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El juicio de los Caballeros de Solamnia.

—Y… finalmente —dijo Derek en un tono de voz bajo y comedido—, acuso a Sturm Brightblade de cobardía ante el enemigo.

Un creciente murmullo recorrió la asamblea de caballeros reunidos en el castillo del comandante Gunthar. Tres de ellos, sentados frente a una inmensa mesa de roble que presidía la asamblea, se acercaron para conferenciar en voz baja.

Mucho tiempo atrás, un juicio a un Caballero de Solamnia hubiera sido presidido tal como prescribía la Medida por el Gran Maestre, el Sumo Sacerdote y el Juez Supremo. Pero ahora no había Gran Maestre. Desde el Cataclismo tampoco había habido ningún Sumo Sacerdote y, aunque el Juez Supremo —el comandante Alfred Marke— estuviera presente, el poder que le otorgaba su posición era bastante insignificante. A quienquiera que se convirtiera en el nuevo Gran Maestre, le sería fácil reemplazarlo.

A pesar de estas vacantes en la jefatura de la Orden, los asuntos de los caballeros debían seguir adelante. El comandante Gunthar Uth Wistan, aunque no fuera lo suficientemente influyente para reclamar el codiciado cargo de Gran Maestre, tenía el suficiente poder como para ejercerlo. Por tanto estaba dispuesto a juzgar a Sturm Brigtblade. El comandante Alfred se sentaba a su derecha, y a su izquierda se hallaba el joven comandante Michael Joeffrey, que hacía las veces de Sumo Sacerdote.

Frente a ellos, en la gran sala del castillo Uth Wistan, había otros veinte Caballeros de Solamnia, provenientes de varios lugares de Sancrist, que habían sido convocados rápidamente para ejercer como testigos del juicio —tal como prescribía la Medida. Estos eran los que murmuraban y sacudían la cabeza, mientras sus jefes conferenciaban.

Derek se levantó del asiento, que estaba frente a la mesa de roble alrededor de la que se sentaban los dirigentes del juicio, y saludó al Comandante Gunthar. Su declaración había llegado a su fin. Ahora sólo restaba la «Respuesta del Caballero» y el propio juicio. Derek se dirigió a su lugar entre los demás caballeros, riendo y charlando con ellos.

Una sola persona de la sala estaba callada: Sturm Brightblade. Había permanecido inmóvil a lo largo de todas las acusaciones de Derek Crownguard. Había escuchado los cargos de insubordinación, desobediencia a las órdenes, y de pretender hacerse pasar por un caballero ya investido, sin que se le escapara ni un sólo murmullo. Su rostro no reflejaba expresión alguna.

El comandante Gunthar miró a Sturm, tal como lo había estado contemplando durante todo el juicio. El rostro de Sturm aparecía pálido e inmóvil, y su postura era tan rígida, que Gunthar comenzó a preguntarse si aquel hombre había estado vivo alguna vez. Sólo lo había visto vacilar en una ocasión. Ante la acusación de cobardía, un estremecimiento había recorrido todo su cuerpo. La expresión de su rostro, Gunthar tan sólo recordaba haber visto otra semejante en una ocasión, en un hombre que acababa de ser atravesado por una espada. Pero Sturm había recuperado rápidamente su compostura.

Gunthar se hallaba tan interesado en contemplar a Brightblade, que casi perdió el hilo de la conversación que mantenían los dos caballeros que estaban sentados junto a él. Oyó sólo el final de la frase del comandante Alfred.

—… no autorizar la «Respuesta del Caballero».

—¿Por qué no? —preguntó secamente el comandante Gunthar—. De acuerdo con la Medida tiene todo el derecho.

—Nunca hemos tenido un caso parecido —declaró llanamente el comandante Alfred, Caballero de la Espada—. El otras ocasiones, cuando alguien ha sido traído frente al Consejo de la Orden para dilucidar sobre su investidura, había testigos, muchos testigos. Se le otorgaban la oportunidad de explicar los motivos de sus acciones. Nadie se cuestionaba si había realizado o no esas acciones. Pero la única defensa de Brightblade…

—Sería decirnos que Derek miente —finalizó el comandante Michael Jeoffrey, Caballero de la Corona—. Y eso es impensable. ¡Que su palabra prevalezca sobre la de un Caballero de la Rosa!

