El río de los Muertos.
La leyenda del dragón plateado.
La noche era queda y fría. Unas nubes tormentosas ocultaban la luz de las lunas y de las estrellas. No llovía, no hacía viento, reinaba únicamente una opresiva sensación de espera. Laurana sintió que la propia naturaleza estaba alerta, cauta, temerosa. En la distancia, los elfos dormían en su refugio tejido con sus insignificantes temores y odios. «¿Qué terrible criatura alada surgiría de aquel nido?», se preguntó Laurana.
Los compañeros tuvieron pocos problemas para despistar a los centinelas elfos. Al reconocer a Theros, los guardias charlaron amigablemente con él mientras los demás se deslizaban entre los árboles cercanos. Alcanzaron el río poco antes del amanecer.
—¿Y cómo vamos a cruzarlo? —preguntó el enano, contemplando las aguas apesadumbrado—. No me gustan nada los botes, pero son mejores que tener que nadar.
—Eso no debería ser un problema. —Theros se volvió hacia Laurana—. Preséntale a tu pequeña amiga.
Asombrada, Laurana miró a la Elfa Salvaje, y lo mismo hicieron los demás. Silvara, avergonzada al sentir que todos la miraban, se ruborizó y asintió con la cabeza.
—Kargai Sargaron tiene razón —murmuró—. Esperad aquí, entre las sombras de los árboles.
La muchacha se alejó, corriendo hacia la orilla con ligereza, de forma tan libre y salvaje, que embelesaba mirarla. Laurana percibió que Gilthanas la seguía con la mirada.
Silvara se llevó los dedos a los labios y silbó imitando el canto de un pájaro. Aguardó durante un instante y luego repitió el silbido tres veces. Poco después se oyó la respuesta a su llamada, que resonó a través de las aguas desde la orilla opuesta del río. Satisfecha, regresó con el grupo. Laurana; vio que, aunque Silvara hablara con Theros, la muchacha miraba fijamente a Gilthanas. Al darse cuenta de que el elfo también lo hacía, Silvara enrojeció y desvió rápidamente la mirada.
—Kargai Sargaron —dijo apresuradamente—, mi gente viene hacia aquí, pero tú deberías estar conmigo cuando lleguen, para explicarles las cosas. Me temo que no les va a gustar nada que los humanos entren en nuestras tierras, ni tampoco otros elfos —dijo lanzando una mirada de disculpa a Laurana y Gilthanas.
—Yo hablaré con ellos —dijo Theros. Mirando hacia el río, hizo un gesto—. Allí vienen.
Laurana vio dos sombras oscuras deslizarse por el río. «Los Kalanesti deben mantener una guardia constante» razonó.
Habían reconocido la llamada de Silvara. Era extraño para una esclava disponer de tanta libertad. Si escapar era tan fácil, ¿por qué se habría quedado Silvara con los Silvanesti?. No tenía ningún sentido… a menos que su objetivo no fuera escapar.
—¿Qué significa «Kargai Sargaron»? —le preguntó bruscamente a Theros.
—El del brazo de plata —respondió Theros sonriendo.
—Parecen confiar en ti.
—Sí. Te dije que había pasado gran parte de mi tiempo vagando por las montañas. Esto no es exactamente cierto. Pasé mucho tiempo entre los Kalanesti. No pretendo ser irrespetuoso, princesa elfa, pero no tienes idea de las injusticias que les está causando tu gente a los salvajes: disparando al gamo o alejándolo de aquí, haciendo esclavos a sus jóvenes, engatusándolos con el oro, la plata y el acero. —Theros lanzó un suspiro de enojo—. He hecho lo que he podido. Les enseñé cómo forjar armas de caza y herramientas. Pero me temo que el invierno será frío y duro. Los gamos son ya cada vez más escasos. Puede que lleguen a morir de hambre, si antes no los han matado ell…
—Tal vez, si me quedara —murmuró Laurana—, podría ayudar…, —pero enseguida se dio cuenta de que aquello era ridículo. ¿Qué podía hacer ella? ¡Ni su propia gente la aceptaba!
