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CASTANG REUNIÓ a sus tropas.

—Coches —dijo—. La policía judicial tenía una colección variada. La última adquisición era un BMW muy grande. El orgullo y la alegría de tenerlo se veían reducidos por los jóvenes de Francia que habían decidido que estas cosas eran desagradables símbolos de la burguesía; en los últimos tiempos existía la fuerte tendencia a robarlos y prenderles fuego simbólicamente. Impedir estas dos calamidades se había llevado gran parte del tiempo de Orthez. Se había vuelto demasiado posesivo al respecto. Sin embargo… Había un antiguo pero respetable y reluciente Mercedes. Parecía encajar bastante bien con la personalidad de Liliane.

Maryvonne era una chica que no gastaba en ropa, jamás se compraba prenda alguna. Era feliz así (éste era un problema diferente) pero tenía un flamante coche, un fantástico y envidiable Opel coupé, de segunda mano pero de moda.

—Si estás de acuerdo —dijo Castang—, cualquier cosa que ocurra se considerará como un daño al cuartel.

Pero hubo que vestirla de nuevo para que estuviera a tono con el coche, y «llamara un poco la atención». La despojaron, a pesar de sus protestas, de aquellos espantosos tejanos y quedó cruelmente en ropa interior mientras el vestuario femenino disponible era saqueado. Encontraron un elegante conjunto de la talla adecuada y la vistieron, mientras Lucciani, que ahogaba la risa, fue enviado a efectuar una conexión de radio: ambos coches con instalación de transmisión continua para ser recibida en los coches de la policía, los cuales tendrían la posibilidad de enviar y recibir entre ellos además del dispositivo de escucha.

Dentro de la estación las cámaras, Davignon sentado detrás de ellas, proporcionaban un buen control visual. La zona delantera exterior, confundida por los coches, taxis, autobuses y toda la gente que allí se arremolinaba, era mucho más difícil. Orthez y Rabouin (alma estólida, pero concienzuda) tendrían sus coches a punto para rodar y ver que las salidas no estuvieran obstruidas. Un par de agentes de paisano en la acera. El propio Castang seguiría de cerca a Liliane, y Lucciani a Maryvonne. Se elaboró un código para los avisadores de bolsillo.

Si Maryvonne se negaba a llevar ropa, el problema de Liliane, pensó Castang, era que no tenía sentido del vestido.

—El más respetable y tranquilizador exterior burgués, no olvides el coche. Nada llamativo. Buena calidad pero bien llevado. —Un enorme y feo bolso, auténtico cocodrilo, fue sustituido—. Eso está mejor. La maleta está bien, también. Un paraguas; puedes dejarlo en el coche. Y los tacones parecen demasiado altos; ¿puedes correr, con ellos?

—Como un ciervo.

—Bien, no debemos perder movilidad. Me gustaría algún detalle en la solapa que llamara la atención; un broche de diamantes o algo por el estilo. Para que parezcas un poco más rica, para que seas un buen blanco para un robo. Maryvonne, por el otro lado… pareces una putita, querida; los pantalones de terciopelo están bien. Anillos y una pulsera… ¿el colgante no es exagerado? Está bien, te creeré; sólo el pelo un poco menos extravagante. —¿Satisfecho?

—Como veis, es totalmente ridículo. Es cosa nuestra no parecer más ridículos de lo debido. Bueno, está bien, nos ocuparemos de las contingencias.

—La chica no aparece. Davignon nos da una señal negativa y lo intentamos otra vez.

—Está allí pero no va a ninguno de los dos anzuelos; se lleva entre manos algún juego extraño que no hemos comprendido. No hay más que hacer que marcharnos a casa.

—Va a por un anzuelo pero no el nuestro. Somos lo bastante flexibles, espero, para seguirla y ver a qué juega, interviniendo si es necesario. Las chicas bien vestidas pueden encontrar un papel que hacer.

—Suponiendo que me equivoque y que la chica sea una simple ligona, hay una oportunidad de que venga a por mí. Tengo la llave de recambio del Mercedes, cambio de sitio con Liliane y ella me sigue a mí. Si se me llevan detrás de los arbustos, qué maravilla, pero no dejéis que me resfríe.

—Se le ha ocurrido algo que ninguno de nosotros había pensado: ¿para qué es el coche de apoyo? El que esté en el segundo coche que se mantenga bien atrás, y mire si hay algún amigo en el aparcamiento, posiblemente en un coche de su propiedad. Nuestros coches se reconocerán por delante por los faros defectuosos.

—Suponiendo que haya un blanco, ya sea uno de nosotros o cualquier otro, nuestra táctica sigue siendo la misma y es coherente. Si no es nada mejor que prostitución y la brigada criminal está aquí sentada, nos esperamos, por la posibilidad de una extorsión o una violación ensayada, cualquiera de esos trucos de adolescente, porque o conseguimos un principio de mandamiento judicial para una prueba legal o habremos perdido el tiempo; no podemos arrestar a nadie sólo por seducción.

—La propia chica puede ser inocente, o estar actuando por miedo, con alguien que la obliga; no hemos visto nada que no sea coherente con ninguna de estas dos cosas, recordadlo. Está bien, ¿quién necesita aún la sincronización? ¿Comentarios, Liliane?

—O es una opereta cómica, o es probable que sea peligroso para alguien —dijo Liliane—. Si resulto ser yo, lo tengo muy claro y cuidaré de mí misma. ¿Hablo también por ti, Maryvonne?

—Por supuesto. Y… bueno, confiamos la una en la otra. ¿Y no es eso algo muy bueno?

