Zahía no podía contener su nerviosismo, era como estar viviendo una pesadilla. Esas terribles pesadillas en las que intentas correr y no consigues moverte del lugar en el que estás. Caminaban muy deprisa, pero ella tenía la sensación de que nunca iban a llegar a la explanada de la Ribeira donde María la esperaba.
—Creerá que me ha sucedido algo. Si se enfría, no me lo perdonaré nunca —se lamentaba Zahía abrazando la raída capa que llevaba en el brazo para su señora.
—¿Está enferma María? —preguntó la mujer que la acompañaba.
—Su salud es delicada y tiene que tener mucho cuidado con la humedad, ya sabes que sus pulmones nunca han sido muy fuertes. La verdad es que no teníamos que haber ido al mercado y luego a casa del señor Moniz.
—Es cierto que tardamos más de lo previsto, pero no te preocupes, ya verás cómo te perdona cuando esta noche vea la cena que le sirves.
—Apenas si tiene apetito. Aunque es probable que esta noche, para festejar tu llegada, sí se comporte como antes. ¿Te acuerdas de cómo disfrutaba de los dulces que yo le preparaba? —explicó Zahía mirando con cariño a la mujer que iba a su lado.
—Claro que me acuerdo, ¿no le gustan ahora?
—Sí, pero la verdad es que no disponemos de mucho dinero. En realidad, últimamente estamos viviendo con grandes penurias económicas.
—¿Sus hermanos no la ayudan?
—Muy poco, y mi querida niña sufre, no tanto por la ausencia de apoyo material como por la falta de cariño —se lamentó Zahía.
—¡Si yo pudiera!
—Tu presencia es el mayor regalo y estoy segura de que le hará mucho bien.
—Estoy deseando abrazarla.
—Ya casi estamos llegando —aseguró Zahía a la vez que añadía—. Pero no te detengas o no llegaremos nunca.
Y es que la mujer que la acompañaba se volvía cada poco para mirar atrás.
—Perdona, Zahía, no puedo evitarlo. Soy incapaz de controlar mis ojos porque quieren seguir contemplando todo lo que veo. Es de una alegría desbordante, me parece un espejismo, qué atrevidos los colores de las casas y la ropa en los balcones. Nunca había visto nada igual, ¡qué bonito! Tengo la sensación de que todos los edificios se aúpan, poniéndose de puntillas para poder mirarse en el río. Es hermoso de verdad.
Unas voces y, sobre todo, una risa interrumpieron su conversación.
—¡Juraría que es María quien ríe! —exclamó la mujer que iba con Zahía.
—Sí, pero no es posible. Hace mucho tiempo que no ríe de esa forma y ¿con quién puede estar?
María buscó un pañuelo para limpiarse los ojos. No podía ser que la sensación maravillosa de la risa le hiciera ver visiones. Sabía que un olor, una canción, el rumor del agua, tantas y tantas cosas poseían la llave de los recuerdos, pero lo que estaba viendo no podía ser real. Cerró los ojos para que la imagen desapareciera, pero aquella mujer que corría hacia ella seguía pareciéndose a Morayma. Cuando tuvo la certeza de que era su amiga, María caminó hacia ella emocionada.
Las dos mujeres se fundieron en un largo y emotivo abrazo.
—Déjame que te vea, estás guapísima —se maravilló María, y añadió—: Nadie creería que tenemos la misma edad. Parezco tu madre.
—No exageres, María. Además, tengo casi un año menos que tú y eso se nota —replicó Morayma riendo.
—Qué alegría que hayas venido, creí que nunca volveríamos a vernos.
—Querida María, siempre te ha gustado exagerar. Espero que dentro de poco tú me visites en Granada.
Morayma disimulaba a duras penas. No quería que su amiga notara la impresión que le causaba su aspecto, porque María no parecía la misma. Siempre había sido delgada, pero ahora estaba consumida y, sobre todo, ¿a dónde se había ido la luz de sus ojos? Aquellos ojos verdes brillantes y vivaces aparecían ahora tristes y opacos.
María se puso la capa que le acercó Zahía y no le preguntó nada del motivo de su retraso. La alegría de volver a estar con Morayma lo llenaba todo. Sin embargo, la insistente mirada de Zahía le hizo fijarse de nuevo en la niña. Su criada la estaba interrogando sobre la presencia de la pordiosera. Sólo entonces María se dio cuenta de que la muchacha se había quedado quieta a su lado.
—Es Felipa, me iba a acompañar a casa —explicó María dirigiéndose a Zahía—. Seguro que la conoces de verla algunas tardes por aquí.
—Y también la he visto pidiendo —aseguró Zahía con mala cara.