—No puedes estar en varios sitios a la vez —dijo Sturm—. Los elfos deben resolver sus problemas, Laurana. Estás haciendo lo que debes.
—Ya lo sé —dijo suspirando. Volviendo la cabeza, miró hacia el campamento Qualinesti—. Yo era igual que ellos, Sturm. Mi bello y organizado mundo había girado tanto tiempo en torno a mí, que creí que yo era su centro. Corrí tras Tanis porque estaba segura de que podría conseguir que él me amara. ¿Por qué no iba a hacerlo? Todos los demás me amaban. Y entonces me di cuenta de que el universo no giraba en torno a mí. ¡Yo ni siquiera contaba para el mundo! Vi muerte y sufrimiento. Me vi obligada a matar para que no me mataran. Vi el verdadero amor. Amor como el de Riverwind y Goldmoon, el amor de los que están dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la propia vida. Me sentí pequeña e insignificante. Y ahora eso es lo que me parece mi gente: pequeños e insignificantes. Yo pensaba que eran perfectos, pero ahora comprendo cómo se sentía Tanis… y por qué se fue.
Los botes de los Kalanesti habían llegado a la orilla. Silvara y Theros caminaron hacia allá para hablar con los elfos que los manejaban. A una señal de Theros, los compañeros salieron de las sombras de los árboles y se acercaron a la orilla —con las manos alejadas de las armas—, para que aquéllos pudieran verlos. Al principio pareció que no había esperanza alguna. Los elfos charlaban en su extraño y tosco dialecto, que la propia Laurana tenía dificultad en comprender. Aparentemente se negaban rotundamente a prestar cualquier tipo de ayuda al grupo.
De pronto se oyó un sonido de cuernos proveniente de los bosques que habían dejado atrás. Gilthanas y Laurana se miraron el uno al otro alarmados. Theros señalaba coninsistencia al grupo con su dedo de plata, y luego se señalaba a sí mismo, golpeándose el pecho, como si diera su palabra de responder por los compañeros. Los cuernos sonaron una vez más. Silvara añadió sus propios ruegos. Finalmente, los Kalanesti accedieron, aunque con resquemor.
Los compañeros corrieron hacia el agua, todos ellos conscientes de que su ausencia había sido descubierta y de que la persecución había comenzado. Uno por uno, fueron entrando cuidadosamente en los botes, que no eran más que troncos vaciados. Todos, excepto Flint, quien gimió y se tiró al suelo, sacudiendo la cabeza y refunfuñando en el idioma de los enanos. Sturm lo miró preocupado, temiendo que se repitiera el incidente de Crystalmir, en el que el enano se había negado rotundamente a entrar en el bote. No obstante, esta vez fue Tasslehoff quien lo convenció, consiguiendo, finalmente, que el enano se pusiera en pie.
—Aún acabaremos haciendo de ti un marinero —dijo el kender alegremente, empujando a Flint por la espalda con su vara jupak.
—¡No lo haréis! ¡Y deja de empujarme con esa cosa!
Al llegar al agua se detuvo, jugueteando nervioso con un trozo de madera. Tas saltó dentro del bote y aguardó expectante con la mano extendida.
—¡Maldita sea, Flint, entra en el bote! —ordenó Theros.
—Dime sólo una cosa —suplicó el enano tragando saliva—. ¿Por qué lo llaman el río de los Muertos?
—Lo sabrás muy pronto —gruñó Theros, alargando su fuerte brazo, agarró al enano como si fuera una liviana pluma y lo dejó caer en el bote—. Vámonos —les dijo el herrero a los Elfos Salvajes, quienes ya habían sumergido los remos de madera en el agua.
