Caballeros de Solamnia.
Los anteojos de visión verdadera de Tasslehoff.
Cuando los soldados conducían a los prisioneros a las celdas, pasaron ante dos personajes ocultos entre las sombras. Ambos iban tan absolutamente cubiertos de ropajes, que resultaba difícil adivinar a qué raza pertenecían. Iban encapuchados, y llevaban el rostro envuelto en telas. Largas túnicas cubrían sus cuerpos. Incluso sus manos estaban envueltas en tiras de tela blanca, como si fuesen vendajes. Hablaban entre ellos en voz baja.
—¡Ves! —exclamó uno con gran excitación—. Ahí están. Coinciden con la descripción que tenemos de ellos.
—No todos ellos —dijo el otro, dudoso.
—¡Pero si son el semielfo, el enano, el caballero…! ¡Estoy seguro, son ellos!, y sé dónde se oculta el resto del grupo —añadió el personaje con presunción—. Se lo he sonsacado a uno de los guardias.
El otro, mientras cavilaba, contempló desfilar al grupo por la calle.
—Tienes razón. Deberíamos informar inmediatamente al Señor del Dragón. —El amortajado personaje se dispuso a partir, pero al ver que el otro vacilaba, se detuvo—. ¿A qué esperas?
—¿No sería mejor que uno de nosotros los siguiera? Mira a esos endebles guardias. Seguro que los prisioneros intentaran escapar.
El otro rió malvadamente.
—Claro que escaparán. Y ya sabemos adónde se dirigirán… a reunirse con sus amigos. Además, unas horas no supondrán ninguna diferencia…
Cuando los compañeros abandonaron el Salón de Justicia nevaba. Esta vez el condestable decidió no conducir a los detenidos por las calles principales de la ciudad, sino que los guió por un oscuro y tétrico callejón.
En el preciso instante en que Tanis y Sturm comenzaban a intercambiar miradas y Gilthanas y Flint se disponían a atacar, el semielfo vio moverse unas sombras en el callejón. Tres figuras encapuchadas, ataviadas con túnicas y que empuñaban espadas de acero, saltaron frente a los guardias.
El condestable se llevó el silbato a los labios, pero no llegó a utilizarlo. Una de las figuras lo golpeó con la empuñadura de la espada dejándole inconsciente, mientras los otros dos se precipitaban sobre los guardias, que pusieron pies en polvorosa.
—¿Quiénes sois? —preguntó Tanis, desconcertado ante su repentina libertad. Los encapuchados personajes le recordaron a los draconianos contra los que habían luchado en las afueras de Solace. Sturm se situó ante Alhana para protegerla.
—¿Hemos escapado de un peligro para enfrentarnos a otro mayor? —preguntó Tanis—. ¡Mostrad vuestros rostros!
Entonces uno de ellos se dirigió hacia Sturm con los brazos alzados y le dijo: —Oth Tsarthon e Paran.
Sturm dio un respingo.
—Est Tsarthai en Paranaith —le respondió antes de volverse hacia Tanis—. Son Caballeros de Solamnia —dijo señalando a los tres hombres.
—¿Caballeros? —preguntó Tanis asombrado—. ¿Y por qué…?
—No disponemos de tiempo para daros explicaciones, Sturm Brightblade —dijo uno de ellos pronunciando con dureza el idioma común—. Los soldados regresarán pronto. Venid con nosotros.
—¡No tan rápido! —gruñó Flint sin moverse un milímetro de donde estaba—. ¡O encontráis tiempo para darnos explicaciones o yo no voy con vosotros! ¿Cómo sabíais el nombre del caballero y que íbamos a pasar por aquí…?
—¡Será mejor que lo atraveséis con la espada! —cantó una aguda vocecilla proveniente de las sombras—. Utilizad su cuerpo para alimentar a la muchedumbre. Aunque no creo que a muchos les apetezca, poca gente en este mundo es capaz de digerir a un enano…
—¿Satisfecho? —le dijo Tanis a Flint, cuyo rostro estaba teñido por la rabia.
—¡Algún día mataré a ese kender! —gritó furioso el enano—. ¿De dónde sale ahora, después de haber desaparecido?
Pero nadie supo qué responderle.