Felipa estaba impresionada de lo guapa y bien vestida que iba la recién llegada, que también era mora. No pudo evitar preguntarse por qué doña María se rodeaba de personas de esa raza. Lo que sí parecía evidente era que la nueva daba muestras de gozar de una excelente posición económica. Estaba segura de que el interior de la bolsa que colgaba de la cintura de aquella dama podía resultar interesante. No estaba totalmente a la vista porque llevaba una capa que de vez en cuando la ocultaba, pero ella era una experta y, sin pensárselo dos veces, se acercó ceremoniosamente.
—Es un placer conocer a damas tan distinguidas, qué hermosa capa, nunca había visto otra igual, ¿me deja tocarla? Ay, qué suave es. Si no disponen nada, con su permiso, me voy, se ha hecho muy tarde.
La muchacha se fue corriendo y muy pronto desapareció de su vista. Ninguna de las tres mujeres observó nada anormal. María, apoyándose en el brazo de Morayma, le comentaba:
—¿Sabes que he estado pensando en ti toda la tarde?
—Es normal, me presentías, yo, desde la distancia, sabiendo que nos veríamos, te forzaba a ello —le aseguró Morayma muy seria.
—Nunca cambiarás.
—¿Por qué habría de hacerlo? Pero dime, María, ¿cómo estás? He rezado a tu Dios y al mío para que te dieran fuerzas.
Morayma no quería hurgar en la herida, pero tal vez a María le vendría bien desahogarse. Habían sido tantas desgracias seguidas…
—La verdad es que cada día me resulta más difícil seguir viviendo. Primero mi queridísimo marido, Juan, más tarde el exilio y después mi único hijo, Pedro. Cuando pienso que mi hijo no existe —sollozó María—, que no volveré a tenerlo entre mis brazos, a besar su preciosa carita, que nunca más estaré con él, siento una desesperación que amenaza con ahogarme y te juro que lamento que no lo haga. Tal vez tenía que haber impedido que se lo llevaran al sur.
—Hiciste lo correcto. En Toledo la situación era muy complicada y el niño podía correr peligro. Con su tío estaba seguro. María, por mucho que nos duela, esas cosas pasan, las epidemias existen y los pequeños son más vulnerables. Le habría ocurrido lo mismo estando contigo.
—Sí, pero la diferencia es que yo habría estado con él para darle un último beso.
—Tanto Juan como Pedro, los seres que más has querido, estarían orgullosos de ti, lo mismo que lo estoy yo, que no soy nadie —matizó humildemente Morayma—, simplemente una amiga que te adora. María, Juan y Pedro esperan que salgas adelante. Mientras tú vivas, ellos estarán contigo. Por eso debes reponerte. Ya verás qué bien te sienta el regreso a Granada, estoy segura de que el sol de nuestra tierra te ayudará.
María miró a su amiga Morayma, que sintió que se le partía el alma ante la desolada tristeza que mostraban sus ojos.
—No creo que regrese nunca. El emperador Carlos no me perdonará. Además, ¿con quién iba a vivir en Granada? ¿Sigue mi hermano Luis de alcalde de la Alhambra?
—Sí.
—Pensar que fue el anfitrión del emperador y su esposa durante su estancia en la Alhambra…
—Claro, María, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Pretextar un viaje y no darle la bienvenida a un hombre que ha condenado a muerte a su hermana por haber tenido el valor de defender los intereses de Castilla. ¡Ay! ¡Qué distinta habría sido nuestra vida si el hijo de doña Isabel y don Fernando, el príncipe don Juan, no hubiera muerto! Si doña Isabel levantara la cabeza y viera cómo están esquilmando Castilla se volvería loca o la encerrarían como a su hija, la princesa doña Juana, que todavía es la Reina propietaria de Castilla, pero que su hijo mantiene encerrada.
—Tranquilízate, María —pidió Morayma, que, en un intento de desviar el tema de conversación, añadió—: Ya te he contado en alguna de mis cartas que desde hace un tiempo me dedico a esculpir pequeñas figuritas, te he traído dos. Espero que te gusten.
—Seguro que sí, pero no intentes cambiar de tema. De verdad, Morayma, mi hermano Luis nunca me ha querido, ni tampoco a Juan. Tú sabes que no le ayudó cuando pudo hacerlo.
—Pero no todos tus hermanos son así. Diego y María te quieren mucho. También Francisco.
