SIN HUMOR —dijo Vera—. Es cierto, mucho. —Sirviéndole la cena, una que le gustaba. Sólo una lata de atún, pero había hecho una salsa de crema, aromatizada con un poco de mostaza de Dijon—. Deja que aparezca la salsa de cordero y cebolla —en un esfuerzo por animarle, pero incapaz de impedir que sonara triste. Lydia estaba sentada en una silla alta con la boca abierta, en la que Vera metía de vez en cuando una cucharada de comida.
—No; ¿por qué estás tan abatida?
—Porque no se puede hacer nada, realmente. ¿Formar una sociedad secreta para combatir a todos los demás? ¿Cómo puede un mundo entero que vive por la violencia convertirse en no violento?
—No es cuestión de una sociedad secreta —con la boca llena, casi sonriendo (había ya tantas). Él estaba de buen humor—. De mentalidad. —Porque hicieras lo que hicieras mediante represión los otros proseguirían mejor. Las fuerzas de seguridad iban armadas hasta los dientes y eso simplemente estimulaba al grupo terrorista que estuviera de moda (ellos eran todos grupos terroristas y cada día los había nuevos) adquirir unos cuantos misiles Sam.
—Es cierto que en Noruega u Holanda parece que no hay ejércitos privados arrojando bombas por ahí.
—Y los policías van armados con una vieja pistola del siete seis cinco que es de tanta utilidad como un tirachinas y probablemente está oxidada. ¿No es eso la prueba? Mentalidad.
Tuvo otra prueba, aquella tarde.
Bien, la situación en Francia no era tan mala como la tontería de América, donde el derecho de la persona a llevar armas no puede ser infringido, lo que significa que todo lunático tiene un arma, portátil, fácil de esconder y excesivamente letal. El rifle 22 es de venta libre, y aunque una norma reciente dice que debe ser de un solo cartucho, eso se interpreta de un modo vago. Existe un tráfico muy cómodo de revólveres; no es más que una cuestión de precio. Esa tradición pacifista de Escandinavia era lo que valía, seguro, y tenías que poseerla unos cuantos cientos de años antes de que la gente empezara a sentir un desagrado activo y horror a las armas de fuego… Maryvonne y Orthez entraron, con cara de virtuosos.
—Thérèse Martin, de catorce años y siete meses.
—La Florecilla de Lisieux —añadió Maryvonne.
—Está lo que se llama fuera del control paterno —prosiguió Orthez.
—Paternal está bien.
—Igual que el control.
Castang no prestó atención a este juego, estiró el pobre pie y lo movió a título de experimento. Bastante satisfactorio, el resultado.
—O sea que hemos ido a ver a los padres —Maryvonne reanudó la historia— y han sido sumamente poco cooperativos, y han dicho: ¡id a la mierda o llamaremos a la policía! —Gesto afirmativo con la cabeza; versión familiar de «se lo diré al vicario», «yo soy el vicario»—. De modo que les hemos retorcido un poco el brazo; había estado en casa y se había llevado un poco de ropa, totalmente fríos.
—Ha cogido todo el dinero que estaba a mano… cuánto no lo iban a revelar. Dicen que no saben nada de eso y de ahí no salen; saben muy bien que no podemos hacerles nada. Hora del nunca hecho «Sistema D» —dijo Orthez sucinto—. Pequeños mecheros, reciben y traducen.
—Y orgullosos de su hija; moza lista, se sabe ganar la vida. Delincuente habitual desde la escuela, y todo lo que los profesores tienen que decir es que tenía fuerza de carácter, ejercía mucha influencia, mala toda, de manera que, naturalmente, la dejaron estar y ella lo interpretó como que le tenían miedo.
—Ya —dijo Castang, el juez preparándose para resumir—, parece que es una asesina competente. Casi seguro buena cabeza, hábil planeadora y buena organizadora. No es de extrañar que fuera mucho más lista que nosotros. Y también es una niña.
Como si fuera Richard, entró en trance. Los dos inspectores esperaron respetuosamente el oráculo.
—O sea que tiene ropa, sesos, al menos un poco de dinero y mucha osadía. No volverá a probar la estación de ferrocarril, pues seguro que ha comprendido que la tenemos vigilada. He dejado instaladas las cámaras y Lucciani se está tocando los huevos contemplándolas, pero… —se encogió de hombros— casi seguro que es demasiado lista para intentar alzar el vuelo en un tren de largo recorrido, porque sabe que se nos ocurriría eso. Sabemos que es experta en pedir que la lleven en coche particular, pero incluso como doble manera de escapar… ella sabe que ese sitio es un hervidero de policías y que nos sentimos agraviados. Sabe que la identificaremos pronto, a través de su socia o de la escuela o lo que sea. Ahora ¿qué intenta hacer?
—Es seguro que no merodea por los salones de juego.
—Probablemente tiene un amigo fijo que la esconderá unos días y esperará a que las cosas no estén tan caldeadas —sugirió Maryvonne.
—Yo pienso que podría no ser tan confiada —dijo Castang con sequedad—. Alerta al síndrome de las treinta monedas de plata.
—¿Y dónde la esconderían? —gruñó Orthez—. La intimidad es un problema igual que la confianza.
