¡Arrestados! Separan a los héroes.
Una despedida llena de presagios.
Los pocos soldados, medio dormidos, que vigilaban las murallas aquella mañana, despertaron de golpe al ver a un grupo bien armado, pero de aspecto agotado, pidiendo entrada. No se la negaron. Ni siquiera les hicieron demasiadas preguntas. Un semielfo pelirrojo y de hablar calmo —hacía muchas décadas que en Tarsis no veían a un ser parecido— dijo que llevaban mucho tiempo viajando y que buscaban cobijo. Sus compañeros aguardaron silenciosamente tras él, sin hacer ningún gesto amenazador. Bostezando, los guardias les indicaron una posada llamada «El Dragón Rojo».
La cuestión podía haber acabado ahí. Después de todo, a medida que los rumores de guerra se extendían, comenzaban a llegar a Tarsis personajes más y más extraños. Pero al atravesar la verja, el viento levantó la capa de uno de los humanos, y un guardia vislumbró el brillo de una reluciente cota de mallas iluminada por el sol de la mañana. El guardia vio el odiado y denigrado símbolo de los Caballeros de Solamnia sobre la antigua cota. Frunciendo el ceño, desapareció entre las sombras, deslizándose tras el grupo que avanzaba por las calles de la ciudad.
El guardia los vio entrar en «El Dragón Rojo». Aguardó fuera hasta estar seguro de que ya debían encontrarse en las habitaciones. Entonces, entrando sigilosamente, intercambió unas palabras con el posadero. Le echó un vistazo a la sala, y al ver al grupo sentado, cómodamente instalado, corrió a informar a sus superiores.
—¡Esto es lo que ocurre por confiar en el mapa de un kender! —exclamó irritado el enano, apartando a un lado el plato vacío y restregándose la boca con la mano—. ¡Que te lleva a una ciudad portuaria sin mar!
—No es culpa mía —protestó Tas—. Tanis me preguntó si tenía algún mapa en el que figurara Tarsis. Le dije que sí y le entregué éste en el que estaban dibujados Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos de la Montaña, la Puerta Sur y Tarsis… pero ya le advertí que era anterior a la época del Cataclismo. Todo está donde el mapa decía que estaba. Insisto ¡no es culpa mía que el océano haya desaparecido! Yo…
—Ya está bien, Tas —suspiró Tanis—. Nadie te echa las culpas. No es culpa de nadie. Sencillamente teníamos demasiadas esperanzas.
El kender, algo más calmado, retiró el mapa, lo enrolló y lo deslizó en una caja con el resto de sus valiosos mapas de Krynn. Luego apoyó la barbilla entre las manos y permaneció sentado, contemplando a sus abatidos compañeros de mesa. Estos comenzaron a discutir qué podían hacer ahora, hablando sin demasiado entusiasmo.
Tas se aburría cada vez más. Quería explorar la ciudad. Estaba llena de todo tipo de extraños sonidos e imágenes —desde que llegaron a Tarsis, Flint, prácticamente se había visto obligado a arrastrarlo—. Había un fabuloso mercado completamente abarrotado de cosas maravillosas que aguardaban ser contempladas. Además, había visto a más de un kender, y quería hablar con ellos. Su hogar le preocupaba. De pronto Flint le dio una patada por debajo de la mesa, y Tas, suspirando, volvió a prestar atención a Tanis.
—Pasaremos la noche aquí para descansar, averiguaremos lo que podamos y enviaremos un mensaje a la Puerta Sur —estaba diciendo Tanis. Tal vez exista otra ciudad portuaria más al sur. Algunos de nosotros podríamos investigarlo. ¿Qué te parece, Elistan?
El clérigo retiró a un lado un plato lleno de comida.
—Supongo que es nuestra única elección, pero yo regresaré a la Puerta Sur. No puedo estar mucho tiempo lejos de la gente. Tú deberías venir conmigo, querida —dijo posando su mano sobre la de Laurana—. No puedo prescindir de tu ayuda.
Laurana sonrió a Elistan. Un segundo después, al posar la mirada en Tanis y ver su ceño fruncido, su sonrisa se evaporó.