—Sí, mi hermana, María de Mendoza, la condesa de Monteagudo, me ayudó en momentos muy difíciles, eso es verdad. Francisco me escribe alguna vez y Diego ha venido a verme en una ocasión, aunque lógicamente tienen su vida y buenas relaciones con el emperador. Tampoco Diego se atreve a hablarle directamente de mí. A veces, Morayma, me asalta la duda: ¿estábamos locos? ¿O es que hemos sido los perdedores y lo único que cuenta son los deseos y las ideas de los vencedores? ¿Por qué se ha de transigir con la injusticia?
—No lo sé, María, pero te aseguro que ni Juan ni tú estabais locos. Fuisteis consecuentes con lo que pensabais. Yo te considero una heroína. Un día tienes que contarme detalladamente lo que pasó desde que te fuiste de Granada, pero ahora quiero enseñarte una cosa.
—Te cuento todo lo que quieras, pero también puedo dejarte que lo leas, porque siguiendo los consejos de Diego he plasmado todos mis recuerdos por escrito. Sin duda ha sido doloroso, aunque ahora me siento mejor. Es como un diario en el que reflejo el gran amor que siempre he sentido y siento por mi marido y narro con detalle lo sucedido en la guerra de las Comunidades. A ti te dejo leerlo y a Diego también, pero a nadie más, porque hay partes muy íntimas que sólo me pertenecen a mí y a los amigos a quienes yo les permita verlo.
—No sabes lo halagada que me siento al ser yo una de las personas elegidas —dijo Morayma riendo a la vez que, sorprendida, se palpaba buscando su bolsa—. No puede ser que se me haya caído, iba bien sujeta.
Al mirar hacia atrás para ver si la bolsa estaba en el suelo se encontró con los ojos de Zahía que las seguía de cerca.
—¿Sucede algo? —les preguntó.
—He perdido la bolsa, pero tú tenías que haberla visto. Claro, que también se me ha podido caer por el camino cuando veníamos a buscar a María, entonces caminábamos juntas —dijo Morayma pesarosa. Mirando a su amiga añadió—: Llevaba en ella un pequeño recuerdo para ti.
—Tal vez la recuperemos —apuntó María esperanzada.
—Eso es imposible —aseguró Zahía, y añadió—: Llevarías dinero, ¿verdad?
—No mucho, pero algo sí.
—Nadie la devolverá —repitió Zahía—. Además, no creo que se te haya caído, te la ha robado la mendiga.
—Es imposible, me hubiese dado cuenta.
—No sabes lo habilidosos que son —aclaró Zahía.
—Además —intervino María—, ella misma me ha dicho que la llaman «la Rápida» por su eficacia a la hora de adueñarse de lo ajeno. Y yo que me había encariñado con ella.
—Pues siento haberla perdido o que me la hayan robado —se lamentó Morayma—, quería darte una sorpresa. En la bolsa llevaba algo para ti, María: un manuscrito de aquel poema que te recité una tarde de hace casi veinte años. El poema Áyil bi-lyawab, cuyos versos tanto te ayudaron a sobrellevar la pena.
Morayma observó el rostro de su amiga y comprobó cómo su expresión había cambiado al escuchar el título del poema, sin embargo, María se limitó a decir:
—Mañana intentaremos que Zahía localice a Felipa, si es que se llama así, y confiemos en que no se haya deshecho del manuscrito.
—No te preocupes, María, las cosas suceden por algo. Puede que haya sido bueno que esa chiquilla me robara… Quién sabe…
Habían llegado a la explanada de la Seo, desde donde se divisaba el Duero. Las dos mujeres se miraron y María dijo:
—Zahía, puedes entrar tú en casa para ir preparando la cena, Morayma y yo nos vamos a quedar unos minutos fuera, no te preocupes que no me resfriaré. —Tirando del brazo de su amiga se acercó al mirador y, apoyándose en el muro, comenzó a recitar:
¿Voy yo a ti o tú vienes a mi?
Mi corazón acepta lo que digas.
A salvo te hallarás de la sed y del sol
cuando ocurra tu encuentro conmigo,
pues mi boca es dulce fuente cristalina,
las ramas de mi pelo, sombra umbrosa.
Respóndeme enseguida…
—¡Todavía lo recuerdas! —exclamó entusiasmada Morayma.
—Jamás olvidaré Áyil bi-lyawab, («Respóndeme enseguida») porque si yo supiera escribir, habría dicho lo mismo que Hafsa al Rakuniyya en aquellos momentos. Por eso, cuando te escuché, Morayma, me quedé asombrada, eso era lo que yo sentía. Recuerdo que quise saber todo de Hafsa. Me contaste que era tu poetisa preferida y cuando me dijiste que probablemente aquel poema iba dirigido a un destacado político, Abu Yafar, que también era un poeta del que estaba enamorada, te pregunté anhelante si se habían casado.
