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NO ERA EL OTRO MUNDO. Suponiendo que existiera, tema en el que, como norma, la filosofía pensaba más que la policía, aunque quizás sin llegar mucho más lejos. No es que doliera extremadamente, pero era un dolor físico. Un dolor que le levantaba, le hacía bailar, dar vueltas y ponerse sobre la cabeza. Un dolor en oleadas inmensas, enormes olas que rompían en una costa rocosa, que le frotaban con sal gruesa y arena y cascajos y conchas de bordes afilados; le golpeaba y le azotaba mientras la resaca le vaciaba los pulmones y él se ahogaba en el dolor.

Luego se encontró bañado por la marea alta. ¿Muerto, al fin? Todavía no, estaba en manos del vértigo y la náusea. Los pulmones trabajaban con esfuerzo; había aire en algún lugar. Todavía este mundo; un mundo horrible pero todavía estaba en él y formaba parte de él.

Castang reunió los indicadores, los sentidos, por ejemplo; ¿no debería haber cinco? No podía ver nada, pero oía algo tras el ruido de las olas, de aquel torbellino verdoso que era el mar y la arena y que le habían desorientado por completo. Un débil sonido quejumbroso, llanto y lamento a la vez, como un animal herido. Era él mismo.

Luego pudo oler, un tufo acre que le provocó más náuseas; trató de vomitar pero ahora tenía una orientación que seguir. Estaba tumbado con la cara sobre arena o suciedad, y un lado, izquierdo o derecho, no lo sabía —pero derecha e izquierda existen, arriba y abajo existen— lo tenía machacado, paralizado. Sin embargo, había una mano delante de él. Movió los dedos; le pertenecían a él.

También existían prono y supino. Prono, prono. Un cerebro había comenzado a trabajar. Estaba vivo, y tenía que esforzarse. Empujó la mano. No ocurrió nada, salvo que sintió otra náusea, pero eso le aclaró la mente. Vamos, hay principios elementales de ingeniería, como el de la palanca. Cuerdas, o poleas. Un punto de apoyo, eso era. Apóyate y empuja hacia arriba. Después de unos cuantos intentos, alternando con descansos, se encontró sentado. Caía de lado, y tenía la cabeza como si hubiera bebido una botella de ginebra barata, pero estaba sentado y no despatarrado; ya no era un montón de incipiente descomposición. Eso lo había superado. Ahora era este dolor. No podía suprimirlo ni aliviarlo, pero había cosas que podía hacer, porque tenía una mente, al parecer intacta; sólo un poco atontada, pero que funcionaba.

Empujó fuerte de nuevo y esta vez consiguió abrir los ojos. Había una chaqueta grande, un modelo llamado canadiense; le pertenecía a él. Cuadros, se llaman; a esos colores se les conoce como negro, blanco y gris. Examinó el resto de sí mismo y descubrió otro color, éste rojo y presente en grandes cantidades: sangre, has perdido grandes cantidades de sangre, las habla perdido, las estaba perdiendo. Haz algo rápido o volverás a desmayarte y esta vez no regresarás; será el fin. Última oportunidad: se obligó a mirar la mitad destrozada de sí mismo.

Para su sorpresa, no era tanto como esperaba; no era la mitad y no era su cuerpo, sino un apéndice que anteriormente había sido un brazo. La gruesa lana canadiense estaba agujereada y empapada de sangre. Entonces recordó; había habido una bala. Dios sabía lo que habría debajo de aquello; un lío de huesos rotos y vasos sanguíneos, nervios y tendones hechos trizas a juzgar por el dolor. Ése es el origen. No pierdas más tiempo. Necesito un cuchillo.

Tenía una mano derecha, en la que estaba apoyado, o sea que ahora venía una parte dura, la de estar derecho forzando esta cosa insegura, este pecho y vientre de medusa, a quedarse en equilibrio mientras buscaba el bolsillo derecho del pantalón, donde estaba, o debería estar, la navaja; ya la tenía, sólida y confortable. ¿Reconfortante? Un objeto grande y afilado; utiliza los dientes. Las letras de imprenta grabadas en la hoja, «Gandières Laguile», bailaban ante sus ojos.

Peleó con unos botones y llegó a un jersey; debajo de éste tiene que haber una camisa que se puede romper, rasgar; también hay un corazón, que late —eso le pareció a él— muy fuerte. Quizás la sangre se había cuajado, o al caer sobre el brazo destrozado había parado la hemorragia. Estaba vivo y pretendía seguir estándolo, de modo que consiguió romper una tira suficientemente grande para enrollársela por debajo de la axila y anudarla, cosa que ¡Jesús bendito!, le llevó casi hora y media. Cerró la navaja, utilizó el cuchillo para retorcer el vendaje, y se lo colocó debajo de la axila. Serviría durante un rato, siempre que no se desmayara o se moviera. No hagas ninguna de estas dos cosas.