Si dos posibles blancos eran mejor que uno, entonces tres es lo más selecto del menú, y Castang iba «ataviado» para parecer un poquito menos patán, y un poco más agobiado por los problemas financieros. Nada (decía Liliane, encargándose de esta transformación sin ningún espíritu de represalia) podía hacerle un auténtico creyente en el marketing, pero se había conseguido un aspecto de línea de producción, con un elegante traje de Davignon (lo más próximo a su talla), un jersey fino de cuello alto de la brigada de atracos, y un nuevo peinado que, entre risitas, le hicieron las chicas. Nadie llevaba maletín, pero en el despacho del inspector jefe que se ocupaba de los delitos económicos se encontró una especie de maleta con dos compartimientos de piel de becerro pulida; muy adecuada, como él mismo observó, para llevarse lingotes de oro a Suiza.

Ahora estaba de pie en un rincón poco llamativo del andén número tres, con las chicas un poco más adelante mezclándose con el grupo harapiento de rarezas que se preparaba para subir al tren que se dirigía al sur; gente seria que se precipita al extremo delantero, pensando que así les llevará allí más rápido, y los habituales, que saben qué vagón se detiene más cerca de la salida; almas atrasadas y confusas con paquetes angulosos, y la mujer gorda de costumbre con un abrigo de pieles que necesitará ser empujada por detrás para subir. Un abrigo de pieles, en el mes de septiembre… el crepúsculo se estaba transformando en oscuridad y la suave llovizna, no suficiente para llevar impermeable, formaba una bonita aureola para la áspera iluminación de sodio en el extremo donde la marquesina de cristal de la edad del vapor, con sus elegantes pilares de hierro colado, acababa.

La chica del altavoz hablaba como zumbando de coches restaurante y servicio ambulante, y cuando llegó a su floreo final «Attention s’il vous plaît, ce train entre en gare», hubo un movimiento serpentino de expectación, el gran diesel se deslizó majestuoso y lento hacia ellos como una ballena, y se oyó el suave toque de gong de una llegada: arriba-abajo, arriba-abajo.

Allí estaba Maryvonne como habían acordado, entre los primeros, con vistosa bufanda de seda color cereza y azul marino, sombrero negro brillante, seria y competente. Liliane en medio de la muchedumbre, defendida de los empujones por aquel enorme e impresionante bolso y la maleta para una noche a juego; material sólido e indestructible de antes de la guerra (¡heredado de su madre!). El turno de él, programado para después de la multitud pero antes de los rezagados que habían estado durmiendo o que forcejeaban para ponerse los anoraks. Todo era rutina. No ocurriría nada.

Sí, sí ocurriría. Bip, bip, bip, la señal de Davignon al norte, su corazón empezó a latir con fuerza. Tragó saliva, se aferró a sí mismo, cambió de mano la bolsa que de repente le pareció muy pesada aunque no había nada en ella. Como si fuera un médico que hubiera venido a traer un bebé para mamá. Caminó con paso pomposo por el túnel a través del olor de paraguas mojados y meadas de gato. No se veía nada; aceleró el paso al cruzar el vestíbulo y salir por las puertas oscilantes. Bendito aire fresco. Atisbo con ansia, cruzó la calle donde coches nerviosos aceleraban brutalmente para alcanzar la luz verde del final; cruzó la breve cola donde un hombre ya estaba dando golpecitos con el pie, irritado porque los taxis no venían con la suficiente rapidez; cruzó el corredor de los autobuses. En la rampa del aparcamiento había un hombre con una revista en las manos; se le cayó y la recogió, y al erguirse hizo un gesto espasmódico con la brillante portada señalando el aparcamiento de la superficie. Algo había sucedido, pero no sabía qué.

Se detuvo cerca del BMW y se puso a buscar tranquilamente las llaves en el bolsillo del pantalón, porque Orthez estaba fuera, al otro lado, respirando sobre los cromados y frotando con un pañuelo de papel una imaginaria abolladura en su flamante coche nuevo. Castang se detuvo para sacar un papel que habían puesto debajo de los limpiaparabrisas, que decía «Tenemos que liquidar todos los calcetines. ¡Precios de regalo!».

Liliane estaba abriendo el maletero del Mercedes, y colocó la maleta con esmero de ama de casa, y sí… Las plumas de pavo real habían llamado la atención. Castang nunca había ido a pescar, pero recordó de repente un atardecer, años atrás, cuando él y Orthez hicieron un interesante descubrimiento en un lugar poco profundo en un recodo de un río, y Orthez por poco se pilló los dedos en un peligroso cebo de tres ganchos y tres púas, cuyo aparejo se había roto y había dejado aquella horrible cosa arrastrándose en un remolino. Un brillo de acero que tentaría a la golosa mandíbula a abrirse y arrebatarlo.

Pero no era… De pie al lado de Liliane, al cerrar ésta el maletero, estaba una chica, seguro, pero… una cosa regordeta, con la cara blanca a la luz de la calle, cabello rubio estirado; jersey sin forma de un horrible verde esmeralda.

Entonces la vio, dando la vuelta al coche con aquel paso ágil, inconfundible, mientras Liliane (estúpida por naturaleza) trataba de abrir la puerta del conductor con la llave al revés. La cara de la chica se iluminó con una amplia sonrisa.

—Es usted tan amable —dijo sencillamente.

—Bien —dijo Orthez suavemente mientras se colocaba ante el volante y ponía el motor en marcha.

—Date prisa. —Castang arrojó la horrible bolsa al asiento trasero. No había prisa. Liliane se estaba alisando la falda, porque no quería que se le arrugara. La chica (vista de nuevo en persona no era bonita pero si alegre, atractiva, tranquilizadora) se sentó a su lado y se echó el cabello hacia atrás. La gordita de verde entró detrás.

—Bien —dijo Orthez otra vez.

—¿Qué?

—Jarabe de menta ahí; es perfecto. Siempre hay una fea y una bonita. La cómplice, pero eso añade confianza.

