NI CABALLOS SALVAJES, y aun cuando fuera una metáfora gastada, como decía Richard, todavía la utilizaba, harían que Castang se disfrazara. En la cena, anoche, Richard le había hecho reír considerablemente con una graciosa descripción del Vengador Enmascarado persiguiendo a corruptos funcionarios del gobierno; para entonces los dos habían bebido bastante. Judith y Vera no se habían quedado exactamente a la zaga.
Maltaverne… mirando hacia atrás no le sorprendió. Pero mirando hacia atrás raramente algo sorprende. Interesarle era otra cosa totalmente distinta; se sintió adulado porque Richard confiaba en él de esta manera, pero no le gustó mucho la perspectiva. Si se le preguntaba (no es que nadie lo hiciera) parecía un asunto difícil de lo más desagradable, y hubiera preferido mucho más que Richard hubiera cerrado la boca.
Habría tiempo para pensar en ello, porque este otro trabajo parecía ser de la clase que hace perder la paciencia a Job; ah, estas frases con equívocos inconscientes en ellas… La cena se había prolongado hasta las tres de la madrugada, pero el día siguiente era día laborable para todos, y Richard, esta mañana, era otra vez el comisario de división y no se habló de amistad.
—Está bien, tiene embarcado al japonés, y eso es magnífico, dispone de tiempo.
—¿La montaña de papel no cuenta?
—Venga, Castang, deje de hacerse el torpe y el distraído, tiene a gente para hacer ese trabajo, supongo. —Y el quejoso Orthez había sido puesto ante la máquina de escribir—. Bueno, Castang, ¿qué ideas tiene sobre este tema?
Sabía que tarde o temprano quedaría atascado con aquellos dos infernales homicidios no resueltos, pero no había pensado que llegaría con tan horrible rapidez. Hizo esfuerzos por no ser visionario.
—Con el poco tiempo que he tenido para pensar en todo ello… parece que sólo hay un punto de partida seguro, y éste es la estación.
—¿Sí? —alentador. Luchó contra el letargo.
—Bueno, la gente de Maisonneuve estuvo vigilando un solar esperando a que apareciera alguien y les entregara paquetitos de heroína, y no tengo intención de comenzar todo eso otra vez.
—Eso espero yo también.
—Tampoco voy a ir por ahí disfrazado.
—No… bueno… Está bien, vaya al grano. —Saboreando el golpe, que sin duda había sido agudo, Castang se sintió mejor, aunque no mucho.
—En el mmm… marco de mmm… una investigación sobre narcóticos, ¿podríamos persuadir a la oficina de narcóticos de que nos prestara uno de esos sistemas, sabe, como los de los bancos? Circuito cerrado de televisión. Debe de haber una oficina en el edificio que podríamos pedir prestada a los de los ferrocarriles y tener vigilados los acontecimientos.
Richard lo pensó largamente y luego afirmó con la cabeza.
—Y tal vez pilláramos a alguien con pequeños paquetes de papel. No es que vayamos a hacerlo, pero ellos tendrán la esperanza de que sea así. Muy bien, ¿dónde está nuestro experto en electrónica? Fausta —cogiendo el teléfono interno— intenta localizarme a Lucciani y envíamelo aquí… ¿Dónde tiene intención de esconder las cámaras y todo eso?
—No sé si sería necesario, tanto… trataré de explicarlo.
Y eso hizo.
El gran vestíbulo de la estación era (como todo el edificio) una avalancha de grandiosidad victoriana, con columnas corintias fuera y cariátides representando el vapor, la energía o cualquier otra cosa que la representación de una obesa dama con pomposo ropaje clásica. En el interior había una monstruosa cantidad de estuco, refugio de muchos insectos. Lo que Castang decía era que la Cámara de los ferrocarriles estaba muy ocupada con lo que ellos llamaban modernización, y en realidad era el objetivo usual de reducir el personal de la mitad (conocido en Francia como «desengrasar los efectivos», que es la jerga por reducción, y suena mucho mejor que despido).
Había, desde hacía un año, un lío espantoso en todas partes, excusado con esos pequeños avisos rutinarios que dicen «Lamentamos las molestias causadas a los pasajeros». Había montones de basura; había también gran cantidad de andamios.
Bueno, ¿podemos poner unos cuantos andamios en el vestíbulo, aquí, que no se vean mucho? ¿Y unas cuantas lonas? Será mejor que no digamos que vamos a arrancar este estuco, eso podría hacer que la gente mirara hacia arriba. Será mejor que digamos que vamos a lavar todas esas gordas caras femeninas. Mejor todavía, no digamos nada; ¿por qué vamos a llamar la atención? Nadie mira nunca hacia arriba en una estación de ferrocarril.
La oficina de narcóticos, encantada con este celo, proporcionó muchas cámaras de localización, y callaron los resultados del experimento cuando se había intentado anteriormente (insuficiente, Castang lo sabía). No obstante, el material estaba allí.
—Mucho trabajo —dijo Lucciani, refunfuñando como de costumbre.
—Sí.
—Apenas si merece la pena, ¿no? Quiero decir, cualquier tipo astuto que pase droga tendría todo esto chivado en veinticuatro horas.
—Sí.
El tono era de desaliento, y el tema era mejor dejarlo.
