CASTANG HABÍA ESTADO en casa durante varios días. Diablos, era comisario; no tenía que pedir permiso, o al menos no debería. La Brigada de Delitos Graves había resuelto homicidios, numerosos homicidios, y se habían aireado muchos comentarios en la prensa, la mayoría de ellos favorables, aunque todos sumamente mal acogidos. Había sido generoso dando méritos a sus subordinados, pero él iba a ser el primero de la cola durante muchos días. Estaba histérico con el teléfono, negándose a cogerlo, negándose a dejar que Vera lo cogiera. Bueno, si ella insistía en responder, él estaba siempre fuera. No sabía dónde estaba ni cuándo volvería.
Como que llovía casi todo el tiempo, apenas si ponía los pies en la calle, pero se dedicaba a la carpintería; muy nervioso el primer día, y todo su trabajo tuvo que hacerse otra vez, por no hablar de los clavos que se le cayeron y de que se hirió con un destornillador haciéndose bastante daño; como si no estuviera ya lleno de hematomas.
Y Vera, por supuesto, tuvo que ir y decir que estos homicidios no estaban todavía resueltos: ¿qué, «resueltos»? Habían cogido a una niña y a un budista, ¿y tenía alguien la más remota idea de cómo había sucedido? No, claro que no, y…
Se había puesto fin a estos homicidios, interrumpió Castang con gran fastidio. Es decir, están resueltos; y ahora, cállate.
Vera pasaba mucho tiempo con Judith; mujeres arreglando el mundo. Castang no se negaba a escuchar, pero estaba demasiado cansado e irritable para asimilar nada. Eres tan pesado como Richard hablando del viento del norte; en realidad, mucho peor, porque tú sigues y sigues. Me cansas. Me aburres. Se encerró malhumorado en el desván, y descubrió que varias secciones del entarimado machiembrado habían sido cortadas tres centímetros demasiado cortas por algún fatuo y malévolo cretino decidido a sabotearle; un cretino llamado Castang.
—Imbécil —gritó Castang, arrojando el martillo.
No tenía ningún libro para leer, y se sentó, apretando botones del aparato de televisión, asombrado de encontrar a toda la población de Francia tan imbécil como él. Algo tenía que hacerse. Poner a todos los imbéciles en un campo de concentración muy grande; pásame el rayo de la muerte, ¿quieres? Vera se hizo muy sensible a las críticas y cada vez más parca en el lenguaje, y él regresó al trabajo.
—Bonito trabajo —dijo ella, echando un vistazo al desván, pero la frase tenía un doble significado. Había roto el televisor, dijo ella, con aquellos golpes que le daba siempre; no es que a ella le importara, nunca lo miraba, pero era un juguete caro y se había quedado atascado en aquel horrible primer programa y ¡oh Dios por qué vivimos en el centro de este espantoso hexágono, por qué no vivimos en la costa de Normandía, donde la gente es civilizada, probablemente porque pueden captar la BBC en la caja…!
—Te enviaré a Lucciani —dijo el comisario con aire orgulloso, y salió hacia la oficina.
No había gran cosa que hacer, salvo confundir al personal, que estaba trabajando impasible en lo de «La banda de Thérèse», como lo llamaban los periódicos, estorbados como siempre por el fiscal, el juez de instrucción, y un gran despliegue de abogados; y ahora él mismo: déjanos solos, ¿quieres?, para seguir con esto.
Y el síndrome del viento del norte había entrado en una fase crítica.
—Ahora, Castang —dijo Richard, fastidioso—, concéntrese, ¿quiere?
Fuera seguía lloviendo.
—Este asunto de ser una copia de Fabre; la pipa todo el rato y toma, toma tabaco del mío. Es realmente desagradable.
—Maltaverne —dijo Richard pensativo— es extremadamente ambicioso. Quería que le trasladaran a la Policía Judicial hace unos años y se quedó bloqueado, nadie sabe por qué. De modo que dedicó todos sus esfuerzos a complacer a todo el mundo, y me gustaría que usted hiciera lo mismo. Ahora ve una manera de desbloquearse, y el camino a París abierto; está harto de este sucio agujero. Biron eligió a su hombre con gran astucia. Ahora yo soy la clave: Maltaverne volverá con flores para mi escritorio.
—Sí, bueno, espero que traiga algunos cigarros mejores, puestos a hacer.
—Está usted indeciblemente nervioso e irritable, muchacho. Dios, tengo un trabajo muy tranquilo para usted. Biron. No puedo ir siguiéndole a todas partes disfrazado; es sólo cuestión de minutos el que yo estalle. Le envío fuera. Camuflaremos sus dietas en alguna parte. Vaya a París, a donde sea, pero tengo que tener más información de esta red que está preparando para «der Tag». Prácticamente son unas vacaciones. Aparte de tener que estar aquí de todas maneras, tengo que tratar a Maltaverne con guantes de seda, o con una soga para ahorcar o lo que sea.
—No puedo imaginarme cómo le eligió a usted. Se quejaba bastante del Antiguo Régimen mientras estuvo en el poder; de hecho, era más bien del Frente Popular.
—No sea obtuso. Soy un buen servidor como la mayoría de policías, y Biron encuentra, simplemente, que cambio de chaqueta con más habilidad que la mayoría. Si realmente hubiera sido un militante del Frente Popular, a) ahora estaría en París, y b) no habría conservado este puesto durante diez años y más. Me habrían enviado a Marsella, de chivo expiatorio; cada vez que un estudiante americano se tomara una sobredosis de heroína, la causa sería mi incompetencia.
»Ahora, en serio, Castang, ¿qué ha cambiado desde el once de mayo?
Era la pregunta que todo el mundo se hacía. Era en esa fecha cuando el tío François, conocido por todos como «Tonton», había sido elegido presidente socialista del Hexágono. Se habían producido terribles sucesos. Pero ahora que el polvo se había aposentado, y el llamado estado de gracia había finalizado, ¿qué diferencia había?
Algún tipo protestón en una multitud había arrojado una queja a un político.
—¡En la televisión no ha cambiado nada! —Un periodista lo había cocido de una manera antiquísima suprimiendo las tres primeras palabras en una cinta. Lo habían pillado, y este detalle sin importancia había actuado como catalizador de todo el aburrimiento y toda la frustración de los periodistas. En realidad, ¿qué había cambiado? ¿No era simplemente un cosmético, como el disfraz de Richard?
Utilizó su voz de conferenciante.
—Castang, sólo hay que fijarse en la televisión, es un ejemplo. Despidieron a dos personas con gran alboroto. En cuanto al resto, todos los viejos soldados están allí otra vez; se cambian unos cuantos puestos, pero todos siguen ahí. ¿Magnánimos? No realmente; se descubrió que por muy mediocres que fueran, conocían al menos su trabajo. Durante los últimos veinte años, ¿cuántos talentos socialistas ganaron experiencia gracias a tener un puesto de responsabilidad en el sistema? Ninguno. Los Rojos artísticos no distinguen un tubo catódico de un agujero en la pared.
»¿Hay algo en la policía que le parece similar? El noventa y nueve por ciento de los policías son de derechas por definición, y todos son como yo, de los que se cambian de chaqueta y que el doce de mayo se despertaron y descubrieron que realmente siempre habían sentido simpatía por la izquierda y acababan de darse cuenta. Así que ya sabe por qué la bandera de la gente es rosa más pálido, y no tan roja como podrías pensar, fin de la cita. Bueno, márchese, muchacho, y averígüeme quién es la persona en la que Monsieur de Biron decide que puede confiar realmente. Porque podría ser que yo pensara que le engaño, y él podría pensar exactamente lo mismo.
—Está bien —dijo Castang—, al fin una instrucción clara.
—Así que aquí estaba. ¿Y qué había averiguado? No gran cosa: no suficiente, de todos modos. Biron era rico; había heredado dinero, se había casado con el dinero. Poseía propiedades, casas, terrenos, toda clase de lujosas comodidades. Eso ya lo sabía. ¿Y qué interés podía tener?
