El consejo de la Piedra Blanca.
Un personaje importante.
El Consejo de la Piedra Blanca se reunió el día veintiocho de diciembre, día que en Solamnia llamaban el día de la Carestía, porque se conmemoraba el sufrimiento de los hombres durante el primer invierno que siguió al Cataclismo. El comandante Gunthar creyó oportuno celebrar la reunión del Consejo en esa fecha, que se caracterizaba por el ayuno y la meditación.
Hacía más de un mes que el ejército había partido en dirección a Palanthas. Las nuevas que Gunthar había recibido de la ciudad no eran buenas. Precisamente, en la madrugada del día veintiocho había llegado un informe. Tras leerlo dos veces, Gunthar suspiró profundamente, frunció el entrecejo y se guardó el papel en el cinturón.
El Consejo de la Piedra Blanca se había reunido ya una vez no hacía demasiado tiempo; dicha asamblea se había convocado debido a la llegada de los refugiados elfos a Ergoth del Sur y a la aparición de los ejércitos de los Dragones en el norte de Solamnia. Aquella reunión del Consejo, no obstante, se había planeado varios meses antes, por lo que todos los miembros —tanto los que podían votar como los consultivos estaban representados. Los primeros incluían a los Caballeros de Solamnia, los gnomos, los Enanos de las Colinas, los marinos de piel oscura de Ergoth del Norte, y una representación de los exiliados solámnicos que vivían en Sancrist. Los consultivos eran los elfos, los Enanos de las Montañas y los kenders. Estos miembros eran invitados para que expresasen sus opiniones, pero no se les permitía votar.
De todas formas la primera reunión del Consejo no había ido muy bien. Algunas de las viejas enemistades y animosidades existentes entre las razas representadas, habían salido a luz. Arman Kharas, representante de los Enanos de la Montaña, y Duncan Hammerrock, representante de los Enanos de la Colinas, tuvieron que ser físicamente separados o hubiera vuelto a correr la sangre de las viejas enemistades. Alhana Starbreeze, representante de los elfos de Silvanesti en ausencia de su padre, se negó a pronunciar palabra durante toda la sesión. Alhana había acudido sólo porque también lo había hecho Porthios, en representación de los elfos de Qualinesti. Temía una alianza entre los Qualinesti y los humanos, y estaba decidida a evitarla.
Alhana no debiera haberse preocupado. La desconfianza entre los humanos y los elfos era tal, que sólo se hablaban los unos a los otros por educación. Ni siquiera el apasionado discurso de Gunthar en el que había declarado: «¡Nuestra unión comienza la paz; nuestra división acaba con la esperanza!», había hecho mella alguna.
La respuesta de Porthios a las palabras de Gunthar fue culpar a los humanos de la reaparición de los dragones. Por tanto, los humanos debían librarse ellos mismos del desastre. Poco después de que Porthios hubiera expresado claramente su opinión, Alhana se levantó altivamente y se marchó, manifestando así cuál era la postura de los Silvanesti.
El señor de los Enanos de la Montaña, Arman Kharas, había declarado que su gente estaría dispuesta a colaborar, pero que no podían unirse hasta que fuera hallado el Mazo de Kharas. En esas fechas nadie sabía que los compañeros pronto entregarían el Mazo, por lo que Gunthar se vio obligado a prescindir también de la ayuda de los enanos. En realidad, la única persona que ofreció su ayuda fue Kronin Thistleknott, jefe de los kenders. Ya que lo último que un país deseaba era la «ayuda» de un ejército de kenders, este gesto fue recibido con sonrisas educadas, mientras los miembros intercambiaban miradas de horror a la espalda de Kronin.
Por tanto el primer Consejo se disolvió sin que se hubieran tomado demasiadas resoluciones.
Gunthar tenía depositadas más esperanzas en esta segunda reunión del Consejo. Desde luego el descubrimiento del Orbe de los Dragones hacía que las expectativas fueran mejores. Los representantes de las dos familias de elfos ya habían llegado. Entre ellos se hallaba el Orador de los Soles, quien había traído consigo a un humano que se declaraba clérigo de Paladine. Sturm le había hablado mucho a Gunthar de Elistan, por lo que el comandante tenía muchas ganas de conocerlo. Gunthar no estaba seguro de quién representaría a los Silvanesti. Suponía que sería el elfo noble que había sido declarado regente tras la misteriosa desaparición de Alhana Starbreeze.
Los elfos habían llegado a Sancrist dos días antes. Habían instalado sus campamentos en los campos, y sus banderas de alegres colores ondeaban en brillante contraste con aquel cielo gris y tormentoso. Aparte de los caballeros serían los únicos en asistir al Consejo. No había habido tiempo de enviar un mensaje a los Enanos de las Montañas y, según las noticias, los Enanos de las Colinas se hallaban luchando contra los ejércitos de los dragones, por lo que ningún mensajero había podido llegar hasta ellos.
