Sueños de vigilia.
Visiones de futuro.
Haciendo caso omiso de las horrorizadas miradas de los compañeros, Raistlin caminó hacia su hermano, quien todavía se sostenía el brazo sangrante.
—Yo cuidaré de él —le dijo Raistlin a Goldmoon, rodeando los hombros de su gemelo con un brazo envuelto en la negra túnica.
—No —jadeó Caramon—, no eres suficientemente fuer… —su voz murió al sentir cómo el brazo de su hermano lo aguantaba con firmeza.
—Ahora soy suficientemente fuerte, Caramon —dijo Raistlin con voz suave.
La extrema amabilidad de su tono hizo que el guerrero se estremeciera. Debilitado por primera vez en su vida por el dolor y el pavor, Caramon se apoyó en Raistlin. El mago lo sostuvo y, juntos, comenzaron a caminar hacia el terrorífico bosque.
—¿Qué está sucediendo, Raistlin? —preguntó Caramon jadeando—. ¿Por qué vistes la Túnica Negra? ¿Y qué ocurre con tu voz…?
—No desperdicies tu aliento, hermano mío —le aconsejó Raistlin amablemente.
Los dos se internaron en el bosque, mientras los guerreros elfos los contemplaban amenazadoramente. Pudieron percibir el odio que los muertos sienten por los vivos, lo vieron destellar en los vacíos huecos de los ojos de los espíritus guerreros. Pero ninguno de ellos osó atacar al mago de la túnica negra. Caramon sentía que su sangre viva y caliente se le escurría entre los dedos de la mano, y la contempló gotear sobre la capa de hojas muertas que cubría el suelo. Se sentía cada vez más débil. Tenía la sensación de que su negra sombra iba ganando fuerza a medida que él la perdía.
Tanis corrió por el bosque en busca de Sturm. Lo encontró batallando contra un grupo de rielantes guerreros elfos.
—Es un sueño —le gritó Tanis a Sturm, quien fustigaba y propinaba estocadas a los espíritus. Cada vez que golpeaba a uno, éste desaparecía tan sólo para reaparecer de nuevo. El semielfo desenvainó su espada y se apresuró a ayudar a Sturm.
—¡Bah! —gruñó el caballero. Pero un segundo después jadeó de dolor al clavársele una flecha en el brazo. La herida no era profunda, ya que la cota de mallas lo protegía, pero sangraba abundantemente—. ¿Es esto un sueño? —dijo Sturm sacándose el dardo teñido de sangre.
Tanis saltó ante el caballero, manteniendo a raya a sus enemigos hasta que Sturm pudo contener la sangre que brotaba de la herida.
—Raistlin nos ha dicho… —comenzó a decir Tanis.
—¡Raistlin! ¡Bah! ¡Mira su túnica, Tanis!
—¡Pero tú estás aquí! ¡En Silvanesti! —protestó Tanis confuso. Tenía la extraña sensación de estar discutiendo consigo mismo—. ¡Alhana dijo que estabas en el Muro de Hielo!
El caballero se encogió de hombros.
—Tal vez me enviaron para salvaros.
«De acuerdo, es un sueño. Voy a despertar», pensó Tanis.
Pero nada cambió. Los elfos seguían estando allí, luchando. Sturm debía tener razón. Raistlin había mentido. Tal como había mentido antes de que entraran en el bosque. Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito?
De pronto Tanis lo comprendió. ¡El Orbe de los dragones!
—¡Hemos de llegar a la torre antes que Raistlin! —le gritó Tanis a Sturm—. ¡Sé lo que el mago persigue!
El caballero únicamente pudo asentir. A Tanis le pareció que, a partir de entonces, tenían que librar una batalla por cada pulgada de terreno que avanzaban. A veces los dos guerreros conseguían hacer retroceder a los elfos, sólo para volver a ser atacados un momento después por un número mayor de ellos. Sabían que el tiempo iba transcurriendo, pero no tenían conciencia de él. Tan pronto veían brillar el sol entre la sofocante calina verdosa, como un poco más tarde veían las sombras de la noche cernirse sobre la tierra como alas de dragones.
Entonces, justo cuando la oscuridad se agudizaba, Sturm y Tanis vieron la torre. Construida en mármol, la alta torre relucía élfica, alzándose solitaria en medio de un claro, elevándose hacia los cielos como un esquelético dedo proveniente de las profundidades de una gruta.