Necesitaba algo en lo que concentrarse, para ayudar a conseguirlo. ¿Qué había allí? Un laborioso proceso mental sacó como conclusión que se trataba de Maltaverne, a quien había olvidado, verdaderamente, completamente. Esta persona no era un tema agradable ni útil para pensar, pero ayudaba a lograr el resultado deseado, de pensar menos en su propia desgracia. Ir hasta allí para mirar no era algo deseable, pero al fin, también, necesario. Gatear no era la palabra adecuada. ¿Deslizarse? ¿«Espaldear»? Si volvías del revés una oruga o quizás un ciempiés, ¿avanzaría? No lo creía, mientras que el ser humano lo hacía bastante bien sobre el trasero, aunque éste le parecía más húmedo y pegajoso de lo que debería estar: la palabra «emmerdé» adquirió connotaciones nuevas y literales. Durante el largo viaje efectuó una triste meditación acerca de la frase frívola «cagarse de miedo». Más propio aunque no más recatado es el efecto fisiológico de las balas de gran calibre sobre los músculos. Maltaverne le había disparado. Y parecía que él había disparado a Maltaverne.

Eso era evidente, aun cuando en el momento no lo había esperado. Mucho antes de llegar allí se dio cuenta de que Maltaverne estaba muerto; los insectos del lugar habían hecho el mismo descubrimiento. Esta colina era más seca y más sana que aquel lúgubre pantano donde habían encontrado a la pobre Lonny, pero los resultados serían los mismos, pues se había puesto en marcha el mismo mecanismo irreversible. A una distancia de tres o cuatro metros se sentó un rato y pensó en ello.

Hay impulsos en el ser humano de los que nadie conoce gran cosa; normalmente funcionan lo suficiente, en conjunto, bajo el control de uno, de manera que no se piensa en ellos (los músculos esfínteres eran quizás un ejemplo, aunque más crudo). Nadie sabía por qué el caballero japonés de repente se había vuelto incapaz de dejar de mutilar a Lonny. La policía no lo sabía; con la misma facilidad habría podido ser el iraní o el israelita. A pesar de todos sus valientes discursos, los psiquiatras no estaban mejor. El juez y el jurado decidirían sobre la evidencia material. La frase «impulso irresistible» era absurda como doctrina pero existía.

Nadie conocía mejor tampoco qué oscuros impulsos arrastraban a una chiquilla de catorce años como Thérèse Martin a matar a hombres (y a mujeres también). Un gran ejército de expertos la diseccionarían hasta el último pedazo de su pobre cuerpo de niña; no encontrarían su alma.

Por lo que veía, había matado a Maltaverne en defensa propia; era una alegación legal aceptable que nadie pondría en duda ni un segundo. Sólo un poquitín más difícil eran los numerosos policías y otros respetables ciudadanos que no podían decir «Me atacó» sino que podían decir y decían «Pensé que iba a atacarme» y puede incluso que fuera verdad; quizás era verdad. Es el miedo lo que mata. El miedo al otro, el miedo a uno mismo, a la sociedad, a la vida misma; la palabra «pánico» en otro tiempo había tenido un significado claramente definido, y hablar del deseo de muerte no aclaraba nada… Decir que Maltaverne pretendía deshacerse de otro testigo inconveniente era una tontería. Yo le he disparado; tenía pánico. Pan nos tenía cogidos a los dos.

Vera lo estaba intentando averiguar, a ciegas. ¿Podía existir un mundo sin miedo? Richard, más sobrio, pensando en un mundo más allá del viento del norte donde la gente vivía respetando las plantas, los animales y a las personas con quienes lo compartían. Ese mundo había existido pero no había sido capaz de desterrar el miedo. El miedo, seguramente, era el motivo por el que ese mundo ya no existía.

Aunque viva, pensó Castang, no volveré a llevar nunca un arma. Es lo mejor que puedo hacer ahora. Entretanto, todavía eres un policía, así que aunque no te guste, debes mirar.

Su bala era de calibre nueve milímetros, lo normal en una pistola de policía corriente: cañón de diez centímetros; un arma eficaz y exacta a unos veinte metros. El blanco había estado a doce o quince, y le había dado en la garganta; entrada por la tráquea y salida por la columna vertebral. Nunca sabría lo que le había golpeado y habría muerto antes de llegar al suelo.

La pistola de Maltaverne estaba a unos pasos de allí. Castang no hizo caso; lo supo en cuanto la vio: típico de aquel hombre, llevar una Magnum 44, una carga cuya bala atravesaría a tres búfalos puestos en fila, y le consideraba capaz de haber puesto una bala de teflón. Él la había recibido en algún punto del codo. Recibirla en cualquier punto era suficiente para matar a cualquiera. Tardaría quizás un poco más, y sería un poco más doloroso. Sin duda alguna, la muerte le estaba llegando. Había estado sentada allí, en un árbol. En Europa no hay auténticos buitres, pero nos las arreglamos.

Se había levantado un poco de viento suave en la colina; más del nordeste que auténticamente del norte. Despeinó el cabello de los hombres que allí yacían.

Lucciani, mientras se alejaba de la oficina en coche, agradeció que todo el tráfico fuera en la otra dirección y que él pudiera ir deprisa. No es que llegara tarde; en realidad, había salido tremendamente temprano como consecuencia de haber llegado tarde demasiadas veces en las últimas semanas. Mala suerte, haberse retrasado por una tarea aburrida. No tenía idea de qué estaba tramando Castang haciéndole ir allí tan rápido; pero rápido lo sería, porque un Castang a primera hora de la mañana, expuesto además al brumoso rocío, no estaría de muy buen humor. Llegó a la falda de la colina e inició el pequeño ascenso. Allí estaba la casa de Richard, quemada hasta los cimientos, y no es cosa nuestra pensar por qué, y ¿dónde estaba el coche de Castang? Lucciani aparcó y bajó del coche. ¡Oh, Dios santo!

