El dragón blanco.
¡Capturados!
El nombre del dragón era Sleet. Era un ejemplar hembra blanco de una especie más pequeña que el resto de las que habitaban Krynn. Nacidos y crecidos en las regiones árticas, los dragones blancos eran capaces de soportar un frío extremo, por lo que controlaban las regiones heladas del sur del continente de Ansalon.
Debido a su menor tamaño, pertenecían a la raza de vuelo más veloz. Los Señores de los Dragones los utilizaban a menudo para las misiones de espionaje. Por esa razón Sleet había estado ausente de su cubil del Muro de Hielo cuando los compañeros habían entrado en él para buscar el Orbe. La Reina de la Oscuridad había recibido noticias de que Silvanesti había sido invadido por un grupo de aventureros. Éstos habían conseguido —no se sabía cómo— vencer a Cyan Bloodbane y, según los informes, se hallaban en posesión del Orbe de los Dragones.
La Reina de la Oscuridad pensó que el grupo tal vez pudiera estar atravesando las praderas de Arena, por el camino de los Reyes, que era la ruta más directa por tierra hacia Sancrist, donde le habían informado que los Caballeros de Solamnia intentaban reagruparse. Así pues, ordenó a Sleet y a su escuadrilla de dragones blancos que volaran hacia el norte, hacia las praderas de Arena, que ahora estaban cubiertas de una pesada y espesa capa de nieve, para recuperar el Orbe.
Al ver la nieve relucir debajo suyo, Sleet dudó que los humanos fueran tan temerarios como para intentar cruzar aquellas devastadas tierras. Pero cumplía órdenes y se atuvo a ellas. Sleet exploró cada pulgada de terreno, desde los límites de Silvanesti en el este hasta las montañas Kharolis en el oeste. Algunos de sus dragones volaron incluso en dirección norte, hasta la Nueva Costa, que estaba controlada por los dragones azules.
Sus enviados se reunieron para informar que no habían visto huellas de ningún ser viviente en las praderas, y entonces Sleet recibió un mensaje notificándole que, mientras ella se hallaba explorando esa zona, había habido problemas en el Muro de Hielo.
Sleet regresó furiosa, pero llegó demasiado tarde. Feal-thas estaba muerto, y el Orbe había desaparecido. No obstante, sus aliados, los Thanoi u hombres-morsa, fueron capaces de describirle al grupo que había cometido tamaña atrocidad. Incluso pudieron indicarle la dirección que había tomado su barco, a pesar de que desde el Muro de Hielo sólo se podía navegar en una dirección, rumbo al norte.
Sleet informó de la pérdida del Orbe a la Reina de la Oscuridad, quien se sintió sumamente enojada y asustada. ¡Ahora los Orbes desaparecidos ya eran dos! A pesar de saber que su poder maligno era el más fuerte de todo Krynn, la Reina Oscura sabía también con enojosa seguridad que las fuerzas del bien aún rondaban aquellas tierras, y que podía haber alguien lo suficientemente sabio y poderoso para descubrir el secreto de la mágica esfera.
Por tanto a Sleet se le ordenó encontrar el Orbe para llevarlo, no al Muro de Hielo, sino a la propia reina. El dragón no debía, bajo ninguna circunstancia, perderlo o dejar que se perdiera. Los Orbes eran inteligentes y estaban imbuidos de un fuerte sentido de supervivencia. Por eso llevaban tanto tiempo con vida, cuando hasta aquellos que los habían creado estaban ya muertos.
Sleet sobrevoló velozmente el mar de Sirrion y sus poderosas alas blancas no tardaron en acercarla al barco. No obstante, a Sleet se le presentaba ahora un interesante problema intelectual que no estaba preparada para afrontar.
Los dragones blancos eran los menos inteligentes de todas las razas de dragones, lo cual tal vez se debía a la pureza de raza necesaria para engendrar un reptil que pudiera tolerar climas tan fríos. Sleet nunca había necesitado pensar por sí misma. Feal-thas siempre le decía lo que tenía que hacer. Por tanto, mientras volaba en círculos sobre el barco, Sleet se sintió bastante confusa ante el problema que se le planteaba: ¿Cómo podría conseguir el Orbe?
Al principio planeó congelar el barco con su gélido aliento. Luego comprendió que así sólo conseguiría encerrar el Orbe en un helado bloque de madera, dificultando enormemente su rescate. Además, había muchas probabilidades de que el barco se hundiera antes de que ella pudiera destruirlo y si realmente se las arreglaba para destrozarlo, era posible que el Orbe se hundiera con la nave. El barco era demasiado pesado para poder alzarlo con sus garras y volar a tierra firme. Sleet continuaba describiendo círculos sobre el barco, reflexionando, mientras contemplaba a los desgraciados humanos corriendo arriba y abajo como ratones asustados por la cubierta.
El dragón hembra consideró la posibilidad de enviar otro mensaje telepático a su reina, pidiéndole ayuda. Pero Sleet desechó la idea de recordarle tanto su existencia como su ignorancia. El dragón siguió al barco todo el día, revoloteando sobre él, cavilando. Dejándose mecer cómodamente por los vientos marinos, permitió que el temor que inspiraba a los humanos llevara a éstos a un estado de verdadero terror. De pronto, justo cuando se ponía el sol, Sleet tuvo una idea. Sin pararse a pensar, decidió ponerla en práctica inmediatamente.