—Y yo te dije que no estaba segura —respondió Morayma—, pero que el hecho de que Hafsa se fuera a vivir a Marrakech, donde murió, después de haber sido preceptora de algunas mujeres de la corte almohade, me llevaba a pensar que nunca se casaron, aunque sin duda se amaron apasionadamente.
—El poema expresaba todo lo que a mí me habría gustado decirle a Juan cuando nos obligaron a despedirnos después de nuestros esponsales —se lamentó María.
—Pero, María, te digo ahora lo mismo que entonces: tú ya sabías que eso iba a suceder, vuestras costumbres así lo establecen. —Y con voz un tanto engolada siguió diciendo—: Si los contrayentes no han cumplido los dieciocho años, deben esperar hasta alcanzarlos y entonces es cuando se celebran las velaciones, necesarias para poder consumar el matrimonio.
—Sí, por supuesto que lo sabía, pero Juan ya tenía veinte años y yo no quería separarme de su lado. No tanto por el apremio de convertirme en su verdadera mujer, que sí lo deseaba, como por el placer de disfrutar de su compañía. Tú pudiste comprobar, Morayma, la dulzura de su conversación.
—Sin duda Juan era un hombre maravilloso, y yo entendía perfectamente la necesidad que sentías de estar a su lado, por eso te recité el poema de Hafsa.
—Morayma, siempre me llamó la atención que supieses todas sus poesías de memoria si nunca las habías podido leer.
—Conocía todas las de Hafsa y también alguna de Hamda, la poetisa nacida en Guadix. Seguro que te acuerdas de aquélla a la que siempre recurría en las tardes lluviosas.
—Creo que estaba dedicada a un valle, ¿verdad?
—No te equivocas, María, te la voy a recordar:
De los cálidos vientos nos protegía
el frescor de un valle regado por la copiosa lluvia.
Al regazo de su arboleda nos acogíamos,
y nos recibía con ternura,
cual un ama de cría sobre el niño inclinada.
Y, para nuestra sed, nos daba de beber
un agua pura, más rica que el vino al comensal.
—Es muy hermosa.
—Maravillosa. Pero contestando a lo que me preguntabas, mi madre y también mi abuela —aclaró Morayma— me las recitaban frecuentemente y yo las fui copiando.
—¿Y cómo conseguiste hacerte con el manuscrito? Tiene que ser muy antiguo, porque ¿en qué siglo vivió Hafsa?
—En el XII, hace más de trescientos años. Lo cierto es que llegó a mis manos gracias a una vieja amiga que también se fue a vivir a la ciudad de Marrakech. Conocía mi admiración por los poemas de Hafsa e intentó localizar alguno de sus manuscritos y sólo pudo dar con ése. La verdad es que me resultará casi imposible hacerme con otro —dijo tristemente Morayma.
—¿Y me lo querías regalar a mí con la ilusión que te habrá hecho?
—Precisamente por eso, para que sepas todo lo que te quiero y además porque me sentí muy feliz al ver que conseguías dominar tu angustia con los preciosos versos de «Respóndeme enseguida».
—¿Cómo supiste que me tranquilizarían?
—No lo sabía, pero a veces exteriorizar la pena con palabras hermosas y pensar que pueden ser una realidad cercana ayudan. Además, María, yo había sido testigo de cómo tu hermano Diego alegró tu espíritu con unos versos cuando, asustada, nos contaste que al cabo de unas horas conocerías al hombre con el que habían decidido casarte.
—Es verdad —asintió María pensativa—. Recuerdo que cuando mi padre me hizo llamar, nos encontrábamos tú y yo, con Diego, en el patio de los Leones y a mí me molestó la interrupción porque estábamos a punto de encaminarnos a la torre de la Rauda. Nosotras habíamos pasado infinidad de veces por el cementerio de la Alhambra y conocíamos las sepulturas que rodeaban el edificio, pero nunca nos interesó acercarnos a ellas ni conocer el interior del monumento funerario. Sin embargo, aquella tarde Diego había despertado nuestra curiosidad, se había empeñado en que fuéramos a comprobar si las fosas destinadas a los sultanes estaban vacías, pues le habían dicho que Boabdil, al abandonar Granada, se había llevado los restos de sus antepasados para enterrarlos en Mondújar, en el valle de Lecrín, perteneciente al señorío que le fue concedido en las Alpujarras, donde viviría unos años antes de irse para siempre. Recuerdo que os dejé y me fui a ver a mi padre muy enfadada porque iba a perderme alguna de las historias fantásticas con las que Diego trataba siempre de impresionarnos. Además, estaba convencida de que mi padre no iba a proporcionarme ninguna alegría. Seguro que había tomado alguna decisión con la que yo no estaría de acuerdo. En aquel tiempo eran frecuentes mis enfrentamientos con él, aunque no podía imaginar lo que me esperaba. Al entrar en casa dudé si irme a mi habitación para arreglarme un poco, ya que había estado todo el día correteando con vosotros por los lugares más insospechados. Al final decidí que ya que mi padre me había interrumpido en lo mejor de la tarde, que me viera tal y como me encontraba. Llamé enérgicamente a la puerta y sin esperar respuesta me introduje en el despacho. Mi padre estaba sentado detrás de la mesa mirándome fijamente. Lo cierto es que yo me sentía muy orgullosa de él. Era un hombre valiente, culto y cabal. Me habría gustado mantener una buena relación con él, pero yo no era su hija preferida. No le agradaba mi carácter, demasiado fuerte en su opinión para una mujer. Y a veces tenía la sensación de que hubiese preferido que me interesase menos por ampliar mis conocimientos.
