5

El tumulto. La desaparición de Tas

Alhana Starbreeze

—Caballero inmundo…

Un pedrusco golpeó a Sturm en el hombro. El caballero vaciló, a pesar de que la piedra no le había hecho mucho daño debido a la protección de la cota de mallas. Tanis, al ver su pálida expresión y su tembloroso bigote, comprendió que el dolor era mucho mayor que el que pueda infligir un arma.

A medida que los compañeros avanzaban por las calles escoltados por los soldados, el gentío era cada vez mayor, pues ya se había corrido la voz de su llegada. Sturm caminaba dignamente, con la cabeza bien alta, haciendo caso omiso de burlas e insultos. A pesar de que, de tanto en tanto, los soldados intentaran apartar a la muchedumbre, lo hacían con tan poca convicción, que la gente lo notaba. Siguieron arrojando piedras y cosas aún más humillantes. Al poco rato todos ellos tenían heridas, sangraban, y estaban cubiertos de despojos.

Tanis sabía qué Sturm no arremetería vengativo, no contra esa gentuza, pero el semielfo se vio obligado a sujetar firmemente a Flint. Incluso manteniéndolo agarrado, no podía dejar de temer que el irritado enano se abalanzara sobre el populacho y comenzara a partir cabezas. Su preocupación por Flint era tal, que se olvidó de Tasslehoff.

Los kenders, además de ser bastante «despreocupados» en relación a las propiedades ajenas, poseen otra curiosa característica conocida con el nombre de «provocación». Todos los kenders poseen ese talento en mayor o menor medida. Así es como esa diminuta raza se las arregla para sobrevivir y prosperar en un mundo lleno de guerreros y caballeros, trolls y goblins. La provocación es la habilidad para insultar al enemigo y llevarle a un estado de rabia tal que pierda la cabeza y comience a luchar salvaje y equivocadamente. Tas era un maestro en este arte, a pesar de que, viajando con sus amigos guerreros, raras veces necesitara utilizarlo. Pero en esta ocasión, el kender decidió sacarle partido.

Comenzó a insultar a la gente.

Cuando Tanis se dio cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde. Intentó acallarlo en vano. Tas caminaba entre los primeros, en cambio el semielfo era uno de los últimos, y no había forma de silenciar al kender.

Tas pensaba que a insultos tales como «caballero inmundo», o «escoria elfa» les faltaba imaginación, y decidió enseñar a esa gentuza toda la extensa gama de variedades que ofrecía el idioma común. Los insultos de Tasslehoff eran una obra maestra de ingenuidad y creatividad. Lamentablemente, tendían a ser extremadamente personales y a menudo bastante crudos, además de ser pronunciados siempre con un aire de encantadora inocencia.

—¿Es ésa tu nariz o un virus? ¿Tienes domesticadas a todas esas pulgas que recorren tu cuerpo? ¿Tu madre era una enana gully? —fueron sólo el principio. Después, la cosa empeoró.

Los soldados, al ver que la muchedumbre se enojaba cada vez más, comenzaron a alarmarse, y el condestable dio la orden de que todos aligeraran la marcha. Lo que él había previsto como una victoriosa procesión, como una exhibición de trofeos, parecía estar trocándose en un tumulto a gran escala.

—¡Que alguien haga callar a ese kender! —gritó furioso el condestable.

Tanis intentó desesperadamente llegar donde estaba Tasslehoff, pero los forcejeantes soldados y la agitada multitud lo hacían del todo imposible. Gilthanas fue derribado; Sturm se inclinó sobre él intentando protegerlo. Cuando Tanis se hallaba ya cerca de Tasslehoff, alguien le lanzó un tomate a la cara, cegándolo momentáneamente.

—Eh, condestable, ¿sabes lo qué podrías hacer con ese silbato? Podrías…

Tasslehoff nunca pudo decirle al condestable lo que podía hacer con el silbato, porque en ese instante una inmensa mano tiró de él, sacándolo de en medio de la reyerta. Otra mano le tapó la boca, mientras dos manos más le sujetaban los pies para que no patalease. Le echaron un saco sobre la cabeza y todo lo que Tas vio u olió a partir de entonces, fue harpillera.

Mientras Tanis seguía limpiándose el tomate de los ojos, oyó un sonido de pisadas, gritos y chillidos. La muchedumbre pitaba y se mofaba de ellos, pero un momento después comenzaron a correr, dispersándose. Cuando pudo ver de nuevo, el semielfo miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que todos estaban bien. Sturm estaba ayudando a Gilthanas a levantarse del suelo, enjugándole la sangre que brotaba de una herida que el elfo tenía en la frente. Flint, maldiciendo fluidamente, se limpiaba la barba impregnada de deshechos.

