Con el calor que hace, ¿por qué llevará pañuelo? Es curioso, pero me he acostumbrado a la presencia de esta chiquilla. Ni un solo día de los que he venido ha faltado ella, y cuando se retrasa noto su ausencia. ¿Qué vendrá a hacer aquí? No tiene edad para recrearse en la nostalgia porque es imposible que haya perdido nada que le incite a dejarse envolver por esa dulce y a veces dura sensación.
La verdad es que su imagen me recuerda a la de aquellas niñas del Albayzín; a mi querida Morayma y sus amigas. Esta muchacha tiene la mirada tan desafiadamente triste como ellas. ¡Dios mío, aún me parece verlas acurrucadas en el suelo y cuántas cosas han pasado desde entonces! No sé si el destino de cada persona puede estar predeterminado, ni creo firmemente que el carácter sea el destino, como decía uno de los clásicos griegos, pero sé que en el mío influyó decisivamente el encuentro con Morayma y sus amigas. Yo en aquel tiempo no pensaba en el futuro, era demasiado joven. Además, había nacido en uno de los lugares más hermosos del mundo. Crecí rodeada de belleza y comodidades y nunca pensé que mi vida pudiera sufrir grandes cambios.
Después de la conquista de Granada, los reyes, doña Isabel y don Fernando, nombraron a mi padre alcalde perpetuo de la Alhambra. Y allí, en el maravilloso palacio del sultán Yusuf III (que los reyes regalaron a mi padre), nací yo unos años después. Tuve la suerte de abrir mis ojos al mundo en un ambiente único. Los palacios de la Alhambra encarnaban la manifestación gozosa de un arte que me era ajeno, pero que hice mío porque allí discurrieron los primeros veinte años de mi vida.
Una mañana, cuando aún era pequeña, observé cierto revuelo fuera de lo habitual entre el personal de la casa. Recuerdo que al salir a los jardines, que inmediatamente me obligaron a abandonar, escuché un enorme griterío que llegaba de lejos pero que era audible a pesar de la distancia. Pregunté qué pasaba, sin embargo, nadie me contestó, a los niños no se les suele explicar nada, aunque muchas veces ese silencio pueda contribuir a deformar en su mente infantil algún suceso del que han sido testigos. Yo sabía que ocurría algo anormal, y más cuando nos mandaron arreglarnos porque nos enviaban, junto con nuestra madre, al Albayzín. No volví a preguntar nada, pero no separaba los ojos del rostro de mi madre, que estaba sereno y eso me tranquilizaba. Mi hermana, disimulando recoger algo de la habitación cuando estábamos a punto de irnos, se acercó y me dijo al oído que nos llevaban prisioneras.
—No digas tonterías —repliqué—, ¿cómo lo va a consentir nuestro padre?
—Él está de acuerdo —me susurró.
No podía creerla. Nuestro padre era don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, y nuestra madre, Francisca Pacheco, hija del marqués de Villena, duque de Escalona. ¿Quiénes podrían ser los osados ilusos que se atrevían a hacernos prisioneros? Seguro que mi hermana había entendido mal y nos desplazábamos al Albayzín para visitar a alguien conocido, aunque no parecía muy probable que allí viviesen amigos de nuestros padres, ya que yo nunca había oído nada en este sentido.
Nos pusieron ropa de abrigo, corría entonces el mes de diciembre, y aunque eran las horas centrales del día, hacía frío. Después de pasar por las caballerizas, nos dispusimos a salir por la puerta de Armas. Unas cuantas nubes se habían adueñado del cielo privándonos del suave calorcillo que nos transmitían los rayos solares, lo que incrementaba la punzante humedad que exhalaba el río. Cruzamos el Darro por la Coracha, hasta el Albayzín. La puerta de los Tablones cerraba el lecho del río.