Igualmente refunfuñando como de costumbre, la SNCF fue persuadida de trasladar cargamentos de formularios amarillentos con fecha de 1910, grandes balas de papel de ordenador y basura parecida, de una oficina del primer piso que no se utilizaba. Había avisos en la pared impresos en alemán, y exhortaciones del gobierno de Vichy de 1940 a la población. Eso te enseña, dijo Lucciani, que por aquí todavía no conocen la Liberación. Había aún una gran cantidad de polvo, pero ahora había una gran batería de monitores de televisión a lo largo de la pared, que cubrían la zona central de salidas y los andenes a ambos lados donde se compraban los billetes, se consultaba con información, se cambiaba dinero, y todas estas cosas. Costaría demasiado y requeriría demasiado tiempo poner las cámaras en raíles, pero se trataba de un material bueno y moderno, dijo Lucciani alegremente, demostrándoselo: mira, son muy flexibles, y el ángulo es muy amplio; puedes ir directo desde la tienda de dulces del pasillo hasta los guardaequipajes de la izquierda, y al otro lado otra vez hasta el quiosco de libros… Y con este control de aquí… no seas bobo, aprieta el botón… puedes acercarte con cualquier cámara que elijas. Mira, mujer gorda rascándose. Abuelo deseando no haberse puesto los zapatos nuevos. Mamá no puede encontrar el billete. Pero no puedes entrar en los lavabos: no, dijo Lucciani, pero me gustaría.
—No, no —dijo Castang—. Es un lugar público, y husmear en el meadero es inconstitucional.
—Pero es allí, de todos los sitios…
—Sí, sí, lo sabemos. Un millón de francos, para pescar a dos prostitutas y un carterista. Métodos modernos, donde veas la palabra «tecnología», sabes que se está malgastando dinero. No es que le importara mucho; de todos modos, los americanos proveían generosamente de fondos a la oficina de narcóticos.
Dejó a Lucciani de guardia toda la tarde, mientras él iba a casa a echar un sueño. No pasaría nada antes de las nueve de la noche; estaría de vuelta después de cenar, listo para los trenes nocturnos que entraran de París, de Lyon y de Marsella.
La cena había sido un éxito.
—Sólo es paella —no dejaba de decir Judith (extrañamente elegante con aquella vestimenta sin forma).
—Sólo. —Era muy grande, con una langosta y un pollo—. Y almejas —exclamó Vera—. Y salchicha.
—El hecho es —dijo Richard, disfrutando con las exclamaciones de Vera— que puedes poner la cena del perro y no pasa nada, siempre que el azafrán sea fresco. —Castang no podía superar el que fuera una persona totalmente distinta; era como si el Richard de la oficina no existiera. Tampoco era sólo el aspecto externo; «Richard sin corbata» era algo apenas imaginable, y ahora llevaba un pullover de cachemira. Su cara era completamente diferente. Y su actitud.
—Mr. Wenmick —dijo Vera mucho más tarde, preparándose para irse a la cama.
—Es un pasante de abogado —prosiguió el lector de Dickens— muy tieso y cauto, y hablando siempre de la propiedad portátil. Y en casa vive en un pequeño castillo que se ha construido, e incluso tiene un cañón pequeñito que dispara cada noche.
—Entiendo perfectamente. —Compraría un cañón pequeñito para Richard.
Ni siquiera había whisky. Richard, o eso decía, no había necesitado ir a Inglaterra para ver que beber whisky antes de la cena era un barbarismo burgués de los franceses. Champán y un vino blanco fuerte español como la salchicha; muy poco patriótico, dijo Castang, alegre.
—He visto a lo que conduce ser patriótico.
Pero la auténtica sorpresa la dieron las mujeres, que habían decidido revolucionar el pensamiento de la policía.
Castang se inclinó hacia adelante; estaba reuniendo «una colección de caras». Antes de irse, Lucciani había añadido más juguetes sofisticados a la colección. El primero era el que pondría en el vídeo cualquier secuencia que le gustara, para poder pasarla luego y estudiarla. El otro dispositivo congelaba el fotograma y te hacía, si apretabas el botón correcto, una foto fija. La Sony Corporation abolirá dentro de poco a los policías, pensó Castang. Maravilloso. Que llegue pronto este espléndido amanecer.
Los Ferrocarriles Nacionales, como habían modernizado salidas, ahora estaban haciendo desagradables las llegadas, y el pasajero que llegaba se encontraba conducido por sinuosos laberintos a través de un horrible túnel y expulsado, exhausto, en un punto a cien metros de cualquier taxi; aparentemente con la intención de hacer que un viaje cómodo en tren se parezca a un viaje malo en avión.
La importancia de todo esto era que si hubiera deseado mantener vigilada toda la zona habría necesitado ocho hombres, rondando por allí hurgándose las narices, probablemente resfriándose, y constituyendo marcas fáciles para los maleantes de la zona. Para eso era preciso el tipo de elaborada delimitación que todo el mundo detestaba, pues era de lo más incómodo y de una utilidad como mucho dudosa. Mientras que ahora, él solo con los mangos japoneses (que no le replicarían ni le darían ningún golpe por sorpresa en el estómago) era como el rey Luis XIV con todo Versalles bajo su control personal. Todo ello hecho por Lucciani, con dos técnicos que subían y bajaban andamios que de todos modos ya estaban allí.
El inconveniente a «todo esto» era que si no daba resultado, podría recibir una gigantesca factura de los de narcóticos por el uso de su equipo y el interventor se volvería loco.