—¿Dónde está ese maldito kender? —gruñó el enano—. ¡Le voy a…! —interrumpió la frase mirando a su alrededor.

—¡Silencio! —ordenó Tanis al pensar que Tas había logrado escapar.

El rostro del enano estaba cada vez más encendido.

—¡Ese pequeño bastardo! ¡Fue él el que nos metió en esto, y ahora desaparece…!

—¡Shhhh! —dijo Tanis mirando fijamente al enano.

Flint carraspeó y guardó silencio.

El condestable siguió empujando a sus prisioneros hacia la Sala de Justicia. Cuando ya se hallaban a salvo en el interior del feo edificio de ladrillos, reparó en que uno de ellos había desaparecido.

—¿Señor, queréis que lo busquemos? —le preguntó uno de los soldados.

El condestable reflexionó unos segundos y luego sacudió la cabeza irritado.

—No perdamos el tiempo. ¿Sabes lo que es intentar encontrar a un kender que no quiere ser hallado? No, dejadlo ir, tenemos a los más importantes. Vigiladlos mientras yo Informo al Consejo.

El condestable desapareció tras una puerta de madera, dejando a los compañeros y a los soldados en un oscuro y maloliente corredor. Tendido en una esquina yacía un calderero que roncaba ruidosamente; obviamente había tomado mucho vino. Los soldados, ceñudos, se sacaban pedazos de calabaza de los uniformes, despojándose, además, de los trozos de zanahoria y otras hortalizas que tenían adheridos. Gilthanas se quitaba la sangre que descendía por su rostro, mientras Sturm intentaba limpiar lo mejor posible su capa.

El condestable regresó, haciéndoles una señal desde la puerta.

—Traedlos.

Mientras los soldados empujaban a sus prisioneros, Tanis se las arregló para acercarse a Sturm.

—¿Quién está al mando de la ciudad? —le susurró.

—Tendremos mucha suerte si el Señor de Tarsis está aún al mando de ella. Los Señores de Tarsis siempre han tenido fama de ser nobles y generosos. Además, ¿de qué pueden culparnos? No hemos hecho nada. Lo peor que puede sucedernos es que nos hagan abandonar la ciudad acompañados de una escolta armada.

Tanis sacudió la cabeza pensativo mientras entraban en la sala del Consejo. Le llevó unos segundos acostumbrarse a la penumbra de la sórdida sala que olía aún peor que el corredor. Los seis miembros del Consejo, tres a cada lado de su señor, estaban sentados en unos bancos colocados sobre una elevada tarima. El señor se había aposentado sobre una alta silla que se hallaba en el centro. Cuando entraron, aquél elevó la mirada. Sus cejas se arquearon ligeramente al ver a Sturm, y a Tanis le pareció que los rasgos de su rostro se suavizaban. El señor incluso hizo un leve gesto de amable bienvenida al caballero. Tanis se sintió más animado. Los compañeros caminaron hasta detenerse frente a los bancos. No había sillas. Los que tenían que suplicar algo al Consejo o los prisioneros debían soportar sus juicios de pie.

—¿De qué se acusa a estos hombres? —preguntó el señor.

El condestable lanzó a los compañeros una perniciosa tirada.

—De incitar un tumulto, mi señor.

—¡Un tumulto! —explotó Flint—. ¡Nosotros no hemos hecho nada para provocar un tumulto! Fue ese charlatán del…

Un personaje ataviado con una larga túnica surgió de entre las sombras y se acercó al señor para susurrarle algo al oído. Ninguno de los compañeros lo había visto entrar, pero ahora sí le veían.

Flint tosió y guardó silencio, lanzándole a Tanis una significativa y preocupada mirada tras sus blancas y espesas cejas. Tanis suspiró abrumado. Gilthanas, con expresión marcada por el odio, se limpió la sangre de la herida con mano temblorosa. Sturm fue el único que se mantuvo aparentemente calmo e impasible al ver el rostro medio humano, medio de reptil del draconiano…

Los compañeros que habían permanecido en la posada estuvieron reunidos en la habitación de Elistan durante casi una hora desde de que los otros fueran arrestados por los soldados. Caramon seguía de guardia junto a la puerta con la espada desenvainada. Riverwind vigilaba la ventana. Todos oyeron los gritos proferidos por la alborotada muchedumbre, y se miraron los unos a los otros con expresiones de tensión y fatiga. Un rato después el estruendo se calmó. Nadie les dijo nada. En la posada reinaba un silencio mortecino.