»—No pareces una señorita, siempre has querido imitar a los chicos, mejor harías fijándote un poco en el comportamiento de tus hermanas, pero allá tú —fue su saludo aquella tarde—. Ven, siéntate, quiero comunicarte que esta noche llegará tu prometido, Juan de Padilla, con el que contraerás matrimonio dentro de unos días.
»No podía creer lo que estaba oyendo.
»—¿Por qué no me has consultado, padre? ¿Y si no quiero casarme?
»—¿Cómo que no quieres casarte? Ésa es tu misión y harás lo que yo te diga.
»—Pero, padre, ¿quién es Juan de Padilla?
»—Un joven regidor de Toledo.
»—Salí de la habitación corriendo y con lágrimas en los ojos. Sólo deseaba encontraros a Diego y a ti. Me parecía imposible lo que estaba sucediendo.
—Y menudo susto nos diste —le interrumpió Morayma sonriendo y pasándole un brazo por el hombro como para protegerla—. Yo jamás te había visto tan nerviosa. Traté de animarte, pero no dejabas de llorar y entre suspiros nos decías que deseabas casarte enamorada, que tenías que sentir admiración por el hombre que se convirtiera en tu marido, que no debería ser un don nadie. Te indignaba sentirte marginada porque a tus hermanos, asegurabas, les habían permitido elegir. Intenté animarte diciéndote que seguro que Juan de Padilla era un buen hombre, y fue entonces cuando Diego te dijo: «Nada de nerviosismos. Si te parece que la elección ha sido un desastre, aunque se celebre el matrimonio, como eres muy joven, no podrá consumarse hasta las velaciones y en este tiempo sabe Dios qué puede pasar, así que no te desanimes antes de tiempo». Te voy a recitar un poema que he compuesto hace unos días dedicado a la pulga:
¡Oh pulga esquiva, fiera y porfiada,
enemiga de damas delicadas,
tú que puedes saltar cuando te agrada!
Haces atrevimientos, ¡y qué tales!
Dejas amancillada a una persona
que parecen de lepra las señales.
Dime, falsa, cruel, llena de engaño:
¿cómo osas tú llegar a aquel hermoso
cuerpo de mi señora a hacer daño?
Mientras el sueño le da dulce reposo,
presuntuosa, tú le estás mordiendo
o vas por do pensallo apenas oso.
¡Qué libremente estás gozando y viendo
aquellos bellos miembros delicados!
Y por do nadie fue, vas discurriendo.
La cuitada se tuerce a tus bocados,
mas tú que vas sin calzas y sin bragas,
entras do no entran los más osados.
No puede ser, malvada, que nos hagas
que ser pulga desee el que sintiere
de cuál envidia el corazón me llagas.
Parezca mal a aquel que pareciere,
yo querría pulga ser, pero con esto:
que me torne a mi ser cuando quisiere.
—Recuerdo que intentábamos disimular la risa y que tú no le dejaste terminar, reprendiéndole por el erotismo que casi siempre aparecía en sus composiciones de aquel tiempo. Lo cierto es que aquellos versos de Diego te devolvieron la sonrisa. Charlamos de otras cosas y al cabo de un rato me pediste que te acompañara. Tenías que elegir el traje con el que Juan de Padilla te viera por primera vez.
—Sí —corroboró María—. Nos inclinamos por uno rojo de terciopelo, bastante escotado, y Zahía me recogió el cabello en una preciosa redecilla.
—Estabas guapísima —le dijo Morayma—. El rojo acentuaba la palidez marmórea de tu piel y tus ojos verdes resplandecían de una forma especial. Era como si ellos supieran lo que iba a significar en tu vida el hombre al que conocerías aquella noche.