Gunthar confiaba que esta reunión uniría a los humanos y a los elfos en una gran lucha en la que se conseguiría expulsar a los dragones de Ansalon. Pero sus esperanzas se vieron frustradas antes de que la reunión comenzara.
Tras examinar el comunicado de los ejércitos en Palanthas, Gunthar salió de su tienda dispuesto a hacer una última ronda por la Explanada de la Piedra Blanca, para cerciorarse de que todo estuviera en orden. Pero de pronto su criado, Wills, llegó corriendo hasta él.
—Señor, debéis regresar inmediatamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gunthar, pero al viejo criado le faltaba el aliento, por lo que no pudo responderle.
Lanzando un suspiro, Gunthar regresó a su tienda, donde encontró al comandante Michael, ataviado con cota de mallas y paseando nerviosamente de un lado a otro.
—¿Qué sucede? —preguntó Gunthar, con el corazón encogido al ver la preocupada expresión del joven comandante.
Michael agarró a Gunthar del brazo.
—Señor, hemos recibido noticias de que los elfos piensan exigir la devolución del Orbe de los Dragones. Si no se lo devolvemos, ¡están dispuestos a declararnos la guerra para recuperarlo!
—¿Qué…? ¡La guerra! ¡Contra nosotros! ¡Eso es ridículo! No pueden… ¿Estás seguro? ¿Es fiable esa información?
—Sí, me temo que totalmente, comandante Gunthar —afirmó el personaje que acompañaba al comandante Michael.
—Señor, os presento a Elistan, clérigo de Paladine —dijo Michael—. Os pido perdón por no habéroslo presentado antes, pero desde que Elistan me comunicó las nuevas, tengo, la mente completamente alterada.
—He oído hablar mucho de vos, señor —aseguró el comandante Gunthar extendiendo una mano.
Los ojos del caballero examinaron a Elistan con curiosidad. Gunthar no sabía qué había esperado encontrar en alguien que decía ser clérigo de Paladine —tal vez a un esteta de vista cansada, pálido y enjuto debido a las horas dedicadas al estudio. Gunthar no estaba preparado para encontrarse con aquel hombre alto y fuerte, que bien pudiera haber batallado al lado de sus mejores guerreros. De… su cuello pendía el antiguo símbolo de Paladine, un medallón de platino en el que había grabado un dragón.
Gunthar repasó mentalmente todo lo que le había oído decir a Sturm referente a Elistan, incluyendo la intención del clérigo de intentar convencer a los elfos para que se unieran a los humanos. Elistan sonrió fatigosamente, como si conociera todos los pensamientos que atravesaban la mente de Gunthar.
—Sí, he fallado —admitió Elistan—. Todo lo que pude hacer fue persuadirlos para que asistieran a la reunión del Consejo, y me temo que únicamente hayan venido para daros un ultimátum: devolverles el orbe o luchar para retenerlo.
Gunthar se hundió en una silla, haciendo un débil gesto con la mano para que Michael y Elistan tomaran asiento. Sobre la mesa, ante él, había varios mapas de Ansalon, en los que unas sombras oscuras mostraban el insidioso avance de los ejércitos de los dragones. La mirada de Gunthar descansó sobre los mapas, pero el caballero, de pronto, los arrojó todos al suelo.
—¡Tal vez sería mejor que abandonáramos ahora mismo! —gritó indignado—. Que les enviáramos un mensaje a los Señores de los Dragones: «No os molestéis en venir a destrozarnos. Nos las estamos arreglando bastante bien nosotros mismos…».
Irritado, dejó sobre la mesa el informe que había recibido aquella misma mañana.
—¡Mirad! Esto ha llegado de Palanthas. Los ciudadanos han insistido en que los caballeros abandonen la ciudad. Los palanthianos han decidido negociar con los Señores de los Dragones, y la presencia de aquéllos «amenaza gravemente su postura». Se niegan a prestamos ninguna ayuda. ¡Por tanto todo un ejército de mil palanthianos está ocioso!
—¿Cuáles son los planes del comandante Derek, señor? —preguntó Michael.
—Él, los caballeros y un millar de hombres de a pie, refugiados de las tierras ocupadas de Throty, están fortificando la torre del Sumo Sacerdote, al sur de Palanthas. Esa torre salvaguarda el único paso que existe para cruzar las montañas Vingaard. Así protegeremos Palanthas durante un tiempo, aunque si los ejércitos de los dragones logran atravesarlo… ¡Maldita sea! —susurró golpeando la mesa con el puño—. ¡Podríamos disponer de dos mil hombres para bloquear ese paso! ¡Esos locos! ¡Y ahora esto! —dijo haciendo un gesto en dirección al campamento de los elfos.