La mañana transcurrió sin incidente alguno. El pálido y frío sol fue ascendiendo en el cielo, aunque sin conseguir caldear aquel día invernal. Caramon envainó su espada y bostezó. Tika arrastró una silla hacia donde él estaba para sentarse a su lado. Riverwind se situó al lado de Goldmoon, quien charlaba en voz baja con Elistan, haciendo planes para los refugiados.

La única que permaneció junto a la ventana fue Laurana. Aunque no había gran cosa que mirar, ya que los soldados, aparentemente, se habían cansado de desfilar arriba y abajo de la calle y se habían resguardado en los portales de los edificios para protegerse del frío. Tras ella escuchó las risas de Tika y Caramon, y se volvió para observarlos. Caramon, aunque hablaba demasiado bajo para ser oído, parecía estar describiendo una batalla. Tika lo escuchaba atentamente, con los ojos relucientes de admiración.

En el viaje que habían hecho al sur en busca del Mazo de Kharas, la joven camarera había recibido muchas lecciones de lucha y, aunque nunca conseguiría ser verdaderamente diestra con la espada, había desarrollado inmensamente el arte de derrotar a su enemigo a golpes. Ahora, precisamente, vestía su cota de mallas. El sol iluminaba el metal y centelleaba en su roja cabellera. La expresión de Caramon al charlar con ella era relajada y animada. No se acariciaban —no ante la dorada mirada del gemelo de Caramon—, pero estaban muy juntos.

Laurana suspiró y se volvió, sintiéndose muy sola y —al pensar en las palabras de Raistlin—, muy asustada.

Un segundo después oyó tras ella el eco de su suspiro. Pero aquél no era un suspiro de pena, era un suspiro de enojo. Al volverse ligeramente vio a Raistlin, que había cerrado el libro de encantamientos que leía, y se había acercado a la ventana para aprovechar la poca luz que por ella entraba. Debía estudiarlo a diario. El sino de los magos es tal que para memorizar los encantamientos deben repetirlos una y otra vez, pues las palabras mágicas titilan y mueren como chispas de fuego. Cada sortilegio formulado mina la fuerza del mago, debilitándolo físicamente hasta tal punto, que finalmente queda exhausto y no puede utilizar su magia hasta haber reposado.

La fuerza y el poder de Raistlin habían aumentado desde que los compañeros se encontraran en Solace. Había realizado varios encantamientos nuevos que le enseñó Fizban, el excéntrico viejo mago que había muerto en Pax Tharkas. A medida que su poder aumentaba, también crecían los recelos de sus compañeros. Nadie tenía un motivo justificado para desconfiar de él, antes bien, su magia les había salvado varias veces la vida, —pero había en él algo inquietante, secreto, silencioso, rígido, y solitario que asustaba.

Acariciando ausentemente la funda azul marino del extraño libro de encantamientos que había conseguido en Pax Tharkas, Raistlin observó la calle. Sus ojos dorados en forma de relojes de arena, centelleaban fríamente.

A pesar de que a Laurana le disgustaba hablar con el mago, ¡tenía que saber! ¿Qué significaba… una larga despedida?

—¿Qué ves cuando miras a lo lejos, como ahora? —le preguntó suavemente, sentándose a su lado, sintiéndose invadida por una súbita debilidad fruto del temor.

—¿Qué veo? —repitió él en voz baja. Había mucha tristeza y dolor en su voz, no la amargura que la caracterizaba—. Veo como el tiempo afecta a las cosas. La carne humana se marchita y muere ante mis ojos. Las flores se abren sólo para morir. Los árboles se desprenden de hojas que nunca volverán a recuperar. En lo que yo veo siempre es invierno, siempre es de noche.

—¿Y… esto es lo que te enseñaron en las Torres de la Alta Hechicería? ¿Por qué? ¿Con qué fin?

Raistlin sonrió con su extraña sonrisa torva.

—Para recordarme mi propia mortalidad. Para enseñarme compasión —su voz bajó de tono—. Cuando era joven era orgulloso y arrogante. Era el más joven en pasar la Prueba, ¡iba a demostrárselo a todos!, y sí, se lo demostré. Destrozaron mi cuerpo y devoraron mi mente hasta que al final fui capaz de… —se detuvo bruscamente, dirigiendo la mirada a Caramon.

—¿De qué? —preguntó Laurana, temiendo saberlo, pero fascinada.

—De nada —susurró Raistlin, bajando la mirada—. Tengo prohibido hablar de ello.