—O sea que puede esconderse varias horas en cualquier café, comer algo, hacer sus planes. Ponte en su mentalidad. La ciudad está demasiado caldeada y es demasiado pequeña para ella… pensará en París; Lyon o Marsella si piensa así. Pedir sitio en un coche en la carretera principal es vulnerable y llamativo; ella quiere una identidad nueva y lleva tiempo robar o adquirir documentos que pudiera mostrar si la cogieran. Autobús, tren o autopista, es susceptible de que la pillen en el primer atasco. Tiene que ganar un poco de tiempo.
—De manera que robará un coche y tomará calles secundarias para salir de la ciudad. Sabe que no las podemos bloquear todas.
—¿Sabe conducir?
—Recuerda que birló el coche de Maryvonne. Cualquier chiquilla puede conducir con tal de que llegue a los pedales. Lo abandonará en las afueras de París.
—La estás sobreestimando —dijo Castang con calma—. Conducir un coche para divertirse un poco en carreteras que se conocen bien no digo que no. París, donde no es probable que no haya estado nunca, es otro asunto. Me doy cuenta de que es formidable, pero es una niña, y actuará como una niña. Probablemente es la primera vez que está sola, y por muy dura que sea cuando actúa con la pandilla, estará asustada y confundida. Y está desesperada. Sabe cómo matar y puede que tenga un cuchillo o algún otro juguete como el que utilizó para golpear a Lil. Tenemos que encontrarla antes de que cometa alguna temeridad, y puede que se drogue. Unos cuantos aprietos y confiará demasiado, lo cual podría ayudarnos. Una chiquilla, una niña —encendiendo un cigarrillo y señalando con él a Maryvonne.
—Pienso —dijo ésta— que buscaría un protector, un macho, aunque fuera muy temporal. Por la seguridad que le daría.
Sonó el teléfono. Salviac. No muy emocionado con las palabras de Richard.
—¿Me estáis tomando el pelo o qué? —dijo el jefe de atracos—. ¿Nos necesitáis para pescar a una chiquilla de catorce años? —arrastrando el abrigo. Sería preferible rodar con Alain Delon; pero era el momento de ser discreto.
—Según mi estimación ha cometido tres asesinatos, y puede que recojamos más.
—Bien —a la defensiva—, el jefe lo ha dicho: tengo que obedecer. ¿Qué quieres?
—No más de lo usual. Me falta gente. Tengo una fotografía, una descripción. Lo más probable es que se sienta acorralada y huya a la gran ciudad. Si hace lo que se espera de ella. —Era una niña, ¿quién sabe lo que haría una niña? Pregunta a tres psiquiatras y tendrás tres opiniones diferentes. ¿Qué queso haría salir al exterior a esta rata?
Un número desproporcionado de policías rondaron hasta las dos de la madrugada, cuando Castang, malhumorado y soñoliento, decidió que las ratoneras sin queso servían de poco y que golpear con un palo en los zócalos era una táctica mejor, pero tenía malos presentimientos. Las frases como «riesgo calculado» no le atraían nada.
—Está bien, dáselo a la prensa, tenemos tiempo, y luego vamos a dormir un poco. Un «¿Ha visto a esta chica?», como si se tratara de una fuga. —A él no le gustaba mucho; aumentar la presión sobre ella sólo reforzaba su impulso hacia la violencia. Pero el énfasis en su aspecto físico podría aumentar su necesidad de intentar cambiarlo.
—¿Peluquerías? —estaba preguntando Maryvonne (los hombres no estaban muy acostumbrados a esto) a las ocho de la mañana—. No, supongo que una chiquilla de catorce años no es muy probable que se ponga peluca. Yo más bien pensaría en alguna extravagancia infantil como teñirse de rubio platino. O una permanente muy fuerte. Incluso aunque sólo te lo cortaras al estilo Juana de Arco, no lo probarías en casa. Necesitas un corte profesional, o sería el corte a la palangana y eso la vanidad no te lo permitiría. —Estaban estudiando la foto del periódico local, que podía ser la de varios cientos de miles de muchachas del país.
—¿Estar sentada quieta tanto rato? ¿Todos esos espejos? ¿Gente estudiando tu cara? Ella nunca correría ese riesgo, seguro.
Entró Liliane.
—Hola, Lil —dijo Castang, alegre—. Me había olvidado de tu existencia. ¿Cómo está tu brazo?
—Muy bien, gracias —breve—. Tengo algo; no es mucho, pero bien ahuecado podría ser suficiente para ayudarnos.
Castang había dejado que se le olvidara el asunto de las píldoras, pero por discreción no lo dijo.
—Ven a darnos tu opinión.
—Sí, me parece que podría muy bien hacer eso —después de pensarlo—. Se quita de la cara todo aquel cabello, y tiene una falsa madurez que es lo que pretende si va a ganarse la vida con la prostitución. El riesgo es mínimo. ¿Quién mira esas fotos, o reconocería al sujeto si lo hiciera?
—¿Pero correría ella ese riesgo?
—Le gusta el riesgo —dijo Liliane—. ¿Qué otra cosa es si no recoger a gente por la noche?
—Está bien, Maryvonne, adelante. Un trabajo aburrido, pero esperemos encontrarla debajo el secador o lo que sea.
—No quiero parecer desalentadora —dijo Liliane cuando la puerta se hubo cerrado— pero no es necesario que vaya a ningún establecimiento. ¿Cuántas chicas no mucho mayores que ella son aprendizas de peluquería, y te harán un trabajito en secreto por la noche? Sin embargo, cerremos todas las puertas que nos vengan a la memoria. ¿Quieres esto ahora? ¿Lo hago breve, puesto que no puedo escribir a máquina?