Cuando Liliane cerró la puerta su micrófono cobró vida. Un ligero resoplido cuando se colocó el cinturón de seguridad y lo abrochó sobre su robusto cuerpo. Se está entreteniendo mucho, pensó Castang con impaciencia. Estamos en posición; muévete o harás que parezcamos estúpidos. Pero la imitación que estaba haciendo Orthez de un conductor meticuloso era perfecta; encendiendo las luces en todas sus diferentes posiciones para asegurarse de que todo funcionaba, incluso los faros antiniebla. Burgués, engreído. Dejó pasar un par de coches y se metió en el tráfico. Liliane era una buena conductora, y cuidadosa, y su nerviosismo se evaporaba cuando hacía algo.

—¿Está segura de que no la desviamos demasiado de su camino? —Una voz fina y aguda. Infantil, pero no se podía confiar en las distorsiones del altavoz metálico. Sería más suave en la realidad. Educada y delicada.

—No mucho —dijo Liliane—, y me alegro de acompañaros a casa. —Maternal.

—Ha sido una tontería, pero mi compañera y yo nos hemos gastado los últimos peniques en el cine y luego ella ha perdido su billetero, ¿sabe?, con los billetes del autobús. Pensaba que tendríamos que ir andando, pero está muy lejos. De modo que hemos reunido valor y se lo hemos pedido. Espero que no le importe.

—Habéis hecho bien. Saint Just está demasiado lejos para ir a pie. —Prudente, hacerles saber la dirección.

—Es un poquito más lejos, en realidad… ¿no le importará?

—¿Qué son dos o tres minutos más? —cómoda.

—Yo creo que es horrible… diez minutos caminando, hasta esa vieja terminal de autobuses, y siempre arranca justo antes de que llegues. Y siempre llueve —autocompasiva. Pero estaba bien.

—No hay mucho que hacer allí, una tarde.

—Sólo ver la asquerosa tele. Oh, ¿puedo poner la radio?

—Preferiría que no lo hicieras —dijo Liliane, calmada—, pero de todos modos me parece que no funciona.

—Bonito coche —como para consolarla: no tiene radio, pobrecita.

—Es un poco viejo, pero sólido. Como yo. ¿Tienes que ir muy lejos, para ir al colegio?

—Oh, el colegio… no hablemos de eso, es un aburrimiento. Oh, lo siento, ¿quizás es profesora?

—De hecho sí, pero ¿cómo lo has adivinado?

—Pregunta mucho. Pero tiene ese aspecto, y no se ofenda.

—En absoluto —un poco demasiado satisfecha con el disfraz—. ¿Tuerzo a la izquierda aquí? No conozco muy bien esta zona.

—El autobús lo hace, pero recto es más rápido; tuerza en el siguiente semáforo.

—¿Hace mucho que vives aquí?

—No-o, no demasiado. —Prudente, Liliane no insistió.

—¿Vas bien ahí atrás? —La hoja de menta no había pronunciado una sola palabra. Se oía un chirrido, como de dientes que se despegan de la goma de mascar.

—Sí, gracias —Castang cogió el micrófono de mano.

—¿Estás bien, ahí detrás?

—Claro —se oyó el tono plácido de Rabouin—. Siguiendo hábiles instrucciones, unos cuatro coches detrás de ti.

—¿Nada en medio?

—Casi seguro que no.

—Nos desviaremos, pues, sólo por si acaso. Ya ha sido un corderito bastante rato, y puedes seguir adelante. ¿Maryvonne?

—Mierda —dijo Lucciani—, no te oirá; su aparato es para transmitir.

—No podemos ayudarla. Probablemente tiene la radio apagada para no confundirnos.

—La he visto detrás de nosotros un poco más atrás: no se ha perdido.

El Mercedes corría a poca velocidad por el barrio extenso y sucio.

—¿Conoces esta parte de la ciudad? —intervino Castang.

—Más o menos —respondió Orthez.

—No nos extravíes.

—Va a parar a ese tramo largo junto al parque de bomberos del norte —Lucciani, cuya mente estaba llena de información inútil.

—Lo sé —gruñó Orthez, reduciendo para hacer un brusco giro a la izquierda.

—Útil por una vez —dijo Lucciani sarcásticamente.

—No quiero acercarme demasiado —dijo Rabouin. No había tráfico en la calle más que ellos.

—No conozco esta calle —dijo Liliane, percibiendo cierta ansiedad.

—Ya casi estamos. —La voz de la chica tenía una extraña nota alta como si estuviera alegre—. En el cruce de allí enfrente puedes dar la vuelta. Ésta es la calle principal, ¿ves? Este camino era más corto. Déjanos aquí.

—Atención —dijo Castang. Orthez, que estaba en el cruce, se saltó la luz roja y aceleró al girar.

—¿Dónde vives? —preguntó Liliane con educación.

—No se preocupe… aquí —con una voz repentinamente alta y áspera.

—Daré la vuelta —incapaz de evitar parecer nerviosa. La caja de cambios rechinó y el motor aumentó la velocidad de sus revoluciones con gran ruido.

—¡Allí! —exclamó Castang, pero Orthez ya había visto el coche de policía de la esquina. Las puertas estaban abiertas, y Rabouin y Lucciani corrían. Su propio coche patinó sobre el lado derecho y se subió a la acera. El áspero grito de alarma y dolor que soltó Liliane llegó con furia distorsionado por el micrófono mientras Castang tropezaba y casi se caía en el bordillo. Orthez había tenido que detenerse bruscamente: el Mercedes estaba cruzado en la estrecha calle.

—«Avec des si on construit Paris» dicen los franceses; con «síes» se pueden hacer maravillas.