Casi había sido fatal, y había estado pendiente de un hilo, C’est le cas de le dire, había dicho el cirujano, porque lo que quedaba de aquel brazo había colgado de un hilo… Y con la pérdida de sangre las cosas habían sido sumamente traumáticas; la palabra era oportuna. Salió del trance, una frase elegida para ser deliberadamente vulgar.

—No es momento todavía de dejar a Lady Hamilton a la nación —dijo Vera en cuanto él estuvo consciente, lo que no ocurrió hasta pasado un tiempo. Una vez tuvo grabada esta cita histórica, Castang la encontró adecuada.

—¿No me das un beso, Lucciani? Qué horrible pensamiento. —Al fin había hecho una broma y vivía de nuevo.

Tenía que efectuarse mucha cirugía, desde el punto de vista de los cirujanos tan vulgar actualmente, incluso aburrido.

—Los tenemos a montones —decían los médicos, estudiantes, enfermeras, todos ellos odiosamente indiferentes—. Los granjeros no paran de caer en la segadora-empaquetadora y los traen mutilados. Peor que usted. Si puede elegir entre una bala y una sierra de cadena, elija la bala.

Sin embargo, el cirujano, cuando hablaba de ello, se mostraba pesimista.

—Sí, sí, querido muchacho, se puede hacer; constantemente lo hago. Pero me gustaría tener algo con lo que trabajar. Si te pillas la teta en la planchadora mecánica o el pirulí en la segadora te lo dejaré como nuevo, pero alguien tiene que traer los trocitos. Usted, mientras se mantenía apartado del Ejército del Pueblo, no hago preguntas indiscretas, fue herido por un cohete. Los pedazos quedaron esparcidos en un acre a la redonda, y la pala y el cepillo no fueron suficientes. Actualmente podemos poner una mano de nuevo en su sitio, si nos la traen con suficiente rapidez, pero remendar un agujero grande es otra cosa, y no puedo darle ninguna garantía. Usted quiere saber y yo se lo digo; es muy probable que tenga que amputarle el brazo. Le podemos proporcionar un maravilloso brazo japonés lleno de cositas electrónicas: con él podría hacerlo todo. Queda mucho trozo para engancharlo.

—Yo no tendré nada de eso —gruñó Castang. Dios nos libre; ya estamos bastante robotizados tal como están las cosas. Incluso preferiría ser uno de esos coroneles heridos en Indochina o Argelia. Francia estaba llena de ellos, cojeando con parches negros en el ojo y mangas cosidas hacia arriba, cubiertos, claro está, de medallas.

Te imaginas un destino horrible cuando eres policía; una combinación de las peores cuando estás clavado en cama lloriqueando de autocompasión.

—Sólo sumérjalo en alquitrán caliente —dijo el cirujano; éste sonrió y se marchó.

No realmente como el almirante Nelson. Más como el legendario oficial de caballería que: «Perdió una pierna en Waterloo, en Quatre-Bras y Ligny también la perdió», inglés, por supuesto. Llegabas al campo acompañado por treinta criados, todos ellos acarreando cajas de champán; entonces ibas a la batalla en uniforme de gala, armado con una sombrilla.

Tenían que prepararle para el quirófano; no era muy agradable. Decidió no tener nada más que ver con esta miserable figura que llevaban envuelta, pero las escenas que se imaginó de una vida totalmente nueva, después, no le tranquilizaron. Fracciones duras de inteligencia policial no dejaban de abrirse paso por entre las capas vendadas de la fantasía. La Vera cuya mitad inferior había quedado paralizada, a quien él había levantado, cuya silla de ruedas había empujado, a quien había ayudado a lavarse y vestirse, más de un año, sabría cómo tratarle. Ella sería extremadamente práctica respecto a un hombre que sólo tuviera un brazo. Un asunto trivial, al fin y al cabo, y siempre lo ha sido. Se aprendía a hacer cosas con los dientes, con los dedos de los pies como un pescador o un sastre indio; diablos, incluso había visto (sólo por televisión) a un herrero africano que trabajaba con los dedos de los pies.

Apareció el anestesista, una mujer muy agradable que olía deliciosamente, para variar de los vampiros que te ahogaban en las sábanas impregnadas de éter.

—Quiero mi sombrilla —murmuró, alejándose de allí.

—«L’escalier de Jade est tout scintillant de rosée» —dijo ella clavándole la aguja—. «Lentement, para cette longue nuit, la souveraine le remonte; laissant la gaze de ses bas et la traîne de son vêtement royal, se mouiller, aux gouttes brillantes…»[2].

Li T’ai Po —le dijo ella en la siguiente ocasión que le vio; él se había acordado de preguntárselo.

Mucho dormir, dieciséis horas seguidas.

Muy normal, dijo el médico cuando vino a verle. Tenía usted varios golpes, uno sobre el otro, y todo su sistema nervioso se tiene que recuperar; siga durmiendo.

Era muy confortable. Camas de agua, camas eléctricas, y un osito de peluche para mi chica. Cosas buenas para comer, latas de foie gras y todo eso, que le traían gente como Orthez. Intervalos extraños. «Nuvoletta con su vestido de luz, hecho con dieciséis resplandores, les estaba contemplando desde arriba, apoyada en la baranda…».