Al ver aparecer la torre el semielfo y el caballero echaron a correr hacia ella. Aunque se encontraban débiles y exhaustos, ninguno de los dos deseaba hallarse en aquellos mortíferos bosques tras la caída de la noche. Los guerreros elfos —al ver escapar su presa—, chillaron de rabia y se abalanzaron tras ellos.
Tanis corrió hasta que le pareció que sus pulmones iban a estallar. Sturm iba delante suyo, acuchillando a los espíritus que aparecían ante ellos con la intención de bloquearles el camino. Cuando el semielfo se hallaba ya muy cerca de la torre sintió que la raíz de un árbol se le enroscaba firmemente en el tobillo, haciéndole caer de cabeza al suelo.
Tanis luchó desesperadamente por ponerse en pie, pero la raíz le sujetaba el tobillo con firmeza. Mientras se esforzaba inútilmente, un espíritu elfo con el rostro grotescamente retorcido alzó su espada dispuesto a atravesar el cuerpo del semielfo. Pero, de pronto, los ojos del espíritu se abrieron de par en par y la espada resbaló de sus inanimados dedos, al mismo tiempo que otra espada ensartaba su cuerpo transparente. El elfo gimió y desapareció.
Tanis elevó la mirada para ver quién había salvado su vida. Se trataba de un extraño guerrero… extraño pero que, no obstante, le resultaba familiar. Cuando el guerrero se sacó el casco, Tanis contempló atónito unos relucientes ojos marrones.
—¡Kitiara! —exclamó sorprendido—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué…?
—Oí que necesitabas ayuda y veo que no me equivocaba —dijo Kitiara esbozando aquella sinuosa sonrisa suya, tan encantadora como de costumbre. Cuando ella le tendió la mano, Tanis se sujetó a ella dudando, pero la mujer era de carne y hueso—. ¿Quién es aquél, Sturm? ¡Maravilloso! ¡Cómo en los viejos tiempos! ¿Vamos hacia la torre? —le preguntó a Tanis, sonriendo al ver la sorpresa reflejada en el rostro del semielfo.
Riverwind peleaba solo, batallando contra legiones de espíritus de guerreros elfos. Sabía que no podría resistir mucho más. Pero, de pronto, oyó claramente que alguien lo llamaba. Al elevar la mirada, ¡vio a los hombres de la tribu de Que-shu! Gritó de alegría, pero ante su horror, se dio cuenta de que éstos comenzaban a disparar sus flechas contra él.
—¡No! ¿No me reconocéis? Soy… —comenzó a gritarles en su idioma.
Pero los guerreros le respondieron volviendo a tensar las cuerdas de sus arcos. Riverwind sintió cómo las flechas se clavaban en su cuerpo.
—¡Hiciste que la Vara de Cristal Azul se volviera contra nosotros! —le gritaron—. ¡Fue culpa tuya! ¡La destrucción de nuestro pueblo fue culpa tuya!
—No era mi intención… —susurró el bárbaro mientras caía al suelo—. No lo sabía. Perdonadme…
Tika se abría camino apuñalando y pateando a los guerreros elfos, ¡sólo para ver como éstos se transformaban súbitamente en draconianos! Sus ojos de reptiles relucían rojizos, sus lenguas relamían las espadas. La muchacha estaba paralizada de terror. Tambaleándose,… tropezó con Sturm. El caballero se volvió enojado, ordenándole que se apartara de su camino. Al retroceder, chocó con Flint, quien la empujó impacientemente a un lado.
Cegada por las lágrimas y aterrorizada ante la imagen de los draconianos, quienes tras desvanecerse resurgían en la batalla, Tika perdió el control. Su miedo era tal que comenzó a acuchillar salvajemente todo lo que se movía. Sólo volvió en sí al elevar la mirada y ver a Raistlin ante ella, vestido con su túnica negra. El mago no dijo nada, simplemente señaló hacia el suelo. Flint yacía muerto a sus pies, atravesado por su espada.
«Yo los traje aquí. Es responsabilidad mía. Soy el mayor. Los sacaré de aquí», pensaba Flint.
El enano levantó en alto su hacha de guerra y lanzó un desafío a los guerreros elfos que había ante él. Los espíritus rieron.