Los botes, llevados por la corriente, avanzaron rápidamente río abajo, en dirección oeste. Los compañeros se acurrucaron en ellos para evitar que el frío viento azotara sus rostros y les cortara la respiración. No vieron signos de vida a lo largo de la costa sur, donde los Qualinesti habían construido su hogar. Pero Laurana vislumbró fugaces imágenes de oscuras siluetas que se asomaban entre los árboles de la costa norte. Entonces se dio cuenta de que los Kalanesti no eran tan ingenuos como parecían, ya que mantenían a sus primos bajo estrecha vigilancia, y se preguntó cuántos de ellos, que vivían como esclavos, eran, en realidad, espías. Su mirada se desvió hacia Silvara.
La corriente los transportó hacia una confluencia del río, donde se unían dos corrientes. Una fluía procedente del norte, la otra —la misma por la que se hallaban viajando— provenía del este. Ambas se unían formando un río más ancho que transcurría hacia el sur en dirección al mar. De pronto Theros señaló algo.
—Allí, enano, ahí tienes tu respuesta.
En el ramal del río que venía del norte había otro bote. Al principio creyeron que había perdido su anclaje, pues no pudieron ver a nadie dentro. Luego vieron que estaba demasiado sumergido en el agua para ir vacío. Los Elfos Salvajes disminuyeron la velocidad de sus propios botes, dirigiéndolos hacia aguas menos profundas. Allí los detuvieron e inclinaron las cabezas en respetuoso silencio.
Entonces Laurana comprendió:
—Un bote funerario —murmuró.
—Sí —dijo Theros contemplándolo con una mirada de tristeza. El bote pasó ante ellos, empujado por la corriente. En su interior pudieron ver el cuerpo de un joven Elfo Salvaje que, a juzgar por su ruda vestimenta de cuero, se trataba de un guerrero. Sus manos, dobladas sobre el pecho, sostenían una espada de hierro entre sus fríos dedos. A su lado había un arco y una aljaba con flechas. Sus ojos estaban cerrados en un pacífico sueño del que nunca despertaría.
—Ahora ya sabéis por qué se le llama Thon-Tsalarian, el río de los Muertos —dijo Silvara en su tono de voz bajo y musical—. Durante siglos, mi gente ha devuelto los muertos al mar del que procedemos. Esta antigua costumbre se ha convertido en un polémico asunto entre los Kalanesti y nuestros primos.
Su mirada se dirigió hacia Gilthanas y afirmó:
—Los vuestros consideran este rito una profanación del río. Han intentado obligarnos a no hacerlo más.
—Algún día el cuerpo que flote en el río será el de un Qualinesti o Silvanesti, con una flecha Kalanesti en el pecho —predijo Theros—. Y entonces comenzará la guerra.
—Creo que todos los elfos tendrán que enfrentarse a enemigos mucho más peligrosos. ¡Mirad! —exclamó señalando al difunto.
A los pies del guerrero muerto había un escudo, el escudo del enemigo contra el que había luchado. Reconociendo el símbolo trazado sobre el abollado escudo, Laurana contuvo la respiración.
—¡Un escudo draconiano!
El viaje por el Thon. —Tsalarian fue largo y difícil, ya que el río era cada vez más rápido y caudaloso. Tuvieron incluso que darle un remo a Tas para que ayudara, pero al poco rato se le escurrió de las manos hasta el agua y él casi se cae al intentar recuperarlo. Agarrando a Tas por el cinturón, Derek lo empujó hacia el interior del bote, mientras los Kalanesti le indicaban por señas que si causaba más problemas, lo arrojarían al río.
Tasslehoff pronto comenzó a aburrirse y se asomó por la borda esperando ver algún pez.
—¡Oh, qué extraño! ¡Mirad! —exclamó, de repente, el kender.
Inclinándose más, metió su pequeña mano en el agua. Cuando la sacó estaba cubierta de una fina capa de plata y relucía bajo la temprana luz de la mañana.
—¡El agua brilla! Mira, Flint —le gritó al enano que viajaba en otro bote—. Mira el agua…
—No pienso hacerlo —dijo el enano con los dientes castañeándole. Flint remaba pese a que había algunas dudas: sobre su efectividad. Siguió negándose rotundamente a mirar hacia el agua.