Gunthar suspiró, dejando caer la cabeza sobre las manos.
—Bien, y vos ¿qué aconsejáis, clérigo?
Elistan se quedó callado durante unos instantes antes de responder.
—En los Discos de Mishakal está escrito que el mal, por su propia naturaleza, siempre se vuelve contra sí mismo. Por tanto, se derrota a sí mismo. No sé lo que puede ocurrir en esta reunión del Consejo, mis dioses lo han mantenido en secreto. Pudiera ser que ni ellos mismos lo sepan; que el futuro del mundo descanse sobre una balanza, y que lo que aquí se decida sea lo que lo determine. Lo que sí sé es esto: No entréis en esa reunión con la derrota en vuestro corazón, ya que ésa sería la primera victoria del mal.
Tras decir esto, Elistan se puso en pie y salió en silencio de la tienda.
Cuando el clérigo se hubo retirado, Gunthar se quedó sentado en silencio. En realidad, parecía que el mundo entero estuviera en silencio. Durante la noche el viento había dejado de soplar. Las nubes tormentosas eran bajas y pesadas, y amortiguaban los sonidos de tal forma que hasta las trompetas, que anunciaban el amanecer, habían sonado bajas y desentonadas aquella mañana.
Gunthar alzó la cabeza y se restregó los ojos.
—¿Qué opinas?
—¿De qué? ¿De los elfos?
—No. De ese clérigo.
—Desde luego no es como había esperado —contestó Michael—. Responde más a las historias que hemos oído sobre los clérigos de la Antigüedad, los que guiaron a los caballeros durante la época anterior al Cataclismo. No se parece en nada a esos charlatanes que tenemos ahora. Elistan es un hombre que estaría a tu lado en el campo de batalla, invocando la bendición de Paladine con una mano, mientras que con la otra empuñaría su espada. Nadie había visto el medallón que lleva desde que los dioses nos abandonaron. Pero ¿es un clérigo verdadero? —Michael se encogió de hombros—. Preciso más que un medallón para convencerme.
—Estoy de acuerdo contigo. —Gunthar se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a la entrada de la tienda—. Bueno, es casi la hora. Quédate aquí, Michael, por si acaso llega algún otro comunicado. Es extraño, amigo mío… Nuestra gente siempre ha confiado en los dioses, somos gente de fe y, sin embargo, siempre hemos desconfiado de la magia. En cambio ahora buscamos la magia para poder confiar, y cuando se nos presenta una oportunidad de renovar nuestra fe, nos la cuestionamos.
El comandante Michael no respondió. Gunthar sacudió la cabeza y, todavía pensativo, salió en dirección a la explanada de la Piedra Blanca.
Tal como Gunthar había dicho, los solámnicos siempre habían sido fieles seguidores de los dioses. Tiempo atrás, antes del Cataclismo, la explanada de la Piedra Blanca había sido uno de los lugares sagrados de adoración. El fenómeno de la roca blanca había atraído la atención de los curiosos. El propio Sumo Sacerdote de Istar había bendecido la inmensa piedra que se alzaba en medio de un claro perpetuamente verde, declarándola piedra sagrada y prohibiendo a todo el mundo que la tocara.
Incluso después del Cataclismo, cuando la fe en los antiguos dioses había fenecido, la explanada continuó siendo un lugar sagrado. Seguramente esto era así porque el Cataclismo ni siquiera lo había afectado. La leyenda sostenía que cuando la montaña ígnea había caído del cielo, la tierra que rodeaba la Piedra Blanca se había resquebrajado y partido, pero ésta se había mantenido intacta.
La imagen de la gigantesca roca era tan impresionante, que nadie había osado nunca acercarse a ella o tocarla, ni siquiera ahora. Nadie sabía tampoco cuál era el extraño poder que poseía. Lo único que sabían era que la atmósfera que rodeaba a la Piedra Blanca era siempre cálida y primaveral. No importaba lo crudo que fuera el invierno, la hierba de la explanada de la Piedra Blanca estaba siempre verde.
Aunque su corazón estuviera agitado, al pisar aquel lugar y respirar el aire cálido y fragante, Gunthar se relajó. Por un instante, volvió a sentir el amistoso apretón de manos de Elistan, que le había infundido un sentimiento de paz interna.