Llegamos al Albayzín, que me pareció muy distinto a como me lo imaginaba cuando contemplaba su risueña panorámica desde la Alhambra. Pensaba que en sus empinadas callejuelas bulliría el colorido de los trajes de las mudéjares que de vez en cuando observaba en la distancia. Sin embargo, no encontrábamos a nadie a nuestro paso mientras intentábamos superar las dificultades para poder transitar por unas calles muy estrechas. Más tarde supe que la población que allí vivía se sentía mucho más segura precisamente por el aislamiento natural de la zona. Las puertas de las casas permanecían cerradas y algunos soldados rondaban expectantes, parecían temerosos de que algo fuera a suceder. Todos nos saludaban respetuosos en nuestro ascenso, que parecía interminable. Al llegar a una pequeña plaza nos detuvimos, tres hombres salieron de una de las casas y vinieron a nuestro encuentro acompañándonos al interior de la misma.
Me fijé en su aspecto exterior y la verdad es que no era de las mejores construcciones que habíamos visto a nuestro paso. Sin embargo, su interior era completamente distinto. Después de pasar por el zaguán, cruzamos el patio, en el que una fuente se hacía notar, no sólo por el murmullo del agua, sino por la belleza de sus líneas. El edificio contaba con dos alturas. Nos llevaron a la parte superior y nos introdujeron en una de las habitaciones situadas en torno al patio. Deduje, por su decoración, que era un espacio al que se le daban distintas utilidades. De forma rectangular, lo mismo podía convertirse en comedor que en sala para recibir a las visitas o en dormitorio. Para ello contaba en sus extremos con dos alhanías, separadas del resto por arcos de yeso. El lugar resultaba bastante confortable. Después de servirnos una gran variedad de alimentos nos dejaron solos. Recuerdo que me dediqué a los dátiles y a los bocados del cadí, que eran mis dulces preferidos. En aquellos momentos nadie se fijaba en mí y tomé cuantos pude. Afortunadamente no me hicieron daño.
Por más que insistimos a nuestra madre para que nos contara qué sucedía, no conseguimos nada, siempre la misma respuesta:
—Vuestro padre vendrá muy pronto a recogernos. Sólo es un trámite que le ayuda en su trabajo.
Pasaron las horas, y tanto mi madre como mis hermanos se quedaron adormilados en medio del dulce calor de los braseros distribuidos por el aposento, rodeados de la suavidad de las alfombras y de los infinitos almadraques que llenaban la habitación. La verdad es que si yo me hubiera quedado dormida como ellos, mi estancia en el Albayzín no pasaría de ser una anécdota más en mi vida, pero quiso el azar que conociera a Morayma y a dos de sus amigas. Más tarde, la propia Morayma trataría de convencerme de que había sido su energía la que me movió a salir al corredor, porque querían hablar conmigo. Lo cierto es que me levanté de donde me encontraba tumbada al tener la sensación de que alguien nos observaba detrás de la puerta, que, curiosamente, estaba entreabierta. Al salir al corredor no vi a nadie, pero cuando iba a volver a la habitación observé a tres niñas sentadas en cuclillas que me miraban con interés. Me di cuenta de que eran ellas quienes habían estado observándonos. No tuve tiempo para decirles nada porque la más morena de las tres vino hacia mí y, asiéndome de la mano, tiró con fuerza llevándome a una habitación cercana. Las otras dos nos siguieron. Tenían más o menos mi misma edad, tal vez la que me llevaba agarrada fuera mayor.
—Perdona que te haya traído corriendo hasta aquí, pero queremos pedirte algo —me dijo la que aún mantenía mi mano entre las suyas.
—¿Qué queréis? —pregunté altanera.
—Que nos hagas un favor.
Nunca había visto caras más tristes que las de aquellas niñas. Iban vestidas con túnicas muy bonitas, de vivos colores. Me llamó la atención la más pequeña de las tres, que tenía los ojos más negros y profundos que imaginarse puedan y miraba de una forma especial. Había algo de indomable en la expresión de aquella niña que me sorprendió.
—Nadie sabe que estamos contigo, por ello te rogamos que si no puedes ayudarnos, por favor, no digas que nos hemos visto, de hacerlo nos buscarías un disgusto.
—Pero, ¿qué queréis de mí? —repetí impaciente.
—Zulema y yo, que me llamo Amina, somos hermanas y vivimos en esta casa —me explicó la que había tirado de mí y, señalando a la más pequeña, añadió—: ella es Morayma, una amiga a la que queremos mucho y deseamos ayudar.