Esto no hizo temblar a Castang como debiera. Ya había ocurrido anteriormente con un helicóptero prestado por el ejército. Richard les había enviado a su vez una enorme factura por mano de obra (IVA incluido) y eso había detenido su galope. ¿Cuál sería la tarifa por hora para un comisario? En horario nocturno, también. Eh, ahí estaba ella otra vez. Castang fue demasiado lento, maldita sea, en grabarla. Parecía muy joven, probablemente era otra Christiane E, trece años de edad, drogada y prostituida (sonaba como el título de un sermón de los que hacían gemir a los policías como vacas heridas). Pero una chica bonita, con un sorprendente rostro rechoncho del tipo que los periodistas llamarían sensual. Una larga cabellera oscura. Si estaba esperando a alguien del tren de París, ¿por qué no paraba de ir de un lado a otro? ¿Por qué no se quedaba quieta como los demás? Ahora parecía mayor; ¿quince, dieciséis? No se podía decir, con las chicas de esa edad. Como todas las demás; tejanos, jersey masculino demasiado grande: el uniforme de aquel año, para los adolescentes. Trasero bien formado. Está bien, sólo lo he observado de pasada.
Ágil como una anguila entre la gente que esperaba estoicamente de pie en las primeras posiciones para dar los tres besos de rigor a la tía Margarita, que dejaría la maleta en el suelo como todo el mundo mientras los devolvía, dejando sobresalir su paraguas. Aquí estaban todos, unos bajando con prisa y dirigiéndose al coche que les esperaba, otros con el equipaje en la mano, preguntándose dónde demonios estaban los taxis, el barbudo vikingo de costumbre parándose para colocarse una monstruosa mochila con armazón metálico sobre los peludos hombros de camello; los rezagados, con el aspecto de estar absolutamente seguros de haberse dejado algo en el vagón.
Vaya, había apartado los ojos un segundo y parecía que ella se había ido. Extranjeros cambiando moneda… observó esto de cerca un momento. Extranjeros cambiando moneda… observó esto de cerca un momento. Mientras ellos lo contemplaban confundidos (siempre parece que te dan menos de lo que esperas, según el cambio que aparece impreso en el papel) hubo un momento notoriamente vulnerable, en el que el hábil ladrón recogió pasaportes, tarjetas American Express, talonarios de cheques de viaje. ¿Una chica? ¿Por qué no una chica? ¿Quién reparaba en una adolescente con tejanos, que estaba de pie lo bastante cerca para que ningún mirón casual advirtiera la hoja de afeitar que sin ningún esfuerzo cortaba la correa de los bolsos o de la cámara de fotografiar? Pero no se la veía por ninguna parte.
Oh, bueno, había visto a papá o a mamá, o quizás a su amigo, y, poco expresiva como todos los jóvenes, se había limitado a decir hola. El coche está en el otro lado. Y les había guiado. Ninguna necesidad ni ganas de abrazos ni de cuánto pesa esta maleta querido.
Castang volvió a la rutina. Cientos de personas se precipitaban para ir a hacer un pis rápido o a comer un bocadillo, otras docenas cabeceaban o dormían ante medias tazas de café frío o de cerveza desgasada; la gente miraba con angustia los indicadores porque los expresos que iban al sur se detenían escasamente dos minutos, y no era tiempo suficiente para subir todas las cajas de cartón mal atadas con cuerdas, inmensos rollos de linóleo, esquís (Castang podía entender las cañas de pescar, las botas de montaña, las tiendas de campaña y el saco de dormir, pero ¿qué podían hacer con los esquís en el mes de septiembre?). ¿Adónde iban todas esas personas, y por qué llevaban cantidades tan increíbles de equipaje? Ahora no había ningún viejo en la barrera para perforar los billetes, que lo sabía todo de memoria y te indicaba dónde ir. «¿Toulouse? Número cinco, los tres últimos vagones; tiene diez minutos». Ahora había ese horrible robot amarillo al que tenías que entregar tu pase, y que lo rechazaba desdeñoso si se lo dabas al revés. Nada del estilo de un portero o un agradable negro (como en el metro de Londres) que grite «Cuidado al subir», ni un alma en el andén; sólo esa odiosa chica del altavoz parloteando como un anuncio de televisión. Moderno. Tres idiomas, aunque no es que se note la diferencia. Montañas de información, excepto lo que quieres saber, que es cómo salir de aquí.
Nadie importunaba a nadie de ninguna manera siniestra, y menos aún pasaba a nadie ningún paquetito o billete, ni siquiera sucios. La animación en las salidas amainó un poco. Saint Raphael, Cannes, Niza y Ventimiglia… cuántos sitios había para ir. En las llegadas hubo una gradual recuperación de la actividad; más observadores estólidos tomaron posiciones. De Sèfe, Nîmes y Avignon, dentro de cinco minutos. Y allí estaba ella otra vez. No no, si alguien a quien esperas no llega en el tren de París, no piensas que aparecerá como Papá Noel diciendo que todo va bien. Esta vez resistió la tentación del principiante de coger un primer plano; mantuvo la cámara en plano lejano para intentar seguir la pauta de sus movimientos. ¿O la única pauta que había era la de una abeja recogiendo miel? Mientras los pasajeros iban saliendo, ella siguió atrás, cerca de las salidas; la noción de que era carterista perdió consistencia. Parecía satisfecha observando, y su observación se hizo más intensa cuando la afluencia disminuyó, y los que empujaban, los ansiosos y los que tenían prisa e iban llenos de engreimiento pasaron. Simple, seguramente; una prostituta joven buscando un blanco, y si veía a un probable «micheton» le seguiría para tratar de hacerse la encontradiza en el aparcamiento. Su blanco serían los hombres de edad, o al menos maduros y suficientemente fofos para ser atraídos por las jovencitas; el que no va acompañado, el que no va cargado, que ha estado en el cine o el café y no tiene mucha prisa. De hecho, una persona como… Castang se levantó bruscamente y se precipitó por el pasillo, bajó la escalera corriendo y salió al aparcamiento… llegó tarde. Estúpido Castang, lento como una vieja vaca cruzando una verja.