—Es verdad que no deseaba casarme y que también saber quién era el elegido para convertirse en mi marido no me agradó. Todos mis hermanos poseían títulos y yo no tenía por qué ser diferente y lo iba a ser porque Juan no pertenecía a la nobleza. Aquello me incomodaba bastante. Mi padre y mi hermano mayor, Luis, eran los responsables de buscarme un marido de categoría inferior a la mía. Los dos, en su deseo de deshacerse de mí, acordaron un matrimonio que no me correspondía. Aunque pronto superé los rencores porque me enamoré de Juan desde el primer momento.
Morayma miraba a su amiga, cuyo rostro se había transformado cobrando parte de la luz de otro tiempo. María siguió hablando:
—¡Ay, Morayma! Tú ya lo sabes, me enamoré nada más verle. ¿Cómo no iba a estar triste después de los esponsales si la separación podría ser de tres o cuatro años? Pero por fin nos encontramos y no sabes cuánto le quise, ni cómo le sigo queriendo. Ni cuántas veces le recité el poema de Hafsa que Juan también hizo suyo… Aún puedo escuchar su voz:
¿Voy yo a ti o tú vienes a mí?
Mi corazón acepta lo que digas.
Morayma, entusiasmada, escuchaba a María, que parecía rejuvenecer por momentos.
—No he conocido a nadie más delicado y cariñoso que Juan. Él sabía cómo tratar y hacer feliz a una mujer y cuando por fin llegó el ansiado momento no quise ni pude disimular mi felicidad. Amanecer a su lado fue una experiencia maravillosa. Juan de Padilla, mi amado y respetado esposo, era una gran persona y más noble que muchos de los que ostentan títulos nobiliarios. He sido muy feliz a su lado y me he sentido muy honrada de ser su mujer, aunque nunca dejó de dolerme que algunos se refirieran a mí como «doña María Pacheco» y a él como el «señor Juan de Padilla».
—Perdón, doña María, Zahía me ruega que les diga que en quince minutos estará la cena.
El hombre que las había interrumpido era alto y muy fuerte. Podría haber sido gladiador en el circo romano. Sobrepasaba los cuarenta años y llevaba una poblada y larga barba que empezaba a canear. María lo miró con cariño. Aquel hombre no había querido separarse de su lado desde la muerte de Juan.
—Creo que no le conoces porque cuando tú estuviste en Toledo, Juan de Sosa aún no había entrado en la vida de Juan.
—Le vi esta tarde. Me lo presentó Zahía. Parece un buen hombre.
—Adoraba a Juan, hasta el punto de no tener ahora otro objetivo en la vida que velar por mí.
—¿Fue él quien te comunicó su muerte?
—No. Juan de Sosa me trajo su último adiós. Nada más ser detenido, y presintiendo su final, Juan me escribió una carta —dijo María conteniendo las lágrimas.
Morayma la miraba con cariño y, respetando su dolor, no dijo nada, deseaba que su amiga se desahogara con libertad, como si estuviera sola.
María, consciente de la actitud de Morayma, deja que la emoción aflore y sin ningún pudor se entrega en brazos del llanto. Alentada por su pena va recordando, una por una, las palabras con las que Juan se despidió:
… si vuestra pena no me lastimara más que mi muerte, yo me tuviera enteramente por bienaventurado. Quisiera tener más espacio del que tengo para escribiros algunas cosas para vuestro consuelo; ni a mí me lo dan, ni yo querría más dilación en recibir la corona que espero. Vos, señora, como cuerda, llorad vuestra desdicha, y no mi muerte, que, siendo ella tan justa, de nadie debe ser llorada. Mi ánima, pues ya otra cosa no tengo, dejo en vuestras manos. Vos, señora, haced con ella como con la cosa que más os quiso. No quiero más dilatar, por no dar pena al verdugo que me espera, y por no dar sospecha de que por alargar la vida alargo la carta. Mi criado Sosa, como testigo de vista e de los secretos de mi voluntad, os dirá lo demás que aquí falta, y así quedo, dejando esa pena, esperando el cuchillo de vuestro dolor y de mi descanso.
—Morayma, ¿por qué tuvo que morir? ¡Si era el mejor hombre del mundo! No pude despedirme de él. Nada más leer su carta, le escribí apresuradamente, pero Juan no recibiría mis palabras de consuelo y cariño. Cuando Sosa llegó a la celda, él ya no existía. Sentí que se fuera sin conocer mi decisión de cumplir siempre su voluntad. Quería que Juan estuviera tan seguro de que lo haría, como lo estuvo en vida de mi obediencia y amor. Compartía sus ideales y no iba a permitir que la luz de la Comunidad se apagara con su desaparición. En mi mensaje, además de decirle que mi amor por él viviría tanto como yo, le prometía defender sus ideas, que ya eran las mías, hasta el último aliento de mi vida.