Cuando Tas informó que el velero estaba siendo seguido por un dragón blanco, cundió el pánico entre la tripulación. Todos se armaron con sables y se dispusieron a luchar contra la bestia, a pesar de saber perfectamente cómo podía acabar un combate semejante. Gilthanas y Laurana, ambos habilidosos arqueros, colocaron flechas en los arcos. Sturm y Derek prepararon sus espadas y escudos. Tasslehoff agarró su vara jupak. Flint intentó levantarse de la cama, pero no consiguió ni sostenerse en pie. Elistan conservó la calma y comenzó a rezar a Paladine.
—Tengo más fe en mi espada que la que ese anciano tiene en su dios —le dijo Derek a Sturm.
—Los Caballeros de Solamnia siempre han honrado a Paladine —respondió Sturm en tono de reproche.
—Yo lo respeto… respeto su recuerdo —dijo Derek pero encuentro perturbadora toda esta palabrería sobre el «regreso» de Paladine, Brightblade. Y lo mismo opinará el Consejo cuando lo sepa. Cuando se debata la cuestión de tu investidura harías bien en reconsiderar el tema.
Sturm se mordió el labio, tragándose su enojada réplica igual que si se estuviera tomando una medicina amarga.
Pasaron largos minutos. Todos los ojos estaban posados sobre la criatura de alas blancas que volaba sobre ellos. Pero no podían hacer nada, y esperaron, y esperaron.
Y esperaron. Pero el dragón no atacó.
Este volaba sobre ellos incansablemente, su sombra cruzaba y volvía a cruzar la cubierta con una escalofriante y monótona regularidad. Los marineros, dispuestos a luchar sin hacer preguntas, pronto comenzaron a murmurar entre ellos, ya que la espera resultaba insoportable. Para empeorar las cosas el dragón parecía absorber el viento, pues las velas ondearon y cayeron deshinchadas. El barco perdió su raudo ritmo de avance y comenzó a navegar a trompicones. De pronto un grupo de nubes tormentosas, proveniente del norte, comenzó a avanzar lentamente sobre el agua, proyectando una negra sombra sobre el reluciente mar.
Finalmente Laurana bajó el arco y se frotó la dolorida espalda y los músculos del cuello. Sus ojos estaban acuosos e irritados, deslumbrados de tanto mirar al sol.
—Metedlos en un bote y lanzadlos por la borda —oyó que le sugería un viejo marinero a un compañero en un tono de voz lo suficientemente alto para ser oído—. Seguro que esa inmensa bestia nos dejará marchar. Es a ellos a quien busca, no a nosotros.
«Ni siquiera nos busca a nosotros. Probablemente se trata del Orbe de los Dragones. Por esto no nos ha atacado», pensó Laurana inquieta. Pero no podía decírselo, ni siquiera al capitán. El valioso objeto debía ser mantenido en secreto.
La tarde continuó avanzando, y el dragón siguió volando como una terrible ave marina. El capitán estaba cada vez más irritado. No solamente tenía que enfrentarse a un dragón, sino también a la probabilidad de un motín. Cuando era casi la hora de la cena, ordenó a los compañeros que descendieran a la cubierta inferior.
Tanto Derek como Sturm se negaron pero, cuando parecía que las cosas iban a empeorar, un marinero gritó:
—¡Tierra, tierra a estribor!
—Ergoth del Sur —dijo ceñudo el capitán—. La corriente nos está arrastrando hacia las rocas y si no tenemos algo de viento, no tardaremos en estrellamos.
En ese preciso momento el dragón dejó de volar. Se detuvo durante un instante, y luego ascendió hacia el cielo. Los marineros se alegraron, pensando que se alejaba de allí. Pero Laurana se acordó de Tarsis, y comprendió lo que iba a suceder
—¡Va a descender! —gritó—. ¡Se dispone a atacarnos!
—¡Id abajo! —gritó Sturm y los marineros, tras una dubitativa mirada hacia la fiera, se precipitaron por las escotillas. El capitán se dirigió velozmente hacia el timón.
—Ve abajo —le ordenó al timonel.
—¡No puedes quedarte aquí arriba! —le chilló Sturm corriendo hacia él—. ¡Te matará!
—Nos iremos a pique si no lo hago.
—¡Nos iremos a pique si mueres! —exclamó Sturm.
Lamentando ser agresivo, golpeó al capitán y lo arrastró hasta la cubierta inferior.
Laurana descendió a toda prisa por las escaleras, seguida de Gilthanas. El elfo aguardó hasta que Sturm hubiera bajado al inconsciente capitán y sólo entonces cerró la escotilla.
Un segundo después el dragón lanzó contra el barco una bocanada de aire de tal potencia que casi consigue hundirlo. El velero escoró peligrosamente. Todos perdieron pie, hasta los marineros más experimentados, tropezando los unos con los otros en las atestadas estancias de popa, bajo cubierta. Flint rodó por el suelo, maldiciendo.
—Ha llegado el momento de rezarle a tu dios —le dijo Derek a Elistan.
—Ya lo estoy haciendo —respondió éste mientras ayudaba al enano a levantarse.