Echando un rápido vistazo a su alrededor, comprobó que todo estaba dispuesto. Sobre la hierba se habían colocado unas inmensas sillas de madera con el respaldo labrado. Al lado izquierdo de la Piedra Blanca se habían situado cinco, para los miembros votantes del Consejo, y al lado derecho, se habían colocado tres para los miembros consultivos. Frente a la Piedra Blanca y los asientos destinados a los miembros del Consejo, había unos bancos para los testigos que debían asistir al acto, tal como requería la Medida.
Algunos de los testigos ya habían comenzado a llegar. Muchos de los elfos que viajaban con el Orador y con el representante de los Silvanesti estaban ocupando sus puestos. Las dos razas de elfos enemistadas se sentaron la una al lado de la otra, separados de los humanos, los cuales también habían empezado a instalarse. Todo el mundo guardaba silencio, algunos en memoria del día de la Carestía; otros, como los gnomos, que no celebraban esa fecha, impresionados por la ceremonia. Los asientos de la primera fila estaban reservados para los invitados de honor, o para aquéllos con licencia para hablar ante el Consejo.
Gunthar vio llegar al circunspecto hijo del Orador, Porthios, con una comitiva de guerreros elfos. El caballero se preguntó dónde estaría Elistan. Pretendía rogarle que hablara. Aunque cabía la posibilidad de que fuera un charlatán, sus palabras le habían impresionado y esperaba que las repitiera.
Mientras esperaba en vano a Elistan, vio entrar también a tres extraños personajes que tomaron asiento en primera fila: se trataba del anciano mago con su arrugado y amorfo sombrero, su amigo el kender, y un gnomo que había llegado con ellos del monte Noimporta. Los tres habían regresado de su viaje la noche anterior.
Gunthar dirigió, de nuevo, su atención hacia la Piedra Blanca. Los miembros consultivos del Consejo estaban entrando. Sólo había dos, Quinath en nombre de los Silvanesti, y el Orador de los Soles en el de los Qualinesti. Gunthar miró al Orador con curiosidad, ya que sabía que era uno de los únicos seres de Krynn capaz de rememorar los horrores del Cataclismo.
El Orador había envejecido mucho. Tenía los cabellos grises y el rostro demacrado. No obstante, cuando tomó asiento y volvió su mirada a los testigos, Gunthar se fijó en que los ojos del elfo eran todavía luminosos y brillantes. Gunthar consideraba a Quinath, que estaba sentado al lado del Orador, tan arrogante y orgulloso como Porthios, pero falto de la inteligencia que poseía este último.
Por lo que respecta a Porthios, Gunthar pensó que probablemente el hijo mayor del Orador de los Soles llegara a gustarle. Porthios tenía todas las cualidades que los caballeros admiraban, excepto una, su carácter impulsivo.
Tuvo que interrumpir sus cavilaciones, ya que había llegado la hora de que entraran los miembros votantes del Consejo, y él mismo debía tomar asiento. Primero llegó Mir Kansohn, de Ergoth del Norte, un fornido hombre de piel oscura, con cabellos de color acero y brazos de gigante. Le siguió Serdin MarThasal, en representación de los exiliados de Sancrist, y finalmente el Comandante Gunthar, Caballero de Solamnia.
Una vez sentado, Gunthar volvió a echar un vistazo a su alrededor. La inmensa Piedra Blanca relucía tras él proyectando su particular reflejo, ya que esa mañana no brillaba el sol. Al otro lado de la Piedra Blanca estaban sentados el Orador y Quinath. Frente al Consejo estaban los testigos. El kender se había sentado dócilmente y balanceaba sus cortas piernecillas que, debido a la altura del banco, no le llegaban al suelo. El gnomo revolvía algo que parecía ser un montón de papeles; Gunthar se estremeció y deseó haber tenido más tiempo para disponer de un informe más exhaustivo. El anciano mago bostezaba y se rascaba la cabeza, mirando a su alrededor con aire ausente.
A una señal de Gunthar entraron dos caballeros que llevaban una base dorada y un arcón de madera. Mientras los asistentes contemplaban la llegada del Orbe de los Dragones, se hizo un silencio mortal.
Los caballeros se detuvieron frente a la Piedra Blanca. Una vez allí, uno de ellos colocó sobre el suelo la base dorada. El otro depositó el arcón, lo abrió, y sacó cuidadosamente el Orbe, que volvía a tener su tamaño original, más de dos pies de diámetro.
Se oyó un sonoro murmullo. El Orador de los Soles se agitó en su asiento, frunciendo el ceño. Su hijo Porthios se volvió para decirle algo a un elfo que estaba cerca suyo. Gunthar reparó en que todos los elfos iban armados. Por lo que él sabía del protocolo elfo, aquello no era muy buena señal.