Morayma se había emocionado al escuchar a su amiga y se sorprendió al oírla decir:
—Pero nada de lágrimas, a Juan no le gustaría vernos así.
—Tienes razón. Ahora tenemos que concentrar todas nuestras fuerzas para que consigas el perdón y puedas viajar a Granada.
—También me gustaría volver a Toledo, pero sé que nunca regresaré.
—No estés tan segura.
—Claro que sí. Es muy sencillo, no puedo arrepentirme de lo que hice. ¿Cómo voy a pedir perdón por defender lo que consideraba justo? ¿Debo arrepentirme por intentar conseguir un futuro mejor para Castilla? ¿Qué crees tú que sentiría Juan al verme renegar de las ideas que inspiraron la Comunidad? Además, me consta que el embajador español solicita insistentemente al rey de Portugal, don Juan III, mi extradición. Hasta ahora he tenido suerte pero cualquier día se la concederán y ya sabes lo que me espera si consiguen hacerse conmigo.
Claro que lo sabía. Morayma ignoraba si María conocía el texto de su sentencia de muerte. Ella jamás le hablaría de ella, pero recuerda que cuando conoció los términos de la condena estuvo dos noches sin poder conciliar el sueño al pensar que su amiga podía ser apresada. Pedían que María Pacheco, la viuda de Padilla, fuese encarcelada y sacada de la prisión en una mula con las manos atadas y una soga a la garganta. Y que así fuera llevada por las calles a la plaza pública de Zocodover, donde estaría levantado un cadalso, y allí públicamente sería degollada como persona que ha cometido tantos y tan graves delitos y traiciones a su Rey y señor natural. Al evocar el texto de la sentencia, Morayma no puede evitar que un escalofrío se apodere de ella. En un intento de superar aquel momento le dice a María:
—Seguro que entre todos encontramos alguna forma de conseguir la amnistía real sin que tú te veas obligada a solicitar públicamente el perdón. De hecho, estás viviendo en unas dependencias del obispo de Oporto, don Pedro de Acosta, que si no estoy mal informada, es persona muy cercana a la emperatriz Isabel, y con toda probabilidad estaría dispuesto a influir en ella para, con su ayuda, conseguir para ti el perdón del emperador Carlos.
—Figúrate si es cercano a la Emperatriz, que don Pedro se fue con ella para Castilla —dijo María mientras accedían al palacio episcopal—. Sin embargo, no te creas que estar viviendo aquí significa el apoyo personal del obispo. Pero entremos, Zahía nos espera para cenar.
—¿Entonces?
—Don Pedro y yo nunca nos hemos visto. Si vivo en unas dependencias de su casa es gracias a la influencia del arzobispo de Braga, mi gran amigo don Diego de Sousa, que me acogió durante varios años bajo su protección.
—¿A él ya le conocías? —preguntó Morayma.
—No, pero don Diego sí sabía de quién era hija. Trató a mi padre en Roma. Allí tenían amigos comunes. Curiosamente, uno de ellos enseñó latín al arzobispo Sousa. ¿Sabes quién era? El mismo que fue mi maestro, Pedro Mártir de Anglería.
—De todas formas —repuso Morayma—, el arzobispo tiene que ser una buena persona para haberse comportado contigo como lo ha hecho.
—Extraordinaria, nunca me habría ido de su lado de no ser porque nuestra presencia en Braga era demasiado conocida. Ya sabes que intentaron secuestrarme dos veces y todo aconsejaba que nos fuéramos a otro lugar donde pasáramos más desapercibidos.
—Lamento tanto, María, que tengas que pasar por todo esto —se dolió compungida Morayma.
—Ya estoy acostumbrada, no te preocupes. Lo que siento es no poder ofrecerte esta noche la cena que me gustaría. Supongo que Zahía ya habrá preparado uno de los cuartos para ti.
—Sí, no te preocupes, ya he colocado con su ayuda todas mis cosas.
—Como verás, querida Morayma, ésta no es mi casa de la Alhambra, ni tampoco la de Toledo, pero no sé qué sería de mí sin este techo para cobijarme.
—No está nada mal, sólo necesita algún que otro detalle. ¿Recuerdas mi casa del Albayzín?
—Como si hubiera estado ayer en ella.