Laurana, agarrada a un poste, aguardó temerosa la destellante luz naranja, el fragrante calor, las llamas. En lugar de ello, se propagó un frío cortante que quitaba la respiración y helaba la sangre. La muchacha podía oír cómo las jarcias y los aparejos crujían al quebrarse, y las velas cesaban de batir. Al elevar la mirada, vio filtrarse una blanca escarcha entre las grietas de la cubierta de madera.
—¡Los dragones blancos no lanzan llamas! —exclamó Laurana horrorizada—. ¡Expulsan hielo! ¡Elistan! ¡Tus oraciones han sido escuchadas!
—¡Bah! Es lo mismo que las llamas —dijo el capitán que ya había vuelto en sí, sacudiendo la cabeza y frotándose las mandíbulas—. El hielo va a acabar congelándonos.
—¡Un dragón que expulsa hielo! —exclamó Tas pensativamente—. ¡Ojalá pudiera verlo!
—¿Qué ocurrirá? —preguntó Laurana mientras el barco se enderezaba lentamente, crujiendo y gimiendo.
—No podemos hacer nada —le gritó el capitán—. La jarcia se partirá bajo el peso del hielo, arrastrando las velas con ella. El mástil se romperá como un árbol herido por un rayo. Si no podemos gobernar el barco, la corriente nos estrellará contra las rocas, y ése será nuestro final. ¡Maldición!
—Podríamos intentar disparar contra él cuando vuelva a pasar —dijo Gilthanas.
Sturm sacudió la cabeza, presionando la escotilla.
—Debe haber más de un pie de hielo sobre nosotros —informó el caballero—. Estamos totalmente encerrados aquí dentro.
«Así es como el dragón piensa conseguir el Orbe. Llevará el barco a tierra, nos matará y luego, cuando ya no corra el riesgo de que se hunda en el océano, lo recuperará», pensó Laurana acongojada.
—Otra bocanada más y nos hundiremos hasta el fondo —predijo el capitán. Pero no hubo otra ráfaga como la primera. La siguiente bocanada fue más suave, y todos ellos comprendieron que el dragón estaba utilizando su aliento para acercarlos a la costa.
Era un plan excelente, Sleet podía sentirse orgullosa. Se deslizó tras el barco, dejando que la corriente y la marea lo llevaran hacia la costa, dando un pequeño soplido de vez en cuando. Pero al ver las puntiagudas rocas emergiendo del mar iluminado por las lunas, comprendió el grave error de su plan. De pronto la luz de aquellas desapareció, borrada por las nubes tormentosas, y el dragón no pudo ver nada. Todo era más oscuro que el alma de su reina.
Sleet maldijo las nubes de tormenta, que tanto convenían a los propósitos de los Señores de los Dragones que se hallaban en el norte, pero que tanto la perjudicaban a ella, pues anulaban la luz de las lunas. Oyó los chasquidos y crujidos de la madera astillándose cuando el barco golpeó las rocas. Pudo oír, incluso, los gritos y lamentos de la tripulación… ¡pero no podía ver! Descendió a poca distancia de las aguas, confiando en poder paralizar a aquellas miserables criaturas con hielo hasta la mañana siguiente. Pero entonces escuchó un atemorizante sonido en la oscuridad… el del vibrar de las cuerdas de los arcos.
Una flecha pasó silbando junto a la cabeza. Otra atravesó la frágil membrana de una de sus alas. Chillando de dolor, Sleet alzó el vuelo. ¡Debía haber elfos allí abajo!, comprendió furiosa. Las flechas seguían silbando a su alrededor ¡Malditos elfos de visión nocturna! Para ellos debía ser una fabulosa diana, especialmente estando herida de una ala.
Sintiendo flaquear sus fuerzas, el dragón hembra resolvió regresar al Muro de Hielo. Estaba cansada de volar todo el día, y la herida del ala le dolía terriblemente. Debería informar de su nuevo fracaso a la Reina Oscura, aunque, al volver a pensar en ello se dio cuenta de que, después de todo, no era un fracaso. Había evitado que el Orbe llegara a Sancrist, y había destrozado el barco. Además, conocía la situación exacta del Orbe. La reina, con su vasta red de espionaje en Ergoth, podría recuperarlo fácilmente.
Apaciguado, el dragón blanco voló lentamente en dirección al sur. Por la mañana había alcanzado ya su vasto territorio de glaciares y, tras comunicar su informe, que fue bastante bien recibido, Sleet pudo deslizarse en su caverna de hielo y curar la herida de su ala hasta restablecerse.
—¡Se ha ido! —exclamó Gilthanas asombrado.
—Por supuesto —dijo Derek cansinamente mientras ayudaba a recuperar todas las provisiones que podía del barco naufragado—. Su visión no puede compararse a la tuya de elfo. Además, una de tus flechas le ha dado.
—Ha sido un disparo de Laurana, no mío —dijo Gilthanas, sonriéndole a su hermana, quien se encontraba en la orilla con el arco en las manos.
Derek esbozó una mueca de duda. Dejando cuidadosamente en el suelo la caja que llevaba, el caballero volvió a meterse en el agua. Pero de la oscuridad surgió una figura que lo detuvo.
—Es inútil, Derek. El barco se ha hundido —dijo Sturm. Sturm llevaba a Flint sobre la espada. Al ver que el caballero se tambaleaba de cansancio, Laurana corrió hacia el aguapara ayudarle. Entre ambos llevaron al enano a la orilla y lo tendieron sobre la arena. En el mar, los crujidos de la madera ya habían cesado, y esos sonidos se veían ahora reemplazados por los del interminable romper de las olas.