—James Joyce —dijo Vera—. Yo también sé conjuros del sueño. —Decían que podías sentir el brazo aunque no lo tuvieras.

—¿No hay brazo ahí?

—Claro que lo hay —dijo el cirujano—, y no sea tan aguafiestas. No niego, claro está, que hay un montón de dificultades. Se lo detallaré cuando tenga tiempo. Aproximadamente lo que haría una raqueta de tenis moderna; pregunte a Rossignol. ¿Qué esperaba? Lo importante es moverlo. Hoy es el día, así que lance la bola y sirva.

—Duele.

—Claro que duele; lo que queda de usted tiene que ser utilizado. Es una señal excelente que duela; si no lo hiciera empezaría a preocuparme.

—Estírelo —dijo el fisioterapeuta, después de un intervalo en el que unas estúpidas enfermeras insistieron en que jugara con unos estúpidos juguetes; cubos de rubik o puzzles chinos—. ¿Qué siente?

—Una sensación de hormigueo, como cuando te has sentado encima y se te queda dormido.

—Sí, sí, estírelo más.

—¡Ay! Duele como un demonio.

—Bien —dijo el abominable sádico, que olía a sudor—. Más.

—Esto es detestable.

—Ah, le gustaría ser James Bond; tener a una pequeña bailarina balinesa dándole un masaje en la espalda. Rubia con un guante de visión para acariciar, que terminará el tratamiento echándole a un lado. Está esa robusta enfermera de noche que podría hacerle un favor.

—¿La Gravosse? —preguntó Castang, interesado—. ¿La que tiene esos enormes pechos y lleva ese perfume que marea?

—Esa misma —cogiéndole el brazo y rompiéndoselo.

—Cristo —exclamó Castang; incluso ser echado a un lado por la gran Marge, la Reina del Tenis, sería mejor que esto.

Había un tratamiento de agua. Caliente, fría, salada o dulce, pulverizada o corriente, toda mojada. Una espantosa chica rubia, singularmente asexuada.

—Cada vez que estiro el brazo —se lamentó Castang—, mi pajarito también lo hace.

—Oh, eso está muy bien —dijo Vera—. Espera un segundo, cierro la puerta y te lo soluciono enseguida.

Te echan fuera incluso antes de lo posible. Por supuesto, cuestas millones diarios a la Seguridad Social, pero no es sólo eso; es esa gente que ha tenido accidentes de carretera y necesitan el espacio que tú ocupas.

—¿Llevas bragas?

—No, me las he sacado en el coche. —Cuando le dejaron ir a casa, ya no hubo más foie gras, pero ella le hizo steak tartare. Como James Bond dijo con tanta pomposidad: «Hay momentos de gran lujo en la vida de un agente secreto»; su noción de cuáles eran parecía más bien pobre. «Podrías dejarme a Solitaire una semana» dijo el anciano borracho Raymond Chandler; uno sentía tanta lástima de él…

—Boca —dijo Castang con avidez.

—No, no —dijo Vera, que era un poco mojigata—, si no es suficiente, tampoco lo es mi cara.

Pero de esta manera fue como se curó el brazo raqueta de tenis de plástico y nylon, fibra de vidrio y titanio, carbono y Dupont Rossignol.

—Ahora está usted convaleciente —dijo alegremente el cirujano—. Le felicito. Me felicito a mí mismo, naturalmente. Aún más. Voy a firmarle un vale. Seis semanas pagadas por el departamento de Policía en Biarritz, en el centro de talasoterapia Louison Bobet —qué espléndida palabra— y otras tres en Belle-Île-en-Mer.

—Me he ganado cada minuto de ellas.

—¿El brazo es totalmente libre, ahora?

—Cuando es ayudado con generosidad por estímulos sexuales, en conjunto sí.

—Eso no puedo dárselo yo.

—No se preocupe —dijo Castang. De esa manera se abstenía del clímax de las estimulaciones. Anticlímax, habría dicho Richard. Vera se lo dijo. Había pasado de Richard a Judith y después a ella. Era una historia. La otra venía de abajo, refiriéndose a Orthez.

La convalecencia de Richard no fue nada larga. Algunas quemaduras de los brazos eran de segundo grado, pero no afectaban a grandes zonas. Rechazó su derecho a permiso por enfermedad, fingiendo que el comisario Domenech había aflojado demasiado las riendas en su ausencia. El departamento bullía en chistes de naturaleza incendiaria, se hablaba mucho de descarbonización, y cuando Fausta trajo un nuevo vestido, todo el mundo estuvo de acuerdo en que era de un elegante tono violeta genciana. La verdad era que Richard había decidido que el asunto no se saliera de sus límites. Le ayudaba el hecho de que todo el mundo conocía partes de la verdad, pero nadie la conocía por entero; todos los oficiales de policía senior están de acuerdo en que hay ciertas verdades que nadie quiere conocer; y entre los más jóvenes es importante reconocer las verdades que de nada servirá saber. Se aplica también a la prensa. En cuanto al público, ni siquiera el sexo retendrá su atención más de uno o dos minutos.