—¿Qué te sucede? —le pregunté.
—A mí nada, es a mi padre. Esta mañana los soldados de tu señor padre le han apresado. Él no ha hecho nada y te pido que intercedas para que tu señor padre le deje en libertad. En su ausencia soy yo quien tiene que cuidar de mis dos hermanos pequeños. Nuestra madre ha muerto hace un año.
Confieso que me conmoví. ¿Qué habría hecho yo si me encontrara en una situación como la de Morayma? Decidí hablar con mi padre, no obstante, a ella le dije:
—Pero si no ha hecho nada, ¿por qué le han detenido?
—Pasaba cerca del lugar donde asesinaron al alguacil y creyeron que él había participado en los enfrentamientos.
No sabía de qué me estaba hablando. Entonces me contaron que el día anterior un alguacil había subido al Albayzín para prender a un delincuente y había sido asesinado por un grupo de mudéjares. Este grave incidente había provocado la sublevación del barrio. Los altercados se habían sucedido a lo largo de todo el día.
Meses más tarde me enteré de que aquél había sido el detonante de muchos de los problemas futuros para la convivencia entre los cristianos y los moriscos granadinos y uno de los momentos más complicados a los que hubo de enfrentarse mi padre como capitán general y que mi hermana tenía razón cuando decía que nos había entregado a nosotros, su familia, como rehenes. Dejaba en poder de los rebeldes a las personas que más quería, lo hacía para garantizarles que su palabra era firme y que sólo se castigaría a los culpables de la revuelta, en la que habían muerto varias personas.
Yo no imaginaba lo difícil que podía resultar la existencia fuera de los muros de la Alhambra. El encuentro con Morayma y las otras niñas fue el comienzo de una relación, esporádica al principio, pero que sirvió para abrirme los ojos ante una realidad totalmente desconocida para mí. Yo me sentía orgullosa de mi linaje, de pertenecer al bando de los vencedores, de mi cristianismo, de mi fe, pero aquel contacto infantil fue decisivo para conocer las dificultades de los otros. Los días que permanecimos en el Albayzín descubrí lo que significaba la libertad y supe que siempre estaría dispuesta a luchar por ella.
Cuando Morayma, Zulema y Amina pidieron autorización para verme en la Alhambra, habían pasado varios meses desde los sucesos del Albayzín. Querían darme las gracias por el resultado de las gestiones ante mi padre y por haber guardado el secreto de nuestro encuentro.
—La verdad es que nada tenéis que agradecerme. Tu padre, Morayma, quedó en libertad porque nada había hecho. Si hubiese sido culpable, por mucho que yo le hubiese rogado a mi padre, nada habría conseguido, pues el «Gran Tendilla» —dije con orgullo— es un hombre justo.
—Sí, pero si tú no te hubieras interesado por mi padre —me replicó Morayma—, es posible que nadie se hubiese preocupado por conocer a fondo su participación en los sucesos.
Las tres se mostraban más alegres que la primera vez que nos habíamos visto. Me contaron que ya eran cristianas. Habían recibido el bautismo junto con los miembros de sus familias, porque después de los incidentes del Albayzín, todos los mudéjares de aquel barrio, afortunadamente, decidieron abrazar la religión católica.
—Cientos de personas recibimos juntas el bautismo. Yo sentí en la cara el contacto del agua bendita —me contó Amina—, aunque otras, como Morayma, se ocultaron tras el velo para que no les tocara.
Morayma bajó los ojos tímidamente y permaneció callada. No di ninguna importancia a su comportamiento, aunque años más tarde ella sí recordaría aquel momento en un deseo de sincerarse conmigo. Noté que Zahía, mi esclava, mientras nos servía unos dulces, hechos por ella exclusivamente para mí, y algunas frutas, observaba con cierta curiosidad a Morayma, que no pudo reprimir su impulso de acercarse la primera a la bandeja.
—Se nota —dijo Morayma con orgullo mientras saboreaba un pastel— que tu esclava conoce nuestra cocina. Nadie hace los khabis como nosotras, las moras del Albayzín.