Castang desembarcó así, en esta pequeña ciudad, con un estado de ánimo negativo. Muy fácil para Richard, decir «Averigüe» de aquella manera tan alegre. ¿Averigüe qué, y cómo? Si eres discreto como te han dicho que seas, no descubres nada. Si armas ruido en una ciudad pequeña como ésta, tampoco descubrirás nada, porque podrías aposentar tu trasero desnudo sobre un avispero. En ambos casos te marcharás más de prisa de como llegaste. El problema es invariablemente soslayado por los agentes detectives de las novelas. Hay demasiado trabajo físico, y es demasiado difícil, y no brillarán. Así pues, en general tienen un amigo que les debe un gran favor, algún médico o abogado o periodista que lo sabe todo, y está encantado de soltarlo todo.
De todas maneras él detestaba las pequeñas ciudades. En una ocasión, muchos años atrás, le habían dejado (con un Lucciani totalmente verde y él mismo más bien verdoso; era su primera investigación totalmente independiente) en una pequeña ciudad como ésta, y se había sentado en varios avisperos, para —al parecer— gran regocijo del comisario Richard. Y se había tratado sólo de un squire local, una persona importante para nadie más que para sí mismo. Éste era un personaje mucho más tramposo. Políticamente, Castang lo sabía muy bien, el poder real pertenece a personas de quien uno jamás ha oído hablar: poder significa que tu nombre no aparezca en el periódico. No es una chusma de Diputados y Secretarios de Estado, ni el presidente del banco, y menos aún el portavoz de esto o lo otro. Esa buena palabra «portavoz»… El poder en Francia puede ser el inspector de Finanzas, que no inspecciona nada de nada y disfruta de un buen sueldo por esto, o el maestro de solicitudes, o el consejero arbitral, cantidades sorprendentes de estos oscuros dignatarios medievales rondan por ahí y ¿qué hacen? Nadie lo ha descubierto jamás. Biron era un ejemplo excelente del poder que no está al lado del sofá sino que se extiende horizontalmente, en toda su longitud, sobre un montón de cojines, y jamás dice nada: pasa inadvertido, y al verle uno se preguntaría simplemente si estaba dormido o muerto.
Fue una agradable sorpresa que esta pequeña ciudad fuera (al menos lo parecía) mucho más agradable de lo que había esperado. Incluso había restos francófilos, cosa rara ahora que toda Francia parece una copia mala de América y se comporta como ella, y se admira tanto a sí misma por hacerlo. ¿Qué ha ocurrido con aquel campo francés, ahora tan detestable y estéril, en el que jamás se ve un pájaro o una mariposa, jamás una flor, que no produce más que verduras acuosas de tamaño excesivo y carne acuosa de tamaño inferior a lo normal, ambas cosas duras y ambas cosas insípidas? Tenemos que ir detrás del viento del norte, decía Richard con indignante incredulidad, para encontrar una comida decente. ¿Es esto —retórico después de una o dos copas— el país de Montaigne, de Renoir? Esto es el desierto de Giscard, muchacho, y no cuentes con que Tonton cambie nada.
Una ciudad, sin embargo, en la que vivían tres o cuatro personas que se podían reconocer como seres humanos. Unas cuantas casas viejas; una horrible, inmensa y ridícula, aunque deliciosa en conjunto, catedral; unas pocas calles torcidas que subían y bajaban empinadas… e incluso algunos resbaladizos empedrados. Tejados de pizarra relucientes por la lluvia. Quizás haya un panadero que realmente cueza el pan en el horno, un carnicero que milagrosamente conozca el significado de la palabra «andouille». Castang se animó.
A trabajar. ¿Estaba este tipo en casa siquiera? Y si no, ¿quién estaba? ¿Quiénes integraban el hogar? Un policía que realiza una investigación con frecuencia avanza a base de mentiras.
—Aquí, el ingeniero de la telefónica —con un fuerte sonsonete—. ¿Le ocurre algo a esta línea?
—Que yo sepa no. ¿Quién lo ha dicho? —Alguien del sur de Europa, portugués quizás.
—Jesús, tío, ¿cómo quiere que lo sepa? A mí me pasan el recado. ¿Cuántas líneas tienen ahí?
—Dos, pero ninguna de las dos está averiada.
—¿Una línea no registrada, quizás?
—No tenemos ninguna. ¿No lo sabe?
—Lo tengo aquí anotado en el libro, queja de que la voz se va en las llamadas locales: si usted no llamó, ¿quién lo hizo?
—Bueno, lo preguntaré. El señor no está aquí esta mañana.
—Pregúnteselo a la señora, entonces.
—La señora está en París, pero se lo preguntaré a la secretaria; no cuelgue.
—¿Quién es usted, pues?
—Soy el mayordomo; es posible que la secretaria… no cuelgue… ¿oiga? No, la secretaria no sabe que se haya presentado ninguna queja, ¿a qué número llama usted?
—Treinta y dos setenta y cuatro veinticinco, y no hay nadie más ahí, ¿verdad?
—Mi esposa, es el ama de llaves; lo habría mencionado. Es correcto, es la casa de Monsieur de Biron. Qué extraño.
—Baron, ¿verdad?
—No, Biron.
—¿No se llama usted así?
—No, no, yo soy Andrés, el mayordomo. Se lo he dicho.
—¿No es usted Barón? —con el tono incrédulo del cretinismo invencible.
—No, no, yo me llamo Gonçalves, se lo he dicho; Biron.
—Son esas estúpidas chicas, amigo, eso es lo que ha pasado. Siempre arman estos líos. Siento haberle molestado, amigo.
—No importa.
—No diga nada, ¿de acuerdo? Me causaría problemas, seguramente. Esas bobas intentarían echarme la culpa a mí, ¿comprende?
—Está bien, lo entiendo.
Bien. Mayordomo; probablemente también jardinero, y una esposa cocinera-doncella. Y una secretaria; probablemente seguía a Biron de un lado a otro. Y residía allí, pero esta mañana había salido. Bien.
La policía local.
—¿Está el comisario? Castang, de la Policía Judicial, dígale por favor… no se moleste… buenos días, comisario. Ningún problema, que yo sepa; ¿tiene usted alguno? Una cosa de rutina; pasaba por aquí y he pensado, voy a hablar con él. Algo respecto a un brote de robos. ¿No más de lo usual? Ahora lo entiendo: debería haber una nota en el margen, denuncia de un notable y nada más. ¿Ninguna reacción? El cuñado del subprefecto ataca de nuevo. Estas grandes villas aisladas, feas como el demonio, atiborradas de objetos de arte… hay muchas por aquí. Si no hay nadie en ellas, ¿tiene algún sistema de alarma conectado? Nunca he oído hablar de él, ¿es de París? Oh, entiendo, una persona importante, ahora está todo claro. Bueno, si el lugar está habitado, ¿por qué tanto alboroto? ¿La secretaria? ¿Lleva asuntos locales, como la propiedad? En buenas relaciones con el alcalde, supongo. Bueno, mire, deme todos los datos necesarios, ¿quiere? Así podré hacer un informe para la ciudad, un caramelo para hacerles callar la boca: probablemente el aviso vino de París. Si sabe usted de alguna porquería local, cuéntemela, para que no meta la pata. Sí, gracias, una taza de café me vendría bien.
Cuac… cuac: glu… glu.
—Bueno, bueno, no diga más. Mantendré la boca cerrada y usted también. Ninguno de los dos quiere que la Prefectura caiga sobre nosotros. Ni la RG, «ja ja». Ninguna estructura local, ¿eh? Nunca se sabe con estos tipos de París dónde está la influencia: si no es el Tribunal de Cuentas es la Academia Francesa. O sea que haremos como si no pasara nada, ¿de acuerdo? La boca cosida, tapar todos los agujeros que haya por ahí. Es muy natural, después del escándalo de Marsella; el Ministro come galletas en la cama y si hay migas es culpa nuestra.
Una vez cruzada la puerta, este alegre imbécil se convirtió en un personaje muy diferente.