Había una persona, sin embargo, que conocía demasiado de la verdad. No podía demostrar nada, pues cuando los policías caen en el campo de honor, en defensa de las libertades republicanas, no se ahorran ningún esfuerzo, como dice el Ministro en la rueda de prensa posterior, y cuando se es tan generoso con el esfuerzo, hacer desaparecer dos pistolas de la policía no es un gran problema. Los malhechores que habían plantado dispositivos infernales en el sótano del comisario Richard, no habían vacilado en añadir el asesinato al incendio provocado: que las tres víctimas estuvieran entre las filas superiores de la autoridad regional sólo probaba que se trataba de un grave intento de desestabilización, y no habría ninguna otra víctima.

Sin duda no Monsieur de Biron.

Fausta le pasó la llamada a su casa, abiertamente, pues Richard había decidido ser totalmente abierto.

—¡Richard! Mi querido amigo, ¿no le ha quedado ningún efecto secundario?

—Ah, estas cosas tardan un tiempo en curarse, así que hay que darles un empujoncito.

—Pero nada de golf por el momento.

—Al contrario; es junto lo que me iría bien. Llevo todavía esta infernal venda elástica en la muñeca; estoy buscando un pretexto para librarme de ella. —Y un juego de palabras más bien crudo referente a estar preparado.

—Ja, no está mal. Pero hace un poco de frío, ¿no? ¿No será demasiado, el viento y la lluvia?

—Un cambio agradable —dijo Richard con suavidad—, después de estar estirado en lechos de dolor.

—Vaya, parece que está en buena forma. Pero ¿esto es una invitación?

—Lo es. Para esta tarde. Hace buen día —con más suavidad aún, mirando por la ventana la asquerosa lluvia que sería nieve en las zonas más altas.

—Me temo que esta tarde tengo que estar en París.

—Aplácelo —con poca suavidad.

—Me suena a urgente.

—No hay necesidad de decir más por teléfono.

—Mmm. Bien. Veré lo que puedo hacer.

—¡Hágalo! —dijo Richard colgando el teléfono.

Porque entre lechos de dolor, burocracia, discusiones con la compañía de seguros, reinstalarse en una casa (en un piso de un edificio conocido como «castillo elevado») y tipos de discreción oficiales, conocidos como dejar que el polvo se aposente, las estaciones se habían sucedido. Parecía que había pasado mucho tiempo desde las vacaciones de verano en Inglaterra, y así era.

El invierno llega pronto a las tierras altas del centro de Francia. El tradicional clima de la temporada de la vendimia da paso al igualmente tradicional aguacero de Todos los Santos, cuando Francia peregrina para colocar crisantemos en las tumbas familiares el 1 de noviembre. Se espera buen tiempo para el día de Guy Fawkes, para disfrutar del olor de las hojas quemadas y también de los cohetes de tipo menos militar. La víspera de Todos los Santos, el día de Acción de Gracias… es una buena época del año. Hay que disfrutarla porque muy pronto la nieve caerá en las montañas y los jugadores de golf piensan ir a esquiar.

El club de golf estaba cerrado y la secretaria se había ido a tomar el sol a las playas de Túnez. El césped había sido cubierto con una capa de abono, preparado para el descanso invernal; los senderos de la ventosa meseta estaban tranquilos ese día, abajo un centímetro de viscosa nieve. En el edificio del club, una pequeña capa de polvo recubría el mobiliario y la calefacción central se había bajado para ahorrar combustible.

—¡Pero si este sitio está cerrado! —dijo Biron.

—Lo sé —dijo Richard tranquilamente.

—Entonces, ¿por qué…?

—Exactamente por esa razón.

—Pero ¿dónde está todo el mundo? —mirando a su alrededor.

—Está el hombre de mantenimiento, que está leyendo un libro de cómics en la sala de calderas y no tiene ninguna intención de sacar la nariz fuera.

—No consigo entenderlo. —No era el falso asombro con que habría regañado a una mecanógrafa descuidada, aunque el tono era el mismo. Un auténtico asombro que ocultaba una ira auténtica. ¿Por qué estar asombrado? Porque es un hombre vano. ¿Por qué estar enfadado? Porque ahora es un hombre asustado.

—Vamos a dar un simple paseo —dijo Richard—. Camine, hombre. Acelere. Ensanche los hombros; mueva los brazos. Le hará bien, así que haga como que lo disfruta.

Biron cruzó los brazos sobre el pecho y le miró con el ceño fruncido, con el aspecto del mariscal de campo Haig poniendo de chupa de dómine a un edecán majadero.

—Richard, ¿está usted burlándose de mí?

—Trágueselo y ponga cara de satisfacción. Diríjase a su coche y será acompañado hasta aquí otra vez por uno de mis hombres. Ignominiosamente, lo cual le humillaría más. En lugar de eso… observe. Esta nieve que ha caído durante la noche y nadie ha pisado todavía. Fíjese bien en mis pisadas.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—Se lo diré si deja de gritar. Se trata de que esto es un gran pedazo de terreno en el que se consigue una cantidad considerable de intimidad; no hay nadie. No hay testigos, ni micrófonos. Puedo hacer lo que quiera con usted.

—No puede estar pensando ser violento conmigo.