—Ponlo en mi grabadora, y la chica puede hacerlo; sólo dime el meollo.
—Hace algún tiempo que lo sabemos: Methaqualone a treinta francos la pieza. Lo que es nuevo es una falsa clínica; eres adicto a la heroína; apareces por allí pidiendo que te curen tu hábito, todo muy legal; pagas setecientos u ochocientos francos por una consulta. Ellos dicen que te sacarán de la heroína y te darán un sustituto sintético, con intención de disminuir gradualmente tu dependencia. Te extienden una receta. Todo legal, la farmacia está protegida, todas. Tienes tus píldoras, vuelves allí otra vez, y a treinta francos cada vez (cincuenta cualquier día de éstos) sacas un bonito beneficio.
—No quiero saber nada de problemas de drogas de ninguna clase, pero es perfecto; haz algo pomposo y no nos harán pagar por lo de la televisión, y tienes a esos personajes de Davignon para enviar a juicio, y todos adquiriremos un fino pero reluciente barniz de virtud. Dios te bendiga, muchacha; me quitas un peso de encima.
Se arrastró hasta el despacho de Richard, quien estuvo de acuerdo. Nada que hacer más que esperar.
—Un poco de entretenimiento —dejándose caer en una silla—. Tenemos todas estas cámaras de televisión, y un gran transmisor aéreo en el tejado. Podíamos ganar un poco de dinero. En lugar de utilizar el sótano para azotar a inmigrantes turcos podríamos tener a bonitas y jóvenes amas de casa. Striptease amateur: premio de un paquete de cigarrillos para la mejor cada noche. Lucciani como cazatalentos. —Arrancó una risa ahogada de Richard pero inmediatamente después éste dijo:
—Lárguese ahora, Castang. Tengo trabajo que hacer.
A Lucciani le entusiasmó la idea, pero:
—Tú quédate pegado a esas cámaras; hacen el trabajo de cuatro hombres. Y los ojos bien abiertos a los de las píldoras. Gánate el pan —como un tirano.
En todo el día no pasó nada. Estaba nublado, hacía viento y la llovizna de noviembre, tan fina que era casi imperceptible, caía sin cesar.
—Debe caer la noche —dijo Castang con aire trágico.
No se recibió ninguna llamada de las peluquerías, de los vendedores de pelucas ni de otras cosas por el estilo. El laboratorio de patología llamó y dijo que las heridas, probablemente causadas por el pacificador de Rabouin, eran coherentes con sus informes de la autopsia, pero no estaban preparados para jurar gran cosa más. Orthez, que había trabajado mucho en el tema de los amigos, encontró a un par que admitieron de mala gana ser conocidas de la Pequeña Flor, pero ninguno de ellos era capaz de albergarla o de ocultarla. Davignon, que hizo una investigación en el vecindario, había encontrado mucha delincuencia juvenil, pero nada de interés para la Policía Judicial. El distrito tenía mala fama por pequeños robos en las tiendas, ¿y qué? Si hubierais encontrado las cuarenta ametralladoras pesadas y las ciento cincuenta pistolas astutamente robadas del campamento del ejército de Foix, dijo Castang, tendríamos algo por lo que cantar victoria. Paquetes de medias del cinco-y-diez, fornicaciones en los sótanos… estas cosas no sirven para los titulares. Ante su escritorio experimentó con unos cuantos titulares para la prensa sensacionalista que pudieran ganarse méritos para la Brigada de Delitos Graves. «La banda de Martin». «La banda de Thérèse». «La florecilla negra». Bah. Se hizo de noche.
Se había mantenido todo el día vigilancia por parte de una quejosa brigada de atracos, por la gendarmería, por cocineros y lavaplatos de todas partes donde había podido encontrarlos. En todos los buenos puntos de recogida de autoestopistas, en los peajes de la autopista, en las estaciones de servicios o hamburgueserías, en toda la red nacional utilizada por los fugitivos: habían pescado a tres árabes que estaban en el país ilegalmente, dos permisos de trabajo falsos y a dos desertores del ejército. Las tropas se estaban aburriendo, y las quejas eran abundantes. Todo aquello era suficiente para instigarte a pertenecer a Delitos Económicos, que conseguían jugosos titulares prácticamente cada día por los villanos que se llevaban millones a las cuentas bancarias suizas.
Él también tenía que arriesgarse. Se decidió por la estación de camiones de largo recorrido. Siempre le había gustado.
Un lugar desierto. La clásica extensión de cemento con manchas de grasa, periódicos viejos y latas de Coca-Cola, cubos de basura que parecía que no se vaciaban nunca y el repugnante olor de diesel derramado. Hileras de raíles con las conexiones eléctricas, la zona de limpieza de costumbre, tienda de piezas de recambio y estación de servicio. En el medio había el motel de siempre para los que se quedaban una noche, un restaurante lleno de hombres jugando a cartas en silencio, máquinas que vendían preservativos y anticonceptivos; olores de fritura y de cigarrillos extranjeros, desinfectante y desodorante y aftershaves exóticos, pegajosos y pungentes como el éter.