Era un gran actor, que le había enseñado cómo interpretar este papel; en verdad había sido el Louis Jouvet de Quai des Orfèvres, que había dibujado con tiza la primera flecha en una acera de París que conducía, mediante extraños movimientos del instinto y la inteligencia, hacia una vida en el medio mundo: también el mundo crepuscular de la comedia negra («Grotesco, ¿ha dicho grotesco?». —Todavía podía oír claramente aquella voz extraordinaria— ¡qué grotesco lo encuentro!). La conmovedora y espantosa composición del policía desaliñado y rutinario; pobre y andrajoso; humilde y sarcástico; nube negra de cinismo corrupto y la repentina luz clara de la pureza. Lección: que la anestesia del vicio puede coexistir, y de hecho lo hace, con la más exquisita sensibilidad. Desvergonzado Jouvet, que cambiando la entonación, pasa de repente de la más elevada seriedad moral a la farsa más grosera.
Él mismo no había conocido ese mundo de la Prefectura de Policía de antes de la guerra, de escuálidas pequeñas oficinas que apestaban, de escribientes insolentes y pringosos con mangas de satén, sentados sobre almohadillas de cuero redondas y que nunca se cambiaban la ropa interior, con una asquerosa colilla de cigarrillo pegada a un labio sin afeitar, exhalando un vaho que olía a dientes rotos y podridos y a café rancio calentado con ron. Cada pequeño policía de la Brigada Criminal era el ayudante de un verdugo; existencia miserable que se desarrollaba entre los sótanos no blanqueados, con olor a orina, del Quai des Orfèvres, y el jamás ventilado desván de la Rue du Roi de Sicile. Ni siquiera Richard había conocido esa vida de suciedad, enfermedad e ignorancia; el eczema y la tuberculosis omnipresentes y equi-no-distantes… soportables sólo gracias al alcohol. Las secciones del reloj indicadas por el ron de la mañana que daba paso al clarete y a su vez a los baratos y pegajosos aperitivos comerciales.
Sin embargo, había conocido a alguien que se había criado allí, y todo el día era perseguido por las dos figuras de Louis Jouvet y Monsieur Bianchi.
¡Las investigaciones en favor de las familias! La despreciable burguesía, en su mayor parte, vaciando sus intestinos de sus mezquinos secretos. Los bebés apaleados y las hijas violadas y las hermanas que abortan, y madres gordas y apestosas, agotadas y hundidas: la cocaína y el éter, el interminable alcohol, «el aguardiente»; la mezquina malversación de evasivo papel negro y dinero negro, chantajes clandestinos, el manipulador manipulado. Hoy es lo mismo, aunque el Banco de Francia ahora mantenga su papel más blanco y más tieso, y se cambien los calzoncillos una vez a la semana…
En la actualidad las investigaciones discretas y confidenciales en su mayoría las hacían las chicas. Pero la sombra de Monsieur Bianchi seguía allí como su dedo (manchado de marrón y con los bordes mellados como el Gitane de papel de maíz que vivía en su boca, reencendido perpetuamente con un viejo mechero de gasolina; seco y nudoso, señalando siempre con exactitud) sobre esos expedientes. Nada podía haberle hecho retirar sino la fuerza, y al final fue necesaria una bala en el pulmón para conseguirlo. Semianalfabeto e incapaz de deletrear; pero nadie conocía el corazón humano como Bianchi.
Castang había aprendido su técnica. El tono lento y pomposo, las palabras llenas de serias frases gastadas, pero ambas cosas esencialmente amables, y siempre superhumanamente paciente; divaga tanto como quieras, tenemos todo el tiempo del mundo. Desharrapado, humilde hasta la timidez, terriblemente agradecido si se le pedía que se sentara, abrumado por el ofrecimiento de una taza de café. La insistencia de que, con todas las apariencias (a pesar de las realidades) en contra, cada interlocutor es un ser equilibrado, sensato y razonable. Esta técnica es muy antigua y fue inventada por el inspector Bucket hace más de cien años; Vera había hecho leer a Castang Bleak House. En inglés. No le había matado porque era terriblemente interesante. Le permitió saltarse los aburridos fragmentos de Esther con su empalagosa sonrisa afectada. Pero el abuelo Samllweed y Mr. Guppy, Mr. Tulkinghonr y Mr. Chadband eran franceses y él les había conocido en París. Y Mr. Quale, con su preocupación por África… ¿no le hemos conocido en el Palacio del Elíseo? ¡Y Bucket! Bianchi al natural, atacando a la gente con aquel temible dedo, chupando su lápiz y untando a respetables comerciantes…
Él lo estaba haciendo ahora con el vendedor de combustible cuyos negocios con el carbón, la madera o el fuel-oil doméstico a los precios más incisivos le habían llevado a un agradable confort enfrente de la casa de Biron.
—Bueno, tú no eres un hombre que va contando chismes por ahí, y tu esposa sabe cómo utilizar sus ojos mientras gobierna la indómita lengua, como el buen libro nos enseña, y toda una vida de estar en este negocio me ha enseñado que no hay mejor consejo en ningún sitio. El chantaje es una palabra fea para una cosa fea. Y eso no lo querrías, suponiendo que tuvieras que confiar en la discreción de los oficiales que llevan una investigación… calla, no hay necesidad de protestar, porque sabrías, si estuvieras un día metido en mis zapatos, los esfuerzos que tiene que hacer el propio arzobispo para no pensar mal… de los oficiales; te satisfaría saber que el oficial sabe guardar un secreto y no va por ahí llamando la atención de los vecinos.
Mucho menos crudo fue —tenía que serlo— el acercamiento aquella tarde a la secretaria. Aquí se necesitaba a Jouvet; no permitiría que ninguna sobreactuación se introdujera en su voz o en su actitud, porque no era ningún orgulloso magnate de la ciudad. Esta buena señora había estado antes en la plaza de toros; se asustó incluso de la sugerencia de encontrarse en la comisaría local, y los esfuerzos de Castang por entrar en la casa fueron rechazados de lleno antes de que hubiera pasado de la fase de insinuación. Ella sólo accedió a reunirse con él en el Ayuntamiento después de resistirse. La habían hecho salir muchas más veces de las que a ella le habría gustado. No iba a tratar con cualquiera, eso estaba claro, y el Secretario del Ayuntamiento, metiéndole en un pequeño despacho detrás de Nacimientos, Fallecimientos y Matrimonios, confirmó que conocía a la señora desde hacía unos cuantos años y no era de las que se dejaban intimidar. Apareció en el minuto exacto en que se habían citado; de unos cincuenta años y marchita, pero bien vestida con un dos piezas de punto; ni un gramo de más.
Y empezó con un minucioso examen de la identidad de Castang.
—Quiero una fotocopia de esto —golpeando con una pulida uña la tarjeta de funcionario de Castang.
Castang sonrió. ¡Comprobación! Pero sentía cierta admiración. Un contraataque también estaba bien.
—Como sabe usted muy bien, señora…
—Señorita.
—Anotado; lo que usted sugiere no está permitido bajo ninguna circunstancia, y para evitar que haya dudas respecto a la confidencialidad de lo que digamos, le preguntaré si lleva alguna grabadora en el bolso. Y dejaremos esto, con su permiso, y haré hincapié —sus propias uñas quizás no estuvieran pulidas, pero estaban cepilladas— en una condición inamovible inherente al hecho de que hable con usted: ni una sola palabra saldrá de esta habitación. Y eso incluye a su jefe.
—No puede usted exigirme eso.
—Puedo y lo hago. Como ha tenido usted ocasión de comprobar, un oficial de la Policía Judicial de mi categoría no viene aquí a buscar viejos certificados de nacimiento.
—Debe usted indicar la naturaleza de su interés.
Castang se sonó largamente la nariz y luego dijo:
—Seguridad del Estado.
—Tonterías. Como sin duda sabe usted, Monsieur de Biron no ocupa ningún cargo representativo, y cualquier sugerencia de tratos en cualquier nivel con un extraño…
—Alto. No he sugerido nada de esto. Tampoco lo haré… yo. Será mejor que tenga mucho cuidado —el dedo se hizo largo, blanco, seco—. No tengo conexión con los servicios de vigilancia. Como dejan claro mis credenciales. A la Policía Judicial le interesan los crímenes definidos en el Código Penal y que entran en la competencia de la Audiencia Criminal —frunciendo el ceño de un modo horrible.
—Pregunto —glacial— cómo eso me involucra a mí en lo más mínimo.