—Podría hacerlo, muy fácilmente. Incluso con las muñecas vendadas podría hacerle mucho daño sin ningún esfuerzo. O podría silbar a mis muchachos como Eddie Mars. Están aparcados en algún lugar de este recinto. Tienen binoculares; también tienen armas. También tienen una mentalidad. Existen, usted lo sabe, tipos violentos en la policía. Nada les gustaría más que caer sobre usted y pegarle una patada donde le doliera más. Estilo Bulldog Drummond.

No era en modo alguno un monólogo continuado. En realidad, era exactamente como la conversación normal en una partida de golf, con intervalos para concentrarse, para dirigir la bola. Biron, que sin duda no carecía de inteligencia, y ahora podía verse que tampoco carecía de autocontrol, había decidido no decir nada. Una audiencia atenta, pensó Richard. No es frecuente que la tenga. ¡No es frecuente, supongo, que tenga tanta necesidad de ella!

—Hablemos de violencia, si vous voulez bien, y quiero decir que doy por supuestos sus deseos. Hace mucho tiempo que estoy en la policía, y la violencia de un tipo u otro se ha convertido en una segunda naturaleza para mí.

»Mire a su alrededor; voy a hacer una comparación. Este paisaje es el de un acto de violencia muy antiguo en la tierra. Roca volcánica. Inactiva todos estos años; además, tan erosionada que ha llegado a ser llana. La gente entonces la compró barata y la allanó más y la arregló para este ridículo juego; e incluso tuvo que introducir unas cuantas asperezas para añadir emoción:

»Me encontré, el pasado verano, en un paisaje diferente. Una colina, que por un lado era sinuosa y empinada y por el otro era un precipicio profundo; nada muy diferente, en sus características naturales, de otras que hay en Europa, pero que poseía en sí misma una extraña cualidad de violencia. Uno podía imaginar muy fácilmente que allí se había desarrollado un pensamiento y una conducta de gran violencia.

»Esta experiencia me puso cara a cara conmigo mismo de una manera abrupta. Estoy aquí para administrar la ley, específicamente la ley criminal, y por baja que sea la opinión que yo tengo de estas instituciones, ése es mi trabajo y lo hago; no se me permite ningún escape, ninguna evasión. Eso me deja con un problema personal referente a la violencia; para mí no es nada académico.

»Ha llevado mi mente por senderos oscuros, porque haber alcanzado la edad de sesenta años y no haber hecho más que administrar algunas leyes de muy poca calidad hechas por el hombre es, por así decirlo, un logro muy escaso.

»Conozco a un excelente oficial de policía de Glasgow. Es uno de los lugares como Palermo o Bogotá donde la violencia extrema es algo común, una manera de vivir. Su odio, dice él, hacia la violencia es tan grande, que haría lo que fuera por detenerla, que es la trampa veintidós. Ah, tiene unos cuarenta años; o bien se volverá loco, cosa muy probable, pues a muchos policías que tienen este problema les ocurre; o bien tendrá que aprender a vivir con ello y consigo mismo, puesto que es consigo mismo con quien es más violento.

»Con los medios y el pensamiento de que disponemos no llegamos lejos. Los medios faltan, porque los medios puramente técnicos, como más policías, son inútiles cuando el fin es malo. Y lo es, porque es simplemente poder.

»Hay un poco de pensamiento, pero está lejos de ser lúcido, y en consecuencia se comparte o distribuye poco.

»Entonces le conocí a usted. Otra persona hambrienta de poder, reuniendo activamente la influencia necesaria para conseguirlo. Otro club político ansioso por construir una red. Será un juego de niños desmantelar todo eso (usted me dará toda la información que necesito, y me encargaré de que lo haga) y al hacerlo, simplemente estoy efectuando mi trabajo con los medios que tengo a mi disposición: si eso llega a suponer ser violento con usted, mala suerte.

»Queda el problema personal de qué hacer con usted. ¿Sabe?, no creo que Maltaverne hiciera todo aquello por sí solo. Era un hombre peligroso, porque quería poder a toda costa, era sumamente ambicioso y ansiaba tener dinero: un policía que se vuelve así es malo.

»Lo único que puedes hacer es dispararles, igual que harías con un asesino que estuviera atacando a ciegas con un hacha. Castang lo sabía, y lo hizo.

»Pero ¿habría llegado al punto de colocar una bomba incendiaria en mi casa, sin usted? Él sospechaba de mí; usted sospechaba de mí. Solo, él jamás lo habría hecho. Usted vio a un mal policía y se apoyó en su debilidad. Usted acabó por matar a uno, y por poco a dos.

»¿Qué le hará Castang, cuando salga del hospital? Piénselo, cinco minutos…

»Conociéndole como le conozco, me lo dejará a mí. Y yo estoy tentado de dejarle a mis subordinados. Tengo a un par allí que le colgarían por los talones en el sótano y les encantaría. Yo mismo me siento tentado de hacerlo. Un poco de sangre en la nieve quedará bonito, ¿no le parece? Para que viva el resto de su existencia en el terror. No sólo cortar las alas de Carlomagno, sino asegurarme de que no volverá a surgir.

»No sería nada inteligente, porque ya hemos visto lo que le pasó a Maltaverne por culpa de su propio miedo. Que la violencia es alimentada por el miedo es la frase hecha número uno en el oficio. No sólo causa y efecto: el efecto es la causa. Eso ha sido así durante miles de años y no conozco ninguna otra manera de retrasar el reloj.