—Riverwind y yo hemos estado comentando la situación, vamos a regresar con Elistan —dijo Goldmoon. Sus cabellos de oro y plata destellaban con la luz de los rayos de sol que se filtraban por la ventana—. La gente necesita de mis artes curativas.
—Además de eso, la pareja de recién casados echa de menos la intimidad de su tienda —dijo Caramon en voz baja pero audible, haciendo enrojecer a Goldmoon a la vez que su marido esbozaba una sonrisa.
Tras contemplar a Caramon con repugnancia, Sturm se volvió hacia Tanis y afirmó:
—Amigo mío, yo iré contigo.
—Nosotros, por supuesto, también —dijo Caramon rápidamente. Sturm frunció el ceño y miró a Raistlin, quien estaba sentado cerca del fuego envuelto en su túnica roja, bebiendo la extraña poción de hierbas que aliviaba su tos.
—No creo que a tu hermano le convenga mucho viajar… —comenzó a decir Sturm.
—Te noto repentinamente preocupado por mi estado de salud, Caballero —susurró Raistlin con sarcasmo—. Pero, no es mi salud lo que te inquieta, ¿verdad, Sturm Brightblade? Es mi creciente poder. Me tienes miedo…
—¡Ya es suficiente! —exclamó Tanis al ver ensombrecerse el rostro de Sturm.
—O vuelve el mago, o vuelvo yo —declaró fríamente el Caballero.
—Sturm… —comenzó a decir Tanis.
Tasslehoff aprovechó esa oportunidad para escabullirse rápidamente de la mesa. Todos estaban absortos en la discusión entre el Caballero, el semielfo y el mago. Tas se deslizó por la puerta principal de «El Dragón Rojo», nombre que le parecía especialmente divertido, pero a Tanis no le hubiera hecho gracia.
Mientras cavilaba sobre esto empezó a caminar, a la vez que contemplaba entusiasmado la ciudad desconocida, Tanis ya nunca se reía de nada. En verdad parecía que el semielfo cargara sobre sus hombros con todo el peso del mundo. Tasslehoff creía saber qué era lo que le sucedía a Tanis. Sacando un anillo de uno de sus bolsillos, lo examinó con atención. Era de oro, hecho por un elfo, tallado en forma de hojas de enredadera. Lo había recogido en Qualinesti. Esta vez el anillo no era algo que el kender hubiese «adquirido» sino que había sido arrojado a sus pies por Laurana en una ocasión en la que se hallaba furiosa y humillada porque Tanis le había devuelto la joya.
El kender sopesó todo esto y decidió que a todos les iría bien separarse y partir en busca de nuevas aventuras. Él, desde luego, iría con Tanis y Flint —porque creía firmemente que ninguno de los dos podía salir adelante sin él—, pero antes echaría un vistazo a esa interesante ciudad.
Tasslehoff llegó al final de la calle. Si miraba atrás, aún podía ver la posada. Todavía no había salido nadie a buscarlo. Se hallaba a punto de preguntarle a un buhonero, que pasaba por la calle, cómo llegar al mercado, cuando vio algo que prometía convertir aquella apasionante ciudad en un lugar todavía más interesante…
Tanis consiguió aplacar la discusión iniciada por Sturm y Raistlin, al menos por el momento. El mago había decidido quedarse en Tarsis para explorar los restos de la antigua biblioteca. Caramon y Tika se ofrecieron a quedarse con él mientras Tanis, Sturm, Flint y Tasslehoff, marchaban hacia el sur con el propósito de recoger a los hermanos y a Tika a la vuelta. El resto del grupo viajaría a la Puerta Sur para comunicar las decepcionantes nuevas.
Decidido esto, Tanis se dirigió al posadero para pagarle las habitaciones. Se hallaba ante el mostrador contando las monedas de plata, cuando notó una leve presión en el brazo.
—Quiero que pidas que me cambien a una habitación que esté más cerca de la de Elistan —le dijo Laurana.
—¿Cómo? —le preguntó Tanis intentando disimular la aspereza de su voz.
Laurana suspiró.
—¿No vamos a volver a discutir este asunto de nuevo, no?
—No sé lo que quieres decir —dijo Tanis fríamente, alejándose del sonriente posadero.