De pronto se oyó un chapoteo. Tasslehoff alcanzó la orilla tiritando pero con la misma sonrisa de siempre. Le seguía el capitán ayudado por Elistan.
—¿Dónde están los cadáveres de mis hombres? —preguntó Derek con sólo ver al capitán—. ¿Dónde están?
—Había cosas más importantes que llevar —respondió ceñudo Elistan—. Cosas que necesitan los vivos, como armas y comida.
—Muchos hombres buenos han encontrado su morada final bajo las aguas. Me temo que vuestros hombres no serán los primeros… ni los últimos —añadió el capitán.
Derek pareció disponerse a responder, pero el capitán. Con expresión triste y fatigada dijo:
—He dejado allí a seis de mis hombres esta noche, señor. A diferencia de los vuestros, estaban vivos cuando iniciamos el viaje. Por no mencionar el hecho de que mi barco, mi forma de ganarme la vida, también ha quedado allí. No creo que pueda añadir nada más, si comprendéis lo que quiero decir.
—Siento vuestra pérdida, capitán —respondió Derek con torpeza—. Y os admiro a vos y a vuestra tripulación por todo lo que intentasteis hacer.
El capitán murmuró algo y se quedó en pie, mirando vagamente la playa, como si se sintiera perdido.
—Enviamos a vuestros hombres por la orilla, en dirección norte —le dijo Laurana señalando—. Allí, entre aquellos árboles, podremos refugiarnos.
Súbitamente, como verificando sus palabras, apareció una luz brillante: las llamas de una inmensa hoguera.
—¡Están locos! ¡El dragón volverá a lanzarse sobre nosotros! —exclamó Derek furioso.
—Una de dos, o sucede eso, o moriremos de frío. Haga su elección, señor caballero. A mí poco me importa —dijo el capitán desapareciendo en la oscuridad.
Sturm se estiraba y gruñía, intentando relajar sus helados y ateridos músculos. Flint yacía sobre la arena, dolorido y tembloroso. Cuando Laurana se arrodilló para cubrirle con su capa, se dio cuenta del frío que ella misma sentía.
Con la agitación de intentar escapar del barco y la lucha contra el dragón, se había olvidado del frío. Casi no podía recordar los detalles de la huida, salvo que cuando alcanzaban la orilla había visto al dragón lanzarse sobre ellos, y que, entonces, había buscado su arco con dedos temblorosos y ateridos. Aún se preguntaba cómo alguno había tenido la suficiente presencia de ánimo como para intentar salvar algo.
—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó temerosa.
—Aquí, en el arcón —respondió Derek—. Con el pedazo, de lanza y esa espada elfa a la que llamáis Wrymslayer y, ahora, supongo que deberíamos aprovechar esa hoguera.
—Yo creo que no —una extraña voz resonó en la oscuridad, y al mismo tiempo numerosas antorchas llameantes rodearon al grupo.
Los compañeros se sobresaltaron e inmediatamente desenvainaron sus armas, agrupándose alrededor del indefenso enano. Pero tras un breve instante de paralización, Laurana reparó en los rostros iluminados por las antorchas.
—¡Esperad! —gritó—. ¡Son de los nuestros! ¡Son elfos!
—¡Sois de Silvanesti! —exclamó Gilthanas vehementemente. Dejando caer su arco al suelo, caminó hacia el elfo que había tomado la palabra—. Hemos viajado durante mucho tiempo en la oscuridad —dijo en idioma elfo, alargando una mano—. Bien hallado, herman…
Nunca pudo acabar de formular el antiguo saludo, pues el que dirigía el grupo de elfos dio un paso hacia delante, golpeó a Gilthanas en el rostro con el extremo de su vara y le hizo caer en tierra inconsciente.
Sturm y Derek alzaron inmediatamente sus espadas. El acero relampagueó a la luz de las antorchas.
—¡Deteneos! —gritó Laurana en el idioma de los elfos. Arrodillándose junto a su hermano, echó hacia atrás la capucha de su capa para que la luz iluminara su rostro—. Somos vuestros primos. ¡Somos de Qualinesti y estos humanos son Caballeros de Solamnia!
—¡Sabemos perfectamente quienes sois! —el jefe elfo escupió las palabras—. ¡Espías de Qualinesti!, y no nos parece nada extraño que viajéis en compañía de humanos. Hace mucho que vuestra sangre ha sido contaminada. Lleváoslos —dijo haciendo una señal a sus hombres—. Si no os acompañan pacíficamente, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Y averiguad qué han querido decir al mencionar el Orbe de los Dragones…
Los elfos dieron un paso hacia adelante.
—¡No! —gritó Derek dando un salto y situándose junto al arcón—. ¡Sturm, no deben arrebatamos el Orbe!
Pero Sturm ya había pronunciado el saludo de los Caballeros ante el enemigo y avanzaba empuñando la espada.
—Parece que va a haber pelea. Que así sea —dijo el cabecilla de los elfos alzando su arma.
—¡Os digo que esto es una locura! —chilló Laurana furiosa, situándose entre las relucientes espadas.
Los elfos se detuvieron indecisos. Sturm la agarró para hacerla retroceder, pero la muchacha consiguió soltarse.