Quizás si Liliane no hubiera interpretado tan a fondo el papel de conductora consciente, y no se hubiera abrochado el cinturón de seguridad. O, en un bienintencionado esfuerzo por ganar tiempo, no hubiera intentado dar la vuelta con tanta rapidez, indicando a la chica que de pronto se había dado cuenta de que corría peligro.

Si Rabouin hubiera conducido el coche hasta un poco más allá de la esquina, pues dejándolo donde lo dejó estrechaba demasiado la curva a la derecha para que Orthez la tomara con velocidad. Si la maldita municipalidad no hubiera decidido embellecer la calle con una acera, un bordillo ridículamente alto y unos horribles arbolitos. Si Maryvonne hubiera dispuesto de un receptor de radio y, en consecuencia, hubiera llegado unos segundos antes. Si Rabouin, que cogió a la chica del cabello rubio y la sujetó por debajo de los codos, no le hubiera hecho dar la vuelta, permitiéndole levantar los pies y dar a Lucciani una patada en la entrepierna. Si no hubiera habido un camino peatonal entre las casas del final de la calle de una sola dirección. Si aquella condenada chica no hubiera sido capaz de correr tan velozmente. Si Lucciani, el único de ellos que se conocía el distrito con detalle, no hubiera estado tambaleándose sujetándose la entrepierna. Si Castang no se hubiera torcido el tobillo poniendo estúpidamente el pie en aquel bache. Si la consiguiente confusión no se hubiera visto aumentada en gran medida por los nerviosos habitantes de la zona que pensaron que se estaba desarrollando un serial de la televisión y empezaron a encender luces, a correr en pijama de un lado al otro, a gritar, a pasárselo en grande, telefoneando maldita sea al servicio urgente de policía, que llegó en una camioneta con una horrible rapidez…

El balance fue una derrota para la policía judicial.

Cierto, tenían un prisionero. Cierto, habían evitado la pérdida de vidas y cualquier herida grave; la clavícula rota de Liliane era lo típico que pasaba, dijo Orthez para consolarla, cuando te caías de un caballo. Tenían una solución, hasta cierto punto, para una investigación por homicidio y quizás dos. Pero la chica se había escapado y habían perdido el coche de Maryvonne; recorriendo aquellas retorcidas callejuelas lo habían encontrado, preparado con la llave en la cerradura, y de paso se ganó esta prima. Nadie dijo ni pensó que era culpa de Maryvonne, pero ella estaba un poco agitada, llorando más bien y dando los primeros auxilios a la desafortunada Liliane, que se maldecía a sí misma por su torpeza con una vocecita áspera que le salía de entre los dientes apretados.

Orthez, el único de los cuatro hombres y dos mujeres que no estaba incapacitado, tal vez habría podido alcanzarla, pues era bastante rápido, si se hubiera concentrado en la persecución, pero se había visto detenido un segundo por el hecho de estar al otro lado del Mercedes; distraído al ver a Liliane arrojada medio fuera del asiento del conductor, asombrado por el golpe que, afortunadamente, no le había dado en la cabeza a Liliane, pero que le había parecido que la había malherido; como un cretino —así lo admitió— había puesto una rodilla en el suelo y sacado su arma en lugar de salir disparado tras la chica. A la sombra fugaz entre aquellos arbolitos había gritado alto o disparo sin que produjera el más mínimo efecto. Había sido lo bastante sensato para no disparar, pero no lo bastante para perseguirla. Cuando echó a correr por el camino peatonal adonde la gente llevaba a pasear a sus numerosísimos perros, lo único que consiguió fue pisar muchos excrementos y equivocarse de camino en una bifurcación.

—Un asunto bastante triste —dijo Richard—. Yo hubiera gritado a esos dos estúpidos, pero por ser yo mismo un idiota.

—Todos estábamos demasiado ansiosos, porque esta chica no deja ningún testigo vivo para contar historias después —dijo Castang.

—Pero tenemos un testigo.

—No sólo eso, sino que tendremos a esta otra… chiquilla, supongo que debo llamarla… hacia la noche.

—¿Cómo están todos los inválidos?

—Liliane está bien, una fractura limpia; por supuesto se la examinaron y se la vendaron enseguida en la clínica de Saint Just. Le dolerá bastante unos cuantos días, y estará inutilizable durante tres semanas. Lucciani va bien con sus pelotas, que fueron expuestas a las burlas de nuestras pacientes enfermeras. No le alcanzó de lleno; dentro de cuarenta y ocho horas estará fresco como una rosa. Si la amable pregunta me incluye a mí, el tobillo está un poco hinchado pero no es nada. Vera me lo vendó con una venda empapada de Synthol y parezco un bobo, con un zapato y una zapatilla. Estaré bien mañana, pero de todos modos parezco estúpido; tengo poco margen para la autocompasión.

—¿Han encontrado el coche de Maryvonne?

—La patrulla lo ha encontrado esta mañana en el centro de la ciudad. Hay huellas dactilares… no es que las necesitemos; está claro como el agua. Ningún daño; ella arrojó lejos la llave sólo por rencor, pero ni siquiera se había parado para destrozar los asientos. Notablemente fría, pero tuvo un momento de pánico al darse cuenta de que la policía la había atrapado.

—Exactamente, ¿qué le ocurrió a Liliane?

—Para darnos tiempo de acercarnos, había pensado realizar una maniobra, hacer un giro en tres partes y mantener el coche en movimiento, cuando vio que la habían llevado a una calle oscura, y esto estuvo bien. Estaba preparada para la chica de detrás, pero fuera lo que fuera (algo pesado, flexible, lo encontraremos, debió de caer en los arbustos de por allí) se lo pasó a la chica de delante, que por suerte no pudo girarse bien al estar el coche dando la vuelta y ella un poco en desequilibrio, y Lil recibió el golpe en el hombro. La chica bajó de un salto por el lado derecho, el lado que no le iba bien a Orthez, desde luego, y corrió como un demonio. Se conocía la calle perfectamente; debían haberla elegido adrede. Apenas iluminada y la gente de por allí se acuesta temprano.