—De todas formas ese joven debe tener su oportunidad —dijo Gunthar mirando ceñudamente a los otros dos—. Ésa es la ley, de acuerdo con la Medida. ¿Alguno de vosotros la cuestiona?

—No…

—No, desde luego que no. Pero…

—Muy bien. —Gunthar se atusó el bigote e, inclinándose hacia adelante, golpeó ligeramente la mesa de madera con la empuñadura de la espada— la espada de Sturm que estaba sobre ella. Los otros dos caballeros intercambiaron miradas a sus espaldas, uno de ellos arqueó las cejas y el otro se encogió ligeramente de hombros. Gunthar se dio cuenta de esto, igual que percibía las tramas e intrigas encubiertas que proliferaban últimamente entre los caballeros. Pero decidió ignorarlo.

Al no ser lo suficientemente poderoso para reclamar el cargo vacante de Gran Maestre, y pese a ser el más fuerte y enérgico de los caballeros que usualmente asistían al Consejo, Gunthar se había visto obligado a ignorar mucho de lo que en otros tiempos hubiera reprimido sin titubear. No le extrañó la deslealtad de Alfred Markenin —había estado mucho tiempo en el mismo campamento que Derek—, pero le sorprendió la de Michael, a quien había considerado leal a él. Aparentemente, Derek también había conseguido convencerlo.

Gunthar contempló a Derek Crownguard. Derek era el único con el suficiente dinero y respaldo capaz de rivalizar con él por el cargo de Gran Maestre. En la confianza de ganar votos adicionales, Derek se había ofrecido voluntario para realizar la peligrosa búsqueda de los legendarios Orbes de los Dragones. Gunthar sólo había podido acceder a ello. Si se hubiera negado, hubiese dado la impresión de que temía el creciente poder del comandante Derek. Desde luego si se seguía estrictamente la Medida, Derek era indiscutiblemente el más cualificado. Pero Gunthar —que hacía ya mucho tiempo que lo conocía—, hubiera evitado su marcha, si la decisión hubiera estado en sus manos, y no porque temiera al caballero, sino porque no confiaba en él. Era jactancioso, estaba hambriento de poder y además Gunthar estaba seguro de que —llegado el caso la única lealtad de Derek sería hacia sí mismo.

Y ahora resultaba que su victorioso regreso con uno de los Orbes de los Dragones hacía de él el vencedor. Su retorno había atraído a muchos caballeros hacia su campamento, incluso a los que pertenecía a la facción de Gunthar. Los únicos que aún se oponían a él eran los más jóvenes de la Orden más baja de Caballería, los Caballeros de la Corona.

Éstos compartían la interpretación rígida y estricta de la Medida, la cual representaba más que la propia vida para el resto de los caballeros. Habían intentado que aquello cambiara, por lo que habían sido severamente reprendidos por el comandante Derek Crownguard, llegando algunos de ellos casi a perder su título de caballeros. Eran los que seguían fielmente al comandante Gunthar. Desafortunadamente eran poco numerosos y, la mayoría de ellos, tenían más lealtad que dinero. No obstante, los jóvenes caballeros habían adoptado la causa de Sturm como la suya propia.

«Este es el golpe maestro de Derek Crownguard», pensó Gunthar con amargura. De un sólo golpe iba a librarse de un hombre al que odiaba y, además, de su principal rival.

El comandante Gunthar era un reconocido amigo de la familia Brightblade, una amistad que se remontaba a varias generaciones atrás. Había sido el propio Gunthar quien había atendido la demanda de Sturm cuando, cinco años antes, el joven había aparecido, de nadie sabía dónde, en busca de su padre y de su herencia. Sturm había podido probar su derecho al apellido Brightblade gracias a unas cartas de su madre. Unos pocos insinuaron que el que debía reconocer a su hijo era su padre, pero Gunthar acabó rápidamente con los rumores. El joven era, sin lugar a dudas, el hijo de su viejo amigo —eso podía apreciarse en el rostro de Sturm—, pero, no obstante, al respaldar a Sturm, el comandante estaba corriendo un gran riesgo.