—Por primera vez en mi vida, estoy haciendo algo útil y pleno de sentido —dijo Laurana asiéndolo firmemente del brazo y tú quieres que lo abandone debido a los extraños celos que sientes…
—No estoy celoso —interrumpió Tanis enrojeciendo—. Ya te dije en Qualinesti que lo que pasó entre nosotros cuando éramos jóvenes, acabó ya. Yo… —hizo una pausa, preguntándose si aquello sería cierto.
Mientras le hablaba, su alma se estremecía ante la belleza de la elfa. Sí, ese enamoramiento adolescente había terminado, pero ¿acaso estaría siendo reemplazado por algo más fuerte y duradero? ¿Y estaría él echándolo a perder? ¿Lo habría perdido ya a causa de su indecisión y testarudez?
«Estaba actuando de una forma típicamente humana, rechazando lo que estaba a su alcance, sólo para lamentarse de ello una vez perdido», pensó el semielfo. Confundido, sacudió la cabeza.
—Si no estás celoso, ¿por qué no me dejas en paz y me permites proseguir mi trabajo con Elistan? —le preguntó Laurana con frialdad—. Eres…
—¡Silencio! —Tanis alzó una mano. Laurana, enojada, se disponía a continuar hablando, pero al ver la severa mirada de semielfo, decidió callarse.
Tanis aguzó el oído. Sí, tenía razón. Podía oír claramente el quejido agudo y penetrante de la honda de cuero que encabezaba la vara jupak de Tasslehoff. Era un sonido muy peculiar, y se producía cada vez que el kender blandía la vara en círculo sobre su cabeza; ponía los pelos de punta. Significaba una señal de peligro para los kenders.
—Problemas —dijo Tanis en voz baja—. Avisa a los demás.
Laurana obedeció sin hacer preguntas. Tanis se volvió rápidamente para enfrentarse con el posadero quien, en ese preciso momento, intentaba escapar furtivamente de detrás del mostrador.
—¿Adónde vas? —le preguntó el semielfo secamente.
—Me disponía a disponer vuestras habitaciones, señor —dijo suavemente el posadero, tras lo cual desapareció en la cocina. En ese instante Tasslehoff irrumpió en la puerta de la posada.
—¡Soldados, Tanis! ¡Y vienen hacia aquí!
—No puede ser que nos busquen a nosotros —respondió Tanis. Pero luego se quedó callado, mirando fijamente al kender de ágiles dedos, sin poder evitar sospechar de él—. Tas…
—¡No he sido yo, de verdad! —protestó Tas—. ¡Ni siquiera llegué a ir al mercado! Acababa de alcanzar el final de la calle cuando vi a toda una tropa de soldados avanzando en dirección a mí.
—¿Qué decís de unos soldados? —preguntó Sturm recién llegado de la sala—. ¿Es otra de las historias del kender?
—No. Escuchad —dijo Tanis. Al guardar silencio todos escucharon el sonido de pisadas avanzando en dirección a la posada y se miraron los unos a los otros preocupados—. El posadero ha desaparecido. Ya me extrañó que entráramos en la ciudad con tanta facilidad, debía haber imaginado que iba a ocurrir algo. —Tanis se mesó la barba, consciente de que todos le miraban aguardando sus instrucciones.
—Laurana, Elistan y tú id arriba. Sturm y Gilthanas, quedaos conmigo. El resto id a vuestras habitaciones. Riverwind, te nombro responsable. Caramon, tú y Raistlin protegedlos. Si llega a ser necesario, Raistlin, utiliza tu magia. Flint…
—Yo me quedo contigo —declaró firmemente el enano.
Tanis le sonrió y posó una mano sobre el hombro de Flint. —Por supuesto, viejo amigo. No creí ni que fuese necesario decirlo.
Frunciendo el ceño, Flint alargó el brazo para asir su hacha de guerra.
—Toma esto —le dijo a Caramon—. Mejor que la tengas tú que no uno de esos miserables y piojosos soldados.
—Es una buena idea —dijo Tanis. Desabrochándose el talabarte, le tendió a Caramon la espada mágica Wyrmslayer, que le había entregado el esqueleto de Kith-Kanan, el rey Elfo.
Gilthanas le tendió silenciosamente su espada y su arco elfo.
—Las tuyas también, caballero —dijo Caramon extendiendo la mano.