En este mundo el extraño no es bien recibido, y menos aún un policía. Los hombres que llevan los grandes camiones TIR desde Málaga hasta Suecia y del Mar Negro otra vez a Escocia consideran a los policías un pestilente riesgo inevitable, como el hielo en la carretera y los mosquitos. Castang lo sabía, al igual que sabía que no había ningún lugar en aquel aparcamiento donde pudiera ocultarse un hombre de la Policía Judicial, y mucho menos un coche de la Policía Judicial.
Había tenido una larga conversación telefónica con un administrador suspicaz y hostil. Demasiada charla. ¿Mantenía esa gente alguna vez la boca cerrada? ¿Lo harían alguna vez? ¿Lo habían hecho en alguna ocasión, en toda la historia de la raza humana? Castang pensó, después, que había insistido demasiado en ese punto.
Sin embargo, su llegada fue suave; la entrada, discreta, estaba bien planeada. Ningún coche en la calle principal, donde el coche aparcado sin llamar la atención es exactamente lo que la atrae. Los camiones toman una calle lateral que forma una aguda curva hacia la entrada de su dominio, y serpentea a través de una aburrida zona industrial. Es un buen lugar para arrestar a alguien, porque no hay salida salvo una empinada escalera de un tramo que conduce al dique del puente del ferrocarril, al que la calle principal cruza en este punto.
Sólo tenía a Orthez con él, y a un chico bretón llamado Le Goff, que es como llamarse Davies en Gales; ambos habían sido elegidos porque de todo el departamento eran los que más parecían a un camionero. En el último momento, Maryvonne pidió ir también. A Castang no le gustó la idea, sospechando que lo que ella quería era borrar la «estupidez» cometida dos noches antes. Y el mundo de los camioneros es uno de los pocos recintos exclusivos para hombres dejando aparte los Wasp Club, digamos el Petroleum Building de Houston. Hay camareras, su profesión escrita en la cara, y prostitutas —igualmente— y nada más.
Sin embargo, tuvo una idea respecto a Maryvonne; era aguda y alerta como ningún hombre, y la metió en una habitación en el piso más alto del motel (desde donde tendría una buena vista) con unos binoculares electrónicos. Si, como parecía probable, la Florecilla se había disfrazado, una mujer se daría cuenta de ello enseguida. Lo que parecía muchísimo más probable era que ella estuviera ya a mil kilómetros (riéndose de los policías) con la complicidad de algún taxista iluso; Castang ya no se sentía afortunado.
El chico bretón quedaba muy bien, con un rostro celta, redondo y obstinado, que podía proceder de cualquier punto del valle del Danubio, con uno de aquellos camiones que llevaban letras cirílicas y que son la razón por la que los polacos no tienen jamón, los rumanos no tienen fruta o por la que el foie-gras no aparece en la mesa húngara. Orthez también quedaba muy bien; en lo que a él se refería, eran lo mismo un camión y un prototipo de Porsche. Era él mismo que destacaba como una cereza sobre la crema de Chantilly, el ruborizado novio. Aunque un poco caballuno, resultaba satisfactorio, pero aquí tenía la incómoda sensación de que no distinguía un filtro de aire del desagüe principal, y llevaba la palabra policía escrita en la espalda. Fue a encender un cigarrillo, ese gesto que se hace para esconder la cara, como mirarte los labios en un espejo de bolsillo, y por supuesto el encendedor falló siete veces. Lo agitó malhumorado.
—Si me permite —dijo un conductor con irónica cortesía; se levantó, para hacerlo peor, con una caja de cerillas. Como eran cerillas francesas, tres seguidas se apagaron en cuanto estuvieron encendidas: el conductor lo encontró muy divertido.
—¿Sabía —dijo Castang— que la Seita está sacando unas cerillas nuevas que no se rompen?
—Sí —educado.
—Un hilo de tungsteno en el medio, cabeza nuclear en la punta y un asa de goma.
—¿Ah, sí? —riendo con ganas. Demasiadas ganas. El muy puta.
—¿Quiere comer? —preguntó la camarera.
—Para eso he venido. ¿Qué hay?
—El plato del día es choucroute.
—Me va.
Cuando la choucroute llegó, sospechosamente rápida, era pálida y acuosa, la salchicha tan blanqueada y el jamón tan incoloro también, que él se volvió del mismo color. Los conductores de camión superaron esta pequeña dificultad añadiendo media botella de ketchup, una cucharada sopera de mostaza y una buena dosis de Maggi Aroma, que le fue pasada con gesto ostentoso por el conductor de las cerillas, que añadió:
—Si puedo hacer alguna cosa, dígamelo.
Mierda, pensó Castang, ahora tengo que comérmelo, ante toda la clientela, que se aguantaba la risa. Aquel bastardo de Orthez, bebiendo cerveza y leyendo «Penthouse» sin importarle el mundo. Lo hizo bajar como pudo y fue a mear: obediente, Orthez hizo lo mismo.
—Tómatelo con calma —dijo el inspector, tranquilo, poniendo en marcha el aparato del aire caliente después de lavarse las manos a fondo—. Se marcharán.
Cierto, un par de ellos se fueron. Era como estar en el restaurante de un aeropuerto, contemplando el panorama sobre el bien iluminado proscenio, viendo el gran Boeing rodar pesadamente por la pista, todo luces intermitentes y rugido. Mucho mejor, pensó Castang; el camión es menos malo.