—El chantaje, señorita, está incluido en estos parámetros.
—¡No puede hablar en serio!
—Si todavía no está convencida de que no estoy aquí sentado —recorriendo con una mirada matadora los estantes de archivos municipales— para divertirme, entonces corre usted el riesgo de que se les acuse de ultraje, si no rebelión, hacia un funcionario del Estado. No es la Audiencia Criminal, pero a veces se olvida de que existe el Correccional para corregir. ¿Muy bien? Así que, por favor, dejemos la ignorancia invencible. —Jouvet conoce bien el arte de bramar en un susurro.
—Pero ¿quién… quiero decir a quién…?
—Si me escucha usted, sin interrumpir. —Pon tu nave junto a la del enemigo y no podrás equivocarte mucho, dijo el Almirante Nelson; hombre sensato—. Se ha iniciado una investigación judicial. Por la autoridad del Fiscal. ¿A petición de quién? ¿Una denuncia anónima? ¿Por lo que cree un informador común? ¿O un ciudadano de buena reputación y antecedentes irreprochables? Sea lo que sea, y nos lo creamos o no inicialmente, por muy evidente que pudiera pensarse que es en el primer caso, no somos gente crédula. Nosotros investigamos —con mirada penetrante—. Investigamos. ¿Y a quién investigamos? Lógicamente, a los compañeros más próximos, conocidos o desconocidos, del autor. El instigador disfruta de la presunción de buena fe, de inocencia. En particular, podríamos decir, en el caso de un caballero que ha prestado servicios al Estado: está en situación de hacerlo de nuevo. Pero —el dedo se hizo flexible, móvil—, se impone una doble prudencia. ¿No puede esta persona tener una ulterior serie de motivos? Un método como el que describo, ¿podría estar ideado para entorpecer la investigación, para desarmar la crítica? ¿Para permitir que más tarde se diga «Pero si fui el primero en agradecer y alentar la investigación»? Cuidado, señorita, con los que proclaman que no tienen nada que ocultar. —Cierto, cierto, pero sigue con estos golpes al cuerpo y dale uno debajo del cinturón.
»Si estas confidencias fueran violadas, señorita, el Tribunal mostraría descontento. El fiscal tiene poderes punitivos.
—Nadie, nadie, en toda mi carrera profesional, jamás ha puesto en duda mi integridad o mi discreción. No estarla donde estoy.
—Me alegro de veras de oírlo —dijo Castang con agrado—. Sigamos así.
—¿Qué quiere saber? —dijo ella al fin.
—Todo. —La palabra salió escueta y dura como el disparo de una pistola de pequeño calibre; suficiente para derribar al oponente de cerca. Ella se mordía los labios, tenía el bolso apretado contra el regazo, las manos plegadas sobre él en actitud protectora. Castang se puso un pequeño cigarro en la boca y lo encendió; ojos azules y horribles sosteniéndole la mirada por encima de la llama del encendedor.
—Ya sea privado o personal. Lave y desinfecte todo posible foco de infección —dándose golpecitos en la nariz con el encendedor—. La única manera posible —metiendo otra vez el encendedor en el bolsillo; tenía el color de la naranjada sintética y estropeaba el efecto— de proteger a Monsieur de Biron contra cualquier persona deseosa de aplicar su influencia es identificar y aislar el absceso. Esto tiene que incluir a su esposa y a los demás miembros de su familia inmediata. Quiero saber si existen estimulantes, que pueden ser chicos jóvenes igual que nitrato de amilo. La hoja de la pequeña navaja en el bolsillo del chaleco que rasca polvo blanco y forma una fina línea.
—No estará usted sugiriendo… —muy sorprendida.
—Yo no sugiero nada. Si existiera tal cosa, como puede existir al lado de coleccionar sellos, usted es quien puede saberlo.
Había algo, sin duda. Ella estaba inquieta, vacilante; había localizado la hebra que se le había atascado tan incómodamente entre los dientes, y en los dientes de Maltaverne también, pero le preocupaba que la vieran en público sacándosela con el imperdible. Permaneció callada y miró por la ventana. Una repugnante sanseviera ocupaba el antepecho con su racimo de tiesas hojas.
—Comisario… tengo que aclarar esto. ¿Qué conexión tiene usted con el otro? ¿Ha estado trabajando según instrucciones suyas?
—¿El otro? —aplicando un ojo siniestro y esperando que la alarma extremadamente ruidosa fuera inaudible.
—Me aborda usted (o finge hacerlo) directamente mientras que al mismo tiempo emplea una especie de… supongo que para usted es una técnica usual. Se espera que lo acepte como algo corriente. En el mundo de la política existen muchos extravíos, pero deje que le diga que a mí no me gusta.
—Yo no he autorizado a nadie para que hable con usted. Si alguien lo ha hecho o lo ha intentado, puede estar segura de que sabré cómo tratarlo.
—Un hombre…
—Por favor, exprésese con más claridad. ¿Un oficial de policía, o alguien que se presentó como tal? ¿No examinó usted sus credenciales con la minuciosidad con que lo acaba de hacer con las mías?
—Venía con una carta de recomendación —sin alegría— de mi jefe. Después de eso no pude muy bien…
—¿Puede describir a este individuo?
—Una manera de andar… como torpe, pesada.
—Ajá, eso me suena familiar; mi estimado colega del frente económico. Sin embargo, muy poco tacto por su parte no mencionárselo. Es usted —con una leve sonrisa— testigo inconsciente de un procedimiento bastante común en el servicio al gobierno. Sin duda no es la primera vez que se encuentra usted con ello. Los ingleses lo conocen como «oneupmanship», la ventaja de uno, y los americanos como empuja a tu querido colega y pasa delante.
—Eso me suena familiar, para utilizar su expresión —riendo un poco demasiado animada, en un esfuerzo por romper la tensión; por un momento este oficial, un trabajo repugnante en cualquier momento, le había parecido más repugnante aún. No era una expresión que a uno le gustara ver en la cara de nadie.
—Muy bien —dijo Castang, disparando con bastante exactitud a lo que estaba en la mente de ella—, habrá usted visto que incluso las investigaciones con un elevado nivel de confidencialidad no están exentas de interferencias. Ha observado las precauciones que yo he tomado, y empezará a ver el porqué. En consecuencia seré aún más cuidadoso. Debería añadir que no veo ninguna posible justificación para ver este asunto desde un punto de vista económico. —Estaba agitado, y ella lo había visto, y no le gustaba: estaba hablando demasiado y con demasiada palabrería—. Hubo, por supuesto, una verificación financiera y fiscal. El procedimiento de costumbre, y a mi modo de ver totalmente irrelevante.
—Estuvo preguntando demasiado por… los socios —escrutándole.
—¿Eso hizo? Se excedió de las instrucciones. —Anticipado, maldita sea. No, Monsieur Maltaverne, no voy a subestimarle: no sirve.
—De modo que la policía judicial —bastante alegre ahora que estaba empezando a disfrutar de una situación que había entendido— tiene la mosca detrás de la oreja. —Sólo un poco maliciosa; vengándose de él por haberla asustado.
Castang había perdido su ventaja sobre ella, y no sería fácil recuperarla.
—¿Socios personales?
—Eso también.
—¿Tomó notas?
—Parecía confiar más en la memoria.
—Irregular, de lo más irregular —dijo Castang escuetamente. Tenía que desacreditar a este bastardo como fuera—. ¿No le pidió la firma para una declaración? No servirá. Como debe de saber usted, los debates ante cualquier tribunal deben ser por ley, orales y opuestos y, por lo mismo, en los preliminares sólo sirve la palabra escrita debidamente firmada y atestiguada; confidencial o no, no servirá. Si no quiere que sus palabras puedan ser sacadas de su contexto, incluso distorsionadas o mal citadas. Para su propia protección —ahora paternal, más amable— o nada tendría valor evidencial y estaríamos en el reino del rumor. Es necesario que no tenga usted ningún recelo —levantando una mano—. Incluso en estas audiencias, como no pueden efectuarse en privado, se llega siempre a un acuerdo entre el tribunal y el fiscal respecto a que hay que proteger las fuentes. —Su experiencia le había enseñado que incluso las personas sofisticadas que ni por un instante serían admitidas para una maniobra política o financiera eran extrañamente ingenuas respecto al código criminal, y se las podía intimidar; incluso con una tontería tan burda como ésta.