Zahía la miró sonriente y supe por su expresión que aquella niña le gustaba.
¡Qué suerte he tenido al poder contar con Zahía! Nunca se ha separado de mi lado y sé que me quiere más que a sí misma. A veces me pregunto qué habría sido de mí sin sus cuidados. Hubo un tiempo, cuando intenté que Morayma entrara a trabajar en el palacio de mi padre, en que Zahía se sintió un poco celosa. Temía que la joven pudiera desplazarla del lugar que ocupaba a mi lado.
Cuando sus hermanos dejaron de necesitar a Morayma, yo le propuse —después de conseguir autorización de mi padre—, que aceptara incorporarse al personal que trabajaba con nosotros. Su misión era la de dedicarse a mí. Lo cierto es que desde el primer encuentro en el Albayzín, nuestra amistad había ido creciendo al mismo tiempo que nosotras y consideraba a Morayma mi mejor amiga, de ahí mi solicitud para que se viniera a vivir a la Alhambra. Confiaba en darle una alegría, pero, pese a lo que yo esperaba, rechazó mi ofrecimiento.
—No puedo entender tu desprecio —me dolí—, creí que me querías.
—Y no te equivocas. No debes dudar nunca de mi cariño, María —afirmó ella.
—Entonces, ¿por qué no aceptas?
—Pertenecemos a mundos diferentes y a mí me gusta el mío, además hay mucha gente que me necesita y a la que no puedo ni quiero fallar.
—No te impediré visitar a quien quieras, pero tú no eres una joven como las otras que viven en el Albayzín. Tú sabes leer y escribir, eres una mujer culta.
—Es verdad, leo en árabe y en castellano, pero no en latín ni en griego.
—Ahora puedes aprender —le respondí animándola.
—Sí, tal vez lo haga, pero María, nuestra amistad se fundamenta en la sinceridad y ha llegado el momento de que te abra mi corazón. Sé que puedo ofenderte, mas debo decírtelo: sigo creyendo en Alá. Para mí no existe más Dios que él.
—Pero estás bautizada, ¿cómo te atreves a decir semejante barbaridad?
—Fui obligada, igual que los demás, a bautizarnos en masa, por aspersión. Yo no quería recibir el bautismo de esa forma. Por ello evité el contacto del agua. Desde entonces intento profundizar en el sufismo y ser fiel seguidora del mismo.
Yo sabía que dentro de la religión islámica el sufismo era una tendencia espiritual profunda.
—Pero Morayma, ¿no es demasiado misticismo para ti?
—No lo creo, y puedo asegurarte, María, que igual que los antiguos musulmanes granadinos se refugiaban en el fervor sufí para intentar dominar todas las calamidades que les sobrevenían en Al Ándalus, yo también encuentro consuelo.
—¿Y no sería mejor que te decidieras a abrazar el cristianismo de forma voluntaria?
—La verdad es que unos meses antes de que se produjeran los altercados del Albayzín —quiso aclararme Morayma—, yo asistía a los encuentros organizados por el arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, que, para mí, era un hombre santo. Él quería que nos convirtiéramos de verdad y no nos obligaba a ello, incluso aprendió árabe para adoctrinarnos y convencernos de que la religión católica sería la solución a muchos de nuestros males.
—¿Y qué pasó?
—Que Jiménez de Cisneros llegó a Granada y era partidario de métodos más eficaces. Deseaba mejores y más rápidos resultados. Cisneros, seguro que de acuerdo con los Reyes, aprovechó los disturbios del Albayzín para acusarnos de violar las Capitulaciones y de que, por lo tanto, con nuestra actitud, nos habíamos privado de forma voluntaria de todos los derechos contemplados en las mismas. A partir de aquel momento se nos obligó a elegir entre bautismo o expulsión. Sólo en Granada fueron bautizados más de cincuenta mil mudéjares.
—¿Y tú por qué te niegas a ser una más?
—No puedo aceptar una fe impuesta por la fuerza. La verdad, María, no os entiendo a los cristianos, ¿qué valor tiene para vosotros la fe?