Entraron otros dos. Pero aquel infernal par seguía sentado, hablando pacíficamente ante sendos vasos vacíos, con todo el tiempo del mundo. Quizás se habían adelantado al horario, y debían esperar a que el reloj les atrapara en la caja negra. Cogió prestado el «Penthouse» y el tiempo pasó perdido en una jungla de vello púbico. Había mucho más arte ginecológico allí, en diversos grados de deterioro. Los camioneros son en su mayor parte gente bien equilibrada. Unas cuantas fotografías habían sido decoradas con bigotes estilo Dalí, pero sólo una había sido mutilada: todas las tristes vulvas habían sido atacadas con la cabeza de una cerilla en brasa; violencia, siempre violencia, y cuando soplaba el viento del norte aquí arrastraba unos miserables desechos en su estela, formando remolinos en el suelo de cemento manchado de grasa bajo las altas luces amarillas, bajo las ruedas quietas de los torpes grandes cruceros. El avisador que llevaba en el bolsillo del pecho sonó fuerte como un teléfono, bajo el pulgar de Maryvonne tres pisos más arriba.
Demostró tener buen ojo; Castang recordó que tenía que decírselo. La manera de andar es característica, pero ninguno de ellos había visto caminar a Thérèse. La habían visto correr.
Dejadla que entre, y está en el bote. Realmente había ido a la ciudad. La ropa, para un policía, no cambia mucho a una persona; ni siquiera las botas altas bajo una minifalda verde, un jersey apretado y el cabello rubio peinado como Lil había dicho: chica lista. Eso y los tacones le daban diez centímetros más de altura y, aun así, no engañaría a un profesional. Un policía o un cameraman miran el modelado de la frente y la garganta, la situación de la cabeza sobre los hombros. Un flequillo, un jersey, de cuello alto, cejas depiladas. ¿La habría reconocido él? Si no hubiera cometido el error de llevar ropa demasiado extravagante que llamaba la atención…
Castang permaneció callado detrás de su revista, diciéndose a sí mismo que ella no le conocía, no podía conocerle. La entrada se prolongaba mediante una mampara de cristal contra el viento, y Orthez estaba en el otro lado. El chico bretón, que había estado jugando a squash en una pantalla de televisión, no estaba muy seguro de lo que tenía que hacer y empezó a abrirse paso entre el laberinto de mesas, observando a Castang que frunció el ceño; este movimiento fue demasiado furtivo. Ella se quedó en el umbral de la puerta con absoluta frialdad. Llevaba un gran bolso y ningún otro equipaje visible.
Los conductores, acostumbrados a ver las putas de por allí, y como eran remilgados en lo referente a la carne (antes había habido dos ejemplos dilapidados, bebiendo café en la barra, a quienes nadie les había prestado la más mínima atención) advirtieron pronto la fresca belleza de la muchacha que las llamativas prendas no podían ocultar, pero aquellos hombres eran demasiado orgullosos para ofrecer ningún estímulo. Ella se quedó quieta y repasó la escena, controlada y muy cauta. Castang cruzó las piernas y Orthez, malinterpretando la señal, se puso de pie. Fue un error. Detrás de él había una luz; arrojaba una sombra sobre la mampara de cristal más grande y más siniestra de lo que era Orthez en realidad. En este momento ella olió la tensión de Castang. Retrocedió, ahora totalmente alarmada. A los camioneros les divertía este juego. No eran en absoluto contrarios a molestar un poco a un policía.
—Vamos, entre, señorita.
—Nosotros cuidaremos de ti.
Castang no podía dejar que se desarrollara esta falsa situación. Buscó su «medalla», se levantó bruscamente y dijo:
—No se metan.
La voz le salió más fría y más ruda de lo que había pretendido. Thérèse ya tenía la mano en el tirador de la puerta, pero la voz de autoridad irritó a los camioneros; éste era su terreno y les disgustaban las intromisiones, particularmente cuando éstas tenían un sonido inoportuno.
Orthez se acercó como impulsado por un resorte, y el que estaba sentado en la parte de fuera de la mesa le hizo la zancadilla con un hábil pie, de modo que Orthez cayó cuan largo era.
—Policía Judicial —soltó Castang furioso.
Le Goff volcó una mesa y ésta chocó con la camarera, que la estaba limpiando con una bayeta y era demasiado insensible para haber notado nada; ahora estaba de pie con la boca abierta.
—¡Eh! —dijo ella, cogiéndole con una mano tan musculosa como la suya propia—. ¡Modales!
—¡Fascista! —gritó el otro camionero, metiéndole el sombrero a Castang hasta los ojos. Los tres estaban liados. Thérèse tenía la salida libre.
—Ahora vete —dijo el conductor sujetando a Castang por los hombros con firmeza—. Un poco demasiado hostil eres, ¿no?
—La buscan —estúpidamente.
—¡Tres de los vuestros, para una chiquilla! —Era la mayor diversión que habían tenido en toda la semana. El otro, ahora de pie, hizo la zancadilla a Orthez otra vez cuando éste se levantaba y dio un paso de tango frente al ahora frenético Le Goff, apartando sus anchos hombros a tiempo para no recibir ningún golpe. Habían perdido cuarenta y cinco preciosos segundos.
—¿Pretendéis que os arresten por obstrucción? —preguntó Castang, cegado por la ira al fallar un golpe fácil.
—¿Habéis tenido una pequeña discusión, tú y la señorita? —preguntó el camionero, asombrado.