—Los goblins y los draconianos, malignos y repugnantes, no caen en la bajeza de luchar entre ellos —la voz le temblaba de rabia—, mientras que nosotros, los elfos, antigua encarnación del bien, ¡pretendemos matarnos los unos a los otros! ¡Mirad! —la muchacha levantó la tapa del arcón y lo abrió—. ¡Aquí tenemos la esperanza de la salvación del mundo! Es uno de los Orbes de los Dragones. Lo sacamos del Muro de Hielo corriendo un grave riesgo. Nuestro barco ha quedado destrozado en las aguas. Conseguimos hacer huir al dragón que intentaba arrebatárnoslo. Y, después de todo esto… ¡resulta que lo más peligroso es nuestra propia gente! Si esto es verdad, si hemos caído tan bajo, entonces matadnos ahora y os juro que ninguna persona de este grupo intentará deteneros.
Sturm, que no comprendía el idioma elfo, vio que los elfos bajaban las armas.
—Bueno, sea lo que sea lo que les ha dicho, parece que ha funcionado, —de mala gana, envainó su espada. Derek, tras un instante de vacilación, bajó su arma pero no la guardó en la funda.
—Tomaremos en consideración vuestra historia —comenzó a decir torpemente en común el jefe elfo, pero se interrumpió al oír gritos y chillidos a cierta distancia.
Los compañeros vieron que unas oscuras sombras rodeaban la hoguera. El elfo miró hacia allí, aguardó hasta que se hizo el silencio, y luego se volvió al grupo de nuevo, en particular a Laurana, que se había inclinado sobre su hermano.
—Puede que hayamos actuado precipitadamente, pero cuando hayáis vivido aquí durante algún tiempo, lo comprenderéis.
—¡Nunca llegaré a entenderlo! —exclamó Laurana entre sollozos.
Un elfo apareció en la oscuridad.
—Humanos, señor. —Laurana le escuchó informar en el idioma elfo—. Por su apariencia son marineros. Dicen que su barco ha sido atacado por un dragón y se ha estrellado en las rocas.
—¿Lo habéis comprobado?
—Encontramos restos del naufragio flotando en la orilla. Los humanos están exhaustos y medio ahogados, no han ofrecido ninguna resistencia. No creo que hayan mentido.
El jefe elfo se volvió hacia Laurana.
—Parece que vuestra historia es cierta —dijo, hablando una vez más en común—. Me han informado que los humanos capturados son marineros. No os preocupéis por ellos. Desde luego los haremos prisioneros. No podemos permitir que los humanos ronden esta isla, con todos los problemas que tenemos. Pero los trataremos bien. No somos goblins —añadió agriamente—. Lamento haber golpeado a vuestro amigo…
—Hermano —replicó Laurana—. E hijo menor del Orador de los Soles. Soy Lauralanthalasa, y él es Gilthanas. Somos de la casa real de Qualinesti.
El elfo pareció palidecer al oír las noticias, pero inmediatamente recuperó la serenidad.
—Vuestro hermano será bien atendido. Haré llamar a un sanador …
—¡No necesitamos a vuestro sanador! —dijo Laurana—. Ese hombre… —explicó señalando a Elistan— es clérigo de Paladine. El ayudará a mi hermano…
—¿Un humano? —preguntó el elfo en tono incrédulo.
—¡Sí, un humano! —chilló Laurana con impaciencia—. ¡Los elfos han golpeado a mi hermano!, y recurro a los humanos para que lo curen. Elistan…
El clérigo dio un paso hacia adelante pero, a una señal de su cabecilla, varios elfos lo sujetaron rápidamente, inmovilizándolo. Sturm se dispuso a acudir en su ayuda, pero Elistan lo detuvo con un gesto, mirando a Laurana intencionadamente. El caballero retrocedió, comprendiendo el silencioso mensaje de Elistan. Sus vidas dependían de la elfa.
—¡Soltadlo! —ordenó Laurana—. ¡Dejadle ayudar a mi hermano!
—No puedo creer que sea un clérigo de Paladine, princesa Laurana —dijo el elfo—. Todos sabemos que los clérigos desaparecieron de Krynn cuando los antiguos dioses nos abandonaron. No sé quién es este charlatán ni cómo ha conseguido que le creyerais, pero no permitiré que este humano ponga sus manos sobre un elfo.
—¿Ni siquiera sobre un elfo enemigo?
—Ni aunque hubiera matado a mi propio padre y ahora, princesa Laurana, debo hablar con vos en privado para intentar explicaros lo que está sucediendo en Ergoth del Sur.
Al ver titubear a Laurana, Elistan dijo:
—Ve, querida. Eres nuestra única posibilidad de salvación. Yo me quedaré junto a Gilthanas.
—Muy bien —dijo Laurana incorporándose. Con expresión pálida se alejó del grupo con el elfo
—Esto no me gusta nada —dijo Derek frunciendo el entrecejo—. Les explicó demasiado cosas sobre el Orbe, y no hubiera debido hacerlo.
—Nos oyeron hablar de él —respondió Sturm fatigado.
—Sí, ¡pero les dijo dónde estaba! No confío en ella… ni en su gente. ¿Quién sabe qué tipo de trato estarán haciendo…?
—¡Esto ya es demasiado! —rechinó una voz.