»Lo único que puedo hacer es asumir mis responsabilidades en el asunto. Le dejo aquí —dijo Richard, deteniéndose en el extremo más alejado del campo de golf—. Puede regresar. Volverá usted a verme, y me dará toda la información referente a Carlomagno, y eso irá como expediente confidencial al Ministerio. No tengo intención de hacer nada más. Es usted libre de ir a donde quiera y hacer lo que le plazca. —Se alejó, dirigiéndose hacia las coníferas plantadas en el límite del campo tan juntas que impedían el paso a personas y ovejas. En el camino lleno de surcos recogió a Orthez, que le llevó de nuevo a la oficina. Una leve sonrisa, observó Richard, vacilaba en sus labios; preguntó que significaba.

—Ah, no gran cosa.

—Prohibí…

—Sí, lo sé.

—Por favor, dímelo.

—Bueno, clavé mi cuchillo… sí, es infantil. Sólo en los neumáticos de su apestoso coche. —Quizás con cara avergonzada, pero con bastante desvergüenza.

Richard no dijo nada. Orthez puso la segunda, por una vez sin que el motor hiciera mucho ruido.

—Si a Castang le hubieran disparado en el vientre —su voz, como el motor, era suave— entonces habría clavado el cuchillo…

—Lo sé —dijo Richard—. El error en el disparo de Maltaverne había sido de unos cuantos centímetros, lo que significaba que el error en su mano era de un milímetro. Ese milímetro había salvado la vida de Biron. Orthez, y él mismo, habrían seguido respirando, pero sus vidas también habrían acabado. Cometemos pequeños errores de juicio cada día, estaba pensando Richard. Tal vez cada media hora. La diferencia está en no sostener un arma. Un ejemplo: Orthez es un buen conductor, que guía el coche con extrema precisión. Un error de un milímetro es notorio a los diez metros, y mucho más a los treinta. Pero no es una bala.

Sobre nuestras cabezas hay un satélite con una cámara que es una maravilla técnica y puede espiar un terrón de azúcar a diez millas de altura. Pero si la cámara dijera al ordenador, y el ordenador dijera al cohete «Quita ese pedazo de azúcar», sólo podría hacerlo aplastando cien millas cuadradas de gastada y vieja Tierra.

Cada cresta de violencia se superpone a la anterior. Como los tres trabajos que la coincidencia había entregado a Castang en poco tiempo. Aquel japonés…

Una gente, pensó Richard, sobre la que es más seguro evitar las generalizaciones. El presidente de Toyota Motors había tenido la espléndida idea de levantar un monumento en memoria de todos los infortunados a quienes sus productos habían matado. Esto costaba, se podía imaginar, unos cuatrocientos mil dólares, para pacificar a los inquietos espíritus ancestrales. ¿A cuánto salía por cabeza?

Castang había recibido algo así como un ojo morado como recompensa.

Después había sido la chica pubescente. Más temible aún. Asimismo, coste para el departamento relativamente insignificante; unos cuantos cortes y magulladuras y la clavícula de Liliane. Algunas escapadas por los pelos.

Y después Maltaverne. ¿Cuál había sido el pequeño error, al principio del ser humano, que le había convertido en un mal policía? Richard recordaba su expediente médico, lleno de anotaciones que daban su aprobación. Pero lo más que cualquier psiquiatra habría conseguido decir jamás habría sido que una gran parte de él había quedado bloqueada en la adolescencia, y, demonios, dirían lo mismo de Orthez.

—Estamos en casa —dijo aquel caballero, poniendo el freno de mano. Miró los ojos cerrados de Richard. Se está haciendo viejo, pensó.

Vera fue a la estación a recoger al hombre que regresaba de sus viajes. La Seguridad Social había admitido, más bien de mala gana, el principio de la convalecencia, pero pagar billetes de avión era un gasto excesivo. No importaba; Castang prefería los trenes, de todos modos. Al salir del andén, con bastante orgullo, con el paquete más pequeño debajo del brazo izquierdo o brazo raqueta de tenis (a veces todavía le dolía mucho; suponía que siempre sería así; los circuitos principales se habían quemado, pero los sistemas nerviosos laterales secundarios conseguían hacerse cargo del trabajo; algo muy similar a lo que había sucedido en la columna vertebral de Vera; en esto al menos estaban ahora en igualdad de condiciones) observó que en el vestíbulo principal de la estación el andamiaje que había hecho instalar para ocultar las cámaras seguía allí. Nadie se había molestado en sacarlo; se harían apuestas sobre cuánto tiempo debería quedarse allí.

Vera estaba fuera, aparcada en doble fila. Un policía la estaba mirando, preguntándose si vencer la inercia lo suficiente para ponerle una multa; al reconocer a Castang se alegró de no haberlo hecho y se marchó, impasible.

—¿Conduces tú? —le preguntó su esposo, un poquito indiferente, pero lo hará mejor con la práctica.

—¿Por qué no? ¿Hay alguna calle nueva de una sola dirección?

Nada de comités de bienvenida, lo cual él agradeció profundamente. Un hogar singularmente fregado; flores; champán; todo muy convencional y muy apropiado. Ella se habría movilizado con rigor, dándose severas instrucciones de mantenerse lista para satisfacer cualquier capricho masculino sin vacilar ni un segundo. Él esperaba que esto desapareciera, con cierta alarma. Seguro que al cabo de uno o dos días se pondría nerviosa, y la cabeza del Rey Charles reaparecería con disquisiciones sobre lo mucho mejor que las mujeres lo harían todo; descontento y ataques de malhumor, que había sido lo que le había tocado a él durante un año o incluso más. No fue así.