—Pues si la ves ahora, no la reconoces. La he reformado y lo cierto es que me ha quedado preciosa. Yo creo que es la casa morisca más bonita de todo el Albayzín.
—¿Sigues viviendo sola o has decidido cambiar?
—Cambio ninguno, pero ya sabes cuánto me gusta invitar a mis amigos. Mi casa siempre está llena de gente.
—Tienes que contarme muchas cosas. ¿Cómo están Amina y Zulema?
—Muy bien, me han dado unos regalos para ti.
Al abrir la puerta de la sala que hacía las veces de comedor, un casi olvidado olor a granada y azahar les dio la bienvenida. Unos hermosos pebeteros humeaban felices. María, mirando a Morayma con agradecimiento, le dijo:
—¿Por qué te has molestado?
—Tres o cuatro mibjarat no ocupan mucho.
No sólo era el perfume, María encontraba distinto el comedor. Sí, había más luz. Se fijó entonces en dos preciosos candelabros situados en el extremo de la mesa.
—¿También esto?
Zahía, que entraba dispuesta a servirles una humeante sopa de cebolla con queso, no pudo reprimirse y exclamó:
—¡Ay, mi pequeña! —Sólo se permitía referirse así a María cuando estaban a solas o en presencia de alguien de mucha confianza—. Morayma ha venido cargada de regalos, tres o cuatro baúles. No sé cómo ha podido viajar con tanto equipaje. —Y mientras les servía, añadió—: Espero que os guste la sopa de cebolla.
—Es una de mis preferidas —respondió Morayma— y además supongo que seguirás siendo tan buena cocinera.
—Cada día mejor —puntualizó María—, aunque la pobre no puede hacer milagros y es posible que esta sopa no tenga todos los condimentos necesarios y el queso no sea muy bueno.
—No te preocupes, seguro que es excelente.
Nada más probarla, María llamó a la criada:
—Zahía, ¿cómo es que has conseguido cilantro y este queso tan bueno?
—Esta tarde en el mercado, por eso llegamos tarde a recogerte y por esto… —dijo orgullosa a la vez que les mostraba una fuente con un apetitoso pollo a la miel con hojaldre.
Adelantándose a lo que María pudiera decir, Morayma le explicó:
—Fue idea mía, confío en que siga siendo tu plato favorito. He pensado en ello en Granada y me hacía ilusión que la primera comida juntas después de tanto tiempo fuera ésta. Por eso he traído miel, aceite de oliva, agua de rosas y almendras. Sólo hemos tenido que comprar el pollo.
María se sentía emocionada, pero disimuló siguiéndoles la corriente.
—¿Y qué habéis elegido de postre?
Zahía se apresuró a aclarar:
—El postre ha sido cosa mía y he decidido que fueran dos, el preferido de cada una: bocados del cadí y khabis.
—¡Qué haría yo sin vosotras! —dijo María sonriendo y, tomando su copa, añadió—: Zahía, brinda con nosotras, por los viejos tiempos, aquéllos en los que los sueños aún podían cumplirse. Por la amistad.
—No, María —puntualizó Morayma—, siempre existen sueños que pueden cumplirse.
—Para mí ya no —respondió María con la mirada totalmente perdida.
—No quiero ser pesada, pero piensa por un momento si no te gustaría volver a ver amanecer en la Alhambra. Ése es un sueño que puede convertirse en realidad en cualquier momento y tú debes poner toda tu energía para que así sea.
María no pudo evitar sonreír, su amiga era única. No conocía a nadie con más fuerza que ella. Morayma jamás cedería al desaliento.
Hacía mucho tiempo que María no disfrutaba de una cena como la de aquella noche. Se encontraba animada y le apetecía seguir conversando con su íntima amiga, que la iba poniendo al corriente de la vida de sus amigos y conocidos.
—Sigo manteniendo las amistades de siempre —le aclaró Morayma—, pero como mi corazón es insaciable, procuro enriquecerlo con nuevos amigos sin importarme la edad ni la condición social. Aunque debo confesarte, querida María, que los jóvenes cada día me resultan más estimulantes. Las reuniones con un grupo de muchachas en las que nos dedicamos a la poesía y a la música constituyen un renovado impulso de vitalidad para mí.
—No me digas, Morayma, que sigues tocando el laúd.
—Sí, no tanto como antes, pero jamás podré prescindir de él. —Morayma observó la expresión un tanto soñadora de María y muy sonriente le dijo—: Si te apetece, le pido a Zahía que me acerque el laúd. Aún puedo interpretar alguna de tus canciones preferidas.
—¿Has sido capaz de traerlo contigo?
—Por supuesto. Sabía que te gustaría.