Uf, había escapado por los pelos. No era probable que Maltaverne estuviera merodeando por allí, siguiendo los pasos de nadie; el animal, como oficial de policía de ciudad, no conocía este terreno; se le podía desafiar, y él lo sabía. Pero se habría cubierto, empleando el mismo truco de Castang de fingir que el propio Biron le había pedido que echara un buen vistazo. Y no podía confiar en aquella mujer. Tenía experiencia, y aprovecharía todas las oportunidades que tuviera de comprobarlo. No estaba preocupado por sí mismo, puesto que cualquier investigación que ella efectuara llegaría automáticamente a Richard. Pero si aquel animal le había dejado un número de teléfono, y hubiera dicho algo semejante a «si encuentra alguna cosa algo extraña, no vacile en aclararlo conmigo; lo comprobaré». En este caso, él estaba perdido, y sería mejor que se marchara con lo que tenía, porque lo sensato sería esperar lo peor.
—Probablemente no se ha causado ningún daño —dijo Richard tranquilamente. Castang no había venido gritando en tono dramático «¡Estoy perdido!»—. O sea que sabemos que el animal es prudente además de tramposo. Y si él llega a las mismas conclusiones respecto a mí… en conjunto estas conclusiones son favorables. Se estará riendo entre dientes y diciendo «¡Yo pensaba lo mismo!». Y eso puede ayudar a que baje la guardia, pensar que me tiene atrapado. Está bien, que tenga una buena velada doméstica.
La tuvo; encontró a Vera en un estado de ánimo serio. Mientras seguía la rutina diaria de marido en la oficina y comida de la niña, Vera podía ser, y generalmente lo era, muy dura contra la sociedad en general, y la francesa en particular; pero si, como acababa de ocurrir, él estaba fuera uno o dos días, le gustaba recibirle con pequeñas comodidades sibaríticas. No había nada incoherente, decía siempre, en sus actitudes: la verdadera igualdad de la mujer era algo que él no había entendido todavía. «Cuánta paciencia tengo».
—¡Cuánta paciencia tengo!
—Cuánta paciencia tenemos los dos —dijo Vera. Se arropó en esta admiración mutua y comió la pródiga cena que correspondía a los mejores días: huevos revueltos con setas frescas; era la temporada, pero…
—¿De dónde las has sacado?
—Judith fue a recogerlas al amanecer, antes de que los chiquillos del pueblo llegaran; ¿no son deliciosas? Ha traído una cesta llena y un libro de Adrien. —Castang no podía acostumbrarse a que el temible Comisario de División tuviera otro nombre—. Trata del viento del norte.
—Se toma muy en serio esta teoría.
—Yo también; es muy interesante todo lo de Oliver Cromwell.
—Es algo muy sencillo. El nivel de moralidad pública siempre ha sido más elevado allí, en el norte. Tiene algo que ver con la ley común.
—¿Y por qué… cuál es el origen de todo eso?
—No lo sé, su burguesía es menos codiciosa. No tienen todo esto —dando unos golpecitos en el periódico del día, con la noticia, como cada día en estos tiempos, de otro propietario de empresa que había organizado una quiebra fraudulenta, se había llevado unos cuantos millones de francos en oro a Suiza, o simplemente había matado a unos cuantos empleados por no observar las medidas de seguridad necesarias.
—Oh, ellos también han tenido su parte de esto. «Los profesores que fueron a la escuela con el señor Garra, en Ganancia de Amor, que es una ciudad de mercado del condado de Codicia, en el norte». —Cita de un caballero llamado Bunyam, de quien ella explicó: también le gustaba la gente como el señor Doslenguas (clérigo de esta parroquia) y el señor Frenteamboslados.
—¿Este tipo nunca ha visitado Francia? —preguntó él.
—Estoy segura de que en el pasado (un pasado bastante oscuro, tengo que admitir) las mujeres de allí eran tratadas con mucho más respeto y disfrutaban de una mayor igualdad real. Incluso hoy en día, no van corriendo a trabajar con la agresividad frenética de aquí. Son más sosegadas, más auténticamente pensativas y menos idiotamente intelectuales. Y están menos infectadas con las enseñanzas del Profeta y todos esos horribles ayatollahs a partir de San Pablo; este detestable orientalismo ha hecho mucho daño a Europa.
Prosiguió con esta vena durante un rato. Él la escuchaba, le interesaba; pero le lloraban los ojos y el esfuerzo de no bostezar empezó a resultarle intolerablemente grande.
—De verdad que tengo que acostarme temprano.
—Siempre que te hablo en serio, invariablemente descubres a los pocos minutos una fatiga incontrolable. —Con pesar, pero con más lástima que rencor. A los hombres les cuesta tanto tiempo abrir los ojos a cualquier cosa que sea nueva, reflexionó Vera, sentada junto al fuego (qué agradable era tener chimenea) mucho después de que él se hubiera acostado.
Brrr. Brrr. No era el despertador, sino el teléfono. Estaba tan profundamente dormido, que ahora tiró al suelo varias cosas con gran estrépito, incluidos el despertador y un candelero. (No es que Vera hubiera declarado la guerra a la compañía Electricité de France; hay que reeducar la vista, decía. No necesitamos toda esa luz artificial).
—Qué —dijo; recordó quién era y añadió—: Sí, Castang… hasta cierto punto.
—¿Qué? Aquí la gendarmería. ¿Es el comisario Castang? Mensaje del comisario Richard, ¿podría salir lo más deprisa posible? Lo siento, es lo que me han dicho.
—¿Dónde? —sin inflexión. (Imbécil…).
—Lo siento. Su casa.
—¿Qué pasa con su casa?
—Se ha incendiado. Es lo único que sé.
—¡¿Qué?!
—No me grite; no es culpa mía. Yo no sé nada, sólo doy el recado, es lo único que puedo hacer. En la centralita, no me dicen nada. Sólo soy un simple chip de silicona. —Se parecía, cómicamente, a Vera cuando se quejaba de que era el zzz electrónico, el relé programador, el cronómetro para el orgasmo y para los huevos pasados por agua; al cabo de cinco minutos exactamente tu disco dejará de sonar.
—Lo siento —dijo Castang—. Me estoy reponiendo. ¿Esto es todo lo que sabe? Está bien, iré lo más rápido que pueda. —Vera seguro que estaba despierta, con tanto ruido; no la alarmes.
—Maldita sea, cuánto ruido —dijo una malhumorada y soñolienta voz.
—Sí, bueno, yo tampoco me alegro. Tengo que irme —encendiendo una cerilla y con ella la vela; más lento quizás, pero no tan duro para los ojos a las, maldita sea, las dos y cuarto de la madrugada.
—Qué cabronada.
—Exactamente. Pero tú duérmete otra vez.
—¿Otro homicidio?
—Muy sinceramente espero que no —atándose un zapato. Se detuvo en la salita para coger cigarrillos, y para tomar un rápido y muy pequeño trago de whisky. ¿Quería el arma, la podría necesitar? No. Y el coche se puso en marcha enseguida; al hacer un buen diseño para un burro mecánico, Renault había logrado al fin un coche de verdad. Un burro con alas. No había mucho tráfico a estas horas en las afueras de la ciudad.
La elegante casa de Richard, eminentemente apetecible, estaba en la ladera de una colina, destacándose sobre el valle. Pero, pensó Castang, sólo estarán los bomberos del pueblo…
Y si Richard ha pedido por mí urgentemente… ¿qué significa eso? ¿Es algo personal o profesional? ¿La brigada de delitos graves, o algo nuevo referente a los vientos del norte? Como que no enciendas fuego cuando sopla uno fuerte. El mistral también es un viento del norte.
«Mon père disait
C’est le vent du Nord
ui fait que nos filles
Ont le regard tranquille
De nos vieilles villes
Qui fait que nos belles
Ont les cheveux frágiles
De nos dentelles»[1].
Brussels Jack. El mejor poeta que tenemos, todavía.