A cierta distancia comenzaron a sonar silbidos, por lo que, sin pensarlo un segundo más, los compañeros siguieron a los caballeros por sinuosas callejuelas repletas de ratas. Tras comentar que tenía asuntos que solucionar, Tas volvió a desaparecer antes de que Tanis pudiera sujetarlo. El semielfo advirtió que a los caballeros aquello no parecía sorprenderles demasiado y ni siquiera intentaban detenerlo. No obstante, seguían negándose a dar explicaciones o a responder preguntas, y continuaron dando prisa al grupo hasta que llegaron a las ruinas de la antigua ciudad de Tarsis, la Bella.
Al llegar allí los caballeros se detuvieron. Habían llevado a los compañeros a una parte de la ciudad que ahora nadie frecuentaba. El empedrado de las vías estaba destrozado y las calles vacías, lo cual hizo pensar a Tanis en la antigua ciudad de Xak Tsaroth. Los caballeros tomaron a Sturm del brazo, lo llevaron a cierta distancia de sus amigos y comenzaron a conferenciar en el idioma solámnico.
Tanis, apoyándose contra un muro, miró a su alrededor con curiosidad. Las ruinas de los edificios de aquella calle eran impresionantes, mucho más bellas que las construcciones de la actual ciudad. El semielfo comprendió que Tarsis, la Bella, mereciera tal nombre antes del Cataclismo. Ahora tan sólo quedaban inmensos bloques de granito esparcidos por doquier, y extensos patios repletos de crecida vegetación teñida de marrón por los helados vientos.
Tanis caminó hacia Gilthanas, quien se hallaba sentado en un banco charlando con Alhana. El elfo noble los presentó.
—Alhana Starbreeze, Tanis Semielfo —dijo Gilthanas—. Tanis vivió entre los elfos de Qualinesti durante muchos años. Es hijo de la mujer de mi tío.
Alhana apartó el velo que cubría su rostro y contempló a Tanis con frialdad. «Hijo de la mujer de mi tío» era una manera delicada de decir que Tanis era ilegítimo, ya que si no Gilthanas le hubiera presentado como el «hijo de mi tío». El semielfo enrojeció al sentir removerse la vieja herida, que ahora le causaba tanto dolor como cincuenta años atrás. Se preguntó si, algún día, conseguiría liberarse de ese estigma.
Tanis se mesó la barba y habló con dureza.
—Mi madre fue violada por un guerrero humano durante los oscuros años que siguieron al Cataclismo. Cuando ella murió, el Orador me adoptó y me crió como a un hijo.
Los ojos oscuros de Alhana se oscurecieron todavía más, hasta convertirse en negros estanques. Arqueó las cejas.
—¿Sientes la necesidad de pedir disculpas por tus orígenes? —le preguntó con voz aguda.
—N —no…— balbuceó Tanis a quien le ardía el rostro. —Yo…
—Entonces no lo hagas —dijo, e inmediatamente se volvió hacia Gilthanas—. ¿Me preguntabas por qué había venido a Tarsis? Vine a conseguir ayuda. Debo regresar a Silvanesti a buscar a mi padre.
—¿Regresar a Silvanesti? Nosotros… mi gente… no sabíamos que los elfos de Silvanesti hubieran abandonado su antigua región. Ahora entiendo que no consiguiéramos comunicarnos…
—Sí. Las fuerzas malignas que os obligaron a vosotros, nuestros primos, a dejar Qualinesti, también nos invadieron a nosotros. Luchamos contra ellas durante mucho tiempo, pero al final nos vimos obligados a huir para no perecer irremisiblemente. Mi padre envió a nuestro pueblo, bajo mi mando, a Ergoth del Sur. El se quedó en Silvanesti para enfrentarse a ese mal. Yo me opuse a su decisión, pero él dijo tener suficiente poder para conseguir evitar que asuelen nuestras tierras. Con el corazón destrozado guié a mi gente a un lugar seguro donde refugiarse, y yo regresé en busca de mi padre, ya que hace tiempo que no sabemos nada de él.
—Pero, señora ¿no disponíais de guerreros que pudieran acompañarte en misión tan peligrosa? —preguntó Tanis.
Alhana, volviéndose, miró a Tanis aparentemente extrañada de que hubiese osado entrometerse en la conversación. Al principio no parecía dispuesta a responderle, pero luego, tras contemplar su rostro durante unos segundos, cambió de opinión.
—Muchos guerreros se ofrecieron a escoltarme —dijo con orgullo—, pero cuando dije que guié a mi gente a un lugar seguro, tal vez hablé impropiamente. En este mundo ya no existe la seguridad. Mis guerreros se quedaron para proteger a la gente. Yo regresé a Tarsis esperando encontrar soldados que accediesen a viajar conmigo a Silvanesti. Tal como dicta el protocolo, me presenté ante el señor y el Consejo y…
Tanis sacudió la cabeza frunciendo el ceño.