Flint, enojado, se abalanzó hacia adelante, pero descubrió con pesar que casi no podía caminar. Las articulaciones de las rodillas se le habían hinchado y le dolían terriblemente. Sus nudosos dedos temblaban como los de un perlático, obligándolo a soltar su hacha. Le faltaba la respiración. De pronto Flint comprendió por qué los guerreros elfos no estaban atacándole; dejaban que su propia vejez acabara con él.
A la vez que se daba cuenta de esto, el enano sintió que su mente comenzaba a divagar y su visión se nublaba. Una oscura silueta apareció ante él, la silueta de alguien que le resultaba familiar. ¿Era Tika? No estaba seguro, no podía ver nada…
Goldmoon corrió entre los retorcidos y torturados árboles. Perdida y sola, buscaba desesperadamente a sus amigos. A pesar del tintineo de las espadas, pudo oír a Riverwind llamándola en la lejanía. Pero, de pronto, la llamada se convirtió en un grito de agonía. Avanzó desesperadamente, abriéndose camino entre las zarzas hasta que su rostro y sus manos comenzaron a sangrar. Al final encontró a Riverwind. El guerrero estaba tendido en el suelo, atravesado por un gran número de flechas… ¡flechas que Goldmoon reconoció! Fue corriendo hacia él y se arrodilló a su lado.
—Cúrale, Mishakal —pidió, tal como había rogado otras veces.
Pero no sucedió nada. El ceniciento rostro de Riverwind no recuperó su color. Seguía con los ojos en blanco, fijos en aquel cielo verdoso.
—¿Por qué no respondes? ¡Cúrale! —gritó Goldmoon a la diosa, pero entonces comprendió lo que sucedía—. ¡No! ¡Castigadme a mi! ¡He sido yo la que he dudado! ¡Presencié la destrucción de Tarsis, vi sufrir y morir a niños! ¿Cómo pudisteis permitir una cosa así? ¡Intento tener fe, pero al contemplar tales horrores, no puedo evitar dudar! No lo castiguéis a él.
Sollozando, se inclinó sobre el cuerpo inerte de su esposo sin darse cuenta que estaba siendo rodeada por un grupo de guerreros elfos.
Tasslehoff, fascinado por los terribles prodigios acaecidos, se desvió del camino y descubrió que sus amigos se las habían arreglado para perderle de vista. Los espíritus no lo molestaron. Ellos se alimentaban del temor, y no percibían ninguno en el pequeño cuerpecillo del kender.
Finalmente, después de andar de un lado para otro durante casi un día, el kender llegó a las puertas de la torre de las Estrellas. Al llegar allí su despreocupada sonrisa se le borró de la cara; había encontrado a sus amigos, por lo menos a uno de ellos.
Acorralada contra las cerradas puertas, Tika luchaba por su vida contra una hueste de deformes y terroríficos enemigos. Tas vio que Tika sólo conseguiría salvarse si lograba entrar en la Torre. Corrió hacia adelante y, atravesando fácilmente la reyerta, alcanzó la puerta y comenzó a examinar la cerradura, mientras Tika mantenía alejados a los elfos blandiendo salvajemente su espada.
—¡Apresúrate, Tas! —gritó la muchacha desesperada.
Era una cerradura fácil de abrir; estaba protegida con una trampilla tan simple que a Tas le sorprendió que los elfos se hubiesen molestado en instalarla.
—La abriré en cuestión de segundos —anunció. No obstante, cuando comenzaba a manipularla, algo lo golpeó desde atrás, haciéndole tambalearse.
—¡Hey! —le gritó a Tika irritado, volviéndose—. Sé un poco más cuidadosa…
Se interrumpió horrorizado. Tika yacía a sus pies completamente cubierta de sangre.
—¡No, no, Tika! —susurró Tas. ¡Tal vez estuviera sólo herida! Tal vez si conseguía entrarla en la torre, alguien podría ayudarla. Las lágrimas entorpecieron la visión del kender y sus manos comenzaron a temblar.
«Debo apresurarme. ¿Por qué no se abrirá esto? ¡Es tan simple!», pensó Tas desesperado.
Furioso, intentó romper la cerradura. Cuando finalmente ésta saltó, sintió una pequeña punzada en el dedo. La puerta de la torre comenzó a abrirse. Pero Tasslehoff sólo podía contemplar su dedo, en el que relucía una pequeña gota de sangre. Volvió a mirar la cerradura y descubrió una pequeña aguja dorada. Una trampa sencilla, que él mismo había activado. Mientras los primeros efectos del veneno se esparcían por su cuerpo, bajó la mirada y vio que ya era demasiado tarde. Tika había muerto.