La mirada de Gunthar se dirigió hacia Derek, quien caminaba entre los caballeros, sonriendo y estrechando manos. Sí, ese Juicio estaba haciendo que él, el comandante Gunthar Uth Wistan, pareciera un estúpido.

«Peor aún», pensó Gunthar con tristeza, desviando de nuevo la mirada hacia Sturm, probablemente iba a destrozar la carrera de alguien a quien él consideraba un hombre muy válido, un hombre digno de seguir el camino de su padre.

—Sturm Brightblade —dijo el comandante Gunthar cuando se hizo el silencio en la sala—, ¿has oído las acusaciones que se te imputan?

—Sí, señor —respondió Sturm. Su voz profunda resonó extrañamente en la sala. De pronto uno de los troncos del fuego que ardía en la inmensa chimenea que había tras Gunthar se partió, produciendo una lluvia de chispas. Gunthar hizo una pausa, mientras los sirvientes se apresuraban a añadir más leña. Cuando los criados se retiraron, el comandante continuó con el interrogatorio.

—¿Comprendes, Sturm Brightblade, las acusaciones que pesan sobre ti, y comprendes, además, que son graves y que podrían motivar que este Consejo te considerara poco digno para ser nombrado caballero?

—Lo comprendo —comenzó a responder Sturm. Su voz se quebró. Tosiendo, repitió con más firmeza—. Lo comprendo, Señor.

Gunthar intentó pensar cómo enfocar el interrogatorio, pues sabía que cualquier cosa que el joven dijera contra Derek, pesaría en contra del propio Sturm.

—¿Qué edad tienes, Brightblade?

Sturm parpadeó al oír esa inesperada pregunta.

—Unos treinta, ¿no? —prosiguió Gunthar pensativo.

—Sí, señor.

—Y por lo que dice Derek sobre vuestro viaje al castillo del muro de Hielo, un habilidoso guerrero…

—Yo nunca negué eso, Señor —dijo Derek poniéndose en pie una vez más. Su voz estaba teñida de impaciencia.

—No obstante lo acusáis de cobardía —espetó Gunthar—. Si mi memoria es correcta, declarasteis que cuando los elfos os atacaron, se negó a obedecer vuestra orden de ataque.

El rostro de Derek enrojeció.

—Puedo recordaros, Señor, que no se me está juzgando a mí…

—Habéis acusado a Brightblade de cobardía ante el enemigo —interrumpió Gunthar—. Hace ya muchos años que los elfos no son enemigos nuestros.

Derek titubeó. Los otros caballeros parecían incómodos. Los elfos eran miembros del Consejo de la Piedra Blanca, aunque no tuvieran derecho a voto. Debido al descubrimiento del Orbe de los Dragones, los elfos asistirían al próximo Consejo, y si llegaran a enterarse de que los caballeros los consideraban sus enemigos, la situación podía ser muy violenta.

—«Enemigo» tal vez sea una palabra demasiado fuerte señor. Si cometo errores es simplemente porque estoy siendo obligado a seguir lo que dicta la Medida. En el momento del que hablo, los elfos, aunque en principio no son enemigos nuestros, estaban haciendo todo lo posible para evitar que trajéramos el Orbe a Sancrist. Ya que ésa era mi misión —y los elfos se oponían a ella me veo obligado a definirlos como enemigos «de acuerdo con la Medida».

«Astuto bastardo», pensó Gunthar.

Bajando la cabeza para disculparse por hablar fuera de turno, Derek volvió a sentarse. Muchos de los caballeros de más edad, asintieron en señal de aprobación.

—La Medida también dice —dijo Sturm lentamente—, que no debemos matar sin necesidad, que luchemos sólo como defensa, ya sea propia o de otros. Los elfos no amenazaron nuestras vidas. En ningún momento corrimos un riesgo físico.

—¡Estaban disparando flechas contra vosotros! —el comandante Alfred golpeó la mesa con su enguantada mano.