Laurana vio que al mago le temblaban las manos y resbalaban por su frente gotas de sudor, la respiración se le hacía más pesada y comenzaba a toser. Sintiéndose culpable por haberle causado tal angustia, la elfa enrojeció y movió la cabeza, mordiéndose el labio.

—Siento haberte causado dolor. No pretendía hacerlo —confundida, bajó la mirada cubriéndose el rostro con las manos, un antiguo hábito de su niñez.

Raistlin se inclinó hacia adelante casi inconscientemente, alargando una mano temblorosa para tocar el maravilloso cabello de la elfa, que parecía poseer vida propia por lo vibrátil y exuberante que era. Pero al ver ante sus ojos su propia carne agonizante, retiró rápidamente la mano y volvió a hundirse en la silla con una amarga sonrisa en los labios. Pues lo que Laurana no sabía, no podía saberlo, era que al mirarla a ella, Raistlin veía la única belleza que podría ver en su vida. Joven, incluso para los elfos, la muchacha no había sido rozada aún por la muerte o la decadencia, ni siquiera para la maldita visión del mago.

Laurana no se percató de lo que había sucedido. Sólo notó que el mago se movía ligeramente. Estuvo a punto de levantarse a irse, pero se sentía próxima a él y, además, aún no había respondido a su pregunta.

—Lo que quería decir es si puedes ver el futuro. Tanis me dijo que tu madre era… ¿cómo lo llaman… adivina? Sé que Tanis acude a ti en busca de consejo…

Raistlin contempló a Laurana cavilosamente.

—Tanis viene a mí en busca de consejo, no porque pueda predecir el futuro. No puedo hacerlo, no soy un visionario. Viene a mí porque soy capaz de razonar, algo que la mayoría de esos necios parece incapaz de hacer.

—Pero… lo que dijiste. Puede que algunos de nosotros no volvamos a vernos nunca. ¡Debes haber presentido algo! ¿Qué? ¡Debo saberlo! ¿De qué se trata… acaso de Tanis?

Raistlin reflexionó y, al responder, lo hizo más para sí mismo que para Laurana.

—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo dije. Fue solamente que… durante un instante… supe… —hizo un esfuerzo por recordar, pero finalmente se encogió de hombros.

—¿Supiste, qué?

—Nada. Mi retorcida imaginación, como diría el Caballero si estuviese aquí. O sea que Tanis te habló de mi madre —dijo cambiando bruscamente de tema.

Laurana, decepcionada, pero esperando averiguar algo más si continuaba hablando con él, asintió con la cabeza.

—Me dijo que tenía el don de predecir. Que era capaz de mirar al futuro y ver lo que iba a suceder.

—Es verdad. Pero no le sirvió de mucho. El primer hombre con el que se casó era un apuesto guerrero de las tierras del norte. La pasión duró pocos meses y, cuando acabó, se hicieron la vida imposible el uno al otro. Mi madre tenía una salud muy frágil y era dada a caer en extraños trances de los que podía no despertar en horas. Eran pobres, pues vivían de lo que su esposo pudiera ganar con la espada. Él jamás hablaba de su familia, a pesar de que era patente que provenía de sangre noble. No creo que nunca llegara a decirle su verdadero nombre.

Los ojos de Raistlin se estrecharon.

—No obstante se lo dijo a Kitiara. Estoy seguro de ello. Ese es el motivo por el que ella se fue al norte, para encontrar a su familia.

—Kitiara… —pronunció Laurana con dificultad, deseosa de saber más de esa mujer a la que Tanis amaba—. Entonces, ese hombre —el noble guerrero ¿era el padre de Kitiara?

—Sí. Es mi hermanastra mayor. Unos ocho años mayor que Caramon y yo. Supongo que es muy parecida a su padre, tan bella como apuesto era él, decidida e impetuosa, belicosa, fuerte e intrépida. Su padre le enseñó lo único que sabía, el arte de combatir, para después marchar a viajes cada vez más largos, hasta que un día desapareció por completo. Mi madre convenció a los Buscadores para que lo declararan legalmente muerto. Entonces se casó con el que sería nuestro padre, un hombre sencillo, un leñador. Una vez más, su posibilidad de prever no le sirvió de nada.

—¿Por qué? —le preguntó Laurana amablemente, sorprendida al ver tan hablador al taciturno mago, sin comprender que, por el simple hecho de contemplar el expresivo rostro de la elfa, él estaba ganando más en humanidad de lo que estaba dando a cambio.