Raistlin y su hermano se abrieron camino por el bosque sin problemas. Caramon contempló cada vez más impresionado cómo Raistlin mantenía alejadas a las demoníacas criaturas que los acechaban; en algunos momentos con increíbles proezas de magia, en otros sólo con la pura fuerza de su voluntad.
La actitud de Raistlin era amable y solícita. A medida que el día languidecía, Caramon se veía obligado a detenerse cada vez con mayor frecuencia. Al llegar el atardecer, todo lo que Caramon podía hacer era arrastrar los pies, apoyándose en su hermano para sostenerse. Y mientras Caramon se sentía cada vez más débil, Raistlin era cada vez más fuerte.
Finalmente, cuando las sombras de la noche tuvieron la clemencia de acabar con aquel día torturante, los gemelos llegaron a la torre. Una vez allí se detuvieron, pues Caramon se sentía exhausto y febril.
—Tengo que descansar, Raistlin. Ayúdame.
—Por supuesto, hermano mío —dijo Raistlin con amabilidad ayudando a Caramon a recostarse contra la perlina pared de la Torre y contemplándolo luego con ojos fríos y relucientes.
—Adiós, Caramon.
Caramon lo miró sin poder dar crédito a sus oídos. El guerrero pudo ver entre las sombras de los árboles a los espíritus elfos —que hasta el momento los habían seguido a una distancia prudencial—, aguardando a que el mago se fuera.
—Raistlin —dijo Caramon lentamente—, ¡no puedes dejarme aquí! No puedo luchar contra ellos. ¡No tengo fuerzas! ¡Te necesito!
—Tal vez, pero sabes, hermano mío, ya no te necesito más. Me he apoderado de tu fuerza. Ahora, por fin soy el que debería haber sido de no ser por un cruel truco de la naturaleza… una sola persona.
Mientras Caramon lo miraba sin comprender, Raistlin se volvió para marcharse.
—¡Raistlin!
El grito agonizante de Caramon lo detuvo. Raistlin se volvió y miró a su gemelo.
—¿Cómo te sientes siendo débil y temeroso, hermano mío? —le preguntó suavemente. Volviéndose de nuevo, Raistlin caminó hacia la entrada de la torre, donde Tika y Tas yacían muertos. El mago pasó sobre ellos y desapareció en la oscuridad.
Cuando Sturm, Tanis y Kitiara llegaron a la torre vieron un cuerpo tendido en el suelo. Las fantasmagóricas siluetas de los espíritus elfos comenzaban a rodearlo, aullando, chillando y pinchándolo con sus frías espadas.
—¡Caramon! —gritó Tanis desconsolado.
—¿Dónde está su hermano? —preguntó Sturm mirando intencionadamente a Kitiara—. Sin duda le ha dejado morir.
Los tres echaron a correr en dirección a Caramon para ayudarle. Blandiendo sus espadas, Sturm y Kitiara mantuvieron a los elfos alejados mientras Tanis se arrodillaba junto al agonizante guerrero.
Caramon elevó su vidriosa mirada y se encontró con la de Tanis, resultándole difícil reconocerle debido a la sangrienta neblina que ofuscaba su visión. Hizo un esfuerzo desesperado por hablar.
—Protege a Raistlin, Tanis… —Caramon se atragantó con su propia sangre—, ya que yo no estaré aquí para ayudarle. Vela por él.
—¿Velar por Raistlin? —repitió Tanis furioso—. ¡Te dejó aquí, te dejó morir!
Caramon cerró los ojos exhausto.
—No, estás equivocado, Tanis. Yo le dije que se fuera…, —la cabeza del guerrero cayó hacia adelante.
Las sombras de la noche se cernieron sobre ellos. Los elfos habían desaparecido. Sturm y Kitiara se acercaron al guerrero muerto.
—¿Qué te había dicho? —preguntó Sturm agriamente.
—Pobre Caramon —susurró Kitiara, arrodillándose junto a él—. Siempre creí que acabaría así.
Guardó silencio durante un instante y luego murmuró casi para sí:
—O sea que mi pequeño Raistlin se ha hecho realmente poderoso.
—¡A costa de la vida de su otro hermano!
Kitiara miró a Tanis perpleja por lo que acababa de oír. Luego, encogiéndose de hombros, bajo la mirada hacia Caramon, quien yacía sobre un charco formado por su sangre.