—Es verdad, señor, pero todos sabemos que los elfos son diestros arqueros. ¡Si hubieran querido matarnos, no se hubieran dedicado a apuntar contra los árboles!

—¿Qué crees que habría pasado si hubierais atacado a los elfos? —interrogó Gunthar.

—Bajo mi punto de vista los resultados hubieran sido trágicos, señor —respondió Sturm en voz baja y serena—. Por primera vez en generaciones, los elfos y los humanos se hubieran matado los unos a los otros. Creo que los Señores de los Dragones se hubieran divertido bastante.

Varios caballeros jóvenes aplaudieron.

El comandante Alfred se los quedó mirando, enojado ante esa brecha abierta en las reglas de conducta de la Medida.

—Comandante Gunthar, puedo recordaros que no estamos juzgando aquí al comandante Derek Crownguard. Él ya ha probado su valor en numerosas ocasiones en el campo de batalla. Creo que podemos creer en su valoración de lo que es una acción contra el enemigo y lo que no lo es. Sturm Brightblade, ¿estás diciendo que las acusaciones hechas contra ti por el comandante Derek Crownguard son falsas?

—Señor, yo no digo que el caballero haya mentido. Digo, no obstante, que me ha interpretado mal.

—¿Con qué fin? —preguntó el Comandante Michael.

Sturm titubeó.

—Preferiría no responder a esa pregunta, señor —dijo en un tono tan bajo, que muchos de los sentados en las últimas, filas no lo oyeron y pidieron a Gunthar que repitiera la pregunta. Este lo hizo, y recibió la misma respuesta, pero esta vez en un tono de voz más alto.

—¿Por qué motivo te niegas a responder a esta pregunta, Brightblade? —preguntó Gunthar con expresión ceñuda.

—Porque, de acuerdo con la Medida, iría contra del honor de la Orden de Caballería.

La expresión de Gunthar era severa.

—Esa es una grave acusación. Al hacerla, ¿te das cuenta de que no hay nadie que pueda respaldarte con su testimonio?

—Me doy cuenta, señor, por eso prefiero no responderla.

—¿Y si te ordeno hablar?

—Eso, por supuesto, cambiaría las cosas.

—Entonces habla, Sturm Bríghtblade. Esta es una situación poco usual, y no veo cómo podemos emitir un juicio justo sin oír todas las versiones. ¿Por qué crees que el Comandante Derek Crownguard te ha interpretado mal?

Sturm enrojeció. Retorciéndose nerviosamente las manos, alzó los ojos y miró directamente a los tres caballeros que debían juzgarlo. Sabía perfectamente que su caso estaba perdido. Nunca llegaría a ser investido caballero, nunca conseguiría lo que para él había sido más preciado incluso que la propia vida. Si lo hubiera perdido por un error suyo, habría sido ya suficientemente amargo, pero perderlo así era una herida aún más dolorosa. Por tanto pronunció las palabras que sabía que iban a convertir a Derek en su peor enemigo para el resto de sus días.

—Creo que el comandante Derek Crownguard me malinterpreta para favorecer su propia ambición, señor.

En la sala estalló un tumulto. Derek se había puesto en pie. Sus amigos lo contenían a la fuerza, porque hubiera atacado a Sturm en medio de la sala del Consejo. Gunthar golpeó la mesa con la empuñadura de la espada para restablecer el orden, y poco a poco, todos fueron calmándose, pero no antes de que Derek hubiera retado a Sturm a probar su honor en un duelo.

Gunthar miró a Derek con frialdad

—Sabéis perfectamente, comandante Derek, que en esta… que en tiempo de guerra… los duelos de honor están prohibidos. Haced el favor de comportaros o me veré obligado a expulsaros de esta asamblea.

Respirando pesadamente, con el rostro teñido de rubor, Derek volvió a sentarse en su puesto.

Gunthar aguardó unos segundos más para que los ánimos se calmaran y luego continuó.

—¿Tienes algo más que añadir en tu defensa, Sturm Brightblade?

—No, Señor.

—Entonces puedes retirarte mientras deliberamos.