Sturm frunció el ceño. Su antigua espada de doble puño y la vaina eran la única herencia que había recibido de su padre, un honorable Caballero de Solamnia, que había desaparecido tras enviar a su esposa y a su hijo pequeño al exilio. Lentamente Sturm también se desabrochó el talabarte y se lo tendió a Caramon.
El jocoso guerrero, al ver la evidente preocupación del caballero, se puso serio.
—Sturm, ya sabes que tendré mucho cuidado con ella.
—Ya lo sé. Y además, si no siempre está la gran oruga, Catyrpelius, para protegerla, ¿no es así, mago?
A Raistlin le sorprendió escuchar esa inesperada alusión a una vez en la arrasada ciudad de Solace en que había hecho creer a unos goblins que la espada de Sturm estaba hechizada. Aquello era lo más próximo a una expresión de gratitud que el Caballero hubiera pronunciado jamás ante el mago. Raistlin esbozó una sonrisa.
—Sí. Siempre está la oruga. No temas, caballero, tu arma está a salvo, así como las vidas de aquellos que dejáis a nuestro cuidado… si alguien está a salvo… Adiós, amigos míos —siseó mientras sus ojos en forma de relojes de arena centelleaban—. Y va a ser una larga despedida. ¡Algunos de nosotros estamos destinados a no volver a encontrarnos en este mundo!
Tras decir esto, saludó con la cabeza y comenzó a subir las escaleras.
—¡Vamos! —ordenó Tanis irritado—. Si lo que dice es cierto, ahora no podemos hacer nada.
Tras mirarlo dubitativamente, los demás hicieron lo que Tanis había ordenado, subiendo rápidamente las escaleras. Sólo Laurana, en el momento en que Elistan la asía del brazo, le lanzó una mirada temerosa al semielfo. Caramon, con la espada desenvainada, aguardó hasta que todos hubieron subido.
—No te preocupes —dijo el guerrero con inquietud—. No pasará nada. Si no estáis aquí cuando caiga la noche…
—¡No se te ocurra venir a buscarnos! —dijo Tanis, adivinando las intenciones de Caramon. Al semielfo, la agorera despedida de Raistlin le había preocupado más de lo que quisiera admitir. Hacía ya muchos años que conocía al mago y había ido presenciando cómo aumentaba su poder—. Si no regresamos, llevad a Elistan, Goldmoon y a los otros a la Puerta Sur.
Caramon asintió a regañadientes y luego caminó pesadamente escaleras arriba acompañado de un repiqueteo de armas.
—Probablemente no sea más que una investigación de rutina —murmuró apresuradamente Sturm al ver, a través de la ventana, llegar a los soldados—. Nos harán algunas preguntas y luego nos dejarán marchar.
—Tengo el presentimiento de que no es algo rutinario. Es muy rara la forma en que todos se han evaporado —dijo Tanis en voz baja cuando los soldados ya entraban por la puerta, encabezados por el condestable y acompañados del vigía de la muralla.
—¡Son ellos! —gritó el guardia señalándolos—. Ahí está el caballero, como os dije y el elfo barbudo, el enano, el kender y el elfo noble.
—Bien, ¿dónde están los demás? —preguntó secamente el condestable. A un gesto suyo, los soldados apuntaron con sus armas a los compañeros.
—No entiendo qué es todo esto —dijo Tanis suavemente. Estamos en Tarsis de paso, vamos camino del sur. ¿Es así como les dais la bienvenida a los extranjeros en vuestra ciudad?
—En nuestra ciudad, los extranjeros no son bienvenidos —respondió el condestable. Volviendo la mirada hacia Sturm, sonrió con desprecio. Especialmente un Caballero de Solamnia. Si como decís, sois inocentes, no os importará responder a unas preguntas del señor y del Consejo. ¿Dónde está el resto de vuestro grupo?
—Nuestros amigos estaban fatigados y se han retirado a sus habitaciones a descansar. Nuestro viaje ha sido largo y difícil, y no tenemos intención de causar problemas. Iremos nosotros cuatro y responderemos a vuestras preguntas. No hay necesidad de que molestemos a nuestros compañeros.
—Somos cinco —dijo Tasslehoff indignado, pero nadie le prestó atención.