—Pobre muchacho —dijo en voz baja.
Sturm cubrió el cuerpo de Caramon con su capa y los tres marcharon en busca de la entrada de la Torre.
—Tanis… —dijo Sturm señalando hacia adelante.
El cuerpo del kender yacía junto a la puerta. Sus pequeños brazos y piernas se hallaban retorcidos debido a las convulsiones que le había provocado el veneno. A corta distancia estaba el cuerpo de Tika, con los rizos rojizos salpicados de sangre. Tanis se arrodilló junto a ambos cadáveres. Una de las bolsitas del kender estaba abierta y todo lo que contenía se había esparcido por el suelo. Tanis vio relucir algo. Al fijar la atención descubrió el anillo de hechura elfa, labrado en forma de hojas de enredadera. La visión se le nubló, los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que cubrirse el rostro con las manos.
—No podemos hacer nada, Tanis. —Sturm posó la mano sobre el hombro de su amigo—. Hemos de seguir adelante y acabar con todo esto. Aunque sea lo último que haga, viviré para matar a Raistlin.
«La muerte está en nuestras mentes. Esto es un sueño», se repetía Tanis. Pero las palabras que decía eran las de Raistlin, y ya había visto en lo que se había convertido el mago.
«Llegará un momento en el que despertaré», pensó, poniendo toda su voluntad para creer que se trataba de un sueño. Mas, cuando abrió los ojos, el cuerpecillo del kender seguía tendido en el suelo.
Sujetando con firmeza el anillo que tenía en la mano, Tanis siguió a Kitiara y Sturm hacia el interior del húmedo vestíbulo de mármol que ahora estaba completamente cubierto de légamo. De las marmóreas paredes colgaban pinturas enmarcadas en oro. Unos altos ventanales con cristaleras de colores dejaban entrar una luz cárdena y fantasmal. El vestíbulo debía haber sido muy bello en tiempos pasados, pero ahora hasta las pinturas de la pared aparecían desfiguradas, mostrando terroríficas imágenes de la muerte. Poco a poco, a medida que los tres iban avanzando, comenzaron a percibir una brillante luz verdosa que emanaba de una habitación que había al fondo del corredor.
Los tres sintieron que de aquella luz glauca emanaba una malevolencia que golpeaba sus rostros con el calor de un sol desnaturalizado.
—El centro del mal —dijo Tanis.
Su corazón estaba lleno de cólera; cólera, pena y un ardiente deseo de venganza. Echó a correr en dirección a la habitación, pero aquel aire tiznado de verde parecía ejercer sobre él una firme presión, frenándolo cada vez con mayor intensidad, hasta que dar un sólo paso supuso un inmenso esfuerzo.
Kitiara caminaba titubeante a su lado. Tanis la rodeó con el brazo, a pesar de que apenas disponía de fuerzas para moverse él mismo. El rostro de la mujer estaba empapado de sudor y los oscuros y rizados cabellos se arremolinaban sobre su frente. Su mirada reflejaba temor. Era la primera vez que Tanis la veía asustada. El semielfo escuchó tras él la respiración jadeante de Sturm.
Al principio no parecían adelantar en su camino en absoluto. Luego, se dieron cuenta de que, poco a poco, iban acercándose cada vez más a la estancia de la que emanaba la luz. Ahora su intenso brillo les dañaba los ojos. Se hallaban totalmente exhaustos, les dolían los músculos y les ardían los pulmones.
En el preciso instante en que Tanis sintió que no podía continuar andando, oyó que una voz pronunciaba su nombre. Al alzar su dolorida cabeza, vio a Laurana enfrente suyo a una pequeña distancia, llevando en sus manos la espada elfa. La pesadez no parecía afectarla, pues la muchacha corrió hacia él profiriendo un alegre grito.
—¡Tanthalas! ¡Estás bien! He estado esperando…
Rápidamente se interrumpió, posando la mirada sobre la mujer que Tanis sostenía.
—¿Quién…? —comenzó a preguntar Laurana, pero, de pronto, lo supo. Aquella era Kitiara. La humana a la que Tanis amaba. El rostro de Laurana palideció y un segundo después se tiñó de rubor.
—Laurana… —Tanis se sintió invadido por la confusión y la culpa, odiándose a sí mismo por causarle tal dolor a la elfa.