Sturm se puso en pie y saludó a los comandantes. Volviéndose, saludó al Consejo antes de dejar la sala escoltado por dos caballeros que lo condujeron a una antecámara. Ellos se situaron cerca de la puerta, hablando en voz baja de asuntos no relacionados con el juicio.

Sturm se sentó en un banco al fondo de la estancia. Parecía calmado y sereno, pero sólo fingía estarlo. Estaba decidido a no demostrar su agitación interna. Sabía que estaba todo perdido. La expresión preocupada de Gunthar le confirmaba esta creencia. Pero ¿cuál sería la sentencia? ¿El exilio, ser despojado de tierras y riquezas? Sturm sonrió con amargura. No tenía nada que pudieran quitarle. Hacía tanto tiempo que no vivía en Solamnia que el exilio no representaba demasiado para él. ¿La muerte? Eso casi representaría un alivio. Cualquier cosa era mejor que esa existencia sin sentido, que ese dolor punzante.

Las horas pasaron. El murmullo de las tres voces subía y bajaba, en algunos momentos en tono enojado. La mayoría de los caballeros habían salido de la sala, ya que sólo aquellos tres, como cabezas del Consejo, podían emitir una sentencia. Los demás se habían dividido en diferentes grupos.

Los más jóvenes hablaban abiertamente del comportamiento noble de Sturm, de la valentía de sus acciones, la cual ni siquiera Derek había dejado de mencionar. Sturm tenía razón al no haber querido luchar contra los elfos. En aquellos tiempos los Caballeros de Solamnia necesitaban todos los amigos que pudieran encontrar. ¿Por qué atacar sin necesidad? Los de más edad sólo tenían una respuesta: la Medida. Derek le había dado una orden a Sturm y éste se había negado a obedecer. La Medida decía que esto era inexcusable. La discusión se prolongó la mayor parte de la tarde.

Casi al anochecer se oyó el tintineo de una campanilla.

—Brightblade —dijo uno de los caballeros.

—¿Ya es la hora?

El caballero asintió.

Sturm bajó la cabeza un instante, rogándole a Paladine que le confiriera valor. Luego se puso en pie y él y los que lo escoltaban aguardaron a que los demás entraran en la sala y tomaran asiento. Sturm sabía que iban a pronunciar el veredicto tan pronto como ellos entraran. Finalmente la puerta se abrió y le hicieron una señal para que pasara. Caminó hacia el interior de la sala. La mirada de Sturm se dirigió inmediatamente hacia la mesa que había frente a Gunthar.

La espada de su padre —una espada que según la leyenda había pertenecido al mismísimo Berthel Brightblade, una espada que sólo se quebraría si su dueño era vencido por el enemigo—, estaba sobre la mesa. Sturm la contempló, bajando la cabeza para ocultar las lágrimas que ardían en sus ojos.

El antiguo símbolo de la culpabilidad —unas rosas negras— estaba enroscado alrededor de la hoja de su espada.

—Traed al hombre, Sturm Brightblade —ordenó el comandante Gunthar.

«Al hombre, no al caballero», pensó Sturm desesperado. Entonces se acordó de Derek y alzó rápidamente la cabeza, con orgullo, intentando disimular sus lágrimas. Tal como en el campo de batalla hubiera ocultado su dolor ante el enemigo, también ahora estaba decidido a ocultárselo a Derek. Echando la cabeza hacia atrás con aire de desafío y mirando solamente al comandante Gunthar, avanzó hasta llegar frente a los tres representantes de la Orden que debían pronunciar la sentencia.

—Sturm Brightblade, te consideramos culpable. Estamos dispuestos a formular la sentencia. ¿Estás preparado para escucharla?

—Sí, señor.

Gunthar se atusó, de nuevo, el bigote, un gesto que los hombres que habían luchado junto a él reconocieron. Siempre lo hacía antes de comenzar una batalla.

—Sturm Brightblade, nuestra sentencia es que, de ahora en adelante, cesarás de llevar cualquiera de los adornos o atavíos de un Caballero de Solamnia.

—Sí, señor.