—Tienes razón, kender —dijo Silvara sonriendo—. De hecho los Silvanesti llamaron a este río Thon-Sargon, que quiere decir «Camino de Plata». Es una pena que el clima sea tan malo. Cuando Solinari está llena, el río parece de plata fundida y es realmente bello.
—¿Cómo es eso? ¿Qué es lo que lo produce? —preguntó el kender, examinando con entusiasmo su reluciente mano.
—Nadie lo sabe, aunque entre los míos existe una leyenda… —Silvara se interrumpió bruscamente, enrojeciendo.
—¿Qué leyenda? —preguntó Gilthanas. El elfo estaba sentado frente a Silvara, quien se hallaba en la proa del bote. La forma de remar de Gilthanas no era mucho mejor que la de Flint, ya que el elfo estaba mucho más interesado en el rostro de la Elfa Salvaje que en su trabajo. Cada vez que Silvara alzaba la mirada, se lo encontraba mirándola. A medida que pasaban las horas se sentía cada vez más agitada y confundida.
—Seguramente no te interesará mucho —dijo la muchacha, mirando las aguas grises y plateadas, intentando eludir la mirada de Gilthanas—. Es una historia sobre Huma…
—¡Huma! —exclamó Sturm que estaba sentado tras Gilthanas, y cuya forma fuerte y rápida de remar compensaba la ineptitud tanto del elfo como del enano—. Cuéntanos tu leyenda de Huma, Silvara.
—Sí, cuéntanos tu leyenda —repitió Gilthanas sonriendo.
—De acuerdo. Según los Kalanesti, en los últimos días de las terribles guerras de los dragones, Huma viajó por las tierras, con el propósito de ayudar a la gente. Pero con gran tristeza descubrió que le era imposible acabar con la desolación y destrucción de los dragones. Rezó a los dioses pidiéndoles una respuesta. —Silvara miró a Sturm, quien asintió solemnemente con la cabeza.
—Es verdad —dijo el caballero y Paladine respondió a sus oraciones enviándole el ciervo blanco. Pero nadie sabe hacia dónde lo guió.
—Mi gente lo sabe —dijo Silvara en voz baja—, porque el ciervo guió a Huma, tras muchas pruebas y peligros, a una tranquila gruta, aquí, en la tierra de Ergoth. En la gruta encontró a una mujer, bella y virtuosa, que lo ayudó a aliviar su tristeza. Ambos se enamoraron profundamente. Pero durante muchos meses, ella rehusó manifestarle su amor. Finalmente, incapaz de negar el ardiente fuego que quemaba en su interior, correspondió al amor de Huma. La felicidad de la pareja fue como la luz de Solinari en una noche de terrible oscuridad.
Silvara guardó silencio durante un instante, con la mirada perdida. Distraídamente se inclinó para tocar el tosco tejido de la capa que cubría el Orbe de los Dragones que yacía a sus pies.
—Continúa —le urgió Gilthanas. El elfo había dejado de remar y estaba sentado muy quieto, hechizado por los bellos ojos de Silvara y por su voz musical.
Silvara suspiró. Soltando la capa, dirigió su mirada más allá de las aguas, hacia los sombríos bosques.
—Su felicidad fue breve, pues ella guardaba un terrible secreto, ya que no era hija de una mujer, sino de un dragón. Su magia le había permitido tomar una forma humana. Pero no podía mentir a Huma por más tiempo. Le amaba demasiado. Con gran temor le reveló a Huma lo que era, apareciendo una noche ante él en su forma verdadera, la de un dragón plateado. Esperaba que él la odiara, incluso que la destrozara, ya que su pena era tan intensa que no quería seguir viviendo. Pero al mirar a la radiante y magnífica criatura que tenía ante él, el caballero reconoció en su ojos el noble espíritu de mujer que amaba. La magia le devolvió la forma de mujer, y rezó a Paladine para que le concediera esa forma para siempre. Ella renunciaría a su magia y a la larga vida de los dragones para vivir en el mundo con Huma.