—Eso fue una estupidez —dijo llanamente—. Deberías saber lo que sienten hacia los elfos… ¡desde mucho antes que apareciesen los draconianos! Fuiste muy afortunada de que tan sólo te expulsaran de la ciudad.
El pálido rostro de Alhana, palideció aún más si cabe. Sus oscuros ojos centellearon.
—Hice lo que dicta el protocolo —respondió, demasiado bien educada para permitir que su enojo asomara en el suave tono de voz que utilizó al hablar—. No hacerlo hubiera implicado comportarme como una salvaje. Cuando el señor se negó a prestarme ayuda, le dije que mi intención era buscarla por mi cuenta. Silenciarlo no hubiera resultado honorable.
Flint, que había entendido alguna palabra de la conversación en idioma elfo, le dio un codazo a Tanis.
—Ella y el caballero se llevarán perfectamente. A menos que antes los maten por alguna cuestión de honor —a Tanis no le dio tiempo a responder, Sturm se unió al grupo.
—Tanis —dijo Sturm acalorado—. ¡Los caballeros han encontrado la antigua biblioteca! Por eso están aquí. Encontraron unos documentos en Palanthas que decían que, hace cientos de años, todo lo que se sabía sobre los dragones estaba contenido en los libros de la biblioteca de Tarsis. El Consejo de los Caballeros los envió a averiguar si la biblioteca aún existía.
Sturm les hizo una señal a los caballeros para que se acercaran.
—Éste es Brian Donner, Caballero de la Espada. Aran Tallbow, Caballero de la Corona, y Derek Crownguard, Caballero de la Rosa —los caballeros se inclinaron para saludar.
—Y éste es Tanis Semielfo, nuestro jefe —dijo Sturm. El semielfo vio que Alhana se sobresaltaba y le dirigía una mirada dubitativa, mirando después a Sturm para comprobar si había oído correctamente.
Sturm presentó a Gilthanas y a Flint y finalmente se dirigió a Alhana.
—Princesa Alhana… —comenzó a decir, pero guardó silencio, avergonzado, al darse cuenta de que lo único que sabía de ella era su nombre.
—Alhana Starbreeze —completó Gilthanas—. Hija del Orador de las Estrellas. Princesa de los elfos de Silvanesti.
Los caballeros se inclinaron de nuevo.
—Aceptad mi más sincera gratitud por vuestro rescate —dijo Alhana serenamente. Recorrió el grupo con la mirada, deteniéndose un segundo más en Sturm que en los demás. Después se dirigió a Derek, a quien suponía ostentando el mando por pertenecer a la Orden de la Rosa—. ¿Habéis encontrado los libros que os envió a buscar el Consejo?
Mientras hablaba la elfa, Tanis examinó con interés a los caballeros, que ya no llevaban puestas sus capuchas. También él sabía lo suficiente de sus costumbres para deducir que el Consejo de los Caballeros —cuerpo gobernante de los Caballeros Solámnicos—, habría enviado a los mejores hombres. Observó especialmente a Derek, el mayor en edad y en rango. Pocos caballeros pertenecían a la Orden de la Rosa. Las pruebas eran difíciles y peligrosas, y sólo podían pertenecer a ella los de más puro linaje.
—Hemos hallado un libro, señora —respondió Derek— escrito en una lengua antigua que no comprendemos. No obstante hay dibujos de dragones, por lo que planeábamos copiarlo y regresar a Sancrist, donde confiábamos que fuese traducido por los eruditos. Pero aquí hemos encontrado a alguien que puede leerlo. El kender …
—¡Tasslehoff! —exclamó Flint.
Tanis se quedó boquiabierto. —¿Tasslehoff?— repitió incrédulo. —Pero si casi no sabe leer el común. No conoce ninguna de las lenguas antiguas. El único entre nosotros que tal vez podría traducirlo es Raistlin.
Derek se encogió de hombros.
—El kender tiene unos anteojos a los que llama «de visión verdadera». Se los puso y fue capaz de leer el libro. Dice…
—¡Puedo imaginar lo que dice! —interrumpió Tanis—. Cuenta historias sobre autómatas, anillos mágicos, y plantas que viven del aire. ¿Dónde está Tas? Me parece que voy a tener una pequeña charla con Tasslehoff Burrfoot.