Desesperante. El aparcamiento de la estación, como casi todos los que con el transcurso de los años se habían ido apoderando de más y más superficie de terreno, había sido enviado bajo tierra. Había varias maneras de bajar, o bien por la escalera mecánica hasta las tiendas y el paseo hasta las puntas de la plaza, o por la escalera de caracol que iba directa al nivel de los coches, o por las rampas, prohibidas a los peatones, pero los franceses hacían caso omiso. Allí abajo había más cámaras de televisión, fuera, a la vista, para ahuyentar a los ladrones, atracadores, violadores, exhibicionistas… ella no intentaría nada aquí abajo. ¿Pero por qué no iba a hacerlo? ¿Quién se fijaría en una colegiala? La vigilancia no era muy estricta, de todos modos. Las máquinas para dar cambio, marcar los tickets y levantar la barrera siempre estaban estropeadas, y el vigilante se veía obligado a hacerlo manualmente la mitad de las veces. Hay tanta gente que se ocupa de hacer trampas para ahorrarse seis peniques, que incluso existe un nombre para ellos: los «resquilleurs». O la gente que pone chicle en las ranuras, aunque con éstos Castang más bien simpatizaba; hacían la guerra a las máquinas y no estaba seguro de que no tuvieran razón.
De todas maneras, ella se había ido. Ella y su protector, algún gamberro alto y huesudo para el juego del me ha molestado. Pague, señor, o llamaré a la policía y les diré que ha intentado abusar de una menor. Él tendría su coche arriba, en una calle próxima o cerca del famoso solar mal iluminado adonde ella habría conducido a su blanco, deslumbrado por lujuriosas promesas de futuras alegrías.
Todo esto era tan evidente. ¿Por qué no había pensado en ello antes? Más exactamente, ¿por qué no había pensado Maisonneuve en ello? O sea que ve despacio. Busca las posibles objeciones. Las artimañas para desviar la atención son de todos los tipos. Ve a tomar una taza de café. Deja las cámaras solas un rato.
Primera objeción: ¿por qué matar a nadie? El «micheton», una vez atraído hacia la parte trasera del coche para darle un rápido golpe o lo que fuera que estuviera en el programa, quedaba trastornado, por no decir bruscamente deshinchado, por la súbita aparición del cómplice.
Al fin y al cabo esta situación es clásica, y lo es por una excelente razón; funciona como un ensalmo. La víctima está demasiado aturdida, asustada o simplemente humillada para ofrecer mucha resistencia. Y si era del tipo que va a la policía a denunciar algo, la historia de una muchacha de catorce años a la que había llevado detrás de los arbustos y con la que «se había metido» le cerraría la boca.
Podía haber habido una o dos denuncias. Se podría averiguar. Nunca se seguían; si un hombre llegara a la comisaría de policía con este tipo de historia probablemente se le diría que se fuera a casa y lo olvidara, a no ser que quisiera verse metido en problemas.
Segunda objeción: no explicaba el caso de la mujer que había sido hallada muerta. Podía explicarse diciendo que estos dos homicidios no estaban relacionados y nunca lo habían estado. Castang podía tener instintos, Liliane podía tener instintos, ambos estaban locos.
Toda esta especulación es una pérdida de tiempo. Haz una predicción; confírmala con una demostración. Ninguna otra cosa es válida.
El altavoz anunció otra llegada y Castang volvió su atención a las cámaras. La chica no volvió a aparecer. O bien había logrado su objetivo, o había abandonado el trabajo por esta noche (los cines se vaciarían pronto y tendría otros rincones según la hora de la noche) o era totalmente inocente y había estado allí por alguna razón que nadie conocía. Tenía un aspecto muy inocente; como evidencia, era de doble filo. Castang decidió que, hasta que llegara su relevo a medianoche, sería mejor hacer algún trabajo para los de narcóticos.
Anoche no se había dividido en aquellos terribles grupos, los hombres hablando del trabajo y las mujeres de vestidos. Habían lavado los platos entre todos (Vera se había mostrado muy firme) antes de beber café en la cocina; más íntimo así. Había habido cinco minutos, cuando Vera había ido a empolvarse la nariz y Judith había desaparecido misteriosamente, a decir —según Richard— buenas noches a sus limoneros. Había hecho una mueca, sentándose.
—¿Le duelen las costillas? —preguntó Richard, compasivo—. Los japoneses… ¿son más violentos que nosotros? ¿O eso es sólo folklore? ¿Budismo patas arriba, por decirlo de alguna manera?
—Este budista quedó patas arriba.
—No conozco a ningún japonés —con pesar.
—Le prestaré a éste.