—La buscan por homicidio. —Una observación idiota. ¿Cómo podía buscar la policía a una chica tan joven y bonita como aquélla? ¿Por ofrecer su mercancía? Todas las duquesas lo hacían.
Los otros dos habían perdido un minuto dando tumbos por ahí, pero Castang había perdido casi un minuto y medio dando explicaciones al populacho.
Maryvonne, afortunadamente, había tenido el buen sentido de permanecer donde estaba, pero le había costado un buen rato abrir las dobles ventanas que nunca habían sido abiertas desde que fueron instaladas, y eran recalcitrantes. Se asomó a la ventana y gritó:
—¡A la derecha!
Había sido así, pero ya no lo era. Le Goff, confundido, había sacado su pistola.
—Guarda eso, estúpido —gritó Castang.
Los camiones formaban una hilera que impedía el paso. Pero lo peor eran los faroles de la calle, de color naranja, arrojaban las sombras más extrañas jamás conocidas. Orthez que recorría la hilera, agachándose a cada veinte pasos, esperando ver aquellas rutilantes y provocadoras piernas.
—Pase lo que pase no dispares —gritó jadeando Castang un buen trecho más atrás.
La respuesta les heló a los dos. Casi como coletilla una bala pasó junto a ellos. Fue a parar al abombado perfil de un camión cisterna que podría estar transportando algo tan inocentemente necesario para la economía occidental como gasolina refinada para la aviación, y podría asimismo contener algo que precisara la actuación del cuerpo de bomberos, Protección Civil, y la Comisión Reguladora Nuclear para ser detenido. Simultáneamente con el golpe a lo John Wayne llegó un chasquido. No era un arma grande, pero podía matar con la misma facilidad que una Magnum del cuarenta y cuatro; Orthez se metió detrás de una rueda y se quedó allí.
—Jesús —gruñó con pesar—, tiene un arma. —No es que fuera muy extraordinario. A la Policía Judicial le desagrada como a todo el mundo que le disparen.
—Jesús —exclamó el chico bretón. Prefería un viento de fuerza nueve en Finisterre. Allí por lo menos sabía dónde estaba.
Para su sorpresa, el cerebro de Castang todavía funcionaba. No sabía, ni le importaba, si era la inteligencia (en suspensión), el sentido común (dudoso) o la experiencia (inexistente) lo que le dijo que era una pistola del 22. Mientras afrontaba las repugnantes sensaciones (un disparo en el tobillo, igual que uno en la mano, es una idea horrible) se preguntó por qué se piensa que una pistola de un solo disparo es más inofensiva. No lo es. Un disparo es suficiente. Olvídese también la idea de que recargar es una cuestión de frasquito de pólvora y baqueta. Sacar un cartucho y meter otro lleva apenas dos segundos.
—No dispares —dijo Castang en voz baja. Tres de ellos; no, cuatro. Sería una simple cuestión de rodearla. Claro, pero había grandes espacios abiertos profusamente iluminados. Ella sólo puede elegir un blanco a la vez, pero ése puedes ser tú.
—Va hacia la escalera —gritó Maryvonne con voz estridente. Fue recompensada con otra bala y la rotura de un cristal. Castang rodeó su camión y echó a correr hacia la hilera del otro extremo, rogando que tuviera razón en lo de la pistola, pues lo último había sonado más fuerte, más como una siete sesenta y cinco, lo que significaba una automática. En el amplio espacio del aparcamiento, con la atmósfera húmeda, un cartucho podría parecer de menor calibre de lo que era. Eso, evidentemente, pensó Orthez, mientras avanzaba con prudencia y deseando, por supuesto, que un cañón cubriera el asalto.
Castang llegó a cubierto, jadeando por la carrera de cincuenta metros, moviéndose sin cesar porque aquí había mucha más luz (se había olvidado por completo de su tobillo lastimado, con el miedo a un tobillo con un disparo). Tres duros y fornidos policías para atacar a una chiquilla de catorce años. Pero él y Orthez recordaban lo que ella ya había hecho.
El chico bretón no. Salió de su escondite con un galope a paso largo y rodilla alta más rápido de lo que parecía, y los otros dos fueron con él porque tenían que hacerlo, dispuestos ahora a tirarse al suelo y disparar. No tenían elección.
La parte inferior del dique no estaba bien iluminada, y la visibilidad era peor por el resplandor de los faroles de la calle, arriba. Thérèse subía a toda prisa la escalera pero cada vez iba más despacio. Era una escalera empinada, y la joven ya estaba cansada. La cogerían en aquella calle. No habría nadie. Correrían y la atraparían.
Ella estaba en lo alto. Pero no corrió. Se dio la vuelta, y la pistola pareció muy grande, y Le Goff, que subía los escalones de dos en dos, estaba sólo a seis pasos. Orthez, sobre una rodilla, la estaba apuntando.
Los dos disparos salieron al mismo tiempo y ambos parecieron hacer efecto, porque ambas figuras se desplomaron juntas formando un bulto palpitante y espasmódico que se quedó quieto. Había unos cuarenta escalones, y Castang tardó lo que le parecieron diez jadeantes minutos en subirlas. Ambos cuerpos latían. Eso significaba que respiraban, aunque él no les oía por el ruido que hacían sus propios pulmones. Cayó de rodillas. La cara de Le Goff estaba oculta bajo la cadera de ella, una posición que habría disfrutado mucho en otras circunstancias. Le rodeaba la cintura con los brazos, y aunque se retorcía como una anguila —no había recibido ninguna bala— no podía liberarse. Castang le cogió los hombros y los apretó contra el suelo.