—¡Tanis! ¡Sturm! —gritó Kitiara señalando.
Ambos se volvieron, alarmados por el tono de su voz, mirando hacia el fondo del corredor de mármol inundado de luz glauca.
—¡Drakus Tsaro, deghnyah! —entonó Sturm en solámnico.
En medio de la verdosa calina había un gigantesco dragón verde. Se llamaba Cyan Bloodbane, y era uno de los dragones más grandes de Krynn. Tan sólo el gran dragón hembra Great Red, era mayor. Tras asomar la cabeza por el marco de una puerta, el inmenso reptil listó la aceitunada luz con su pesado cuerpo. Cyan, que había olido el acero, la carne humana y la sangre elfa, observó al grupo con la mirada inyectada.
Se quedaron inmóviles, paralizados por el temor a los dragones. Lo único que pudieron hacer fue observar cómo el dragón traspasaba el marco de la puerta, resquebrajando la pared de mármol con la misma facilidad con que hubiera hecho pedazos una de barro cocido. Cyan avanzó por el corredor con las fauces abiertas. Los compañeros no podían hacer nada. Sus armas pendían de manos sin nervios, sus pensamientos eran de muerte. Pero, cuando el dragón ya estaba cerca, una oscura silueta surgió de una puerta entre las verduzcas sombras y se plantó frente a ellos.
—¡Raistlin! —exclamó Sturm—. ¡Por todos los dioses, vas a pagar por la vida de tu hermano!
Olvidando al dragón y recordando sólo el cuerpo sin vida de Caramon, el caballero corrió hacia el mago con la espada alzada. Raistlin lo miró con frialdad.
—Mátame, caballero, y acabarás con tu vida y con la de los demás, pues a través de mi magia —y únicamente a través de mi magia— lograrás abatir a Cyan Bloodbane.
—¡Detente, Sturm! —a pesar de su sentimiento de aversión, Tanis sabía que el mago tenía razón. Podía sentir el poder que emanaba de su negra túnica—. Necesitamos su ayuda.
—No —dijo Sturm sacudiendo la cabeza y separándose del grupo cuando Raistlin se aproximó—. Ya lo dije antes… no confiaré en su protección. No pienso hacerlo. Adiós, Tanis.
Antes de que nadie pudiera detenerlo, Sturm se cruzó con Raistlin y avanzó hacia Cyan Bloodbane. El gigantesco dragón movía de un lado a otro la cabeza, como si intuyera aquel reto a su poder, el primero desde que había conquistado Silvanesti.
Tanis agarró a Raistlin.
—¡Haz algo!
—El caballero se ha interpuesto en mi camino. Cualquier encantamiento que formule lo destrozaría a él también.
—¡Sturm! —gritó Tanis, y su voz resonó fúnebre.
El caballero vaciló. Escuchaba algo, pero no la voz de Tanis. Lo que oía era la aguda y penetrante llamada de la trompeta solámnica, una música tan fría como las nevadas montañas de su hogar. La llamada de la trompeta se elevaba con pureza y claridad sobre la oscuridad, muerte y desesperación, llegándole al corazón.
Sturm respondió a la llamada con un alegre grito de guerra y, luego, alzó su espada —la espada de su padre, con su antigua hoja coronada por la rosa y el martín pescador—. La luz de Solinari, que entraba por una ventana rota, envolvió la espada en una radiante luz blanca que traspasó la perniciosa atmósfera verde.
Cada vez que sonaba la trompeta, Sturm respondía de nuevo, pero, de pronto, la voz le falló, pues la llamada que acababa de oír había cambiado de tono. Ya no era dulce y pura, era agria y aguda.
«¡No, aquello era el sonido de los cuernos del enemigo! ¡Había caído en una trampa!», pensó Sturm horrorizado mientras se aproximaba al dragón. Un momento después vio que estaba siendo rodeado por soldados draconianos, quienes surgían de detrás del dragón y se reían cruelmente de él.
Sturm se detuvo, sosteniendo la espada con una mano que sudaba bajo el guante. El dragón —criatura imbatible— apareció ante él rodeado de parte de sus ejércitos, babeando y relamiéndose las quijadas con la lengua.