—El nacimiento de mi hermano y mío —dijo Raistlin. Comenzó a toser ruidosamente y, dejando de hablar, le hizo una señal a su hermano—. ¡Caramon! Es la hora de mi pócima. ¿O te has olvidado de mí al disfrutar del placer de otra compañía?

—No, Raistlin —respondió Caramon sintiéndose culpable y apresurándose a colgar una olla de agua sobre el fuego de la chimenea de la habitación. Tika, avergonzada, bajó la cabeza, intentando evitar la mirada del mago.

Tras contemplarla durante un instante, Raistlin se volvió de nuevo hacia Laurana, quien había escuchado las palabras entre los hermanos con una sensación de frío en la boca del estómago. El mago comenzó a hablar de nuevo como si no hubiese habido interrupción alguna.

—Mi madre nunca llegó a recuperarse del todo del parto. La comadrona me dio por muerto, y, de hecho, no hubiese vivido de no ser por Kitiara, quien acostumbraba a decir que fui su trofeo en su primera batalla contra la muerte. Ella fue la que nos crió. Mi madre era incapaz de ocuparse de nosotros, y mi padre tenía que trabajar día y noche para alimentamos. Murió en un accidente cuando éramos adolescentes. Ese mismo día mi madre cayó en uno de sus trances… y nunca salió de él. Murió de inanición.

—¡Qué horror! —exclamó Laurana temblorosa.

Raistlin guardó silencio durante unos largos segundos, mirando fijamente hacia el frío y gris cielo invernal. Luego su boca se torció en una extraña mueca.

—Me enseñó una valiosa lección: hay que aprender a controlar el poder. ¡No dejar nunca que éste te controle a ti!

Laurana no pareció haberlo oído. Se retorcía las manos nerviosa. Aquélla era la oportunidad idónea para hacer las preguntas que ansiaba hacer, aunque eso significara revelar una parte de su intimidad a ese mago al que temía y en el cual no confiaba. No se dio cuenta de que estaba cayendo en una trampa hábilmente preparada, ya que a Raistlin le entusiasmaba conocer los recodos de las almas ajenas, pues sabía que en cualquier momento podrían serle útiles.

—¿Qué hicisteis entonces? —preguntó la elfa—. ¿Fue Kit… Kitiara…? —quiso pronunciar aquel nombre con naturalidad pero, al embarullarse, enrojeció avergonzada.

Raistlin se dio cuenta de la agitación interna de Laurana.

—Kitiara ya se había ido —respondió—. Se fue de casa a los quince años, se ganaba la vida con la espada. Según Caramon es una verdadera experta, por lo que no tuvo muchas dificultades en encontrar trabajo de mercenario. De tanto en tanto volvía para comprobar que estuviéramos bien. Cuando crecimos nos llevó con ella. Así es como Caramon y yo aprendimos a luchar juntos —yo utilizando la magia, mi hermano la espada—. Más adelante Kitiara conoció a Tanis —los ojos de Raistlin relampaguearon al observar el desconcierto de Laurana—, y ella a veces viajaba con nosotros.

—¿Nosotros… con quién? ¿Adónde ibais?

—Nuestro grupo estaba formado por Sturm Brightblade, quien ya entonces soñaba con la caballería, el kender, Tanis, Caramon y yo. Viajábamos con Flint, antes de que dejara de ser herrero, para ver mundo y para conocernos a nosotros mismos, pero las rutas se tornaron tan peligrosas que Flint dejó de viajar y, para entonces, ya habíamos aprendido todo lo que podíamos los unos de los otros. Nos hallábamos inquietos y Tanis dijo que había llegado el momento de separarnos.

—¿E hicisteis lo que él dijo? ¿También entonces era vuestro líder? —Laurana comenzó a recordarle tal y como lo había conocido antes de abandonar Qualinesti, imberbe y sin las líneas de desasosiego y preocupación que ahora marcaban su rostro. A pesar de que ya en esas fechas era introvertido y caviloso, atormentado por el sentimiento de pertenecer a dos razas y a ninguna. En aquellos tiempos ella no había sabido comprenderlo. Sólo ahora, tras vivir en un mundo de humanos, comenzaba a hacerlo.

—Posee las características que se cree que son esenciales para dirigir un grupo. Es rápido de pensamiento, inteligente, creativo. Pero la mayoría de nosotros posee estas cualidades en mayor o menor grado. ¿Por qué siguen a Tanis los demás? Sturm es de sangre noble, miembro de una orden cuyas raíces se remontan a tiempos inmemorables, ¿por qué obedece a un bastardo semielfo? ¿Y Riverwind? Desconfía de cualquiera que no sea humano y de la mayoría de éstos. Aun y así, él y Goldmoon seguirían a Tanis hasta los Abismos. ¿Por qué?