Vio las llamas desde muy lejos. En esa casa hay demasiada madera, y una vez el fuego ha prendido… Pero Richard era una persona cuidadosa y aunque Judith fuera un poco excéntrica… no lo era en ese sentido, seguro. No podía recordar cuándo la brigada de Delitos Graves había tenido por última vez un caso de incendio provocado… la gendarmería los tenía con bastante frecuencia; granjeros demasiado liados en la compra de costosa maquinaria y que necesitaban conseguir líquido en poco tiempo.
Fue el viento del norte, «decía mi padre», lo que separó Inglaterra del Zeebrugge. Provoca cosas extrañas en la gente. El puente que formaba el mar hacía que los ingleses padecieran apartheid. Cuando estuvo más cerca, el policía comprendió con una sola mirada que la casa había quedado destruida. La alegre fogata estaba en su último paroxismo, ahora que los profesionales le lanzaban agua desde muy cerca, pero la casa había desaparecido. El grupo de voluntarios del pueblo debía de saber desde el principio que podían hacer muy poca cosa, y no habían perdido tiempo alertando al grupo de la ciudad, de la estación del Norte, pues estaba a unos buenos quince quilómetros; un cuarto de hora de tardanza habría sido suficiente para convertir al potente equipo y sofisticado método en un simple ejercicio académico formal.
Castang buscó a alguna autoridad. Había muchas, demasiadas; un alcalde y una corte de sabihondos del pueblo; un teniente de la gendarmería, el capitán de los bomberos, muy militar. Todos eran muy habladores.
—El mismo problema que con esas viejas granjas; demasiada madera. Seca como la yesca, no hay ninguna posibilidad. Y al menos tienen la antigua obra de albañilería…
—Todo en contra desde el principio. Como una condenada fortaleza, con todos estos árboles y altos setos; hemos tenido que abrirnos paso a golpes de machete. Demasiado bien aislada.
—Las ventanas estaban abiertas; una buena ventilación en el sótano, una auténtica ayuda; aceite y un montón enorme de leña. Una buena fogata, se elevaba como una hoguera de San Juan. Que repiquen las campanas, invitad al pueblo a que vengan a asar las salchichas.
—¿Dónde está el comisario Richard? —preguntó Castang.
—¿Quién es?
—¿Es el propietario?
—Ha conseguido salir; aunque ha escapado por poco.
—¿Es el tipo de mediana edad, con el cabello plateado? ¿El propietario? Le han mandado a curarse; se ha quemado un poco las manos y los brazos. No, nada grave, sólo el susto y todo eso, pero les han mandado en la ambulancia automáticamente.
—¿Monsieur Richard? —preguntó Castang con paciencia.
—Seguro que se ha ido con él. Pero si estaba bien o si necesitaba tratamiento, eso no se lo podría decir.
—¿Estarán aquí una hora o así?
—¿Quién es usted?
—Castang, de la Policía Judicial. Colega de Monsieur Richard.
—¿Por qué está aquí?
—En primer lugar, porque él se ha tomado la molestia de telefonear y pedírmelo —reprimiendo su irritabilidad—. En segundo lugar, porque nunca se sabe. Quizás haya más de lo que se ve.
—¿Origen criminal, está usted sugiriendo? Déjeme eso a mí. Es mi campo, mi responsabilidad. Es la clase de sugerencia que siempre se hace, la gente se la cree con demasiada facilidad, la prensa siempre está alerta, justo lo que necesitábamos para titular la página cinco. Los malditos rumores se difunden con más rapidez que ningún jodido incendio. Oficial de policía, oh, claro. Terroristas vascos. Extremistas bretones. Fanáticos corsos. ¡Los ecologistas que volaron la gran torre de cuatrocientos mil voltios de la EDF!
—Sí, bueno, no deje que su imaginación acabe con usted. —Seco, un poco demasiado seco.
—Oiga, Mister Castang, déjeme eso a mí, ¿quiere? Cuando se haya enfriado lo suficiente, no tema, entraremos ahí.
Castang buscó al oficial de la gendarmería, a quien conocía, y se inclinaría menos hacia las sanguinarias historias de ecologistas. De todos modos, ¿habían sido los ecologistas, aun de la clase más lunática, quienes habían robado un misil de avión a avión y lo habían arrojado a la central nuclear? Apenas si había hecho una abolladura, pero causó grandes estragos en la Prefectura; todos los de Protección Civil (unos dormilones, se lo merecen) tenían pesadillas neuróticas desde entonces.
—¿Están preparándose para marcharse?
—No se puede hacer gran cosa más.
—¿Piensa dejar algún retén de guardia?
—¿Le parece? No es que haya nada para saquear.
—No tengo nada que hacer. En confianza, y basándome sólo en mis sensaciones, me gustaría más. En cuanto pueda conseguir a uno de mis muchachos le apostaré ahí. ¿Le importa guardar el fuerte hasta entonces? Muy agradecido.
—Se puede hacer. No es nada anormal.
—Richard podría saber algo… ¿sabe adónde se lo han llevado?
—A la Policlínica, me imagino, en Saint Just. ¿Está inquieto?
—No, pero se ha tomado la molestia de hacerme llamar a través de su centralita, antes de que se lo llevaran.
—Sí, lo ha hecho. Mi brigadier me lo ha dicho, pero se me había olvidado. Está bien.
—¡Pobre Judith! Habían destrozado su jardín. Abrirse paso a golpes de machete era una descripción muy exacta, y una manera muy suave de decirlo. Todo el mundo sabe en teoría que la Brigada de Bomberos es mucho peor que el propio fuego, pero hay que pasar por la experiencia para comprender realmente lo que eso significa. Un trabajo radical, y no era el momento de ponerse sentimental por ello. Vera lo haría, pronto. Aunque Vera, bendita sea, no perdía la calma cuando se encontraba en alguna crisis de verdad. Cuando él entraba en la cocina con las botas manchadas de barro sí se ponía a chillar.
—¿Y el seguro? Richard, como prudente propietario de casa, tendría uno. Y las compañías de seguros se agarrarían rápidas a cualquier indicio de cláusula eximente que hubiera en la letra pequeña. Su experto por una vez podría ser útil a la policía (todos los policías sienten el mayor de los odios y desprecios por los «expertos») pero eso no le haría ningún bien al Richard ser humano. Esto lo vamos a dejar. Ten una pequeña charla con ese capitán de los bomberos. A éste lo queremos dentro de la familia.
Podría confiarse en el teniente de la gendarmería para mantener a raya a la prensa. ¿Qué más había?
El portero nocturno de la clínica fue muy atento.
—Sólo es un trabajo que requiere paciencia. Estar allí quieto, descansando, diría yo.
La hermana del turno de noche fue fríamente irónica.
—Una noche tranquila. El caballero, claro, con la maquinilla de afeitar defectuosa en la bañera que se ha electrocutado; no podíamos hacer gran cosa por él. Dos sobredosis de diferentes drogas, tres adictos con pretextos imaginativos e ingeniosos para conseguir más, un accidente con un abrelatas, un aborto… oh, sí, el caballero al que se le ha caído el vaso de los dientes y ha pisado los cristales, oooh, me estoy desangrando; no hay nada para la policía en todo esto. Ah, las quemaduras. Nada para escribir a la familia, pero son cosas dolorosas, de eso no cabe duda, o sea que le he ingresado para que esté un par de días bajo observación; no, no en la unidad de vigilancia. Probablemente sedado. No voy a discutir este punto, Monsieur Castang. La esposa sí, está descansando allí, en un cubículo, y puede llevársela a casa cuando quiera. Sólo los nervios un poco alterados, como es natural. Discúlpeme… ¿qué? Esto no está roto, sólo dislocado: se le pondrá bien enseguida. ¿Qué ha estado haciendo con un dedo a estas horas de la noche, eh?
—No —decía la telefonista—, aquí no aceptamos casos de infarto. La unidad de cardiología, University Hospital. De nada, es un placer ayudarle.
Castang rescató a Judith.
—Sólo estaba tumbada y pensando. No, no se puede dormir; es como la estación de Austerlitz. Es fácil llamar a un taxi, pero ¿adónde le hubiera dicho que me llevara, si no tengo casa?