—He conocido a gente que ha estado en campos de prisioneros japoneses. —Era cierto; Richard pertenecía a esa confusa clase de personas mayores que tienen recuerdos de guerra larguísimos y terriblemente aburridos. Parecía tan joven; uno olvidaba con facilidad que pasaba de los sesenta. Podía haberse retirado; casi estuvo a punto de hacerlo el año pasado. Estuvo pendiente de un hilo durante unos cuantos meses; probablemente había sido la nueva administración lo que decidió hacerle quedar. Había habido demasiados comisarios seniors, prefectos, jefes de administración en toda la organización que habían pedido el retiro antes de tiempo, pues se sentían demasiado embetunados con los bebés giscardianos—. Interminables historias de violencia maníaca —prosiguió—. No, no estoy a punto de recordar. Historias acerca de la luna. ¿Alguna cosa en eso?
—No tengo ni idea. Podemos mirar atrás, para ver si había luna llena la noche que la mataron. Un buen argumento psicológico para el abogado defensor.
—Estoy pensando… la violencia está a nuestro alrededor día y noche. Estamos saturados en ella. Hemos adquirido un nivel muy alto de tolerancia hacia ella. Pero este japonés es algo extra. Es como una sorpresa. Matarla. Comerla. Deja una señal.
—A mí me dejó una señal —gruñó Castang—. Ha estado a rayas verdes y amarillas durante quince días. También me arrancó un pedazo de hombro de un mordisco.
—Considérese afortunado porque no fue la arteria carótida —encontrándolo todo mucho más divertido que Castang—. Aquí está otra vez la muchacha.
—No hagas nada —dijo Vera— sin chicas. —Era su tema perpetuo; la cabeza del Rey Carlos, como ella misma admitía cuando no era demasiado subjetiva. Había encontrado una aliada inesperada en Judith la Oscura (uno de los chistes ingleses de Richard que tenía que ser explicado) y se hizo un ataque frontal contra los Hombres. No, ataque no era la palabra correcta. Esforzada y agresiva como había sido con frecuencia durante los últimos dos años, esta noche era más su antiguo yo.
—Es terriblemente sencillo, en realidad. Todas las mujeres lo saben; no soy sólo yo o Judith. Pero muy pocas lo han trabajado o han hecho algo al respecto. Es esto; un hombre y una mujer son inseparables. No podemos seguir teniendo un mundo del hombre. Hay que mirar la historia y ver lo ruinoso que esto ha sido.
—Hay que mirar alrededor ahora, y la historia no importa.
—Pero en las muy raras ocasiones en que las mujeres han tenido algo que decir respecto a lo que pasaba, ha sido aún peor. —De toda la habitación estaban llegando ejemplos y sugerencias útiles. La emperatriz Catalina de Rusia comparada con Mrs. Tatcher, con ventaja para ninguna de ellas. «La Mujer Gandhi» y la reina de Egipto Hatshepsut. Pero María Teresa seguro…—. Las mujeres que imitan a los hombres —prosiguió Vera imperturbable— no es una buena idea. Las características femeninas, claridad de pensamiento, poder de decisión y concentración, fuerza de carácter, quedan pervertidas.
—¿Siempre ha sido así?
—No se puede decir. Casi todos los documentos de la antigüedad se han perdido. Todo lo que ha sobrevivido fue escrito por hombres. Propagandistas con grandes prejuicios como San Agustín.
—Los romanos en Inglaterra —dijo Richard— tuvieron muchos problemas con una dama llamada Boadicea que fomentó una insurrección. Se la representa como una terrible y sanguinaria bruja vociferando montada en un carro y alentando a los salvajes a masacrar a los inocentes romanos. La verdad histórica podría ser completamente lo opuesto. No conocemos nada de la Europa precristiana excepto lo que la propaganda romana decidió servir, y eran los mayores tramposos. Comparad las sucias historias que los Tudor difundieron acerca de Ricardo III; el lodo duró quinientos años. Tácito menciona a una dama llamada Veleda que hace lo mismo en Alemania, refiriéndose quizás a Lorena. Era un tipo honesto, pero sólo tenía fuentes romanas adonde acudir. Es como la evidencia de un juicio; suena mal si no tienes más que el argumento de la policía para formarte una opinión.
—La cuestión es que tienes que tener a un hombre y a una mujer trabajando juntos en armonía —dijo Vera—, y ¿esto es posible cuando uno u otro está siempre poniéndose arriba? Me siento pesimista respecto al futuro cuando miro al temible viejo fascista que gobierna mi casa. —Lo cual hizo reír a Castang.
Era pasada la medianoche, y esperaba encontrar dormida a Vera. Pero estaba muy despierta cuando él llegó a casa, sentada en la cama y aterradora: una moderna Veleda. ¿Eran las mujeres no liberadas las que eran tan agresivas? Pero su sonrisa era amable.
—¿Te apetece un poco de leche?
—No estoy cansado —quitándose los zapatos—. No he hecho nada, en realidad, más que estar sentado y mirar aparatos de televisión. Sí, es pesado; pero siempre se pueden apagar.
—Estaba pensando en devolverles la invitación; quiero decir aquí… ¿crees que es posible?
—¿Por qué no?
—Me he hecho amiga de Judith, pero él todavía me asusta. Pero estaba pensando sobre todo en ti, y tus relaciones en la oficina.
—Él desconecta. Entiende tu teoría Wenmick; en casa es una persona diferente. Yo le admiro bastante; a mí no me resulta tan fácil.
—¿Nunca ha tenido amigos, quieres decir?
—Es una persona muy solitaria, y reservada por naturaleza y por la profesión. Ella no siempre le ha servido de ayuda.