Ambos hombres se volvieron sorprendidos y descubrieron a Flint poniéndose en pie. Aunque sus dientes aun castañeaban, el enano le dirigió a Derek una helada mirada.
—Estoy com… completamente harto d… de ti, señor Su… supremo y Poderoso —el enano apretó los dientes para que dejaran de castañear el tiempo suficiente para poder hablar.
Sturm se dispuso a intervenir, pero el enano lo apartó a un lado para enfrentarse a Derek. La imagen era bastante cómica, y Sturm la recordó a menudo con una sonrisa. ¿Podría en alguna ocasión explicársela a Tanis? Flint, con su larga barba blanca empapada y desgreñada, con las ropas goteando, formando charcos a sus pies, y llegándole a Derek sólo a la altura del cinturón, regañó al alto y orgulloso caballero solámnico como podría haber regañado a Tasslehoff.
—¡Vosotros, los caballeros, habéis vivido tanto tiempo protegidos por las espadas y las armaduras que vuestros cerebros se han convertido en una masa amorfa! —profirió el enano—. Si es que alguna vez habéis tenido cerebro, cosa que dudo. He visto a esa muchacha pasar de ser una joven mimada, a convertirse en la bella mujer que es ahora y te digo que no existe persona más noble y valiente en todo Krynn. Lo que no puedes tolerar es que acabe de salvar tu pellejo. ¡Eso no puedes soportarlo!
El rostro de Derek enrojeció bajo la luz de las antorchas.
—No necesito que los enanos ni los elfos me defiendan… —comenzaba a decir Derek cuando Laurana regresó corriendo con ojos relampagueantes.
—¡Cómo si el mal no fuera ya suficiente, lo encuentro extendido entre los de mi propia raza! —murmuró la elfa con los labios apretados.
—¿Qué sucede? —preguntó Sturm.
—La situación es la siguiente: En estos momentos hay tres razas de elfos viviendo en Ergoth del Sur…
—¿Tres razas? —interrumpió Tasslehoff mirando a Laurana con profundo interés—. ¿Cuál es la tercera raza? ¿De dónde vienen? ¿Podría verlos? Nunca había oído…
Aquello era demasiado para Laurana.
—Tas, ve a quedarte con Gilthanas y dile a Elistan que venga —dijo en tono severo.
—Pero…
Sturm le dio al kender un empujón.
—Ve —le ordenó.
Tasslehoff, dolido, se dirigió desconsolado hasta donde se encontraba Gilthanas. El kender se dejó caer sobre la arena haciendo mohines. Antes de reunirse con los demás, Elistan le dio unos golpecillos en el hombro.
—Los elfos Kalanesti, conocidos en el idioma común como los Elfos Salvajes, son la tercera raza —prosiguió Laurana—. Lucharon a nuestro lado durante las guerras de Kinslayer. Como recompensa por su lealtad, Kith-Kanan les otorgó las montañas de Ergoth —eso fue antes de que Qualinesti y Ergoth quedaran divididos por el Cataclismo—. No me sorprende nada que nunca hayáis oído hablar de los Elfos Salvajes, o Elfos Limítrofes, como también se les llamaba. Son reservados y se mantienen apartados, son feroces luchadores que sirvieron bien a Kith-Kanan, pero nunca han amado las ciudades. Se mezclaron con los Druidas y aprendieron de su saber. También recuperaron las costumbres de los antiguos elfos. Mi gente los considera unos bárbaros —tal como vuestra gente considera bárbaros a las razas de las Llanuras.
—Hace algunos meses, cuando los Silvanesti se vieron obligados a dejar su antiguo hogar, se refugiaron aquí, pidiendo la aprobación de los Kalanesti para morar temporalmente en estas tierras. Luego llegó mi gente, los Qualinesti. De esta forma, una raza que había estado separada durante tantos cientos de años, ha acabado reuniéndose.
—No veo la importancia que esto pueda tener… —interrumpió Derek.
—Acabarás comprendiéndolo, ya que nuestras vidas dependen, en parte, de la comprensión de lo que está ocurriendo en esta triste isla… —a la elfa le falló la voz. Elistan se acercó a ella y la rodeó con el brazo intentando reconfortarla.
—Todo empezó bastante pacíficamente. Después de todo, las dos razas exiliadas tenían mucho en común —ambas habían tenido que abandonar su amada tierra natal debido al mal reinante en el mundo—. Establecieron sus hogares en la isla; los Silvanesti en la costa oeste y los Qualinesti en la este. Ambas costas están separadas por un estrecho conocido con el nombre de Thon-Tsalarian, que en Kalanesti significa «río de los Muertos». Los Kalanesti viven en las praderas que hay al norte del río. Al principio tanto los Silvanesti como los Qualinesti intentaron iniciar una relación amistosa entre ellos, pero pronto empezaron los problemas, ya que ambas familias de elfos no pudieron convivir ni siquiera después de cientos de años, sin que los viejos odios y diferencias salieran a la luz. —Laurana cerró un instante los ojos—. El río de los Muertos bien podría llamarse Thon-Tsararoth, río de la Muerte.
—Venga, muchacha —dijo Flint tocando la mano de la elfa—. Los enanos también hemos pasado por ello. Ya viste como fui tratado en Thorbardin —un enano de las Colinas entre los enanos de las Montañas. De todos los odios, el más cruel de todos es el que se da entre familias.