—Y, de aquí en adelante, no recibirás paga alguna de las arcas de los caballeros, ni obtendrás ninguna propiedad ni ventaja de ellos…

Los presentes en la sala se agitaron inquietos. ¡Aquello era ridículo! Desde antes del Cataclismo, ninguno había obtenido ningún pago por sus servicios a la Orden. Algo estaba ocurriendo. Presintieron el trueno que precede a la tormenta.

—Finalmente… —Gunthar hizo una pausa. Se inclinó hacia adelante, jugueteando con las rosas negras que adornaban la antigua espada. Sus penetrantes ojos recorrieron la asamblea, dejando que aumentase la tensión. Cuando volvió a hablar, hasta el fuego de la chimenea había dejado de chisporrotear.

—Sturm Brightblade, caballeros, hasta ahora nunca antes habíamos tenido un caso similar ante el Consejo y esto, tal vez no sea todo lo extraño que pueda parecer, ya que estamos atravesando unos tiempos difíciles y poco comunes. Tenemos a un joven que destaca por su destreza y valor en la batalla, lo cual es admitido hasta por el mismo hombre que lo acusa. Este joven es acusado de desobedecer órdenes y de cobardía ante el enemigo. El no niega la acusación, pero declara que ha sido mal interpretado.

Los asistentes continuaban inquietos, pero Gunthar prosiguió su discurso.

—Siguiendo las normas de la Medida nos inclinamos a aceptar la palabra de un reconocido caballero como Derek Crownguard antes que la de un hombre que aún no ha obtenido su investidura. Pero la Medida también dicta que este hombre tendrá derecho a llamar testigos que apoyen sus palabras. Debido a las inusuales circunstancias de estos tiempos difíciles, Sturm Brightblade no puede disponer de testigos. Ni, por el mismo motivo, puede Derek Crownguard traer testigos que apoyen su propio testimonio. Por tanto hemos decidido seguir un procedimiento ligeramente irregular.

Sturm estaba en pie ante Gunthar, confundido y preocupado. ¿Qué estaba sucediendo? Observó a los otros dos caballeros. El comandante Alfred no hacía ningún esfuerzo por ocultar su ira. Por tanto era obvio que el «acuerdo» de Gunthar había sido difícil de lograr.

—El veredicto de este Consejo es —prosiguió Gunthar—, que este hombre, Sturm Brightblade, sea aceptado en la Orden más baja de los caballeros, la Orden de la Corona… —Hubo una general exclamación de asombro—. Y que, además, sea nombrado el tercero en mando del ejército próximo a partir por mar hacia Palanthas. Tal como prescribe la Medida, el Mando Supremo debe estar compuesto por un representante de cada una de las Ordenes. Por lo tanto, Derek Crownguard será Comandante Supremo en representación de la Orden de la Espada, y Sturm Brightblade actuará… en mi honor, como comandante de la Orden de la Corona.

En medio de un atónito silencio, Sturm sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero ahora ya no necesitaba ocultarlas. Tras él oyó el sonido de alguien levantándose. Derek salió furioso de la sala, seguido de los que lo apoyaban. También se oyó algún que otro vitor. Sturm vio a través de sus lágrimas que casi la mitad de los caballeros que había en la sala —en concreto los más jóvenes, los que él debía mandar estaban aplaudiendo. Sturm sintió una pena intensa en lo más profundo de su corazón. Aunque acabara de salir victorioso, le horrorizaba ver en qué se había convertido la Orden de Caballería dividida en dos facciones por hombres sedientos de poder. No era más que la concha corrupta de una hermandad que en su día había sido honorable.

—Felicitaciones, Brightblade —dijo el comandante Alfred secamente—. Espero que te des cuenta de lo que el comandante Gunthar ha hecho por ti.

—Me doy cuenta, señor, y juro por la espada de mi padre que me haré merecedor de su confianza.

—Procura que así sea, joven —respondió el comandante Alfred antes de dejar la sala. El comandante Michael lo acompañó sin dirigirle la palabra a Sturm.

Entonces los caballeros de menos edad se acercaron para felicitar cordialmente a Sturm. Brindaron con vino a su salud y se hubieran quedado un largo rato si Gunthar no les hubiese rogado que se marcharan.