—¿Crees que vive en esa zona?

—No, no lo creo. No es ningún problema; lo único que tienen que hacer es recorrer la calle principal y birlar un coche. En la bolsa de la otra golfa encontramos una llanta de neumático.

—¿Has pensado en las implicaciones de todo esto?

—Excepto que sencillamente tuvimos suerte; podíamos haber estado observando la estación o cualquier otro sitio durante semanas. Pienso que es probable que acabemos vinculando dos o tres cosas extrañas que fueron clasificadas como accidentes. Hubo un tipo uno o dos meses atrás cuyo coche cayó al canal.

—Yo también he estado pensando en esa dirección; y no me gusta lo que mis pensamientos me han estado diciendo. Está bien, Castang, vaya cojeando a lo suyo. Y dé las gracias porque no fue peor.

Sin sus inválidos le faltaban manos, lo cual se sumaba a su autocompasión; aquí estoy, pobre de mí, con mi pie lisiado; se emocionó cuando la puerta de su despacho se abrió y apareció Liliane con el brazo en un gran cabestrillo blanco, una expresión de perro apaleado en los ojos y ojeras, pero una gran determinación en el mentón.

—Deberías estar en casa, descansando.

—Quizás no pueda ir dando saltos por ahí, pero no puedo admitir que necesito ser mimada cuando fue culpa mía, o sea que lo que pueda hacer, lo haré, aunque sólo sea contestar al teléfono.

Castang no iba a admitirlo, pero se sintió muy reconfortado.

—Puedes pensar por mí, puesto que yo lo hago tan mal. ¿Estás convenientemente drogada? —Ella sonrió al oír esto.

—La que arman. Pides un analgésico y te dan algo con un poco de codeína y un indicio de fenacetina como si fuera morfina, y prácticamente te hacen firmar en el libro de los tóxicos. ¡Me han preguntado solemnemente si tenía problemas de riñón! —Castang, a quien su esposa había persuadido de que se tomara dos aspirinas (se había resistido furioso al té de flor de lima y en lugar de eso se había tomado tres tazas de café) se sintió animado; iba a ser un buen día, después de todo—. Cosas —terminó Liliane malhumorada— que se venden libremente en todos los demás países de Europa.

—Café instantáneo malo, pasta de dientes con flúor y pan blanco.

—Sí, pero si compras un paquete de galletas tienen el Aditivo A 357 en ellas, y ¿qué es eso?

—Eres exactamente la persona que necesito —feliz—. Davignon no perdió el tiempo anoche. Con su pequeña cámara encontró a un payaso en activo. Es decir, cierto dinero cambió de manos. Prudente, no hizo nada, pero siguió al tipo hasta un pub y ¡vaya!, allí hay un floreciente pequeño tráfico.

—¿Heroína o hashís?

—Ninguno de los dos, pastillas. Me gustarla que lo averiguaras. Aun cuando sea trivial podemos hincharlo; está todo ese costoso equipo que nos prestaron los de narcóticos, y si podemos justificarlo con un pomposo informe y quizás desarticular una red…

—Entiendo, pero el asunto es de Davignon, ¿no?

—Tengo otras cosas para él. Toma, mucha literatura sobre el tema.

Apareció Rabouin, penitente; otro que no había sido muy brillante y estaba ansioso por compensarlo.

—He hecho un hallazgo. He tenido que arrastrarme por muchos arbustos, pero tenía la sensación de que ella lo había abandonado allí.

—¿Te has mojado mucho? —preguntó Castang, alegre. Fuera estaba lloviendo a cántaros; alguna ventaja había de tener haberse torcido el tobillo.

—Sí —lacónico.

—Prueba de culpabilidad, muy bonita —dejándola sobre el escritorio—. ¿Qué hay dentro?

—Mis hijas hicieron algo parecido en el colegio. —Rabouin tenía dos niñas pequeñas—. Cortaron dos pedazos de material en forma de muñeca, los cosieron uno con otro, lo llenaron de arroz crudo. Queda floja pero se sienta; pesaba y tenía equilibrio.

—Esto parece pesar más que arroz —sopesándolo.

—Cojinetes de bolas o algo así. Hecho con bastante esmero. Habían hecho una bolsa con una pieza de cuero blando de la parte superior de una bota y la habían cosido en una máquina de zapatero, después de llenarla con virutas de acero. Un arma «pacificadora» de lo más peligroso.

—No es extraño que rompiera la clavícula a Liliane —dijo Rabouin.

—Matarías a cualquiera con esto. Tan fácilmente, que con toda probabilidad mataron al primero por accidente. Y descubrieron lo sencillo que era. Como atrapar a una rata. Toe, el cuello roto. Y no te pillas los dedos —pensativo—. Llévalo al laboratorio, Rabouin, y luego al profesor Deutz, del Instituto de Patología. Enséñale las fotos del hombre y la mujer y pregúntale si es coherente. —Lo sería, Castang lo sabía. No hay error. Anoche estaba claro como el agua, pero tiene que ser inexorable, para un tribunal. Un tribunal para menores… suspiró.

Orthez entró, malhumorado.

—Bueno, ¿has interrogado a tu sospechosa?

—Se limita a estar sentada. No dice nada. No podemos hacer nada por eso. ¡Menor! Lo sabe y se aprovecha. «No pueden tocarme, soy una niña». Hay que pedir permiso al fiscal para acabar con esto; está demasiado caliente para tocarlo. Se ha negado a que la viera el médico; ¿qué diablos tengo que hacer? Le he dado desayuno y me lo ha tirado a la cabeza, diciendo que no tenía hambre.

