido la causa de que decidieran quedarse en Toledo.
—No sé muy bien —me dijo con lágrimas en los ojos— si ésa fue de verdad la causa o la excusa que utilicé para convencerme a mí mismo por miedo a enfrentarme al exilio. El viaje con un bebé de meses podría ser complicado, pero otros se fueron en peores condiciones en las que me habría ido yo.
Isaac me contó situaciones de amigos que, incluso enfermos y con muchas probabilidades de morir en el camino, se decidieron a dejarlo todo para empezar de cero. Los más viejos, por su dificultad para trasladarse, habían decidido buscar refugio en lugares cercanos: Portugal o el norte de África. Los que consiguieron instalarse en tierras portuguesas hubieron de afrontar, pasados unos cuantos años, un nuevo exilio, porque también en Portugal se les presentó un problema similar. Con el rostro bañado en lágrimas, Isaac siguió contándome:
—Mi hija Rut tenía veintitrés años cuando murió y a veces pienso si no habrá sido un castigo de Yahvé por renunciar a la fe de mis antepasados.
Isaac Benadrete era un hombre destrozado interiormente por los remordimientos. Unos remordimientos que él intentaba acallar día a día porque era fuerte y además no estaba solo en el mundo, tenía un hijo, Daniel, al que no quería perjudicar con su comportamiento.
—Después de las muertes de mi hija y mi mujer —siguió—, me habría ido camino de Jerusalén, para retomar a mi auténtica fe, pero Daniel es un cristiano sincero y estaba a punto de casarse. Hace unos meses me ha hecho abuelo. ¿Se imagina qué le habría sucedido si se hubiera sabido que su padre se iba para seguir practicando el judaísmo? La Inquisición no le habría dejado en paz. Y eso no podía consentirlo. Tal vez la expiación de mi culpa sea la de permanecer aquí sin poder adorar a mi Dios públicamente, sin el consuelo de asistir a la sinagoga, con el dolor de haber sido la causa de la desaparición de mi mujer y de mi hija.
Traté de argumentarle que estaba en un error, que Dios no decidía alegremente terminar con unas personas para vengarse de otras, aunque sabía que nada podía hacerle cambiar de idea.
—María, por favor, quiero que lo olvide todo. No deseo volver a hablar de este tema. Los conversos no estamos bien vistos y lo mejor que podemos hacer es pasar desapercibidos para que nadie repare en nosotros. Hago una vida muy retirada, sólo me permito reunirme de vez en cuando con un grupo de amigos, conocidos y vecinos de toda la vida, pero ni siquiera a ellos les he hablado de mi dolor. He procurado que nadie conociera mi pena y así debería ser, pero esta tarde he sido débil al abrirle mi corazón. Le ruego que me disculpe por abrumarla con mis lágrimas, pero me recuerda usted tanto a mi hija…
Sin pensar en nada, cediendo a mis impulsos, abracé emocionada a mi amigo, que lloraba sosegadamente.
—Isaac, no se preocupe. Me siento muy honrada de que haya compartido conmigo sus penas y tenga la seguridad de que jamás se lo diré a nadie.
Cumplí mi promesa y si lo cuento ahora, es porque Isaac ya no corre ningún peligro de ser investigado por la Inquisición y también para que quede constancia del sufrimiento de unas personas que fueron colocadas, posiblemente con la legalidad del momento en la mano, en situaciones inhumanas. Confieso que al conocer el dolor de Benadrete muchas veces pensé en el difícil trance por el que hubieron de pasar los judíos castellanos, y al hacerlo no podía alejar de mi pensamiento a doña Isabel. Si a ella la hubieran colocado en igual situación, ¿qué habría hecho? ¿Habría elegido Castilla o la religión católica? Al final llegaba a la conclusión siguiente: no se inclinaría ni por una ni por otra, declararía la guerra y se haría con el poder.
Me cuesta creer, al transcribirlas al papel, que estas reflexiones fueran mías. Jamás había cuestionado nada en la vida de la Reina Católica, que era para mí un ejemplo de cómo se debe gobernar y que me sigue pareciendo uno de nuestros mejores monarcas, aunque es posible que en el tema de los judíos se equivocara. O tal vez sea yo la equivocada por llegar a estas conclusiones, fruto de haber conocido el dolor de uno de los afectados. Ya sabemos que los puntos de vista son completamente distintos según la situación del ángulo desde el que se mire. Nunca le hablé de ello a Isaac, entre otras cosas porque cumplimos nuestro pacto y no volvimos a tocar el tema de los judíos, aunque a veces, en conversaciones con distintos amigos, si alguno de ellos aludía a determinados comportamientos del Tribunal de la Inquisición, sus ojos le delataban. Afortunadamente, sólo era yo quien entendía el mensaje.
***
El día que acudí a recoger la caja, cuando estábamos muy cerca de la tienda de Benadrete, observé que tres personas entraban en ella. No pude identificarlas, pero me pareció un tanto extraño, porque aún era muy temprano. Sabía que muchas veces algunos amigos suyos se reunían allí de tertulia, pero a última hora de la tarde. Eran cristianos viejos y, por ello, libres de toda sospecha, ya que de no ser ésa su condición, seguro que la tertulia en casa de Benadrete estaría bajo vigilancia.