—Id a buscar a los otros —ordenó el condestable a sus hombres.
Cuando dos de los soldados se dirigían hacia la escalera, esta comenzó a arder repentinamente, produciendo una humareda que les hizo retroceder. Todo el mundo corrió hacia la puerta. Tanis agarró a Tasslehoff —que observaba la escena con los ojos abiertos de par en par y lo arrastró fuera e allí.
El condestable hizo sonar frenéticamente su silbato, mientras varios de sus hombres se dispusieron a dar la alarma. Pero las llamas murieron tan rápidamente como habían surgido.
—¡Alto…! —el condestable dejó de pitar. Con la cara pálida y gran cautela, entró de nuevo en la posada. Tanis sacudió la cabeza asombrado. No quedaba ni rastro del humo, ni se había desconchado un milímetro de barniz. Desde donde se hallaba podía oír los susurros de Raistlin en el piso de arriba. Cuando el condestable elevó aprensivamente hacia allí sus ojos, el murmullo cesó.
Tanis tragó saliva y respiró profundamente. Sabía que debía estar tan pálido como el condestable. Observó las explicaciones de Sturm y de Flint. El poder de Raistlin había aumentado…
—El mago debe estar ahí arriba —masculló el condestable.
—Muy bien, Don Silbidos, eres muy agudo… —comenzó a decir Tas en un tono de voz que Tanis sabía que podía causarles problemas. El semielfo le propinó un pisotón al kender y éste guardó silencio aunque le lanzó una mirada de reproche.
Afortunadamente el condestable no pareció haberle oído, pues miró fijamente a Sturm y le preguntó:
—¿Nos acompañarás pacíficamente?
—Sí. Contáis con mi palabra de honor y ya sabéis que, penséis lo que penséis de los caballeros, para nosotros el honor es la vida.
El condestable contempló la oscura escalera.
—Muy bien, que dos de mis hombres se queden aquí. El resto cubrid las otras salidas. Registrad a cualquiera que pretenda entrar o salir. ¿Todos vosotros disponéis de la descripción de los extranjeros?
Los soldados asintieron, intercambiando miradas de inquietud. Los dos destinados a vigilar el interior de la posada lanzaron una temerosa mirada a la escalera y montaron guardia lo más lejos posible de ella. Tanis sonrió para si.
Los cinco compañeros siguieron al condestable fuera del edificio. Al salir a la calle, Tanis vio moverse a alguien tras una de las ventanas del piso superior. Era Laurana, quien con expresión de terror en el rostro, levantó la mano y debió pronunciar algunas palabras porque el semielfo alcanzó a verla mover los labios. Tanis recordó la despedida de Raistlin y se sintió desalentado. Le dolía el corazón. La mera posibilidad de no volver a encontrarse con ella de nuevo le hacía ver el mundo repentinamente triste, vacío y desolado. Comprendió lo que Laurana había llegado a significar para él en aquellos últimos meses, en los que —al contemplar las tierras arrasadas por los malignos ejércitos de los Señores de los Dragones—, hasta la esperanza había muerto. En cambio, ¡qué fe tan firme tenia la elfa, qué inagotable y perenne confianza! ¡Qué diferente de Kitiara!
Uno de los guardias le dio a Tanis un empujón en la espalda.
—¡Mira hacia delante! ¡Deja de hacer señales a tus amigos! —le gritó.
El semielfo volvió a pensar en Kitiara. No, la mujer guerrera nunca hubiese actuado tan desinteresadamente. No hubiese podido ayudar a la gente como Laurana. Kit se hubiera impacientado y enojado, y les hubiera dejado elegir entre la vida y la muerte. Despreciaba y detestaba a aquellos más débiles que ella misma.
Tanis se sorprendió al darse cuenta de que al evocar a Kitiara ya no sentía la vieja punzada de dolor. No, ahora era Laurana —aquella tonta muchacha que pocos meses antes no era más que una niña mimada la que le hacía hervir la sangre. Y ahora, tal vez fuera demasiado tarde.
Al llegar al final de la calle, volvió a mirar atrás, esperando poder hacerle algún tipo de señal. Hacerle saber que comprendía. Hacerle saber que había sido un tonto. Hacerle saber que…
Pero la cortina estaba echada.