—Como nosotros, quieres decir.
—Las comparaciones —dijo Castang estirado— siempre son peligrosas, y no encuentro aquí un auténtico paralelo.
—Mmm… O sea que no estaría mal, ni sería humillante. ¿Falta de tacto? Siempre me estás diciendo que no tengo tacto.
—Oh, sí —dijo Castang, metiéndose en la cama de un salto—. Tú tienes estas fantasías.
—Entonces hazme el amor —dijo Vera, arrimándose.
A pesar del sueñecito del día anterior por la tarde, Castang estuvo bostezando bastante en la oficina; se sentía flojo. La reacción del esfuerzo concentrado en la chica comida. Pobre Lonny. ¿Sería solamente un «clásico caso», una «finura legal»? El fiscal, decía en su informe, no estaba satisfecho con los golpes y heridas que causaban la muerte voluntariamente. Asesinato. Definitivamente perseguiría una petición de cadena perpetua. En cuanto al barbarismo, estaba preparado para admitir que cortar pedazos de un cuerpo muerto y comerlos no entraba en la clasificación de tortura. Pero la violación fue cuando todavía estaba viva: el profesor Deutz era preciso en este tema. Agravado, todo ello, en el peor sentido posible. No estaba preparado para escuchar alegaciones de locura de ningún tipo y las rechazaría, definitivamente. Y la cadena perpetua iba a significar toda la vida, en lo que a él se refería; si el tribunal dictaba otro fallo, estaba preparado para presentar una apelación contra la sentencia.
—Vamos —dijo Castang—, no hay apelación en la Audiencia de lo Criminal; hasta un niño lo sabe.
—Sólo quiere demostrar que está bastante agitado.
—Hablar ya de la sentencia del tribunal, cuando la instrucción todavía no ha empezado siquiera.
—Pobre juez de instrucción —dijo aquel personaje, con sentimiento. ¡Del todo! Una instrucción criminal es «à charge», que significa que pretende establecer la culpa, y «à décharge», que debe buscar todos los elementos que puedan absorberlo. Cuando la evidencia de la policía es técnicamente suficiente para hacer que la culpa sea segura… mmm, esta sangre en los desagües, mmm, supongo que podemos llamarlo concluyente… nos vemos conducidos otra vez a este asunto infernal del budismo y la locura provocada por la luna, y el Fiscal estará fustigando a todo el mundo con historias sobre los comandantes de los campos de prisioneros, que decapitaban a la gente con sables ceremoniales; no me gusta esto en absoluto, Castang.
Sin embargo, él (el Fiscal de la República muchas veces, en la actualidad, es una mujer, pero éste era sin duda él) ha echado algunas flores en tu dirección. Se harían cumplidos ante el tribunal por la rapidez y eficacia de la investigación de la policía judicial.
—Yo no quiero cumplidos. Él puede decir ahora mismo cuánto lamenta lo de mi hombro, y darme una medalla, ascenderme, y concederme otro mes de vacaciones en este mismo instante.
—Sí —riendo—, pero también estuvo muy bien con la prensa.
Cierto: con su estilo usual de excesivo énfasis, la prensa local había sido muy retórica: «Abominable crimen… odiosa violencia… innombrables barbaridades… todas las energías y los recursos de la Policía Judicial… la absoluta determinación del comisario Castang, jefe de la Brigada Criminal… dijo con los dientes apretados a nuestro enviado… no quedará sin castigo… Satán entre nosotros».
¡Con los dientes apretados! Todavía, puesto que había tenido un ligero revés con este imbécil respecto al tema de los padres de Lonny, que no habían tratado de ser desagradables. De todas maneras, aquel hatajo de viejos fascistas (el periódico local, seis meses después del suceso, todavía no había conseguido ponerse de acuerdo con la mayoría socialista) estaba moralmente obligado a aporrear su tambor de la Ley y el Orden.
Incluso había un párrafo de sobria aprobación («un asunto rápidamente dilucidado») en la página de asuntos judiciales de «Monde». Como Richard había esperado piadosamente, un buen tanto para el departamento, y no antes de lo debido.
Orthez estaba extremadamente alegre.
—Maisonneuve está furioso. Le he secado las lágrimas. Sólo porque ha dado la casualidad de que ha tenido lugar fuera de los límites de la ciudad, dice, recibimos todas las alabanzas por un trabajo que de todos modos era algo muy fácil, y todo es una ofensa personal. —Orthez tenía una especie de informador allí; un compañero de bebida, de hecho, algún decidido inspector joven con ganas de ser trasladado a la policía judicial, pero atento a no decirlo demasiado alto. Castang proyectaba hablar con el viejo Riquois, pero las «confidencias» que Richard le había hecho (hasta ahora muy breves, y había mucho más por venir), le dieron que pensar. Se encaminó pesadamente hacia Fausta. A Richard le gustaba decir que la puerta siempre estaba abierta, pero no siempre era así. Sin embargo, hubo amplias sonrisas a ambos lados de la puerta.
—Agua blanca al frente —dejándose caer en la silla.
—Rompientes. Arrecife de coral sumergido. Si sólo fueran plumas desarregladas que necesitan ser peinadas… pero usted está… tiene este asunto privado.
—Vaya al grano, no le dé vueltas. ¿De qué se trata? —dijo Richard.