—¡Quédate quieta! ¿Estás bien, Rob?
—No —dijo una voz apagada. Aun así, era una voz. Castang cogió a la chica por el cabello, el cual no se le quedó en la mano; era el suyo propio, aunque no lo pareciera.
—La tengo, Rob; suéltala. —Orthez, que se había tomado su tiempo para subir aquella maldita escalera y llegó fresco como una rosa, le cogió las muñecas y le puso las esposas. Ella intentó escupir pero tenía la boca demasiado seca. Cuando medio sacó su trasero de encima de Le Goff, éste se quedó donde estaba y mostró su cabeza ensangrentada.
—Dios mío. Quédate quieto, muchacho. No será nada.
—No estoy bien, maldita sea —con un fuerte gruñido de ira. Castang, sentado con las piernas cruzadas, dio un salto al oír que un coche, con un gran estruendo, se detenía presumiblemente a un escaso centímetro de su espalda; automáticamente dio un brinco, y luego se dio cuenta de que era Maryvonne, que había tenido el sentido común de coger el coche y dar la vuelta, en lugar de cruzar campo a traviesa.
—¿Está…? Oh, Dios mío.
—Cierra la boca —dijo Castang, escuetamente. Rob no estaba tan malherido; estaba hablando demasiado. Maryvonne sacó algodón de su botiquín de primeros auxilios.
—Empújame —dijo Rob—. Tengo la pierna bloqueada. —Hasta entonces no se dieron cuenta de que tenía una rodilla bajo el montante de la barandilla.
—Sólo es una herida superficial —dijo Castang.
—Eso espero. —Orthez le cogió por debajo de los hombros y le ayudó a sentarse. Thérèse, esposada a la barandilla, le dio una patada en las costillas. Orthez le dio una bofetada con la rapidez de una serpiente, y le habría dado otra si Castang no se lo hubiera impedido. No se veía nada con toda aquella sangre y el pelo.
—Tijeras —dijo Castang, como el doctor Kildare operando.
—No me cortéis el pelo —aulló Rob.
—Le ha dado un golpe —dijo Maryvonne.
—Le daré otro si no se está quieto.
Esto explicaba la ausencia de la pistola de Thérèse, la cual Orthez había estado buscando en todos lados. No había disparado porque no había cartucho en la recámara. En lugar de disparar le había golpeado con el cañón (suerte que no había sido con la culata, decían todos) y cuando él la cogió por los pies ella soltó el arma, que cayó abajo.
—Eres un buen elemento —dijo Rob, sintiendo un poco de rencor ahora que había desaparecido el mareo. Estaba más enojado por su cabello que por nada más: Castang se lo había cortado demasiado.
—Si le hubiera disparado a dar podría haberte tocado a ti, estando abajo como estaba. —Era un feo y largo arañazo, que por el esfuerzo había sangrado mucho. Castang terminó su trabajo con una gran tira de esparadrapo.
—Es tu detenida, muchacho, y muy bien hecho. Llévales a los dos a casa, Maryvonne, y vuelve a recogernos a Orthez y a mí. Enciérrala, Rob, y tómate una aspirina, y cancela la cacería humana. Salviac —pensativo— no estará satisfecho, pero se consolará —sonriendo un poco— cuando vea tu cabeza.
Thérèse, al notar que las esposas estaban empezando a cortarle la circulación, se había calmado. Ya no era el centro de atención y se sometió a Maryvonne, que la hizo entrar en el coche, sin pelear.
Los dos que quedaron apoyaron los codos en el parapeto del puente y examinaron el aparcamiento, todavía desierto. Los camioneros preferían la discreción al valor. El entusiasmo por la televisión real como la vida misma se había enfriado con aquella ventana rota. Estarían fuera dentro de un ratito, listos para lamentarse del daño que la otra bala había causado en su preciosa pintura.
—Voy a ir a ver a ésos —dijo Orthez, vengativo porque le habían hecho la zancadilla.
—Déjales marchar… no merece la pena tener más problemas.
—Qué pena, me habría gustado bautizar a esos dos en la fe verdadera con una inmersión total.
—Ahorra tus energías. ¿Quién la ha protegido, de dónde ha sacado esa ropa, el arma, dinero? Tendremos trabajo, mañana.
—El brazo de Liliane, las pelotas de Lucciani, la cabeza de Rob… no está mal para una chica de catorce años.
—Y tú y yo mordiendo el polvo. Consuélate; piensa en la cara de Maisonneuve. Vámonos —dijo Castang, sonriendo— y redactemos una buena nota de prensa. Y da las gracias —pensándolo de verdad— de que no haya sido peor.
Richard había dicho un día que el comisario Maltaverne era un enano. Un error, porque había tenido que explicar quién era Henrik Ibsen, de quien nadie del departamento había oído hablar. Probablemente no había nadie capaz de encontrar Noruega en el mapa, dijo Richard.
El caballero fue anunciado por Fausta con la nariz fruncida, pues él había adquirido recientemente la costumbre de fumar en pipa. ¿Era por imitar a Fabre, su jefe? ¿Era una proyección de alguna nueva imagen de estadista? ¿Era tan sólo que estaba dejando de fumar cigarrillos? Como de costumbre con Maltaverne, era imposible decirlo.