—Me lo había preguntado —comenzó a decir Laurana—, y creo…

Pero Raistlin, ignorándola, pasó a responder a su propia pregunta.

—Tanis escucha sus sentimientos. No los contiene, como hace el caballero, ni los oculta, como hace el bárbaro. Tanis sabe que un jefe de grupo, a veces, debe pensar con el corazón y no con la cabeza. —Raistlin la miró fijamente—. Recuerda esto.

Laurana parpadeó, confundida durante un instante, pero al percibir aquel tono de superioridad en las palabras del mago, habló altivamente, irritada.

—Noto que no te has incluido a ti mismo. Si eres tan inteligente y poderoso como dices, ¿por qué sigues a Tanis?

Raistlin guardó silencio, pues Caramon se acercó y le tendió una copa, y luego la llenó de agua de la olla. El guerrero le lanzó una mirada a Laurana, avergonzado e incómodo como siempre que su hermano lo trataba de esa forma.

Raistlin pareció no notarlo. Sacando una bolsa de su fardo, esparció en el agua caliente unas hojas verdes. La habitación se llenó de un olor acre y picante.

—Yo no le sigo —dijo el joven mago mirando a Laurana—. Por el momento, Tanis y yo simplemente viajamos en la misma dirección.

—Los Caballeros de Solamnia no son bienvenidos a nuestra ciudad —dijo el señor secamente, con el semblante serio. Su oscura mirada recorrió el resto del grupo—. Ni lo son los elfos, los kenders, o los enanos, ni aquellos que viajan con ellos. Tengo entendido que también hay un hechicero entre vosotros, uno que viste la túnica roja. Lleváis cotas de malla, vuestras armas están manchadas de sangre, es evidente que sois diestros guerreros.

—Mercenarios sin duda, señor —dijo el condestable.

—No somos mercenarios —dijo Sturm acercándose al banco con porte noble y orgulloso—. Venimos de las llanuras del norte de Abanasinia. Liberamos a ochocientos hombres, mujeres y niños de Verminaard, el Señor del Dragón, en Pax Tharkas. Huimos de la cólera de los ejércitos de los dragones, dejando a los refugiados en un valle oculto entre las montañas. Después, viajamos hacia el sur, esperando encontrar barcos en la legendaria ciudad de Tarsis. No sabíamos que ahora ya no es una ciudad costera, o no hubiéramos venido.

El señor frunció el ceño.

—¿Dices que venís del norte? Eso es imposible. Nunca nadie consiguió atravesar el reino de los Enanos de la Montaña de Thorbardin.

—Si conoces a los Caballeros de Solamnia, sabes que moriríamos antes de decir una mentira, incluso a nuestros enemigos. Entramos en el reino de los enanos, y éstos nos dejaron atravesarlo al encontrar y devolverles el extraviado Mazo de Kharas.

El Señor se agitó inquieto, lanzándole una mirada al draconiano que estaba sentado tras él.

—Sí, conozco a los caballeros, y por tanto debo creer vuestra historia, aunque sea más parecida a un cuento de niños que…

De pronto se abrieron las puertas y entraron dos soldados que arrastraban con violencia a un prisionero. Empujando a los compañeros a un lado, arrojaron al prisionero al suelo. Se trataba de una mujer. Llevaba el rostro cubierto con velos y vestía una falda larga y una pesada capa. Durante unos segundos se quedó tendida en el suelo como si se hallase demasiado cansada o abatida para levantarse. Después, hizo un gran esfuerzo para conseguirlo, sin éxito. Obviamente nadie iba a ayudarla. El señor se la quedó mirando con expresión torva y ceñuda. El draconiano que estaba tras él se había puesto en pie y la contemplaba interesado. La mujer a duras penas podía moverse pues se tropezaba con sus largas vestiduras.

Un segundo después Sturm estaba a su lado. El caballero había contemplando horrorizado el insensible trato que estaba recibiendo. Le lanzó una mirada a Tanis y vio al cauto semielfo sacudir la cabeza, pero la imagen de aquella mujer haciendo un denodado esfuerzo por levantarse era demasiado para él. Al avanzar hacia la dama uno de los soldados se interpuso en su camino.

—Si quieres puedes matarme, pero voy a ayudar a la prisionera.

El guardia parpadeó y dio un paso atrás, mirando a su señor a la espera de órdenes. El señor negó levemente con la cabeza. Tanis, que lo observaba atentamente, contuvo la respiración. Le pareció ver que el señor sonreía, cubriéndose rápidamente la boca con la mano.