—Dale otro desayuno. Tenemos que encontrar a sus padres.

—Si es que los tiene.

—Bien, primero pregunta en las comisarías si se ha denunciado la desaparición de alguna chiquilla.

—Ya lo he hecho. No.

—Entonces hazlo de la manera difícil. Fotografía, y con la descripción que Lil te dará, tú y Davignon y Maryvonne os recorréis todos los colegios.

—Tenemos las fotos sacadas de la televisión.

—Está bien, lo había olvidado. Algún profesor de algún sitio las reconocerá; las dos tienen menos de dieciséis años.

Y la otra anda suelta en alguna parte de la ciudad, sabiendo que la policía está tras ella. Bien, veremos a Richard.

Monsieur Richard había terminado de leer el periódico local, el cual incluía un pequeño e insignificante párrafo sobre un peligroso malhechor arrestado después de una espectacular persecución; un segundo malhechor eludió la captura. Ahora estaba inmerso en el periódico de París y el «Libération» estaba a punto.

—¿Y bien? —sin levantar la cabeza.

—La rutina se ha iniciado. ¿Cuál es la última noticia?

—La última noticia —dijo Richard, dejando a un lado el periódico «Le Monde»— es que el excomisario principal de la ciudad de Carcasona fue pillado con cien botellas de whisky en su coche en la frontera de Andorra. —Castang prorrumpió en carcajadas.

—Una investigación —prosiguió Richard, leyendo— descubrió más de mil botellas de whisky en su sótano. Había estado haciéndolo dos veces a la semana durante meses. —Castang se partía de risa—. Otro implicado, y encarcelado, es el presidente departamental del sindicato de la limonada, que también es presidente del club local de rugby. En Carcasona, esto ha sido la sensación del año. ¿De qué se ríe?

—El «Jefe de la Limonada» —ésa es la expresión francesa que se aplica a cualquiera que esté en el negocio de los bares— y el «excomisario» —dijo secándose las lágrimas.

—Sí, es la pieza perfecta del folklore del Midi —dijo Richard sin reírse—. Se saltó el control de la aduana, y alguien descrito como un tirador certero le hizo saltar los neumáticos de su coche: es «Gangsbusters». ¿Dónde está el alemán Schultz? ¿Gracioso y por qué? Porque nosotros decimos que mil, cinco mil botellas de whisky, aunque estén elaboradas en Andorra y probablemente sean como veneno es una insignificancia y por tanto es de risa.

—No tanta insignificancia. Doscientas a la semana, veamos, eso representa diez mil en un año. Dale un beneficio de veinticinco francos la botella, eso hace un cuarto de millón de francos. Típico, que le pescaran por codicioso. Si hubiera cogido a otro que se les pasara por él, al cincuenta por ciento, él habría estado a salvo. Sólo que no pudo tolerar dejar escapar ese adorable pastel.

—¿Así es como lo haría usted? —con desagradable sarcasmo.

—Así es como nos lo han enseñado.

—Es un comentario justo. Mmm, el «ex» comisario; tenía cincuenta y ocho años, sacamos la conclusión de que le habían pillado anteriormente y había pedido retirarse antes de tiempo a cambio de no ser juzgado; ¿ves como una cosa lleva a la otra? Está bien; ¿qué quieres?

—La chica… está libre.

—Por indudable y equivocada simpatía hacia usted, sin comentarios.

—Puede irse de aquí haciendo autostop y esconderse en París o en cualquier otro sitio; cuando tenga una foto adecuada la pondré en el télex. O puede que se quede aquí; no puedo juzgar su mentalidad. Me gustaría que los de atracos pudieran ayudarnos a cogerla; voy escaso de gente. Suponiendo que se necesite algo más que una pasada por los salones de juegos, ¿puede ayudarme Salviac en esto? —Richard refunfuñó, afirmó con la cabeza y volvió a la sociología.

A la hora del almuerzo, doliéndole menos el pie, se puso un zapato, cojeando y haciendo muecas, pero pudo caminar; pensaba entretener a Vera con la historia del comisario de Carcasona. Un futuro para Castang. No una cosa idiota como pasar whisky de contrabando de Andorra. Algo legal; por el momento no se le ocurría nada, pero ya se le ocurriría. Pero Vera no se rio, igual que no lo había hecho Richard.

—Vamos, ¿no tienes sentido del humor hoy? —¿Sin humor? La acusación era injusta. Impotencia, sí. Pero refugiarse en estos agrios sarcasmos que era como se protegía el policía de su propia sensación de estar realizando una tarea sin sentido, sin esperanza… no, no era la idea que ella tenía del humor. Se podía mejorar. Al menos, se debería mejorar. ¿Por qué si no se había enrolado ella? Su aportación seguro que había de ser algo más que reírse de los agrios detalles de su propia condición. ¿Por qué si no había dado Richard el paso, y no era una exageración llamarlo un paso extraordinario, de invitarla a su casa? No había sido un acontecimiento social ordinario.

A ella siempre la había asustado Monsieur Richard. Sólo le había visto una o dos veces, y tête à tête sólo en una ocasión, cuando acababa de nacer Lydia y él apareció (desconcertante, de repente, en un momento en que ella se sentía demasiado agotada y soñolienta para nada que no fuera estar tumbada y sonreír débilmente ante sus chistes); pero se había sentido mucho más emocionada de lo que pudo expresar. No había visto el hombre duro y secreto que era el comisario de división y superior directo de su esposo, de quien tanto dependían su empleo y su carrera; pero era una persona amable y gentil, que no había venido a verla por ningún otro motivo retorcido, sin aquella temible perplejidad en él (¿cómo podían ser honestos cuando su pensamiento y razonamientos corrían por tan sutiles sendas?). Le había dicho con total sencillez, aunque de reflexión, entre dos chistes, que su hombre era una persona a la que él respetaba y valoraba, y que comprendía el papel que ella tenía para que esto fuera así.