—Todavía no había muerto nadie, pero los ancianos estaban tan horrorizados al pensar en lo que pudiera ocurrir —los elfos matándose los unos a los otros—, que decretaron que nadie podría cruzar el estrecho, bajo pena de arresto —continuó diciendo Laurana—. Yasí es como están las cosas. Ninguno de los bandos confía en el otro. ¡Incluso se han acusado unos a otros de venderse a los Señores de los Dragones! En ambos bandos se han capturado espías del bando contrario.
—Esto explica que nos atacaran —murmuró Elistan.
—¿Y qué ocurre con los Kal? —Kal…— balbuceó Sturm sin conseguir pronunciar la palabra en elfo.
—Los Kalanesti. Ellos, que nos permitieron compartir su territorio, han sido los que han llevado la peor parte. Siempre han sido pobres en bienes materiales. Pobres para nosotros, pero no para ellos. Viven en los bosques y montañas, tomando lo que necesitan de la tierra, y son cazadores. No cultivan cosechas ni tampoco forjan metales. Cuando llegamos aquí, nuestras joyas de oro y nuestras armas de acero les hicieron pensar que éramos ricos. Muchos de sus jóvenes se dirigieron a los Qualinesti y a los Silvanesti para intentar aprender los secretos de hacer brillar la plata, el oro… y el acero.
Laurana se mordió el labio y sus rasgos se endurecieron.
—Tengo que decir, avergonzada, que mi gente se ha aprovechado de la pobreza de los Elfos Salvajes. Los Kalanesti trabajan de esclavos entre nosotros. Por este motivo sus ancianos son cada vez más salvajes y agresivos, pues han visto marchar a sus jóvenes y presienten que su vida está amenazada.
—¡Laurana! —gritó Tasslehoff. La elfa se volvió.
—Mira —le dijo en voz baja a Elistan—. Ahí está uno de ellos —el clérigo vio a una ágil mujer joven, o al menos supuso que lo era por su larga cabellera, que iba vestida con ropa masculina. El personaje se arrodilló junto a Gilthanas y le tocó la frente. Gilthanas se agitó y gimió de dolor. La Kalanesti rebuscó en una bolsa que llevaba y comenzó a mezclar algo en una pequeña copa de arcilla.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Elistan.
—Por lo que parece es el «sanador» que enviaron a buscar —dijo Laurana examinándola atentamente—. Los Kalanesti destacan por sus habilidades druídicas.
Elfos Salvajes era un nombre apropiado, decidió Elistan observando atentamente a la muchacha. Nunca había visto en Krynn a un ser, supuestamente inteligente, de aspecto tan salvaje. Iba vestida con unos calzones de cuero, enfundados dentro de unas botas del mismo material. Sobre sus hombros llevaba una camisa de hombre, seguramente robada a algún elfo noble. Su piel era pálida y estaba demasiado delgada, desnutrida. Su enmarañado cabello estaba tan sucio que era imposible distinguir su color, pero la mano que tocó a Gilthanas era esbelta y proporcionada, y en su amable rostro podía apreciarse preocupación y compasión por el elfo herido.
—Bien —dijo Sturm—, ¿y qué hacemos nosotros en medio de todo esto?
—Los Silvanesti han accedido a escoltamos hasta donde se encuentra mi gente —dijo Laurana enrojeciendo. Evidentemente ése había sido el punto de mayor controversia—. Al principio insistieron en llevarnos ante sus ancianos, pero les dije que no iría a ninguna parte sin antes saludar a mi padre y discutir el tema con él. No podían negarse. Entre todas las familias de elfos, una hija pertenece a la casa de su padre hasta que es mayor de edad. Si me hubieran retenido aquí contra mi voluntad, hubiera sido considerado como un secuestro, lo que hubiera causado hostilidades. Ninguno de ambos bandos está preparado para ello.
—¿Nos dejan marchar a pesar de saber que tenemos el Orbe de los Dragones? —preguntó Derek asombrado
—No nos dejan marchar —respondió Laurana secamente—. Dije que van a escoltarnos hasta la zona habitada por los Qualinesti.
—Pero hay una avanzada solámnica en el norte —discutió Derek—. Allí podríamos tomar un barco que nos llevara a Sancrist…
—Si intentaras escapar no vivirías lo suficiente ni para llegar a esos árboles —declaró Flint, estornudando.
—Tiene razón —dijo Laurana—. Debemos ir con los Qualinesti y convencer a mi padre para que nos ayude a transportar el Orbe a Sancrist.
Una pequeña línea oscura apareció entre sus cejas, lo cual hizo pensar a Sturm que la muchacha no creía que aquello fuera a resultar tan fácil como parecía.
—Y ahora, ya hemos hablado suficiente —continuó Laurana. Me dieron permiso para explicaros la situación, pero están ansiosos por partir. Debo atender a Gilthanas. ¿Estamos de acuerdo?
Laurana miró a los caballeros no tanto en espera de su aprobación sino más bien como si esperara una confirmación de su liderazgo. Por un instante se pareció tanto a Tanis en su actitud calma y firme que Sturm sonrió. Pero Derek no sonreía. Se sentía frustrado y furioso, sobre todo porque sabía que no había nada que él pudiera hacer.
No obstante, al final farfulló algo así como que debían intentar que todo fuera lo mejor posible y se dirigió enojado a recoger el arcón. Flint y Sturm lo siguieron.