—Venga conmigo.
Ella le siguió, obediente, con la bata con encajes sobre el camisón. Normalmente llevaba el pelo recogido en un moño, mostrando la buena estructura del hermoso y sencillo rostro; ahora lo llevaba suelto, largo.
—Una mujer temible, ésa —en voz baja, al ver a la monja en un acto de misericordia— pero innegablemente eficaz en su trabajo. Henri, es usted muy amable. Oh, querido, no me deje empezar a hablar; ella me ha dicho que me callara, de la manera más brutal.
—No, no hable —dijo Castang, aunque tenía muchas ganas de estimularla a hacerlo. Pero la desvelaría. Y podría decir cosas extravagantes y engañosas.
—Lo siento —dijo Castang con suavidad.
—No —dijo Vera, saliendo de la cama—, no lo sientas. Sólo estaba medio dormida, intranquila, porque el corazón me decía que había ocurrido alguna catástrofe, y las que yo imagino son mucho peores. Déjamelo a mí; me las arreglaré. Y ella también. Las mujeres lo hacemos, ¿sabes? —mirándole con disgusto.
Y mucho mejor que los hombres, pensó Castang, envolviéndose en una manta en el sofá del cuarto de estar. No era una cosa que hubiera conseguido definir con exactitud. Sus mentes son más flexibles, menos materiales, ¿menos formales? ¿No tienen mentalidad de cosa? Eso es exactamente; yo estoy aquí tumbado preocupándome por definiciones exactas, y ellas no.
¿Desvestirse, o no desvestirse? ¿Y a qué hora amanecía, en esta época del año? Limítate a descansar. Cuando sea la hora, te despertarás. Lo hizo.
Buscó tiempo para hacer un poco de café entre el desorden de tazas y paquetes de tisana que había sobre la mesa de la cocina. Se lo bebió con calma, pensando. El perro meneaba la cola con simpatía; «toc toc» en el suelo de baldosas. El reloj de la cocina, de hacia 1830 (construían buenos relojes en aquella agitada, atormentada y revolucionaria época) emitía su lento y reconfortante sonido. Se puso en pie, se abrochó la pistolera, salió a la calle dirigiéndose a su coche. Sí, empezaba a vislumbrarse la luz del este. Mañana nublada y tranquila, con una débil corriente de suave aire del sur. Ningún presagio de lluvia.
Aparcó en el verde margen del tramo recto de la carretera, antes de la curva descendente por encima de la casa de Richard; el camino estrecho con terreno de matorrales a ambos lados. Cogió tres moras y se las comió. Una agradable mañana llena de rocío; ahora se veían pequeñas nubes agrupadas como un rebaño de ovejas. Quizás saliera el sol, más tarde. No era un paisaje nuboso impresionante, sólo un cielo bonito, de pintor. Se acercó sin hacer ruido al lugar de la devastación.
No había ningún gendarme ante la puerta. Los muy cerdos, pensó Castang sin inmutarse. Bueno, él había llegado, y a tiempo. Pero le quedaban pocas horas… Anoche había telefoneado al tipo que estaba de guardia; le había dicho que enviara a alguien, no importaba quién; el que llegara primero por la mañana. Y por supuesto que podía ir a despertar a aquellos bebedores de café, pero eso significaba volver por el coche, y él no se podía molestar.
Las ruinas eran más tristes aún a la luz del día; estaban sucias y despedían un olor agrio. Los árboles rotos, los profundos surcos en el césped de Judith, la madera chamuscada desparramada… Castang no podía soportar mirarlo. Pero el seto del fondo seguía allí, y a la vista… y el sol saldría igualmente. Es recuperable, pensó. Uno ha perdido todo lo que poseía. Pero esos dos tienen una profunda tenacidad. ¿Y qué había dicho Richard? «En realidad odio esta casa». Demasiadas cosas; era más fácil, menos laborioso, mudarse cuando se llevaban pocas cosas… Y el terreno estaba intacto. La ceniza de madera es un buen fertilizante… Castang permaneció donde estaba, sonriendo un poco.
Pero hay poco trabajo que hacer. Las paredes de obra estaban levantadas, pero todo lo demás se había desplomado sobre el sótano. «Bueno, sí», podía oír decir a Richard, «parece impresionante, pero había muchas cosas que lo facilitaban». «¿Por ejemplo?». «Debajo de esas baldosas, en el vestíbulo, debería haber cemento y sólo hay madera. La compañía de seguros insistía en que se hiciera, pero ojos que no ven corazón que no siente».
—Depósito de fuel debajo, ¿ve? —El capitán de los bomberos lo había visto enseguida—. Si llegara a esa escalera del sótano y cogiera una corriente de aire, entonces aumentaría y explotaría.
Recordó la gran estufa con azulejos de porcelana. «Quema lo que sea» había dicho Richard con satisfacción, «y cuando la tienes construida… desde que el petróleo se hizo tan caro sólo lo usamos cuando estamos bajo cero». El jefe de los bomberos no la había visto, pero adivinaba su existencia.
—Mucha gente vuelve a tener estas estufas para economizar. Algunas son más pintorescas que seguras. La gente remueve un poco las cenizas por la noche y la llena hasta arriba; como están un poco dormidos olvidan cerrar la puertecilla y se van a la cama: una hora más tarde la cosa está al rojo vivo, si las chispas no han prendido ya en la chimenea… Encontrarían el armazón de la estufa allí tirado, y la hipótesis satisfaría a todo el mundo. ¿Está usted seguro de que cerró la puerta de la ceniza? Sí, estaba seguro. Pero a la tercera vez de preguntarlo, ya no se estaba tan seguro. Era una técnica que los policías utilizaban prácticamente a diario. En realidad, cuanto más seguro un testigo tendía a estar, más probable era que estuviera equivocado. No necesariamente muy equivocado. El malvado gángster árabe, bajo, gordo, «de tez oscura» no siempre resultaba ser un maleante polaco alto, robusto y de cabello rubio. Sólo un pequeño error: la H de la placa de matrícula del coche del bandido era una M o una W.
Castang tenía dos opciones. Ser un buen policía y no tocar nada, y especialmente ninguna evidencia, antes de que los expertos de los bomberos llegaran, lo cual podía ser a la nueve o incluso las diez, o bien revolver con cuidado en las ruinas. Habían arrojado cantidades enormes de agua en un esfuerzo por impedir que explotara el tanque de combustible, y en algún lugar de aquel caos negro y lleno de grasa, estaba seguro… No sería difícil forzar la puerta del sótano. ¿Qué había allí? Leña, las herramientas de jardinería de Judith, sacos viejos y leña menuda, las plantas que tenían que mantenerse apartadas de la luz, ¿a quién le molestaría? Al burgués medio, sí, pero no a Richard, que había hecho que Lucciani instalara una deliciosa trampa en la puerta del vestíbulo que suponía una desagradable descarga eléctrica y un par de ruidosos petardos. Eso alarmaba al maleante mientras alertaba al maestro.
Recuerda, encuentra al bombero que entró por esa puerta del sótano; también la cerradura, entre los escombros. Entretanto, ¿qué clase de indicio dejaban las termitas u otros artefactos incendiarios? Castang no lo sabía, pero los técnicos de los bomberos sí lo sabrían. No, sería mejor que no revolviera nada. Se estropearía los zapatos, y probablemente los pantalones.
Se oían muchos pequeños ruidos. Siempre los había, supuso; incluso con tanta agua habría todavía algún pedazo caliente enfriándose en el interior del budín, pero principalmente serían ruidos del agua que empapaba el lugar, y las ruinas que se deslizaban y asentaban. No prestó atención y siguió contemplando la escena; y levantó la vista, y se le hizo un nudo en las entrañas. De la esquina del edificio, hasta ahora oculto por un pedazo de pared más alta que un hombre, venía el sonido, amortiguado por el goteo y escurrimiento del agua, de alguien revolviendo, y de pie, alto y corpulento, estudiando con calma el terreno, había un hombre: se llamaba Maltaverne.