—«Anteojos de visión verdadera»… —masculló Flint—. ¡Y yo soy un enano gully!
Todos juntos se encaminaron hacia el lugar donde los caballeros habían descubierto la antigua biblioteca de Tarsis.
Los compañeros entraron en un edificio derruido. Trepando sobre escombros y cascajos, siguieron a Derek por un bajo pasadizo abovedado. Olía intensamente a moho y a rancio. Estaba muy oscuro y, tras la luminosidad del sol de la tarde, al principio nadie podía ver nada. Derek prendió una antorcha y les fue posible distinguir unas estrechas y sinuosas escaleras que descendían perdiéndose en la oscuridad.
—Construyeron la biblioteca bajo tierra —les explicó Derek—. Probablemente ésta es la razón por la que ha debido conservarse en tan buen estado tras el Cataclismo.
Los compañeros descendieron rápidamente las escaleras y poco después llegaron a una inmensa habitación. Tanis contuvo la respiración y Alhana abrió los ojos de par en par. La gigantesca sala estaba repleta desde el suelo hasta el techo de altos estantes de madera que cubrían las paredes hasta el fondo. Estaban abarrotados de libros de todas clases: ribeteados en cuero, encuadernados en madera o con hojas de árboles exóticos. Muchos de ellos ni siquiera estaban encuadernados, sino que eran simples hojas de pergamino unidas con cintas. Varios estantes se habían caído, por lo que el suelo estaba cubierto de montones de libros esparcidos que les llegaban hasta los tobillos.
—¡Debe haber miles de ejemplares! —exclamó Tanis impresionado—. ¿Cómo conseguisteis encontrar el que buscabais?
Derek sacudió la cabeza.
—No fue fácil. La búsqueda nos llevó varios días. Cuando finalmente lo descubrimos nos sentimos más desesperados que victoriosos, pues era evidente que no podíamos llevárnoslo. Al tocar sus páginas el papel se deshacía. Temimos tener que emplear muchas horas para copiarlo, pero el kender…
—Precisamente, el kender, ¿dónde está? —preguntó Tanis.
—¡Aquí! —trinó una aguda voz.
Al recorrer la oscura y amplia sala con la mirada, el semielfo vio una vela prendida sobre una mesa. Tasslehoff, sentado en una alta silla demadera, se inclinaba sobre un grueso libro. Cuando los compañeros se acercaron a él, pudieron ver que llevaba sobre la nariz unos pequeños anteojos.
—Está bien, Tas —dijo Tanis—, ¿de dónde los has sacado?
—¿Sacar, el qué? —preguntó el kender con inocencia. Al ver que los ojos de Tanis se estrechaban, se llevó las manos a los pequeños anteojos de montura metálica—. ¿Ah, esto? Los llevaba en el bolsillo… y, bueno, si quieres saberlo, los encontré en el reino de los enanos…
Flint lanzó un gruñido y se llevó la mano a la frente.
—¡Estaban sobre una mesa! —protestó Tas al ver que Tanis fruncía el entrecejo—. ¡De verdad! No había nadie por ahí y pensé que alguien los habría extraviado. Sólo los cogí para vigilarlos. Hice bien, pues cualquier ladrón hubiera podido robarlos, ¡y son valiosos! Mi intención era devolverlos, pero nos hallábamos tan ocupados en pelear contra los goblins y los draconianos, y en encontrar el Mazo, y… bueno, olvidé que los tenía. Cuando lo recordé, estábamos a millas de distancia del reino de los enanos, camino de Tarsis, y pensé que no querrías que regresara sólo para devolverlos, o sea que…
—¿Y qué cualidad poseen? —interrumpió Tanis, sabiendo que si no lo hacía Tas podía seguir hablando hasta el día siguiente.
—Son maravillosos —dijo rápidamente Tas, aliviado al ver que Tanis no le gritaba—. Un día los dejé sobre un mapa, bajé la mirada y, ¿qué supones que vi? ¡A través de las lentes podía leer la escritura del mapa! Bueno, esto puede parecer bastante normal farfulló al ver que Tanis comenzaba a fruncir el ceño de nuevo, —pero es que ese mapa estaba escrito en una lengua que yo nunca había sido capaz de leer. ¡O sea que lo probé en todos mis mapas y pude leerlos, Tanis! ¡Todos ellos!, ¡lncluso los realmente antiguos!
—¿Y nunca nos lo mencionaste? —Sturm miró fijamente a Tas.