Silvara cerró los ojos y su rostro se tiñó de tristeza. Gilthanas, al contemplarla, se preguntó por qué estaría tan afectada por la leyenda. Alargando el brazo, le rozó la mano. La muchacha se asustó como un animal salvaje, apartándose tan bruscamente que el bote se tambaleó.
—Lo siento —dijo Gilthanas—. No pretendía asustarte. —¿Qué ocurrió? ¿Cuál fue la respuesta de Paladine?
Silvara respiró profundamente.
—Paladine le concedió su deseo… pero con una terrible condición. Les mostró a ambos el futuro. Si ella continuaba siendo un dragón, Paladine les entregaría a ella y a Huma la Dragonlance y el poder de vencer a los dragones malignos. Si ella se convertía en mortal, vivirían juntos como hombre y mujer, pero los dragones malignos se quedarían en el mundo para siempre. Huma prometió que renunciaría a todo, a su honor, a su Orden de Caballería… con tal de permanecer con ella. Pero la mujer vio morir la luz en sus ojos mientras lo decía y llorando, supo qué respuesta daría. Los dragones malignos no debían permanecer en el mundo y el río plateado, se dice, se formó con las lágrimas derramadas por el dragón cuando Huma partió en busca de la Dragonlance.
—Una bonita historia, aunque algo triste —dijo Tasslehoff bostezando—. ¿Regresó el viejo Huma? ¿Tiene la historia un final feliz?
—La historia de Huma no acaba felizmente —explicó Sturm mirando ceñudamente al kender—. Pero murió gloriosamente en la batalla, venciendo al cabecilla de los dragones, a pesar de hallarse él mismo mortalmente herido. No obstante, he oído —añadió el caballero pensativamente—, que en la batalla montaba un dragón plateado.
—Y vimos un caballero sobre un dragón plateado en el Muro de Hielo —dijo Tas—. Le dio a Sturm un…
El caballero le dio al kender un rápido golpecillo en la espalda. Tas recordó, demasiado tarde, que habían acordado que aquello debía ser un secreto.
—No sé nada de un dragón plateado —dijo Silvara encogiéndose de hombros—. Mi gente sabe poco sobre Huma. Después de todo era un humano. Creo que cuentan esta leyenda sólo porque habla del río que ellos aman, del río que se lleva a sus muertos.
Al llegar a este punto uno de los Kalanesti señaló a Gilthanas y pronunció con sequedad unas palabras. Gilthanas miró a Silvara sin comprender. La doncella elfa sonrió.
—Pregunta si eres un elfo demasiado noble para remar, porque, si lo eres, dice que permitirá que vuestra señoría continúe el viaje a nado.
Gilthanas hizo una mueca, enrojeció y rápidamente volvió a tomar el remo.
A pesar de todos sus esfuerzos —al llegar el atardecer hasta Tasslehoff volvió a remar de nuevo el viaje río arriba fue lento y fatigoso. Cuando finalmente recalaron, les dolían los músculos y tenían las manos ensangrentadas, llenas de ampollas. Todo lo que pudieron hacer fue arrastrar los botes hasta la orilla y ayudar a ocultarlos.
—¿Crees que habremos conseguido escapar de nuestros perseguidores? —le preguntó Laurana a Theros.
—¿Responde eso a tu pregunta? —dijo el herrero señalando hacia el río.
Laurana pudo apenas entrever en el sombrío crepúsculo, varias oscuras siluetas sobre el agua. Aún se hallaban a bastante distancia pero Laurana comprendió que aquella noche los compañeros podrían descansar muy poco. Uno de los Kalanesti se dirigió a Theros, señalando río abajo. El fornido herrero asintió con la cabeza.
—No te preocupes. Estamos a salvo hasta mañana. Dice que ellos también tendrán que recalar. Nadie osa viajar por estas aguas de noche. Ni siquiera los Kalanesti, y ellos conocen cada recodo y cada meandro. Acamparemos aquí, en la orilla, pues según él, unas extrañas criaturas rondan los bosques por las noches —hombres con cabeza de reptiles—. Mañana viajaremos por el río tan lejos como nos sea posible, pero llegará un momento en que tendremos que dejarlo, viajar por tierra.