Castang se había dado cuenta de que temblaba un poco; no mucho. Más o menos como temblaría un vaso de cerveza en el ferry: cuando todo está en calma y sólo la vibración de los motores envía temblores a la superficie. No lo notarías hasta que bajara la espuma. Tenía las manos apretadas en un puño en los profundos bolsillos de su trinchera canadiense, que se había puesto porque el amanecer de otoño es fresco y húmedo. Las aflojó despacio, y movió el cuello para eliminar su rigidez. La postura de Maltaverne no había cambiado.
—¿Mirando si todo está en orden? —preguntó Castang con ligereza.
—Igual que usted, supongo. Cuando me he enterado de esto, no me he quedado satisfecho. —La voz era la misma de siempre; una viscosidad como un lubricante industrial que no se ha calentado lo bastante para fluir libremente.
Ahora no había ninguna razón para discutir.
—¿O para ver quizás dónde han ido mal las cosas? Porque han ido mal. —La cara que tenía enfrente no se alteró lo más mínimo. No es ninguna sorpresa para él, pensó Castang.
—¿Ha hecho marchar al gendarme que se suponía estaría aquí?
—Eso es —moviéndose sin ninguna prisa para ponerse al mismo nivel, procurando que el borde de su abrigo no tocara los escombros. Preocupado es lo último que se diría que estaba—. No ha sido una coincidencia.
Maltaverne se detuvo a pocos pasos de Castang, y puso el pie sobre un montón de escombros, descansando un codo sobre la rodilla.
—Me he aprovechado un poco de la posición —dijo, con una sonrisa no disimulada. Atractivamente pueril, satisfecho ante un poco de inocente astucia—. Él no pensará nada de esto. Mientras que usted, por supuesto… Sí —como si ya hubiera decidido que no valía la pena discutir—. ¿Cuánto sabe de todo esto?
—Resumiendo, que tiene usted tratos amistosos con un hombre llamado Biron.
—Oh. Ah. Richard se lo dijo, supongo. Indiscreto —con tristeza, como si siempre hubiera sabido que no se podía confiar realmente en Richard—. ¿Y qué sabe usted de un hombre llamado Biron?
—Es una de esas personas que entiende que el poder no es lo que haces, sino lo que haces hacer a otra gente. El nunca aparecerá en los titulares.
—¿Richard le dijo eso también? —con algo de burla.
—Pasé un par de días vigilándole, en su pequeña ciudad. Usted estuvo allí también.
—Ah —apreciativo.
—Realmente no necesitaba ir hasta París. —Se había tenido que llegar a una situación decisiva, y ahora allí la tenía—. Reducirle a una fórmula, aunque es mucho más complejo; él prevé un giro, una reacción en el país. Otro gobierno de derechas la próxima vez. Algo vigoroso y eficiente; después de todas estas chapuzas doctrinales bien intencionadas. Así que nos organizamos. Ya no podemos tener más de esos fascistas torpes y zafios. Como el Servicio de Acción Cívica. Desesperadamente desacreditado. Peor, pasados de moda. Los gángsters de Marsella conspirando en la costa. Los trabajadores del Ayuntamiento presentando facturas falsas. Mil novecientos cincuenta, todo eso. En cambio, tenemos ahora a Mister Limpio, con ideales. Se acabaron los banqueros deshonestos con amigos en el Vaticano. Se acabaron las drogas o las prostitutas. Idealistas. Como usted. Es muy difícil encontrar idealistas en la policía. Es un oficio cínico. Pero usted sería idealista, en cuento supiera por Biron que había más. Sería aún más idealista, en París, ¿no es verdad? Y en un momento de entusiasmo, equivocado, incluso se lo diría a Richard.
—Por qué no vamos al fondo del asunto —Maltaverne con voz indiferente.
—Biron tuvo un momento de impaciencia. ¿No le estoy aburriendo? ¿No le hago perder el tiempo? Sólo el error y ese minuto. Echó un vistazo a Richard y vio a un hombre muy inteligente, cuya carrera de alguna manera había acabado, a causa de un espíritu de independencia que no gustaba tanto en París, estos últimos diez años. El error fue pensar que la inteligencia es lo único que preocupa a Richard. Un error que todos hemos cometido, supongo. Ninguno de nosotros comprendió a Richard. Yo tampoco, así que no se lo reprocho a usted.
—Diga lo que tenga que decir —dijo Maltaverne— pero no se vaya por las ramas. Usted siempre ha sido un objeto superdecorativo, así que no se pavonee.
—Cierto. Lo intentaré. No quiero ningún mérito. En realidad… pero no quiero personalizar. Usted es brillante. Más que yo. Eso es un error. Lo siento —había hecho un gesto que era irritación, nada más—. Había una cosa que Biron no sabía, y es que Richard se puso a cero otra vez, igual que hizo cuando tenía veinte años, en 1940. Empezó de nuevo partiendo de cero. Es una cosa que no obedece a ninguna lógica, ni inteligencia, y por eso ni Biron ni usted lo entenderían. Tienen mala suerte.
—Castang —dijo Maltaverne despacio—. No es usted una persona que carezca de inteligencia, y aunque no me gusta, siempre he tenido cierto respeto por usted. Pero tiene un defecto: es intolerablemente parlanchín.
La mejor manera de mostrar su acuerdo, pensó Castang, era afirmar con la cabeza. Entonces tiró entre las ruinas la punta del cigarrillo que había estado fumando. Algún experto incendiario que escudriñara por allí podría encontrarla y decidir que era valiosa. Una pista, para ser utilizada. Alguna especie de sonrisa debió de cruzar por su cara, porque el otro preguntó:
—¿Es divertido? —sarcástico.
Castang estaba lleno de sensaciones confusas. Un fatalismo; era demasiado tarde para hablar, para el enfoque tortuoso; una repentina impaciencia por la desviación. Un temor creciente, porque no había escapatoria. Encendió otro cigarrillo con la gastada indiferencia del hombre que sabe que el verdugo está en la otra habitación, esperando a que el reloj de la hora. El verdugo inglés, había leído Castang, orgulloso de su habilidad, se esmeraba en comenzar con la campana y tener el trabajo terminado antes de que las ocho campanadas hubieran dado paso al silencio. Y los ingleses tenían una frase… referente a coger la ocasión al vuelo. Señaló las ruinas.
—Aquí hay algo, pero quién sabe dónde buscarlo. Y usted sí lo sabe. Ha venido a mirar, y borrar en caso necesario. ¿Correcto? —las cejas se unieron formando una «V» más profunda, la culata del arma, pero Maltaverne no dijo nada. Quitó el pie de donde lo apoyaba y miró a Castang directamente.
—Richard tomó una decisión respecto a usted. —Castang prosiguió con una voz que parecía excusarse. Aquel hombre era un colega, o quizás debería decirse un excolega—. Puso un anzuelo y usted picó. Por un momento se preguntó usted si Biron le estaba preparando. De esta manera, usted decidía. Parar cualquier fuga en la fuente. Richard era un hombre reservado, y se guardaba las cosas para sí. No se lo habría dicho a Fabre. No habría dicho nada a París.
—Pero le dijo algo a usted. —La voz de Maltaverne sonó amistosa, y el temor se fue apoderando de Castang hasta casi paralizarle. Nunca había visto lo rápido que se suponía que era este hombre de aspecto perezoso.
—Richard, según me han dicho, ha sufrido algunas quemaduras. Estará unas semanas en la clínica hasta que se curen. Podría visitarle. Llevarle un racimo de uvas; un libro de bolsillo.
—¿Una novela policíaca? —sugirió Maltaverne, sonriendo ampliamente—. No habrá evidencia. Sólo usted, y usted tiene cáncer y no lo sabe todavía.
Hazlo ahora, antes de que el miedo te ahogue.
Se inclinó un poco hacia adelante, para escupir el cigarrillo. Una técnica de la policía es la del juego de manos; una acción para distraer a un tipo y evitar que haga algo. Sacó el arma y disparó.
El tipo también conocía la técnica. Al fin y al cabo, también era policía. Estoy muerto, pensó Castang. Ya no habrá más preocupaciones. Un monstruoso puñetazo le derribó. Ni siquiera tuvo las pequeñas preocupaciones del policía-humano como si se golpeaba la cabeza con una piedra o si se ensuciaba la chaqueta. El gran agujero.