Pero ella aún le temía; era el mismo hombre (la siguiente vez que le vio) que había raptado y mantenido prisionera y torturado a aquella infeliz mujer llamada Alberthe de Rubempré; un hombre temerario y feroz e imposible de predecir, como un lobo.

A ella también la habían secuestrado; al parecer como una especie de prenda de intercambio por Alberthe. Había sido más complejo que eso, y ella en realidad no lo había entendido mucho. No es que no fuera natural, pues aunque no la maltrataron físicamente, la habían cogido con gran brutalidad. Orthez, buen hombre que estaba tumbado en el cuarto de estar, fue derribado al intentar protegerla, muerto le pareció a ella, y ella fue anestesiada y colocada en una camilla y se la llevaron en una falsa ambulancia. La tuvieron metida en un sótano sin saber nada, sin comprender nada. Ella había visto a Alberthe intentar matar a Richard, ante sus ojos y los de todo el mundo. Eso le había dejado un trauma. Richard no había salido bien parado, aun cuando Henri había tratado de explicárselo. ¿Cómo podía sentir algo más que no fuera miedo hacia ese hombre? Como mínimo era un hombre cruel, malo. Que tenía otras cualidades mejores era cierto, o Judith, aquella mujer sensible, no se habría ido a vivir con él. Todo era demasiado complejo, y era mejor dejarlo estar por temor a ofender a Henri. No se había atrevido a hacer ningún intento de acercamiento hasta que aquel repentino impulso la había llevado a ver a Judith.

Y luego el ogro la había invitado a ella, específicamente, no sólo a Henri, a su casa. A cenar; una cuestión del mejor vestido y conducta de fiesta. ¿Por qué? Henri no tenía idea. Dijo simplemente que Monsieur Richard era siempre una persona complicada e inesperada; a quien todo el mundo obedecía; que no había ninguna idea mala o perversa.

La había ayudado el hecho de haber estado en la casa antes, sentirse aliada (no, no en secreto) con la mujer que vivía allí (qué ridículo haber pensado alguna vez que Judith era extraña, o neurótica; «misteriosa»… qué tonterías decía la gente…). Pero había sentido un horrible pavor al dueño de la casa. Se dijo a sí misma en vano que ella era una mujer inteligente y equilibrada, con al menos cierta educación, experiencia y lo que Henri llamaba fondo (carácter, juicio, recursos). Ella sabía que tenía sencillez, una ausencia de vanidad que podía evitar las trampas de la sofisticación; la manía francesa de complicarlo todo demasiado, de considerarse a sí mismos más listos que los demás (sí, eran más listos, pero ¿de qué les servía?). Aquel hombre no era malo. Muy pocas personas son verdaderamente malas; ella había sido durante dos años visitante de la prisión, hasta que fue despedida alegando que simpatizaba demasiado, para nada. Las espantosas circunstancias ambientales y la herencia de algunos han asfixiado la humanidad que hay en ellos; el bien ha sido vencido por el mal. Pero es relativamente raro. Casi siempre la maldad es una perversión, una dependencia drogadicta del egoísmo, la codicia, la lujuria o la envidia, y la vanidad por encima de todo. No me hables a mí, decía Vera, de drogas y vicios. Son asuntos pequeños. La vanidad es el más grande.

El miedo duró sólo hasta que el propio Richard apareció, entusiasta. Ella le tendió la mano; él se la besó y dijo:

—Encantado de verla. Venga a tomar un poco de champán.

Esa excelente quimioterapia contra el orgullo, la gazmoñería, el puritanismo afectado y las justificaciones dogmáticas (enfermedades que Vera creía padecer).

—Tenía miedo —confesó.

—¿De mí?

—Del lobo.

—Ah, el lobo. ¿Sabe?, no atacan a las mujeres ni a los niños… o sólo cuando se sienten atrapados.

—¿Y la pobre Alberthe?

—Ah, la pobre Alberthe. Está bien. Un par de meses encerrada. No en la cárcel, en el manicomio. Y después los psiquiatras la declararon curada.

—¿No será juzgada, pues?

—Vamos, Vera… y, por cierto, en esta casa llámeme Adrien… sabe el código mejor que yo. Una vez has sido declarado incapacitado para declarar, no volverás a ser juzgado por el mismo delito. Non bis in idem. Tampoco es que ningún fiscal hubiera querido hacerlo; todo el mundo deseaba olvidar y enterrar el asunto lo antes posible.

—¿Y está curada?

—Vacunada, digamos. Tuvo una especie de convulsiones tetánicas allí. Le dieron un par de dosis de la vacuna contra el tétanos, y eso debería mantenerle los pies sobre el suelo unos cuantos años. Sé poco de ella… Pero no la he hecho venir aquí para hablar de trabajo. Para hacer, digámoslo así, una confesión. Mientras estaba en Inglaterra, ¿cómo puedo expresarlo para que no suene absurdo?… es imposible, probablemente… tuve una visión.

—¡Una visión! —Castang no pretendía ser sarcástico, pero sorprendido sí lo estaba—. ¡Señor comisario de División!

—Adrien, muchacho… en esta casa. Ésa será una de las partes más difíciles para ambos. Por eso he estado dudando, mucho tiempo. Fuera de la oficina… Pero otra vez en la oficina… —Vera explicó alegremente lo de Wenmick, el ayudante de Mr. Jaggers en Great Expectations, que dejaba de ser la misma persona en su casa de Walworth.

—Salvo que yo no tengo un padre viejo, sino una esposa excéntrica —mirando a Judith con amor no disimulado— que es exactamente lo mismo.

—Muy bien; explíquenos la visión.