Cuando ambos hombres se quedaron a solas en la sala, Gunthar sonrió ampliamente a Sturm y estrechó su mano. Este le devolvió el caluroso apretón de manos pero no la sonrisa. La herida era demasiado reciente.

Entonces, lenta y cuidadosamente, Sturm sacó las rosas negras de su espada. Dejándolas sobre la mesa, deslizó el arma de la vaina. Se disponía a empujar las rosas a un lado, pero se detuvo, cogió una y se la colocó en el cinturón

—Debo daros las gracias, señor —comenzó a decir con voz temblorosa.

—No tienes por qué darme las gracias, hijo —dijo el comandante mirando a su alrededor—. Salgamos de este lugar y vayamos a otro más acogedor. ¿Te apetece un vaso de vino caliente?

Ambos caminaron por los corredores de piedra del antiguo castillo de Gunthar. Todavía podían oírse algunos ruidos tras la marcha de los jóvenes caballeros —los cascos de los caballos pateando el empedrado, voces y gritos, e incluso la melodía de alguna canción militar.

—Debo daros las gracias, señor —repitió Sturm con firmeza—. El riesgo que corréis es demasiado fuerte. Espero poder corresponder a vuestra confianza.

—¡Riesgo! Tonterías, hijo —frotándose las manos para avivar la circulación, Gunthar guió a Sturm a una pequeña estancia decorada para las próximas fiestas de invierno con delicadas rosas rojas, cultivadas en el interior, plumas de martín pescador y delicadas coronas doradas. En la chimenea ardía un fuego vivo. A una orden de Gunthar, los sirvientes trajeron dos jarras de un vaporoso líquido que despedía olor a especies. Fueron muchas las veces que tu padre arrojó su escudo frente a mí y me protegió cuando yo había sido derribado.

—Y vos hicisteis lo mismo por él —dijo Sturm—. No le debéis nada. El haber comprometido vuestro honor por mí significa que, si yo fallo, el que sufrirá las consecuencias seréis vos. Seréis despojado de vuestro rango, vuestro título, vuestras tierras. Derek se asegurará de que así sea.

Gunthar, mientras tomaba un buen trago de su bebida, observó al joven que tenía ante él. Sturm tomó un breve sorbo de su bebida por educación, sosteniendo la jarra con una mano que temblaba ostensiblemente. Gunthar posó amablemente su mano sobre el hombro de Sturm, indicándole que tomara asiento.

—¿Has fallado en el pasado, Sturm?

Sturm alzó una mirada de ojos brillantes.

—No, señor. No lo he hecho. ¡Lo juro!

—Entonces no me da ningún temor el futuro —dijo el comandante Gunthar sonriendo y alzando la jarra—. Brindo por tu buena fortuna en la batalla, Sturm Brightblade.

Sturm cerró los ojos. La tensión había sido muy fuerte. Dejando caer la cabeza sobre sus brazos, lloró. Gunthar volvió a posar la mano sobre su hombro.

—Lo comprendo… —dijo mirando atrás hacia una noche en la que el padre de aquel joven también se había desmoronado y había prorrumpido en llanto. La noche en que el comandante Brightblade había enviado a su mujer y a su hijo pequeño al exilio, viaje del que nunca los vería regresar.

Sturm, exhausto, finalmente se quedó dormido. Gunthar, sentado a su lado, siguió bebiendo el vino caliente, perdido en recuerdos del pasado hasta que, finalmente, también él se sumergió en las profundidades del sueño.

Los pocos días que faltaban para que el ejército embarcara hacia Palanthas, transcurrieron rápidamente para Sturm. Debía encontrar una armadura… usada, ya que no podía costearse el comprar una nueva. Empaquetó cuidadosamente la cota de mallas de su padre, con la intención de llevarla con él, ya que no podía vestirla. Tuvo que asistir a reuniones en las que se discutían las diferentes estrategias a seguir en la batalla y en las que se les facilitaba información sobre el enemigo.