En la tienda sólo se encontraba uno de sus ayudantes, que, al verme, entró a buscar a su jefe.
—Doña María, ¿para qué se ha molestado en venir si le iba a enviar yo la caja por Andrés?
—Muchas gracias, Isaac, pero ya sabe que me gusta pasear y que salgo casi todas las tardes. —No quería decirle que estaba deseando que me hablara del ambiente que se vivía aquellos días en Valladolid, por ello me limité a preguntarle—: ¿El viaje bien?
—Un poco cansado porque ya soy viejo, pero bien.
—¿Ha podido asistir a alguno de los festejos en honor del príncipe Carlos? Tengo entendido —le comenté— que la ciudad es una auténtica fiesta y que por aquellos lugares por los que había de pasar el hijo de la reina se han instalado arcos de triunfo.
—Muy bonitos —replicó Benadrete con expresión distraída—, los arcos muy bonitos y los banquetes grandiosos y eternos. Parece ser que el Príncipe está acostumbrado y le gustan ese tipo de actos. También los desfiles y los torneos. A punto estuve de asistir a uno de ellos en el que participó el propio don Carlos.
—¡Qué pena! —exclamé con cierta sorna.
Intentaba provocarle un poco, pero Benadrete, como siempre, no quería pronunciarse, se limitaba a contarme lo que había visto sin un solo juicio de valor.
—¿No le parece un despilfarro que se gasten cuarenta mil ducados en fiestas para darle la bienvenida al Príncipe? —insistí.
—La verdad es que no lo sé. La gente lo pasa bien. Unos disfrutan con las cacerías, otros con los bailes y todos engalanando la ciudad para que don Carlos se encuentre bien en ella.
—Benadrete, ¿cree usted que en el fondo les anima el deseo de que un día Valladolid pueda convertirse en capital del reino?
—Es posible. Lo que sí es cierto es que la ciudad está volcada con don Carlos y con los regidores que están llegando de las distintas ciudades para la reunión de las Cortes.
—¿Piensa usted que el Príncipe reaccionará bien ante las peticiones de las ciudades? —le pregunté.
—Si se parece a su abuela, y creo que sí —me dijo muy serio—, sólo hará aquello que él considere oportuno. Yo ni me molestaría en plantearle nada. Sé que los judíos conversos han puesto sus esperanzas en él y en algunos de sus hombres, que incluso les han prometido cambiar el funcionamiento del Tribunal de la Inquisición, pero yo no me fío de ellos.
»No sé si habrá coincidido en la entrada con algunos de mis amigos y compañeros artesanos que han llegado hace un momento porque quieren ultimar un escrito para entregar en el ayuntamiento, con el fin de que los regidores incorporen nuestras reivindicaciones a las suyas.
—No sabía que estaba ocupado —mentí—. Si es así, me voy, no quiero entretenerle más.
—No, por favor, no se preocupe. No pienso aportar ninguna sugerencia. Aceptaré sin más lo que acuerden.
—¿Siempre ha sido usted tan escéptico?
—No.
Fue un no seco y rotundo que zanjaba el tema. En realidad, Isaac me había dado su opinión sobre el Príncipe y la postura que mantenía sin duda era consecuente con lo que pensaba. Volví a interesarme por el tema en el que mi amigo se mostraba más locuaz.
—¿De verdad cree que Carlos se asemeja a su abuela, la Reina Católica?
—Sí, en verdad lo creo.
—Ya sé que puede que usted piense todo lo contrarío, pero a mí me parece que de ser así es una buena noticia para los castellanos.
—María —dijo mirándome con cariño—, me replica usted sin meditar bien su respuesta. Si Carlos hubiera nacido en Castilla y aquí hubiera sido criado, querría a esta tierra como lo hizo doña Isabel, pero él nació en Flandes y allí está su corazón. A lo que yo me refiero es que lo primero para él es el imperio, igual que para su abuela el reino, y no dudará en sacrificar lo que sea con tal de conseguir su proyecto.
Estaba claro que Isaac Benadrete jamás perdonaría a la Reina Católica su comportamiento para con ellos, los judíos. Ante el recuerdo o el análisis de la figura de doña Isabel, Isaac no podía permanecer en silencio como lo hacía con cualquier otro personaje o tema del que se discutiera.
—¿Sabe usted, María? A doña Isabel no le importó robarle el trono a su sobrina doña Juana. Ya sé que ganó una guerra, pero ella era su madrina y la había jurado como Princesa de Asturias. Me han dicho en Valladolid que don Carlos ha cambiado al jefe de la casa de su madre en Tordesillas, sustituyéndolo por Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia. Se comenta —continuó contándome Benadrete— que el marqués de Denia tiene órdenes directas del Príncipe de mantener a doña Juana totalmente al margen de lo que sucede en el exterior, hasta el punto de que siguen sin desvelarle que ha muerto su padre.