No obstante no tenía otra opción que proceder. Llamando al orden a los asistentes, el comandante Gunthar Uth Wistan anunció:
—Declaro abierto el Consejo de la Piedra Blanca.
Dos minutos después, Tasslehoff tuvo la certeza de que las cosas se estaban complicando demasiado. El Orador de los Soles se había puesto en pie incluso antes de que el comandante Gunthar hubiera iniciado su discurso de bienvenida.
—Mis palabras serán breves —declaró el elfo con voz acerada—. Poco después de que el Orbe de los Dragones desapareciera de nuestro campamento, los Silvanesti, los Qualinesti y los Kalanesti nos reunimos en un consejo. Era la primera vez, desde las guerras de Kinslayer, que miembros de las tres comunidades nos encontrábamos juntos —tras hacer una pausa para enfatizar estas últimas palabras, prosiguió—. Hemos decidido dejar a un lado nuestras diferencias debido a nuestro perfecto acuerdo sobre la pertenencia de dicho objeto al territorio de los elfos; no debe estar en manos de los humanos ni de ninguna otra raza de Krynn. Por tanto, hemos venido ante el Consejo de la Piedra Blanca para solicitar que el Orbe nos sea entregado. En agradecimiento, garantizamos que será llevado a nuestras tierras y mantenido a salvo hasta el momento, si llegara, en que sea requerido para algún fin.
El Orador se sentó y sus ojos recorrieron la audiencia. Los otros miembros del Consejo, sentados al lado de Gunthar, sacudieron sus cabezas con expresión preocupada. El representante de los habitantes de Ergoth del Norte le susurró unas palabras al comandante Gunthar en un tono de voz irritado, cerrando el puño para enfatizar sus palabras.
Éste, tras escucharlo y asentir varias veces, se puso en pie para responder. Su discurso fue frío y sereno, en el mismo tono que el de los elfos. No obstante, entre líneas, decía que los caballeros preferían ver a los elfos en los Abismos antes que entregarles el Orbe de los Dragones.
El Orador, comprendiendo perfectamente el condenatorio mensaje que contenían las bellas frases, se alzó para responder. Sólo pronunció una frase, pero al oírla el grupo de testigos se puso inmediatamente en pie.
—Entonces, comandante Gunthar, los elfos declaramos que, a partir de ahora, ¡estamos en guerra!
Tanto los humanos como los elfos se abalanzaron hacia el Orbe de los Dragones, que descansaba sobre la base dorada. El blanquinoso remolino aún fluctuaba en su interior. Gunthar gritó pidiendo orden una y otra vez, golpeando la mesa con la empuñadura de su espada. El Orador pronunció unas secas palabras en elfo, mirando duramente a su hijo, Porthios. Finalmente se restableció el orden.
Pero la atmósfera era tan cortante como el viento que anticipa la tormenta. Se volvieron a cruzar agrias palabras entre Gunthar y el Orador. El representante de los habitantes de Ergoth del Norte perdió la paciencia e hizo varios comentarios hirientes sobre los elfos porque el elfo noble de los Silvanesti había conseguido irritarlo completamente con sus sarcásticas réplicas. Varios de los caballeros se marcharon, sólo para regresar minutos después armados hasta los dientes. Se situaron junto a Gunthar con las manos sobre sus armas. Los elfos, mandados por Porthios, se pusieron en pie y rodearon a sus propios jefes.
Gnosh, con su informe en la mano, comenzó a comprender que no se le iba a pedir que lo expusiera.
Tasslehoff miraba a su alrededor buscando desesperadamente a Elistan. Esperaba que el clérigo apareciera. Elistan conseguiría serenar a esa gente. O tal vez Laurana. ¿Dónde estaría? Los elfos le habían dicho fríamente que no habían recibido noticias de sus amigos. Ella y su hermano parecían haber desaparecido en la espesura.
«No debería haberles dejado. No debería estar aquí. ¿Por qué me habrá traído ese viejo mago chalado? ¡Yo no sirvo para nada! Fizban tal vez pudiera hacer algo», pensaba el apurado kender.
Tas miró esperanzado al mago, ¡pero Fizban estaba profundamente dormido!
—¡Por favor, despierta! —le rogó Tas, sacudiéndolo ¡Alguien tiene que hacer algo!
En ese momento oyó gritar a Gunthar.
—¡El Orbe de los Dragones no es vuestro por derecho! ¡La princesa Laurana y los demás se disponían a traérnoslo a nosotros cuando su barco naufragó! Intentasteis mantenerlo en Ergoth del Sur a la fuerza, y vuestra propia hija…
—¡No mencionéis a mi hija! —dijo el Orador con voz profunda—. Yo no tengo ninguna hija.