—Maisonneuve, que hace comentarios punzantes respecto a nuestro asunto del japonés. Lo que realmente le mosquea, sin duda, es que yo haya abierto otra vez la ficha del asunto de la estación de ferrocarril. Ha oído decir, o se huele, que hemos instalado cámaras en la estación, y lo de los narcóticos no le engaña, piensa que tengo algo, o que estoy urdiendo algo inteligente. Soy la cuchara fría en este suflé. —Richard descruzó las piernas y las cruzó hacia el otro lado; no parecía malhumorado pero lo estaba.
—¿Estás tramando algo?
—No, y menos que nada quiero hundir a Maisonneuve en aceite hirviendo. Agradable pensamiento, pero la vida es demasiado corta.
—¿Tienes algo?
—Una idea que apenas está en los límites de una posibilidad.
—Mmm, Riquois no es contrario a dar un empujón a quien sea; y si al hacerlo puede irritarnos, mucho más divertido aún.
—Exacto, y si yo voy a conciliarme se preguntará qué hay detrás de ello, Fabre se enterará, y le preguntará qué está pasando, lo cual no va a ayudarle a usted.
—No, ha hecho muy bien al venir a contármelo. ¿Qué está haciendo?
—Jueces y todo eso, acuerdo comercial japonés. Después me sentaré un rato más detrás de mi cándida cámara. —Esperando, en realidad, que sirviera de algo más, pero sin decirlo.
—Déjemelo a mí. Me servirá de pretexto convincente para acercarme a Fabre.
—De acuerdo.
El comisario Fabre, el jefe de la Policía Urbana, era un hombre corpulento. Gordo, no; no había nada blando en su voluminoso armazón. Fornido, ¿o quizás robusto? Tampoco es del todo exacto; sus movimientos eran lentos y la voz pomposa para el prefecto o el alcalde o cualquier comisario político de París, y, por supuesto, para los periodistas. Richard le conocía mejor, porque, como él mismo, Fabre hacía muchísimo tiempo que estaba en esta ciudad y ocupaba este puesto, y tenían suficientes cosas en común para llevarse bien la mayoría de las veces. Podía ser de movimientos ágiles y rápido; hay hombres gordos con los pies ligeros. Y podía ser un oso; cuando parecía estar suplicando misericordia era de lo más peligroso. No le gustaba que le empujaran a los rincones o que le acosaran. No era quizás terriblemente brillante, pero sí lo bastante brillante. De unos cincuenta y cinco años y, a diferencia de Richard, todavía promocionable. Quizás no París, pero muy posiblemente Lyon. Centrista en su política; un tipo que sabía reconciliar sus alas derecha e izquierda; lo haría bien en Lyon… Pero por ahora todavía estaba aquí.
Su oficina en la central era grande y confortable, en el viejo edificio, con grandes ventanas y suelo de madera, y cuadros en las paredes prestados de la reserva del museo; maestros italianos muy por detrás de Caravaggio, de tercera clase para un experto pero que impresionaban a las visitas, en marcos muy adornados. Mujeres de Siena o Bolonia bien alimentadas con gordos bebés. La familia de Fabre. Tenía una esposa cuyas infidelidades él conocía. Las suyas propias se ocultaban mejor. Reinaba la armonía doméstica. Tenía un aliento altamente venenoso, y Richard se preguntaba cómo era que las mujeres no parecían notarlo. Fumaba en pipa, gracias a Dios, y eso ayudaba. Los cigarros del propio Richard, brasileños y también de naturaleza venenosa, completaban el necesario proceso de desinfección.
—Bien, bien, hola, hola —poniéndose de pie (Fabre conocía el valor de la cortesía) y saliendo de detrás de la enorme mesa estilo Luis XV que servía de escritorio (una imitación, pero era cara y una buena imitación) y alargando una sólida mano color marrón pálido de suave piel de ante, moteada con manchas leopardinas de un marrón un poco más oscuro—. ¿Cómo estás, mi querido amigo? —Había cigarros en una caja de cuero que estaba hecha para que pareciera un libro; también había bebidas en un armario que simulaba una librería. Estas delicias le fueron ofrecidas sabiendo que serían rechazadas; pero era más cortesía.
—Lo que tengo que decir es una confidencia auténtica y absoluta.
—¿Vamos a algún otro sitio?
—De ninguna manera. —Detrás de aquellas falsas fachadas había grabadoras y Dios sabe qué, que daban una sensación de intimidad y ayudaban a Fabre a ser una persona cordial y amistosa. También debía de ser un tipo erudito, si había leído todos aquellos libros.
—La cuestión es, París me está encima, de esa manera tan pesada que tienen. —Gestos afirmativos con la cabeza—. Quieren un informe confidencial.
—Ha habido una especie de limpieza en las altas esferas. —Comprensivo.
—Se asustaron con todo ese asunto de Marsella. O sea que, ¿queda algún hombre del S. A. C. de los días del cuerpo de guardia particular? Y este gran lavado de ropa sucia que rodea a esos infernales príncipes. —Alusión a un monstruoso escándalo de unos años atrás ante el cual el gobierno anterior había hecho todo lo posible por mantenerlo guardado, sin tener suficiente éxito. Aparecieron arrugas en la cara, y la pipa subió y bajó—. No es un trabajo que tenga mucho atractivo para mí.
