Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena actividad. Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante. Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.
—¡El viento ha cambiado! —gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de la pequeña canoa—. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no os va a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! —añadió alegremente, dándole por una vez la pronunciación francesa al nombre—. ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y provisiones para dos días, era solo un punto confuso balanceándose en la lejanía, rumbo al este.
La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas del bosque y resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el lago. Los somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el viento espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas interminables y apretadas de los arbustos desolados que cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre, que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas heladas de la Bahía de Hudson.
Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se embriagaba con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor, entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el «guía» y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el «señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado.
No se le ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el «señor» y se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe», como se dio el caso invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante doce millas con viento de proa. Él solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por completo.
Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter, aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje —la primera vez que salía de su pequeña Escocia natal—, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces como inmutable y sagrada.
Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por tierra, después, habían constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá incluso de la orla de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto de placer y pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y él, contra una muchedumbre… o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le hacía sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas y que solo puede calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia. Se daba cuenta de su total desamparo. Solo Défago, como símbolo de una civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba con entera despreocupación:
—Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente estas señales. Después cruza el lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante, con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos, acertó a expresar las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La canoa —otro símbolo del poder del hombre— debía dejarse atrás. Aquellas muescas amarillentas, cortadas a golpes de hacha sobre los árboles, eran las únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas, sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que estaban en el límite del bosque.
Ante ellos se abría una vasta extensión de agua, moteada de innumerables islas cubiertas de pinos.
—El Lago de las Cincuenta Islas —anunció Défago con voz cansada—, ¡y el sol está metiendo en él su vieja cabeza pelada! —añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos, gracias a aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo de humo.
Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán durante la travesía, Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta «nada más» por los alrededores, en busca de señales de alce.
—Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos —dijo mientras se iba—, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.
Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta.
Solo unos pasos, y ya había desaparecido.
No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos, junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos derribados, de monstruosas proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella extensa comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por el incendio del año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas.
Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras. El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses de los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles. Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se extendía el escenario del Lago de las Cincuenta Islas, de las Cincuenta Islas, que era como una media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus raudales de fuego sobre las olas, y las islas —seguramente más cerca de las cien que de las cincuenta— flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada. Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en la borrosa luz del anochecer… a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que zarpaban rumbo a las estrellas…
El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y el fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente, se le ocurrió una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría… qué podría hacer yo si… si sucediera algo y no regresara?».
Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
—Défago —dijo—, estos bosques son… cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto… tranquilo, quiero decir… ¿no?
Con estas palabras tan solo daba expresión a su sentir del momento.
Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.
—Está usted en lo cierto, jefe —exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores—, es la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
—Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los primeros en avistar un alce.
—Si ellos fuesen en dirección oeste —observó Défago con desgana—, ahora estarían a cien kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y café.
Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma demasiado vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
—Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado —rogó—. Una de esas viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó la petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes, y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma que no producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de pie… olfateando el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el aire por las ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose rápidamente en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
—¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! —exclamó, levantándose y poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad—. ¿Qué es? ¿Acaso tiene miedo?…
Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.
El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.
—¿Qué es? —repitió alarmado—. ¿Siente el olor de algún alce? ¿O… o pasa algo? —acabó, bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida… y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante.
—Yo no he dicho que he oído… o he olido nada —dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada—. Solo quería echar una mirada alrededor… por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
—¿Tiene cerillas, jefe?
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
—Se me han quitado las ganas de cantar —explicó espontáneamente—. Esa clase de canciones me trae recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe?
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada —ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente— podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio… todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación… Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.
—¿En qué piensa usted? —preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
—En este momento estaba pensando en… en los bosques de juguete que tenemos allí —balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento— y los comparaba con todo esto —añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
—De todos modos, yo que usted no me reiría —exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson—. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás… Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible.
—¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente tranquilizador.
En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».
—Oiga, Simpson —exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire—, ¿no nota usted… no nota nada en el olor… nada de particular, quiero decir?
Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.
—Nada, aparte el olor a leña quemada —contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.
—Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún… ningún olor? —insistió el guía, mirándole por encima del resplandor—. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?
—No; desde luego que no —replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago se aclaró.
—¡Eso está bien! —exclamó con evidente alivio—. Me gusta oír eso.
—¿Y usted? —preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo hecho.
El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
—Creo que no —dijo, sin demasiada convicción—. Debe de haber sido la canción esa. Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como este, cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.
—¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? —preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo —o más bien que susurró, porque su voz sonó muy baja—, fue:
—No es nada… nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más… Una especie de animal que vive por allá —sacudió la cabeza hacia el norte—, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree… ¡Eso es todo!
—Una superstición de los bosques —comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo—. ¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al amanecer!…
El guía iba pisándole los talones.
—Ya voy, ya voy —dijo.
Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en un clavo del palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la tienda entera tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus lechos de ramas de bálsamo. En el interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también otra sombra que no era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud profunda y única del bosque primitivo, en la que nada se movía… y en la cual la noche adquiría una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas… Después, el sueño se apoderó de él.