—Señora mía, permitidme que os ayude —dijo Sturm con suma cortesía sujetándola con sus fuertes manos y ayudándola a ponerse en pie.

—Sería mejor que no me hubieses ayudado, caballero —dijo la mujer. A pesar de que sus palabras apenas fueron audibles debido al velo que cubría su rostro, Tanis y Gilthanas dieron un respingo y se miraron el uno al otro—. No sabes lo que has hecho… has arriesgado tu vida…

—Es un privilegio haberlo hecho —dijo Sturm haciendo una reverencia y permaneciendo junto a ella sin apartar la mirada de los guardias.

—¡Es una elfa de Silvanesti! —le susurró Gilthanas a Tanis—. ¿Lo sabe Sturm?

—Por supuesto que no —respondió Tanis en voz baja ¿Cómo podría saberlo? Yo mismo apenas he reconocido su acento.

—¿Qué debe estar haciendo aquí? Silvanesti está muy lejos…

—Puede que… —comenzó a decir Tanis, pero uno de los soldados le dio un golpe en la espalda para que guardase silencio pues el señor se disponía a hablar.

—Princesa Alhana —dijo éste en un frío tono de voz—, se os comunicó que abandonaseis la ciudad. La última vez que os presentasteis ante mí fui misericordioso porque veníais en misión diplomática, y en Tarsis aún observamos el protocolo. No obstante, os dije entonces que no esperarais que os ayudásemos y os di veinticuatro horas para partir, pero veo que aún seguís aquí. —Dirigió una mirada a los guardias—. ¿De qué se la acusa?

—De intentar comprar mercenarios, señor —respondió el condestable—. La encontramos en una posada de la zona del Puente Viejo. Ha sido una suerte que no encontrara a este grupo —dijo lanzándole una mirada a Sturm—, ya que, por supuesto, en Tarsis nadie ayudaría a un elfo.

—Alhana —murmuró Tanis para sí. Luego se dirigió a Gilthanas—. ¿Por qué me resulta tan familiar ese nombre?

—¿Has estado alejado de nuestra gente tanto tiempo que ya no reconoces ese nombre? Sólo una de nuestras primas de Silvanesti se llamaba así. Alhana Starbreeze, hija del Orador de las Estrellas, princesa y única heredera de su padre, ya que no tiene hermanos.

—¡Alhana! —exclamó Tanis recordando. Los elfos se habían separado cientos de años atrás, cuando Kith-Kanan guió a muchos de ellos a la tierra de Qualinesti tras las guerras de Kinslayer. Pero sus dirigentes se habían mantenido en contacto a la misteriosa manera de los elfos quienes, se dice, pueden leer mensajes en el viento y hablar el idioma de Solinari. Ahora recordaba a Alhana— que tenía la reputación de ser la más bella de todas las mujeres elfas, y tan distante como la luna plateada que brilló la noche que nació.

El draconiano se agachó para conferenciar con el señor. Tanis vio que el rostro del hombre se ensombrecía, y tuvo la sensación de que estaba a punto de decir que no estaba de acuerdo, pero tras morderse el labio y suspirar, el señor asintió con la cabeza. El draconiano volvió a ocultarse entre las sombras una vez más.

—Quedáis arrestada, princesa Alhana —dijo el señor. Al ver que los soldados la rodeaban, Sturm se acercó más a la mujer y les lanzó una mirada amenazadora. Su apariencia era de tal nobleza y seguridad, incluso desarmado, que los guardias tuvieron un momento de duda. No obstante, su señor les había dado una orden.

—Será mejor que hagas algo —gruñó Flint—. Estoy de acuerdo con la caballerosidad, pero hay un momento y un lugar para cada cosa, y ¡éste no es ni el momento ni el lugar!

—¿Tienes alguna sugerencia? —le preguntó Tanis.

Flint no le respondió. Ambos sabían que no podían hacer nada. Sturm estaría dispuesto a morir antes de que esos soldados volvieran siquiera a rozar a la mujer, a pesar de no tener ni idea de quién era la dama. Eso no tenía importancia. Sintiendo frustración y admiración hacia su amigo, Tanis midió la distancia entre él y el guardia más próximo, comprobando que, al menos, podía dejar a uno fuera de combate. Vio que Gilthanas cerraba los ojos y murmuraba unas palabras. El elfo tenía nociones de magia, a pesar de que nunca se lo había tomado muy en serio. Al ver la expresión de Tanis, Flint lanzó un suspiro y se volvió hacia otro de los guardias, bajando la cabeza.