—Me encontraba en Eggardon Down, que es un lugar de lo más peculiar y bastante sobrecogedor. Incluso para mí. Intensamente violento. Pero la violencia la trajeron los seres humanos. Y yo pensé, ¿para qué sirve un policía? Para asegurar que el tráfico discurra con fluidez. ¿Porque el transporte es civilización? O para mejorar un poco, si se puede. Veo que estoy hablando de trabajo. Bebamos un poco más de champán.

—No podría mejorar nada, usted solo.

—No. Tampoco dimitir de mi empleo. Ni ir a predicar a los pájaros.

—Ni pasar —dijo Judith— sin las mujeres. Esto es para ti, Vera.

—Creo —dijo Richard— que has dado en el clavo. ¿Puedes describir la visión, Vera?

—Ni siquiera sé si puedo describir la mía propia. Ha existido un mundo, todos estos cientos de miles de años, regido por los hombres, y las mujeres han sido apartadas. Se remonta a Adán y Eva, supongo. La mujer recibió la maldición por querer comer la fruta del árbol del bien y del mal, y el hombre nunca le perdonó el que le hiciera perder sus ilusiones. Y desde entonces, ella ha sido suprimida. ¿Mala tecnología? Sólo desde el punto de vista del hombre.

—¿Y no lo hemos hecho muy bien?

—No lo habéis hecho demasiado bien. Mecanicistas. Materialistas. Malos metafísicos, lo que lleva a malos físicos.

—¿Y qué ofrecéis vosotras, las mujeres?

—Muy poquito, hasta ahora. Queremos igualdad y empleos. Lo cual es simplemente querer ser malas copias de los hombres, me parece a mí. Judith y yo estuvimos hablando de ello, el otro día.

—No sirve de nada apelar a mí… soy tonta.

—Muy bien, seamos serios.

—Tenemos algún terreno común; no más guerras, no más bombas ni cohetes.

—Bien, y entonces vienen los rusos.

—Que vengan. Nosotros sabemos perfectamente cómo tratar a los rusos —con la tranquilidad de una mujer española que se ha enfrentado a muchas invasiones—. Somos nosotros los que debemos combatir. —Una observación española muy sensata.

—A la larga —dijo Vera— el cáncer se llama dinero. Combatir eso, y los hombres no pueden, porque es su pequeña invención. Pero dadles a las mujeres oportunidad. Y a corto plazo, contamos con vosotros.

—¿Para…?

—No podéis vencer a los fascistas (mirad España) porque ellos son los burgueses y tienen todas las cartas. Pero haced todo lo que podáis. Sois policías y sois listos, y tenéis una organización, y conocéis sus astutos y aviesos sistemas.

—Esto es algo de lo que vi —dijo Richard—. Hacía sol y el día era espléndido, y había unas bonitas nubes grandes que eran empujadas por el viento del sudeste y arrojaban grandes sombras. Y luego cambió el viento, y pareció venir del norte, frío. Tuve un recuerdo, por extraño que parezca… ¿estoy siendo romántico? Había una leyenda, que decía que detrás del viento del norte vivía una gente que entendía la felicidad.

—Es cierto —intervino Vera sobria—. El champán ilumina.

—Antes de los vikingos, antes de las absurdas ideas hitlerianas referentes a los arios (tenían una pista, pero la utilizaron mal) antes de la asiduamente fomentada idea de que toda la civilización salió del Mediterráneo, difundida por los romanos como otras muchas mentiras, hubo una gente en el norte que comprendía. Hay buenos testimonios de ella en la antigüedad; los primeros historiadores griegos la conocían. Pero quedó ahogada en el folklore idiota de la Atlántida o Stonehenge o lo que sea, de modo que apenas se la puede mencionar sin ruborizarse. Estaban gobernados, en un sentido metafísico, por las mujeres. Pero las mujeres fueron degeneradas por la propaganda y convertidas en diosas y sacerdotisas y todas esas ridiculeces por los romanos, esos eficaces y materiales destructores modernos. Y por supuesto lo que los romanos no consiguieron borrar, lo consiguieron los cristianos, quienes científicamente borraron todo indicio de anteriores creencias, de manera que ahora —con tristeza— todo ello sólo vive como mito. ¿Dónde has conocido un papa —con cierta amargura— que pudiera tolerar, incluso admitir, la existencia de las mujeres? No creo que Cristo fuera realmente así, pero los horribles falócratas como San Pablo se aseguraron de poner bien la tapa sobre las chicas… —Los dos hombres se miraron y empezaron a reír con culpabilidad.

—Reíd, bastardos.

—Hablando como buena española católica, criada según Teresa de Ávila, que entendía algo —dijo Judith, malvada—. Vera…

—Como pura eslava ignorante, estalinista, y checa —dijo la dama.

—Debéis escucharnos. Tú, mi pobre Adrien, nunca me has escuchado. Porque eres hombre y policía. Y ahora este Eggardon, qué nombre inglés tan peculiar y feo. Un Camino a Damasco suena mejor. Pero incluso sobre los hombres debe brillar la luz a veces.

Richard vació la botella en su propio vaso. Castang, servicial, sacó el alambre de otra y la descorchó con un hábil y masculino movimiento técnico.

—Vamos a comer —dijo el señor comisario de División lentamente— Henri, tengo una conspiración masculina, fascista, material y técnica que me propongo revelarle. A las chicas les digo, vamos a comer primero la paella española cocinada por una mujer, muy apetitosa y llena de marisco de la costa francesa muy lejos de aquí… y después hablaremos un poco en serio, porque se necesita la luz. Ahora, ¿queréis beber vino español, o nos quedamos con Monsieur Taittinger? —Todo el mundo estuvo de acuerdo. Del norte, burgueses, tierra de pizarra, champán mágico. Para entonces todos estaban un poco achispados.