—Probablemente el mismo valor que para ti. Y existe un pequeño matiz en tu reflexión —le dije muy seria—, nosotros no obligamos, damos la opción de elegir.
Morayma estaba como ausente y tuve la sensación de que no me escuchaba, pues siguió lamentándose:
—Es horrible ver nuestras mezquitas convertidas en iglesias, y cuando recuerdo los libros que por estar escritos en árabe han sido destinados a la hoguera, siento que algo dentro de mí se subleva. ¿Con qué derecho me privan de semejantes tesoros? ¿Cómo voy a creer en un Dios en el nombre del cual se cometen tamañas barbaridades?
La escuchaba sobrecogida. Mi mejor amiga se confesaba musulmana y yo no la apartaba de mi lado para denunciarla inmediatamente, sino que trataba de entender su dolor y valoraba su sinceridad conmigo. Mirándola fijamente le dije:
—No debes despreciar a mi Dios, Morayma. ¿No estabas dispuesta a conocerlo de la mano de Hernando de Talavera? Piensa que tanto en tu religión como en la mía existen personas que, tal vez por exceso de celo, interpretan erróneamente los caminos de la fe. En cuanto a lo que me dices de vuestras mezquitas, ¿consideras que es mejor conservarlas y darles otro destino o arrasarlas como probablemente haríais vosotros de cambiarse los papeles?
—La verdad es que no lo sé —contestó muy pensativa—. Es todo tan complicado.
No quería verla triste, y con cariño le aseguré que yo guardaría su secreto.
—Nadie que tú no quieras, Morayma, conocerá tus verdaderas creencias. Pero, ¿no te parece que donde mejor puedes permanecer libre de cualquier sospecha es a mi lado, en la casa del capitán general de Granada?
—Te lo agradezco, pero no sería ético utilizar la hospitalidad que me ofreces y seguir ayudando a otros que, como yo, no quieren renunciar a su auténtica fe. Podría buscarte complicaciones y eso jamás me lo perdonaría.
Mi amiga no sólo incumplía la ley, sino que ayudaba a otros para que hicieran lo mismo. Era una forma, según me confesó, de no sentirse cobarde. Había acatado la decisión paterna de aceptar el bautismo, aunque hubiese preferido abandonar su casa y su tierra antes que abjurar de la fe en la que creía. Admiraba el comportamiento de los judíos que se habían marchado para seguir siendo ellos mismos.
Aquel día nuestra amistad se reforzó con potentes lazos que ni el tiempo ni nadie podría nunca destruir. Morayma me mantuvo al tanto de los problemas de su gente. En largas conversaciones, supe por qué en aquel tiempo empezaban a incumplirse las Capitulaciones que estaban en vigor desde 1492. Unas Capitulaciones sin duda excesivamente generosas para los mahometanos, teniendo en cuenta que ellos eran los vencidos. Aunque es posible que los Reyes, en su afán por terminar la contienda, decidieran hacerlo de esa forma con la intención de ir sometiéndolas a cambios posteriores y adaptándolas según las necesidades para conseguir una buena convivencia, convivencia en la que habían comenzado a surgir problemas. Recuerdo que Morayma me ponía el ejemplo de un primo suyo que, en los primeros meses después de instalarse los cristianos en la Alhambra, decidió recibir el bautismo. Lo había hecho de forma voluntaria y totalmente convencido de que aquélla era la religión verdadera. En su familia lo aceptaron, pero, según me explicó Morayma:
—Él no se había percatado de que con aquella decisión había perdido todos los derechos a la hacienda familiar, porque la ley coránica no autoriza la transmisión de bienes por herencia entre individuos de diferente credo religioso.
—¿Y qué hizo?
—Protestar ante las autoridades, que reaccionaron disponiendo que no se respetaran tales vetos, lo que suponía una violación de las Capitulaciones, en las que se aseguraba que mantendríamos nuestras leyes.