La batalla de Palanthas sería muy dura, ya que determinaría el dominio sobre toda la parte norte de Solamnia. Los comandantes habían coincidido en los planteamientos de la lucha: fortificarían los muros de la ciudad con el propio ejército de la urbe, y los caballeros ocuparían la torre del Sumo Sacerdote, que se alzaba bloqueando el paso a través de las montañas Vingaard. Pero eso era todo lo que habían acordado. Las reuniones entre los tres jefes eran tensas, y la atmósfera muy fría.

Finalmente llegó el día en el que debían partir. Los caballeros se reunieron a bordo del barco. Sus familias se quedaron silenciosamente en tierra. Aunque sus rostros reflejaran preocupación, hubo pocas lágrimas y las mujeres, con los labios apretados, aparecían tan ceñudas como los hombres. Algunas de las esposas llevaban espadas a la cintura. Todos sabían que si perdía la batalla del norte, el enemigo llegaría allí por mar.

Gunthar estaba en la pasarela charlando con los caballeros, despidiéndose de sus hijos. Él y Derek intercambiaron las pocas palabras rituales prescritas por la Medida y, después, Gunthar abrazó por puro compromiso al comandante Alfred. Finalmente se dirigió hacia Sturm, que se hallaba a distancia de los demás.

—Brightblade —le dijo Gunthar en voz baja cuando llegó junto a él—. Quería hacerte una pregunta pero estos últimos días no he podido encontrar el momento. Mencionaste que tus amigos iban a venir a Sancrist. ¿Hay alguno de ellos que pudiera servirte como testigo ante el Consejo?

Sturm reflexionó. Por un instante la única persona que se le ocurría era Tanis. Había pensado mucho en su amigo durante aquellos días tan duros. Incluso había concebido la esperanza de que Tanis pudiera llegar a Sancrist. Pero aquella esperanza había muerto. Dondequiera que estuviera Tanis, tenía sus propios problemas, se enfrentaba a sus propios peligros. También había otra persona que había confiado poder ver. Inconscientemente, Sturm se llevó la mano a la Joya Estrella que pendía de su cuello. Casi podía sentir su calor y sabía —sin saber cómo— que aunque estuviera lejos, Alhana estaba con él. Entonces…

—¡Laurana! —exclamó.

—¿Una mujer? —Gunthar frunció el ceño.

—Sí, pero es hija del Orador de los Soles, miembro de la casa real de Qualinesti. Y también su hermano, Gilthanas. Ambos testificarían a mi favor.

—La casa real… Eso sería perfecto, especialmente ya que se nos ha comunicado que el Orador en persona presidirá el Consejo de la Piedra Blanca en el que debe debatirse el tema del Orbe de los Dragones. Si esto sucede, hijo mío, te lo haré saber de alguna manera para que puedas volver a vestir tu antigua cota de mallas. ¡Serás vindicado! ¡Serás libre para llevarla sin vergüenza alguna!

—Y vos os veréis libre de vuestro compromiso —dijo Sturm estrechando la mano del comandante.

—¡Bah! Eso no debe importarte. —Gunthar posó su mano sobre la cabeza de Sturm, tal como la había posado sobre las cabezas de sus propios hijos. Sturm se arrodilló respetuosamente ante él—. Recibe mi bendición, Sturm Brightblade, la bendición paterna que te otorgo en ausencia de tu verdadero padre. Cumple con tu deber y sé fiel a su memoria. Que el espíritu de Huma esté contigo.

—Gracias, señor —dijo Sturm poniéndose en pie—. Adiós.

—Adiós, Sturm. —Tras abrazarlo rápidamente, se volvió y se alejó.

Se quitaron las pasarelas de los barcos. Había amanecido pero el sol no brillaba en el cielo invernal. Unos oscuros nubarrones se cernían sobre un mar gris plomizo. No hubo vítores, los únicos sonidos que pudieron oírse fueron las órdenes gritadas por el capitán y la respuesta de la tripulación, el crujir de los tomos y el ondear de las velas al viento.

Los barcos levaron lentamente sus anclas e iniciaron su viaje en dirección al norte. Casi no se divisaban ya las velas de los barcos en el horizonte, pero aún así, nadie abandonó el muelle, ni siquiera cuando estalló una repentina lluvia, que arrojó granizo y gotas heladas, dibujando una fina cortina gris sobre las frías aguas.