Algo se rompió en el interior de Tasslehoff. Recordó a Laurana luchando desesperadamente contra el maligno hechicero que vigilaba el Orbe, peleando contra los draconianos, disparando sus flechas contra el dragón blanco, cuidándole tiernamente a él mismo cuando había estado tan cerca de la muerte. Ser negada por su propia gente cuando estaba realizando tal esfuerzo para salvarles, cuando había sacrificado tanto…
—¡Deteneos! —se oyó gritar Tasslehoff—. ¡Deteneos inmediatamente y escuchadme!
Ante su sorpresa vio que todos habían dejado de hablar y …le miraban.
Ahora que disponía de audiencia, Tas se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué podía decirles a esa gente tan importante. Pero sabía que tenía que decir algo. «Después de todo es culpa mía, puesto que yo les puse en la pista de esos malditos orbes al leerlo en los libros…», pensó. Tragando saliva, bajó del banco y avanzó hacia la Piedra Blanca y hacia los dos grupos hostiles que la circulaban. Por el rabillo del ojo le pareció ver a Fizban sonriendo.
—Yo… yo —el kender titubeó, preguntándose qué podía decir. De pronto le vino una súbita inspiración…
—Solicito el derecho de representar a mi gente — dijo, Tasslehoff con orgullo y tomar mi lugar en el consejo consultivo.
Apartando de un manotazo su coleta de color castaño, el kender se situó justo frente al Orbe. Al alzar la mirada podía ver la Piedra Blanca elevándose sobre éste y sobre él mismo. Tas contempló la piedra, estremecido, y, rápidamente, volvió su mirada hacia Gunthar y hacia el Orador de los Soles.
En ese momento Tasslehoff supo lo que debía hacer. Comenzó a temblar de temor. El, Tasslehoff Burrfoot, ¡que nunca en su vida se había asustado de nada! Se había enfrentado a dragones sin siquiera parpadear, pero lo que iba a hacer ahora le aterraba. Tenía las manos como si hubiera estado haciendo bolas de nieve sin los guantes puestos. Su lengua parecía pertenecer a una persona de boca más grande. Pero Tas estaba completamente decidido. Debía hacer que siguieran hablando, debía evitar que adivinaran lo que estaba planeando.
—A los kenders nunca nos habéis tomado muy en serio —comenzó a decir Tas con una voz que sonó demasiado alta y estridente incluso en sus propios oídos— y no puedo culparos de ello. Supongo que no tenemos mucho sentido de la responsabilidad y, probablemente, somos demasiado curiosos para que las cosas nos salgan bien, pero yo os pregunto, ¿cómo vais a enteraros de algo si no sois curiosos?
Tas pudo ver que la expresión del Orador era agria y despreciativa, y que hasta el comandante Gunthar aparecía con el ceño fruncido. El kender se acercó un poco más al Orbe de los Dragones.
—Me imagino que causamos un montón de problemas sin pretenderlo, y que de vez en cuando algunos de nosotros «adquirimos» ciertas cosas que no son nuestras. Pero algo que todo kender sabe es…
Tasslehoff echó a correr. Raudo y ligero como un ratón, se deslizó con facilidad entre las manos que intentaban agarrarlo y llegó hasta el Orbe en cuestión de segundos. Los rostros de la gente que estaba a su alrededor se hicieron borrosos, las bocas se abrieron, gritándole y chillándole. Pero era demasiado tarde.
Con un rápido movimiento, Tass lo arrojó contra la gigantesca y reluciente Piedra Blanca. El redondo y reluciente cristal —cuyo interior aún fluctuaba agitado— pendó suspendido del aire durante largos segundos. Tas se preguntó si el mágico objeto tendría el poder de detener su vuelo. Pero tal vez sólo se tratara de una impresión febril en la mente del kender.
El Orbe de los Dragones se estrelló contra la roca y se partió, estallando en miles de centelleantes pedazos. Durante un instante, una bola de humo blanquecino flotó en el aire, como si intentara desesperadamente no desintegrarse. Pero un segundo después la brisa de primavera logró desvanecerla.
Se hizo un terrible e intenso silencio. El kender se quedó en pie, mirando tranquilamente los pedazos del Orbe partido.
—Los kenders sabemos —dijo en una voz muy baja que sonó en el tremendo silencio como una pequeña gota de lluvia—, que deberíamos estar luchando contra los dragones, no los unos contra los otros.
Nadie se movió. Nadie habló. Y de pronto se oyó un golpe. Gnosh se había desmayado.
El silencio se quebró estallando en pedazos, igual que lo había hecho el Orbe de los dragones. El comandante Gunthar y el Orador se abalanzaron sobre Tas. Uno agarró al kender por el hombro izquierdo, el otro por el derecho.