La mayoría de personas que eran anunciadas por Fausta se animaban, cuando no recibían una mirada amenazadora (era una chica muy bonita), pero nadie era impermeable a ella.
La pipa despedía un olor fuerte: Richard, pronunciando palabras hospitalarias, encendió uno de sus cigarros y puso en marcha el extractor.
—¿Fabre le mencionó este asunto?
—Correcto.
—El Ministro quiere saber que el departamento es seguro.
—Sí.
—Que no se sostiene ni difunde ninguna… mmm… opinión extremista.
—No.
—Se ha sugerido que usted podría ser coautor de un informe confidencial.
—Entiendo.
—Porque el Inspectorado… cuya mención… —Esto se estaba haciendo difícil.
—Causa inquietud.
—Más o menos. Tienen bastante que hacer. Nadie quiere otra limpieza aparatosa. La gente que desea poder político empezaría a hablar de caza de brujas. De modo que todos somos de fiar, políticamente, ¿de acuerdo? Usted. Yo. Joe. Todos estos expedientes están inmaculados. Nadie tiene ninguna mancha. El Ministro, como es un hombre prudente, quiere poder leer entre líneas un poco. Lo sabe todo respecto al sindicato de comisarios en París. Todo lo de los funcionarios cívicos corruptos de Marsella. Ahora sus ojos saltones se posan en las provincias: incluso la nuestra. Bueno, ¿qué piensa?
—Se acercan las elecciones municipales. Cuantas menos sorpresas desagradables, mejor.
—Eso es un pretexto suficiente para satisfacernos, ¿no lo cree usted?
Maltaverne se sacó la pipa de la boca el tiempo suficiente para decir:
—¿Por qué yo?
—Piense en Joe. El expediente de Joe dice que políticamente es de fiar. Quién sabe, puede que hasta sea cierto. Pero la mejor manera como puede probarlo es con amigos que puedan atestiguar por él. Usted tiene amigos así; o eso me ha dicho un tipo que conozco.
—No creo que tenga nombre, este tipo a quien usted conoce.
—Lo tiene, pero sólo dentro de ciertas paredes. Las mías no. —Gesto afirmativo con la cabeza—. ¿Le gusta la comida bordelesa? —Gesto afirmativo con la cabeza—. Hay un restaurante en la ciudad donde es bastante genuina. —Tercer gesto afirmativo con la cabeza.
—Sólo para estar seguro, ¿qué coche conduce él?
—Sueco. Ponen mucho énfasis en la seguridad.
Hubo un silencio. El humo se arrastraba hacia el extractor, que estaba impulsado por un pequeño motor eléctrico, de los que en las novelas de espionaje se dice ayudan a dejar perplejos los insectos electrónicos. Pero ¿quién cree lo que lee en las novelas? No los policías…
—Hay que mirar adelante —dijo Maltaverne—. Hay una cosa que se llama previsión prudente.
—Muy cierto —dijo Richard—. Sin embargo, para hablarle con franqueza, su nombre en un informe de esta naturaleza no sería en ningún sentido comprometedor. Sería la clase de cosa que va al triturador cuando un ministerio cambia de manos, ya me entiende.
—Y el suyo es el otro nombre.
—La política nunca me ha interesado mucho.
—Sí. Tiene que jubilarse pronto, ¿verdad?
—Bastante pronto.
—Hace mucho que está aquí, ¿no?
—He estado más bien cómodo así —dijo Richard—. ¿Podría decirse que me ha faltado ambición, quizás? O fui demasiado prudente; a veces se es demasiado prudente. Ahora más bien tengo ganas de retirarme. Sí, mucho tiempo, ahora que miro atrás. Supongo que por eso me lo han pedido a mí; mi conocimiento de las cosas locales debería ser bastante satisfactorio. Pero no imagino que eso sirva para que me consulten respecto a la elección de mi sucesor.
—Yo pensaba que se habría ganado usted una recompensa; director delegado en París, digamos.
—París nunca me ha tentado tanto —dijo Richard, pensativo—. A mi esposa le gusta el campo. Es una gran jardinera. Y no tengo hijos. Los de usted deben de haber crecido mucho, ahora que lo pienso. ¿Ya están en edad de terminar la escuela?
—Preocupados por ella —coincidió Maltaverne—. Uno querría verles hacer una buena carrera. Ciencias Políticas, o la Escuela Nacional de Administración. El problema es que estos sitios están en París, y hay que tener un piso allí. Y los precios se han desorbitado. No son las cantidades que maneja un comisario de provincias. Ni siquiera uno de división, como usted.
—Me doy cuenta —dijo Richard, comprensivo—. Nada más costoso que los hijos en edad de estudiar. Bueno, no quiero darle prisa. Ya me informará. Un trabajo pesado, estoy de acuerdo. Un poco de prestigio y poca cosa más. No obstante, cuando se presentó su nombre pensé sí, eso se vería como digno de confianza.
—Bueno, uno siempre quiere hacer un favor a un amigo. Siempre que es posible.
—Esto tiene que juzgarlo usted —dijo Richard poniéndose de pie—. Pero con las responsabilidades familiares que usted tiene, pensaba que la oportunidad de hacer su número en París no le haría exactamente daño.
—Me gusta deliberar conmigo mismo.
—Naturalmente —dijo Richard—. Pero no tarde demasiado. Esas elecciones municipales tendrán lugar dentro de un par de meses.