A Sturm se le hizo un nudo en el estómago; su piel se tornó fría y húmeda. La llamada del cuerno sonó de nuevo, terrible y maligna. Todo había acabado. El esfuerzo no había servido de nada. Le esperaba la muerte, una ignominiosa derrota. Descorazonado, miró a su alrededor con temor. ¿Dónde estaba Tanis? Necesitaba a Tanis pero no podía encontrarlo. Fruto de la desesperación, comenzó a repetir el Código de los Caballeros, Mi Honor Es Mi Vida, pero las palabras le sonaban huecas y faltas de sentido. El todavía no había sido investido caballero. ¿Qué representaba el Código para él? ¡Había estado viviendo en una mentira! El brazo con el que manejaba la espada comenzó a temblar; ésta resbaló de su mano y él cayó de rodillas, temblando y sollozando como un niño, ocultando su cabeza de la terrorífica imagen que tenía ante sí.
Con un sólo golpe de sus relucientes garras, Cyan Bloodbane casi acabó con la vida de Sturm, atravesando su cuerpo. Con una garra manchada de sangre, Cyan se desprendió del desventurado humano desdeñosamente, lanzándolo al suelo, y los draconianos se precipitaron sobre el cuerpo aún con vida del caballero para destrozarlo en pedazos.
Pero encontraron el camino bloqueado. Una reluciente figura, que bajo la luz de la luna irradiaba plateados destellos, corrió hacia el caballero. Agachándose rápidamente, Laurana alzó la espada de Sturm y tras enderezarse con igual presteza se enfrentó a los draconianos.
—Tocadlo y moriréis —dijo la elfa entre lágrimas.
—¡Laurana! —chilló Tanis intentando correr hacia ella para ayudarla. Pero los draconianos se lanzaron contra él, por lo que el semielfo intentó desesperadamente abrirse camino a cuchilladas. En el preciso instante en que llegó al lado de la elfa, oyó que Kitiara lo llamaba. Al volverse vio que estaba siendo atacada por cuatro draconianos. El semielfo se detuvo angustiado, dudando, y en ese instante Laurana cayó sobre los despojos de Sturm, atravesada por el acero de los draconianos.
—¡No! ¡Laurana! —gritó Tanis. Pero, cuando se disponía a inclinarse para examinarla, oyó que Kitiara gritaba de nuevo. Se volvió y, llevándose las manos a la cabeza, contempló vacilante e impotente como Kitiara caía bajo el enemigo.
El semielfo comenzó a sollozar, fuera de sí, sintiendo que comenzaba a sumirse en la locura, deseando que la muerte acabara con aquel terrible dolor. Agarrando con firmeza la espada mágica de Kith-Kanan, se abalanzó hacia el dragón con el único pensamiento de matar y ser matado. Pero Raistlin se interpuso en su camino, plantándose ante el dragón como un obelisco negro.
Tanis cayó al suelo, sabiendo que su muerte estaba fijada. Sosteniendo firmemente en su mano el pequeño anillo de oro, aguardó la muerte.
Entonces oyó que el mago formulaba unas extrañas y poderosas palabras, y oyó también al dragón rugir de rabia. Ambos estaban luchando, pero a Tanis no le importaba. Con los ojos bien cerrados, borró los sonidos que surgían a su alrededor, borró la vida. Tan sólo una cosa seguía siendo real. El anillo de oro que sostenía con fuerza en sus manos.
De pronto Tanis fue vivamente consciente del roce del anillo contra la palma de su mano: el metal era frío, y los bordes rugosos. Podía sentir en su carne el pinchazo de las afiladas hojas de enredadera.
Tanis cerró la mano, estrujando el anillo. El oro le pinchaba la carne, le pinchaba cada vez más. Sentía dolor… era realmente doloroso…
¡Estoy soñando!
Tanis abrió los ojos. La plateada luz de Solinari inundaba la torre, mezclándose con los rayos rojos de Lunitari. Yacía sobre un frío suelo de mármol. Su mano estaba cerrada con fuerza, con tanta fuerza que el dolor lo había despertado. ¡El dolor! El anillo… ¡El sueño! Al recordarlo, Tanis se incorporó aterrorizado y miró a su alrededor. Pero sólo había una persona en la sala. Raistlin se recostó contra la pared, tosiendo
El semielfo se puso en pie y caminó tembloroso hacia Raistlin. Al acercarse vio un hilo de sangre en los labios del mago. La sangre relucía roja bajo la luz de Lunitari tan roja como la túnica que cubría el cuerpo trémulo y frágil de Raistlin.
El sueño.
Tanis abrió la mano. Estaba vacía.