—Y pensar que yo creía que la vida de doña Juana iba a cambiar con la llegada de su hijo —me lamenté pesarosa.
—Y claro que va a cambiar. No sólo no mejoran su casa, sino que desean que su aislamiento sea mayor. El marqués de Denia nunca despertará en doña Juana el afecto que Hernán Duque supo conseguir con su talante benevolente. Y han elegido precisamente a Denia por eso. Porque aunque se haya utilizado —afirmó Benadrete— el pretexto de que era conveniente colocar a una persona de rango más elevado para ocuparse de la Reina, lo que a don Carlos le interesa realmente es que su madre siga incomunicada, como lo estaba con su abuelo.
El ruido de la puerta nos hizo volvemos. Un hombre de mediana edad, al que yo nunca había visto, nos saludó y dijo dirigiéndose a Benadrete:
—Isaac, perdona, seguro que llego tarde, porque ya habréis celebrado la reunión, ¿verdad?
—No. Hace cinco minutos que han llegado. Pasa, José.
—Me voy —le dije—, no quiero entretenerle más.
—Siempre estoy encantado de hablar con usted, María. Dele mis saludos a su suegro y espero que le guste el regalo.
—Seguro que con su consejo he acertado.
Salió conmigo hasta la puerta y antes de despedirnos me dijo:
—¿Quiere hacer una apuesta conmigo?
—¿De qué se trata? —le pregunté interesada.
—Me han dicho que es casi seguro que las Cortes pedirán a don Carlos que su hermano, el infante don Fernando, se quede en Castilla hasta que él se case y engendre un heredero.
—¿Y?
—Yo digo que aunque el Príncipe se comprometa a cumplir tal deseo, nunca lo llevará a la práctica.
—Pero, ¿por qué no va a cumplir su palabra?
—¿Apostamos? Si yo me equivoco, le regalo un precioso joyero que haré para usted. Y si gano, usted me obsequia con uno de sus abanicos, que guardaré como un tesoro.
—De acuerdo —le dije sonriendo, para disimular mi sorpresa.
De camino a casa iba pensando en aquella pequeña frivolidad de Benadrete. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Intentaba demostrarme que el Príncipe sólo haría aquello que le interesara? ¿O simplemente intentaba distraer mi atención para que olvidase la triste situación de la Reina? La verdad es que lo había conseguido.
Al pasar cerca de la plaza de Zocodover escuchamos cierto alboroto procedente de una de las tabernas, y, sin pretender escuchar lo que decían, nos enteramos del tema de la discusión, que no constituía ninguna novedad ya que en los últimos meses la situación en Toledo se había agravado: una real pragmática en la que se prohibían los vestidos de brocados con adornos de oro y en la que se limitaba el uso de la seda había contribuido a un mayor deterioro en la industria textil. Además, los pequeños productores de lana cada día veían con más dificultad el futuro y muchos de ellos habían decidido cerrar sus telares. La incertidumbre era grande y también la esperanza en don Carlos y en la reunión de las Cortes porque allí se podrían tomar medidas proteccionistas para favorecer a los castellanos ante la gravísima situación por la que estaban atravesando, aunque no faltaban quienes creían que el Príncipe nacido en Flandes nunca tomaría decisiones que pudieran perjudicar la actividad industrial de los flamencos, por cuyos intereses también debía velar.
En la taberna se defendían las dos posturas.
Me apoyé en el brazo de Zahía y como hablando conmigo misma le dije:
—Mal se están poniendo las cosas. Temo que se produzca alguna revuelta.
Me miró con cariño y no hizo ningún comentario. Caminamos en silencio. Al llegar a casa yo ya había tomado la decisión de no prestar ninguna atención a la reunión de Juan con sus compañeros. No deseaba saber nada de lo que iban a tratar. Me sentía nerviosa y muy preocupada. Lo mejor sería que me fuera al cuarto de mi hijo para jugar con él y contarle alguna historia.
Lo cierto es que me había asustado y deseaba aislarme, olvidarme de una situación que no me gustaba. Sin embargo, la realidad se iba a imponer. Habíamos llegado a Toledo en el momento preciso para tomar conciencia del problema y desempeñar un papel protagonista en la historia de aquella ciudad. Un papel que el destino, a buen seguro, ya nos había asignado.
Morayma hace un alto en la lectura y mira a su alrededor en busca de un reloj que le oriente de la hora, pero no hay ninguno.
«Si mi intuición no me engaña, que no suele hacerlo, deben de ser alrededor de las cuatro de la madrugada. De buena gana seguiría leyendo toda la noche, pero necesito dormir aunque sólo sea un rato. Además, no está nada mal que deje el relato en este punto. Tal vez a María la anime a que volvamos a discutir sobre la predestinación, como hacíamos en nuestra juventud. Ella, a pesar de ser consciente de que existe el libre albedrío, siempre se sintió tentada a creer en ese papel ineludible que el destino ha elegido para nosotros».