Laurana caminó hacia su hermano, pisando silenciosamente la arena con sus botas de piel. Pero la Elfa Salvaje la oyó acercarse. Alzando la cabeza, lanzó a Laurana una temerosa mirada y se echó hacia atrás, como un pequeño animal aterrorizado ante la presencia de un hombre. Tas, que había estado charlando con ella en una extraña mezcla de Común y elfo, la tomó suavemente del brazo.
—No te vayas —dijo el kender alegremente—. Ella es la hermana del elfo noble. Mira, Laurana. Gilthanas está volviendo en sí. Debe ser esa sustancia lodosa que le ha puesto sobre la frente. Hubiera jurado que seguiría inconsciente varios días. —Tas se puso en pie—. Laurana, ésta es mi amiga… ¿cómo dijiste que te llamabas?
La muchacha temblaba violentamente sin osar alzar la mirada. Tomaba puñados de arena en la mano, que un segundo después dejaba caer. Murmuró algo que ninguno de los dos pudo oír.
—¿Cómo has dicho, pequeña? —le preguntó Laurana en un tono tan dulce y amable que la elfa alzó la mirada tímidamente.
—Silvart —dijo en voz baja.
—Ese nombre, en dialecto Kalanesti, significa «cabello de plata», ¿no? —preguntó Laurana arrodillándose junto a Gilthanas y ayudándole a incorporarse. Aturdido, Gilthanas se llevó la mano al rostro, en el que la muchacha también había extendido una espesa pasta sobre sus sangrantes mejillas.
—No lo toques —recomendó Silvart, tomando rápidamente la mano de Gilthanas entre las suyas—. Te hará bien —hablaba el idioma común sin rudeza, clara y concisamente.
Gilthanas gimió de dolor, cerrando los ojos y dejando caer la mano. Silvart lo miró preocupada. Se disponía a frotar con suavidad su rostro, cuando —tras mirar rápidamente a Laurana retiró la mano y comenzó a levantarse.
—Espera —dijo Laurana—. Espera, Silvart.
La muchacha se quedó quieta, contemplando a Laurana con tal temor en sus grandes ojos, que ésta se sintió avergonzada.
—No te asustes. Quiero darte las gracias por cuidar de mi hermano. Tasslehoff tiene razón. Pensé que la herida era realmente grave, y tú le has ayudado. Por favor, si no te importa, quédate con él.
Silvara miró hacia el suelo.
—Señora, me quedaré con él, si eso es lo que ordenáis.
—No te lo ordeno, Silvart. Sencillamente eso es lo que desearía y mi nombre es Laurana.
—Entonces me quedaré con él gustosa, seño… Laurana, si ése es tu deseo —hablaba en voz tan baja que apenas podían oír sus palabras—. En efecto, mi verdadero nombre, Silvara, significa «cabello de plata». Silvart es como me llaman ellos —dijo mirando a los guerreros Silvanesti. Luego volvió a mirar a Laurana—. Por favor, quisiera que me llamaras Silvara.
Los Silvanesti trajeron una litera que habían construido ingeniosamente con una manta y ramas de árbol, y colocaron cuidadosamente a Gilthanas en ella. Silvara comenzó a caminar a su lado acompañada de Tasslehoff, quien continuó charlando, satisfecho de encontrar a alguien que todavía no hubiera escuchando sus historias. Laurana y Elistan caminaban al otro lado de la litera. Laurana sostenía la mano de Gilthanas entre las suyas, observando a su hermano con ternura. Tras ellos avanzaba Derek, con expresión oscura y sombría, llevando sobre el hombro el arcón que contenía el Orbe de los Dragones. Les seguía uno de los guardias de los elfos de Silvanesti.
El día comenzaba a caer, lúgubre y gris, cuando llegaron a la hilera de árboles que bordeaba la orilla. Flint se estremeció. Torciendo la cabeza, contempló el mar.
—¿Qué es eso que ha dicho Derek sobre… sobre tomar un barco en dirección a Sancrist?
—Me temo que sea nuestra única posibilidad de llegar allá. También es una isla —le respondió Sturm.
—¿Y tenemos que ir allá?
—Sí.
—¿Para manejar el Orbe? ¡Si no sabemos nada de él!
—Los caballeros lo aprenderán —dijo Sturm en voz baja—. El futuro del mundo depende de ello.
—¡Puf! —resopló el enano. Lanzando una aterrorizada mirada a las oscuras aguas, sacudió la cabeza apesadumbrado—. Sólo sé que ya me he ahogado dos veces, azotado por una enfermedad mortífera…
—Estabas mareado.
—Azotado por una enfermedad mortífera —repitió Flint, desesperado, en voz alta—. Recuerda mis palabras, Sturm Brightblade, los barcos nos traen mala suerte. No hemos tenido más que problemas desde que pisamos aquel maldito bote en el lago Crystalmir. Allí fue donde ese mago loco vio por primera vez que las constelaciones habían desaparecido, y a partir de ahí, nuestra suerte ha ido empeorando. Mientras sigamos confiando en botes, nuestro viaje va a ir de mal en peor.
Sturm sonrió mientras contemplaba al enano caminar pesadamente sobre la arena. Pero su sonrisa se convirtió en un suspiro. «Ojalá fuera todo tan simple», pensó el caballero.