—Pregúntale si su gente detendría a los Qualinesti si éstos nos siguieran hasta sus tierras —le dijo Sturm a Theros.
Theros se volvió hacia el elfo Kalanesti, hablando el dialecto salvaje torpemente, pero suficientemente bien para ser comprendido. El elfo sacudió la cabeza. Era una criatura de aspecto salvaje. Laurana comprendió por qué su mente los consideraba poco más evolucionados que los animales, a pesar de que sus rostros revelaran trazos de sus lejanos ancestros humanos. Aunque no llevaba barba —la sangre elfa corría con demasiada pureza por las venas de los Kalanesti para que así fuera—, aquel elfo le recordaba Tanis, por su forma de hablar rápida y decidida, su complexión fuerte y musculosa, y sus gestos enfáticos.
Theros tradujo:
—Dice que los Qualinesti deben seguir el protocolo y pedir el permiso de los ancianos para entrar en tierras Kalanesti para seguiros. Los ancianos seguramente les otorgarán el permiso, e incluso puede que se ofrezcan a ayudarles. Ellos, como sus primos, tampoco quieren que haya humanos en Ergoth del Sur. De hecho, ha dejado bien claro que la única razón por la que él y sus amigos nos están ayudando es para devolver los favores que les he hecho en el pasado y para ayudar a Silvara.
Laurana dirigió su mirada hacia la muchacha. Silvara estaba en la orilla del río hablando con Gilthanas.
Theros vio que la expresión de Laurana se endurecía. Al ver a la Elfa Salvaje y el elfo noble juntos adivinó sus pensamientos.
—Es extraño apreciar celos en el rostro de alguien que según los rumores, huyó para convertirse en la amante de mi amigo, Tanis, el semielfo. Pensaba que eras diferente de los tuyos, Laurana.
—¡No es eso! —exclamó la elfa secamente, sintiendo que le ardía la piel—. No soy la amante de Tanis, aunque ello no suponga diferencia alguna. Lo que ocurre es que no confío en esa muchacha. Es como si estuviera demasiado ansiosa por ayudarnos. Ese interés, ¿tiene algún sentido?
—¡Puede que tu hermano tenga algo que ver con todo esto!
—El es un elfo noble… —comenzó a decir Laurana enojada. Pero al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir, se interrumpió—. ¿Qué sabes de Silvara?
—Poco —respondió Theros, contemplando a Laurana con tal mirada de decepción que consiguió enfurecerla—. Sé que es muy respetada y amada por los suyos, especialmente por su destreza curativa.
—¿Y su destreza como espía?
—Esta gente está luchando por su propia supervivencia. Hacen lo que deben. Fue un discurso fantástico el que hiciste en la playa, Laurana. Casi me lo creo.
El herrero se dirigió a ayudar a los Kalanesti a ocultar los botes. Laurana se mordió el labio, furiosa y avergonzada. ¿Tenía razón Theros? ¿Estaba ella celosa de la atención que Gilthanas le estaba demostrando a Silvara? ¿Consideraba a Silvara indigna de él? Así era como Gilthanas había considerado siempre a Tanis. ¿Era esto diferente?
Escucha tus sentimientos, le había dicho Raistlin. Eso estaba muy bien, pero primero debía entender sus sentimientos. ¿Es que su amor por Tanis no le había enseñado nada?
Sí, decidió Laurana finalmente, viéndolo más claro. Realmente creía en lo que le había dicho a Theros. Si había algo en Silvara de lo que ella desconfiara, no tenía nada que ver con el hecho de que Gilthanas se sintiera atraído por la muchacha. Era algo que no podía definir. A Laurana le dolió que Theros la hubiera interpretado mal, pero seguiría el consejo de Raistlin y confiaría en sus instintos:
Mantendría vigilada a Silvara