Otro de los temas que a Morayma le preocupaba era el de la presencia de colonos cristianos llegados de todas partes de la Península y el distinto trato dado a los recién llegados. Mi amiga consideraba que a los mudéjares les daban facilidades para irse porque así se podían comprar sus propiedades a bajo precio. Curiosamente, aquellos mudéjares que deseaban quedarse y ampliar sus propiedades en la ciudad de Granada tenían prohibido adquirir tierras o casas. Podían vender, pero no comprar.
Morayma despertó en mi conciencia el interés por los demás. A pesar de que la vida nos ha hecho caminar por senderos distintos, siempre nos hemos mantenido muy cerca la una de la otra. Aunque ahora hace bastante que no sé nada de ella. El correo tarda una eternidad en llegar y yo tengo que tener sumo cuidado. Ninguno de los miembros de mi familia me ha contestado en los últimos meses. Me gustaría muchísimo volver a encontrarme con Morayma, pero es posible que nunca volvamos a vernos. Fuimos tan felices en Granada. A su lado recordaría nuestras andanzas con mi hermano pequeño, Diego, cuando nos escapábamos al patio de la Alberca para que Morayma nos tradujera los versos de Ibn Zamrak:
Jardín yo soy que la belleza adorna:
sabrás mi ser si mí hermosura miras.
Obra sublime, la Fortuna quiere
que a todo el mundo sobrepase.
¡Cuánto recreo aquí para los ojos!
Parece imposible que a pesar del tiempo transcurrido aún me acuerde de algunas estrofas. Mi hermano Diego adoraba la poesía y componía versos para nosotras. Nos gustaba soñar juntos… Él conocía la vida de muchos de los personajes que habían desarrollado su existencia en aquellos hermosos palacios. Fue él quien, recorriendo un día la torre de la Cautiva, nos habló del amor que una hermosa y joven esclava cristiana, Isabel de Solís —encerrada en aquella torre—, despertó en el sultán Muley Hacén, el padre de Boabdil, que no dudó en repudiar a su esposa, la princesa Aixa, llamada La Horra, y declarar sultana a su amada Isabel, a la que puso por nombre Zoraya, que en árabe quiere decir «lucero de la mañana».
De todos mis hermanos, tal vez por ser el pequeño, Diego era mi preferido. Siempre estuvimos muy unidos. Con Luis, el mayor, nunca me llevé bien. A mi hermana María, la condesa de Monteagudo, unos cuantos años mayor que yo, enseguida la casaron y no pudimos compartir las vivencias juveniles, aunque nos queremos mucho. Ella y mi cuñado Gutierre fueron quienes hicieron posible mi huida de Toledo. Francisco, otro de mis hermanos, pronto decidió hacerse sacerdote y aunque le quiero mucho nuestras vidas también se separaron. Lo mismo me sucedió con mis otros dos hermanos varones, Bernardino y Antonio. Isabel, mi hermana pequeña, no llegó a hacerse mayor. Dios se la llevó siendo casi una niña. Siempre me ha sorprendido comprobar lo distintos que éramos todos siendo hijos de los mismos padres. Sólo con Diego compartía aficiones; sólo Diego ha venido a verme al exilio. Él fue quien me recomendó que escribiera un diario, una especie de memoria de lo que había sido mi vida. Ya lo he terminado y me gustaría contarle que tenía razón. Después de escribirlo me siento mucho mejor.
Me atrae mirar el Duero porque soy castellana como él. Anhelo noticias de mi tierra y me consuela estar cerca de este largo y caudaloso río, porque en el fondo aliento la esperanza de que algún día sea portador de buenas nuevas. A menudo, cuando la melancolía da paso al desánimo, tengo el presentimiento de que mi vida puede guardar similitud con la suya y que el final de mi trayecto, como el de él, se producirá en esta hermosa y acogedora ciudad portuguesa. La verdad es que no me importaría mucho, aunque tal vez mi familia solucione esta situación y pueda un día regresar. Sin embargo, el nieto de los Reyes Católicos, el nieto de doña Isabel y de don Fernando, es demasiado orgulloso y no creo que nadie consiga nunca hacerle dominar el odio que siente por mí.
Empiezo a notar un poco de frío. Zahía estará a punto de venir a buscarme. Si no me sintiera tan débil, intentaría regresar yo sola a casa.