—Bueno, no encontré el momento de hacerlo —murmuró Tas en tono de disculpa—. Desde luego, si me hubieses preguntado directamente: «Tasslehoff, ¿tienes unos anteojos mágicos de visión verdadera?», os hubiera dicho la verdad a la primera. Pero nunca lo hiciste, Sturm Brightblade, o sea que no me mires de esa forma. La cuestión es que puedo leer este libro. Dejadme que os cuente lo que…
—¿Cómo sabes que son mágicos y que no se trata de alguna artimaña de los enanos? —preguntó Tanis, seguro de que Tas estaba ocultando algo.
Tas tragó saliva. Había confiado en que Tanis no le hiciera esa pregunta.
—Eh… —balbuceó Tas—. Bueno, me parece que, lo que pasó es que, bueno… ocurrió que una noche en la que todos estabais ocupados, se lo mencioné casualmente a Raistlin. Me dijo que podían ser mágicos. Para averiguarlo recitó uno de esos extraños hechizos suyos, y los anteojos comenzaron a relucir. Aquello significaba que estaban encantados. Me preguntó para qué servían, se lo mostré y me dijo que eran «anteojos de visión verdadera». Los hechiceros enanos de la antigüedad los utilizaban para leer libros escritos en otras lenguas y… —Tas guardó silencio.
—¿Y?
—Y… leer… libros de encantamientos —prosiguió Tas con un hilo de voz.
—¿Y qué más dijo Raistlin?
—Que si tocaba sus libros de encantamientos u osaba siquiera mirarlos, me convertiría en un grillo y s… se me comería de un bocado. Y le creí.
Tanis movió la cabeza. Las amenazas que Raistlin profería eran tan terribles que conseguían, incluso, socavar la curiosidad del kender.
—¿Algo más? —le preguntó.
—No, Tanis —respondió Tas inocentemente. En realidad, Raistlin había mencionado algo más sobre los anteojos, pero Tas no lo había entendido muy bien. Vino a decir que a través de ellos podían verse las cosas demasiado reales lo cual no tenía ningún sentido, por lo que no creyó conveniente sacarlo a colación. Además, Tanis ya estaba suficientemente enojado.
—Bien, ¿y qué has descubierto? —preguntó Tanis de mala gana.
—Oh, Tanis, ¡es tan interesante! —respondió Tas, satisfecho de zanjar aquel penoso asunto. Pasó una de las hojas del libro cuidadosamente, pero aún así, ésta se deshizo entre sus pequeños dedos. Movió la cabeza con tristeza—. Esto sucede continuamente. Pero, mirad aquí… —los otros se inclinaron sobre el kender para poder ver—, imágenes de dragones. Dragones azules, dragones rojos, dragones negros, dragones verdes. No sabía que había de tantas clases. Ahora, ¿veis esto? —pasó otra de las páginas—. Oops. Bueno, ahora ya no lo podéis ver, pero había una inmensa bola de cristal. Y eso es lo que dice el libro… ¡si tuviéramos una de esas bolas de cristal, podríamos influir sobre los dragones hasta conseguir que hicieran lo que les ordenáramos!
—¡Una bola de cristal! —exclamó despreciativamente el enano—. No le creas, Tanis. Creo que el único poder que tienen esos anteojos es el de fomentar su imaginación.
—¡Estoy diciendo la verdad! —dijo Tas indignado—. ¡Son los Orbes de los Dragones, y puedes preguntarle a Raistlin, por ellos! El debe saberlo, pues de acuerdo con el libro fueron creados por los grandes hechiceros de épocas lejanas.
—Te creo —dijo Tanis con seriedad al ver a Tasslehoff realmente preocupado—. Pero me temo que esa información no nos servirá de mucho. Seguramente todos quedaron destruidos por el Cataclismo, y, además, no sabríamos por dónde empezar a buscarlos…
—Sí, lo sabemos —interrumpió Tas excitado—. Aquí hay una lista de los lugares donde los guardaron. Ves… —de pronto guardó silencio, enderezando la cabeza—. Shhhh… —dijo aguzando los oídos. Los otros se callaron. Al principio no percibieron nada, pero un instante después captaron los sonidos que kender había ya detectado.
Tanis sintió que se le helaban las manos. Ahora podía escuchar en la distancia, el profundo sonido de cientos de cuernos —cuernos que todos ellos habían oído en otras desgraciadas situaciones. Los metálicos y bramantes cuernos que anunciaban la llegada de los ejércitos de draconianos… y la proximidad de los dragones.
El sonido de la muerte.