Pero, de pronto, el señor habló en tono irritado.

—¡Aguarda, caballero! —dijo con la autoridad que le habían inculcado durante generaciones. Sturm, acatando la orden, se distendió y Tanis lanzó un suspiro de alivio—. No voy a permitir que corra la sangre en la Sala del Consejo. La dama ha desobedecido una ley de nuestras tierras, leyes que, en su tiempo, vosotros los caballeros jurasteis respetar. Pero estoy de acuerdo en que no hay razón alguna para tratarla irrespetuosamente. Guardias, escoltareis a la dama hasta la prisión, pero con la misma cortesía que me demostráis a mí. Y tú, caballero, la acompañarás, ya que muestras tanto interés por su bienestar.

Tanis le dio un codazo a Gilthanas, quien se sobresaltó y salió del trance.

—Realmente, como dijo Sturm, el señor proviene de un linaje noble y honorable —le susurró Tanis.

—No sé de qué te alegras, semielfo —gruñó Flint al oírle—. Primero el kender consigue que nos apresen acusados de iniciar un tumulto y él desaparece. Ahora Sturm hace que nos encarcelen. La próxima vez recuérdame que me quede junto al mago. ¡Por lo menos sé que está loco!

Cuando los soldados se disponían a empujar a los prisioneros para sacarlos de la sala, Alhana comenzó a buscar algo entre los pliegues de su larga falda.

—Te ruego me hagas un favor, caballero —le dijo a Sturm—. Creo que se me ha caído algo. Es una fruslería pero para mí tiene mucho valor. ¿Podrías mirar a ver si lo encuentras…?

Sturm se arrodilló con presteza e, inmediatamente, vio un objeto que relucía bajo los pliegues del vestido de la dama. Era una aguja con forma de estrella cuyos diamantes centelleaban. Contuvo la respiración. ¡Una menudencia! Su valor debía ser incalculable. No era extraño que no quisiera que fuese hallada por esos despreciables soldados. La recogió rápidamente y fingió mirar a su alrededor. Finalmente, aún arrodillado, elevó la mirada hacia la mujer.

Sturm contuvo la respiración cuando la dama se sacó la capucha de la capa y apartó los velos que cubrían su rostro. Por primera vez unos ojos humanos vieron el rostro de Alhana Starbreeze.

Muralasa la llamaban los elfos, princesa de la Noche. Su cabello, negro y suave como el viento nocturno, estaba sujeto por una red tan fina como una tela de araña, y cuajado de pequeñas joyas que titilaban como estrellas. Su piel era del tono pálido de Solinari; sus ojos del profundo púrpura del cielo nocturno, y sus labios del mismo color que las sombras de Lunitari.

El primer pensamiento de Sturm fue dar gracias a Paladine por hallarse ya arrodillado. El segundo fue que la muerte sería un precio muy bajo a pagar para poder servirla, y su tercer pensamiento fue que debía decir algo, pero parecía haber olvidado las palabras de cualquier idioma conocido.

—Gracias por encontrarlo, noble caballero —dijo Alhana suavemente mirándole fijamente a los ojos—. Como te dije, es una fruslería. Por favor, levántate. Estoy fatigada y, ya que parece que nos llevan al mismo lugar, me harías un gran favor si me ayudaras a caminar.

—Puedes ordenarme lo que gustes —dijo Sturm con devoción poniéndose en pie, ocultando rápidamente la joya en su cinturón. Alargó el brazo y Alhana puso su esbelta y blanca mano sobre su antebrazo. El caballero tembló.

Cuando ella volvió a cubrirse el rostro con el velo, Sturm le pareció como si una nube hubiese cubierto la luz de las estrellas. Vio a Tanis situarse tras ellos, pero estaba tan extasiado ante la imagen del bello rostro que aún ardía en su memoria, que miró fijamente al semielfo sin reconocerlo.

Tanis había visto el rostro de Alhana y también se sintió perturbado ante su belleza. Pero había visto, asimismo, la expresión de Sturm al contemplarla. Había notado que la belleza de la elfa penetraba en el corazón del caballero, haciéndole más daño que una de las flechas envenenadas de los goblins. El suponía que ese amor iba a trocarse en veneno, pues los elfos de Silvanesti era una raza altiva y orgullosa. Temían mezclarse y perder sus costumbres, por lo que repudiaban el más mínimo contacto con los humanos. Ese era el motivo por el que habían comenzado las guerras de Kinslayer.

«No, la misma Solinari no era más inalcanzable para Sturm», pensó Tanis apesadumbrado. El semielfo suspiró. Sólo les faltaba esto.