—¿Qué has hecho? —el rostro de Gunthar estaba lívido, sus ojos centelleaban con furia mientras agarraba al kender con manos temblorosas.
—¡Has traído la muerte sobre nosotros! ¡Has destruido nuestra única esperanza! —los dedos del Orador se clavaron en el hombro de Tas como las garras de una ave de presa.
—¡Por tanto él será el primero en morir!
Porthios se alzó sobre el encogido kender, empuñando su reluciente espada. Tas, situado entre el rey elfo y el caballero, tenía la faz pálida, pero su expresión era desafiante. Al planear el crimen ya sabía que su castigo sería la muerte.
«A Tanis le entristecerá lo que he hecho, pero al menos sabrá que he muerto con valentía», pensó apenado.
—Bueno, bueno, bueno… —dijo una voz soñolienta—. ¡Nadie va a morir! Al menos por ahora. ¡Deja de juguetear con esa espada, Porthios! ¡Puedes hacerle daño a alguien!
Tas asomó la cabeza entre un bosque de brazos y relucientes cotas de mallas y vio que Fizban pasaba sobre el cuerpo inerte del gnomo y se dirigía hacia ellos bostezando. Tanto los elfos como los humanos se apartaban a su paso, como si una fuerza invisible los obligara a ello.
Porthios se giró para enfrentarse a Fizban. Estaba tan furioso que le manaba saliva de la boca y sus palabras eran casi incoherentes.
—¡Ten cuidado, anciano, o compartirás el castigo!
—Te he dicho que dejes de jugar con esa espada —le respondió Fizban irritado, agitando un dedo en dirección al arma.
Porthios dejó caer la espada con un grito de dolor. Sosteniéndose su dolorida mano, bajó la mirada atónito hacia la espada. ¡La empuñadura estaba llena de pinchos! Fizban se acercó al elfo y lo miró enojado.
—Eres un joven fantástico, pero deberían haberte enseñado a tener más respeto a tus mayores. ¡Dije que apartaras esa espada y lo decía en serio! ¡La próxima vez puede que me creas! —la mirada irritada del mago se desvió hacia el Orador y tú, Solostaran, eras un buen hombre hace unos doscientos años. Supiste educar a tres hijos maravillosos… tres hijos maravillosos, repito. No me cuentes más tonterías de que no tienes ninguna hija. Tienes una, y es una muchacha fabulosa. Tiene más sentido común que su padre. Debe haber salido a su madre… ¿Dónde estaba? Ah, sí. También educaste a Tanis, el Semielfo. Sabes, Solostaran, entre esos cuatro jóvenes, aún seríamos capaces de salvar el mundo.
El silencio era absoluto.
—Bien, ahora quiero que todo el mundo vuelva a sentarse. Sí, tú también, comandante Gunthar. Vamos, Solostaran, te ayudaré. Nosotros, los ancianos, tenemos que ayudarnos unos a otros. Es una pena que seas tan necio…
Murmurando bajo la barba, Fizban acompañó al atónito Orador a su asiento. Porthios, con la cara contraída de dolor, volvió a sentarse en su lugar con ayuda de sus guerreros.
Lentamente, los elfos y caballeros reunidos también lo hicieron, murmurando entre ellos y lanzando funestas miradas al destrozado Orbe, cuyos pedazos seguían esparcidos al pie de la Piedra Blanca.
Fizban instaló al Orador en su lugar y miró ceñudamente a Quinath, quien, por un segundo, había pensado en intervenir, pero inmediatamente había resuelto no hacerlo. El viejo mago, satisfecho, regresó frente a la Piedra Blanca, donde aún estaba Tas con aire abatido y aturdido.
—Tú. —Fizban miró al kender como si no lo conociera—, ve y atiende a ese pobre individuo —dijo haciendo un gesto y señalando al gnomo, que seguía desmayado.
Sintiendo que las rodillas le temblaban, Tasslehoff caminó lentamente hacia Gnosh y se arrodilló junto a él, contento de poder mirar algo que no fuera aquellos rostros teñidos de ira y de temor.
—Gnosh —le susurró preocupado, dándole unos golpecillos en las mejillas—. Lo siento. De verdad lo siento. Siento lo de tu Misión en la Vida, lo del alma de tu padre, y todo eso. Pero es que no podía hacer otra cosa.
Fizban se volvió lentamente y se encaró al grupo reunido.