Regresó al trabajo. Alarma allí también. ¿Le pondrían en el garaje? ¿Lo pulirían y le enviarían al Museo de Automóviles Antiguos? Richard se reunió con él con naturalidad y le dio una palmada en el brazo.

—¿Bueno, como si fuera nuevo?

—Fuerte, de todos modos, como el normal; una sensación un poco como de cáscara de huevo. Tengo miedo de que se me resquebraje. Es como tener un coche nuevo y se me pasará. Pero siempre seré lento.

—Sí —dijo Richard, pasando papeles—. Tengo aquí el informe médico.

—Supongo —desafiante— que me enviarán a los archivos o algo así. No me importa; he decidido no volver a llevar armas en mi vida.

—Oh, cierre el pico —con aire ausente—. He estado en París, donde, como no necesito decirle, había alboroto. Un pequeño alboroto. El resultado de esto es que la Persona regresa a Pau. Nunca había estado a gusto aquí, y está emocionada. Usted va a llenar ese hueco. Hubo unos cuantos murmullos, porque el puesto pertenece a un principal y usted no lo es.

—Cristo, sólo hace un año que tengo esta categoría.

—Y la tendrá otros dos años. Hay y habrá celos. Dará ese paso cuando todo se calme. Insistí mucho en conservarle, lo cual fue casi la ocasión de que le enviaran a la península Cornetín y le dejaran al mando del Centro de Inseminación Artificial. Sin embargo, Pau ha reclamado ya lo suyo, y ahora le agradeceré que vaya a su nuevo despacho y aprenda el trabajo de staff, porque Fausta ya está haciendo chistes acerca del comisario Thalidomida.

—¿Quién se queda la Brigada Criminal?

—Me habría gustado que fuera Williez, pero que una mujer se hiciera cargo de eso era demasiado para que pudieran digerirlo. Viene un tipo de Sedan.

No era el momento de hacer preguntas personales, ni siquiera «¿Cómo está Judith?». Echó un vistazo a su despacho, desolado, pero al venir había pasado al lado de Davignon, que iba cargado con un montón de papeles y le había guiñado un ojo, y eso le hizo sentirse mejor.

Cuando llegó a casa Vera estaba dibujando; era una buena señal. No lloró cuando se lo contó, aunque miró por la ventana, en un momento tenso de autocontrol.

—Últimamente no me he comportado muy bien. Trataré de hacerlo mejor. Pienso ahora que fui yo quien por poco te mata.

—¡Oh!, tra-la —con enfado.

Bueno, tenía que arriesgarse.

—¿Qué me dices del viento del norte? —esperando no parecer sarcástico. Ella cogió el carboncillo y se concentró en lo que estaba haciendo.

Habrá algo nuevo sobre metafísica, pensó él con temor. Una de esas terribles observaciones referentes a la inmortalidad o a la incapacidad del hombre para comprender. Durante muchísimo tiempo ella había estado de tan malhumor. Casi la última vez que la había visto reír había sido después de una de sus frustrantes escenas que no conducían a ninguna parte; después de reflexionar en silencio ante uno de sus libros se había echado a reír de modo incontrolable y al final se lo había mostrado. Se trataba del preocupado hombrecito del dibujo de James Thjurber, que decía: «Contigo he conocido la paz, Lida, y tú dices ahora que te estás volviendo loca». Él también se había reído, aunque no muy seguro de si reírse o no.

¿Y qué era el dibujo? ¿Otra de esas Prisiones Imaginarias, de un Piranesi psicótico y del siglo veinte?

Hubo cinco minutos de silencio. Luego Vera sopló el dibujo, lo estudió un rato, cogió un cigarrillo, una cosa que ahora hacía más o menos una vez a la semana. Se levantó y lo miró un poco más, fue a coger el chisme para echar fijador, para que el carboncillo no se corriera. Luego lo giró para que él lo viera.

Con unas pinceladas, dando una sensación remota, como china, había dibujado un paisaje abierto de piedras y un árbol. Un hombre estaba sentado bajo el árbol, en actitud cómoda y relajada, con una rodilla recogida. Parecía viejo; su rostro era calmado y tranquilo. Una figura andrógina, más vaga, con la espalda vuelta, estaba reclinada en el suelo, la cabeza apoyada en una mano. En el suelo, entre ambos, un tablero de ajedrez, las piezas apenas esbozadas. La figura reclinada estaba concentrada, con la ansiedad reflejada en la línea del cuello y la espalda. La figura sentada estaba llena de serenidad.

—Me gusta mucho —dijo Castang—. ¿El paisaje es de allí, de detrás del viento del norte?

—Quizás —dijo Vera, sosteniendo el dibujo de modo que la luz fuera la correcta para que él lo viera bien; arrugando la cara por el humo del cigarrillo que tenía en la boca; sonriéndole.

Fuera, la noche caía sobre el invierno. La nieve cesaba y caía de nuevo, incapaz de decidirse. Castang tuvo la sensación de que el cálido sol aparecía por detrás de las nubes negras.

—En ese caso, diles que estaremos con ellos dentro de poco.