—Sí, voy a echaros un sermón. Os lo merecéis, cada uno de vosotros. O sea que ya podéis borrar de vuestros rostros esas expresiones de hombres virtuosos. Ese kender dijo señalando a Tasslehoff, —tiene más cerebro bajo esa ridícula coleta, que todos vosotros juntos. ¿Sabéis lo que hubiera ocurrido si no hubiera tenido las agallas de hacer lo que ha hecho? ¿Lo sabéis? Bien, os lo diré. Dejadme sólo un segundo para encontrar algún lugar donde sentarme… —Fizban miró a su alrededor—. Ah, sí, aquí… —asintiendo satisfecho, el anciano mago se sentó en el suelo, ¡recostando la espalda sobre la sagrada Piedra Blanca!
Los caballeros reunidos dieron un respingo de terror. Gunthar se puso en pie, horrorizado ante tamaño sacrilegio.
—¡Ningún mortal puede tocar la Piedra Blanca! —gritó, abalanzándose hacia adelante.
Fizban volvió lentamente la cabeza para mirar al furioso caballero.
—Una palabra más y haré que se te caigan los bigotes. ¡Ahora siéntate y cállate!
Farfullando, Gunthar se detuvo ante el imperioso gesto del anciano. El caballero no pudo hacer nada más que regresar a su asiento.
—¿Por dónde iba antes de ser interrumpido? —Fizban frunció el ceño, mirando a su alrededor. Su mirada se posó sobre los pedazos rotos del Orbe—. Ah, sí. Estaba a punto de contaros una historia. Por supuesto uno de vosotros hubiera ganado el Orbe y os lo hubierais llevado, bien para mantenerlo «a salvo», o para «salvar el mundo». Y sí, es capaz de salvar el mundo, pero sólo si se sabe cómo utilizarlo. ¿Quién de vosotros sabe cómo hacerlo? ¿Quién tiene la fuerza suficiente? Fue creado por los hechiceros más poderosos de la Antigüedad. Por todos los más poderosos… ¿comprendéis? Fue creado por los de la túnica blanca y por los de la túnica negra. Su esencia es tanto benigna como maligna. Los túnicas rojas unieron las dos esencias y le otorgaron su fuerza. Ahora hay muy pocos seres con el poder necesario para entenderlo, para desentrañar sus secretos, y para llegar a dominarlo. Desde luego muy pocos… ¡Y ninguno de ellos está sentado aquí!
Se había hecho el silencio, un profundo silencio, mientras escuchaban al viejo mago, cuya voz era potente y podía ser oída a pesar del creciente viento que soplaba alejando las nubes tormentosas del cielo.
—Uno de vosotros se hubiera llevado el Orbe y lo habría utilizado, y de esa forma os hubierais precipitado en un inmenso desastre. Ciertamente, os habríais destrozado como el kender ha destrozado el Orbe y por lo que se refiere a la esperanza perdida, os digo que ésta parecía haberse evaporado totalmente durante algún tiempo, pero ahora ha renacido…
Una súbita corriente de aire se llevó el sombrero del viejo mago, haciéndolo volar de su cabeza. Maldiciendo irritado, Fizban se enderezó para agarrarlo.
Cuando el mago se levantó, el sol apareció entre las nubes. Se produjo un cegador destello de luz, seguido de un ensordecedor estallido, como si la tierra se hubiera resquebrajado. Aturdidos por la brillante luz, los presentes parpadearon y miraron atemorizados la terrible imagen que tenían ante ellos.
La Piedra Blanca también había estallado en pedazos.
El viejo mago yacía en el suelo, agarrando el sombrero con una mano mientras con la otra se cubría la cabeza aterrorizado. Sobre él, clavada en la roca sobre la que había recostado su espalda, había un arma alargada construida en reluciente plata. Había sido arrojada por el brazo de plata de un hombre de piel oscura que ahora se acercó a ella. Lo acompañaban tres personas: una mujer elfa, un viejo enano de barba blanca, y Elistan.
En medio del atónito silencio de los asistentes, el hombre de piel oscura alargó una mano y arrancó el arma de uno de los pedazos de roca. La sostuvo sobre su cabeza y la punzante asta relució bajo los rayos del sol de mediodía.
—Soy Theros Ironfeld —gritó el hombre con voz profunda—. ¡Durante los últimos meses he estado forjando esta lanza con la plata de las profundidades del corazón del monumento al Dragón Plateado! Con el brazo de plata que los dioses me otorgaron, he forjado de nuevo el arma que profetizó la leyenda y os la traigo a vosotros… a todas las gentes de Krynn, para que podamos unirnos y vencer al gran mal que amenaza con dejarnos en la oscuridad para siempre. ¡Os traigo… la Dragonlance!
Tras decir esto, Theros clavó el arma en el suelo. La lanza quedó fija, enhiesta y reluciente entre los pedazos rotos del Orbe de los Dragones.