»Aunque nada sería más fácil, a la vista de ello, que escribir un informe encubriendo las faltas, podría no ser recibido favorablemente y resultar un arma de doble filo. No me gustaría tener a R. G., lleno de fervor, entre nosotros tomando notas. Y no me gusta en absoluto la idea de una caza de brujas, con punzantes insinuaciones referentes a las simpatías de fulano y zutano por la derecha. En mi servicio igual que en el suyo… Si hay alguien que a los dos nos pareciera que sería más feliz con un puesto en… el pas de Calais, nos gustaría que la sugerencia fuera nuestra, ¿no es eso? Y no una expresión de la opinión popular en el Ministerio.
»Como salvaguarda, podría estar bien tener un cofirmante de una cosa así. Entre la espada y la pared. Por una parte, una imputación de confabulación; por la otra, cualquier olor de indirectas interdepartamentales; una actitud de “más puro que tú”. ¿Está de acuerdo? Bueno, por supuesto, pero ¿tiene alguna sugerencia? En conjunto, puesto que la iniciativa se me deja a mí, la elección correcta es muy importante, y me gustaría saber qué piensa usted de Maltaverne.
Monsieur Fabre fumaba y miró por la gran ventana. Cuando se hizo aparente que tenía que decir algo, digo unos golpecitos a su pipa y dijo:
—¿Le conoce muy bien?
—En absoluto, por eso se lo pregunto a usted. ¿Es un tipo prudente, que entendería la discreción que se necesita? Es más qué impresión causaría en París que qué impresión me causa a mí. No es ningún secreto para usted que mis objetivos con la soberanía anterior más bien carecían de entusiasmo, lo cual es el motivo, debemos suponer, de que hayan pensado en mí ahora. No tengo ninguna intención de ser un instrumento manejable. Lo tengo muy claro —dijo Richard con toda verdad—, en cualquier momento en que quieran darme la jubilación, estaré encantado.
—Y éste es el motivo —dijo Fabre— por el que ahora le eligen, si puedo decirlo sin ofenderle.
—¡Ofenderme! —riendo sinceramente—, me conoce bien. Seguro que ellos piensan que como mucho estoy en un estado de confusión, ya me entiende. El entusiasmo está notablemente ausente. De modo que si lo que yo escribo está fortalecido por alguien fuerte, que pudiera esperar un legítimo ascenso, mi visión del asunto es que se llegaría a un buen equilibrio en la opinión presentada. ¿Le gusta mi elección?
—Mucho más que si me lo hubiera pedido.
—Eso podría oler un poco, pensé, y por eso no lo he hecho. Es lo que ellos esperarán, y desequilibrarlos un poco… En el transcurso de los años hemos conseguido encajar bastante bien; hecho que ha sido observado por los sucesivos prefectos, y será una ficha que habrá sobrevivido cuando las otras fueron al incinerador cuando el cambio.
—Hablaré con Maltaverne —dijo Fabre—, y para evitar cualquier idea que se le pudiera ocurrir de que se trata de una trampa, le sugeriré que vaya a verle a usted. Abierto. Franco.
—Estoy encantado —dijo Richard— de que se le haya ocurrido la misma idea.
—Es lo bastante joven para sentirse adulado. No por eso le adule más.
—Necesito la adulación para mí mismo —riendo— y no me queda para los demás. Por cierto, y hablando de adulación, ¿recuerda quizás aquel expediente referente al hombre hallado en el coche, cerca de la estación, sobre el que el juez de instrucción armó cierto alboroto?
—Vagamente. Riquois, al fin y al cabo, es otro especialista en ausencia de entusiasmo. Y su jubilación está a salvo. ¡Un hombre de su gusto!
—Absolutamente. Por eso no tengo malos sentimientos. Pero el Fiscal envió el expediente a Castang, y tiene que hacer gala de que está trabajando en ello. Como para notar que esto no fue una falta de tacto. Quiero decir que Riquois no tiene malos sentimientos respecto a nada salvo a alguien que se mee en el Muscadet, pero Castang no quiere ofender a Maisonneuve, ni mostrar más fervor del que el fiscal pueda considerar apropiado.
—Me encargaré de eso por usted; y a cambio, no le dé mala nota a Maisonneuve, ¿eh? Hasta que me saque de encima a Riquois… De lo contrario nunca tendré hecho ningún trabajo de la brigada criminal. —Fabre pronunció una frase de despedida adecuada. «Recuerdos a su esposa» no servía para Richard; ella nunca era mostrada en público. Su propia esposa, que frecuentaba la mesa de bridge del prefecto, causaba en conjunto más problemas—. A ver si tomamos una copa algún día.
—Sería muy agradable. ¿Digamos —apretándose la punta de la nariz con un índice pensativo— cuando haya tenido una charla con Maltaverne? Haré que mi chica le llame, ¿de acuerdo? Recuerdos a su esposa.
—Desde luego. —Al menos, él no se ha acostado nunca con ella, pensó Monsieur Fabre, suspirando al recordar la larga lista de los que sí lo habían hecho. Tenemos una pequeña lista; no para la edificación del Ministerio en París.
Tiene problemas con su esposa, estaba pensando Richard, regresando a la fábrica no con más entusiasmo del que era necesario para cambiar las marchas; y yo tengo problemas con la mía; ¡no son los mismos problemas! Pero eso hace que nos tengamos un poco de simpatía sin decir nada, eso es cierto. Todas estas hipocresías… y esos infernales politiqueos de la oficina… suspiró profundamente. Sería agradable ser honesto para variar.
El semáforo se puso verde frente a él, y detrás de él un hombre con prisa en un inquieto caballo de guerra de seis cilindros tocó el claxon con impaciencia: vamos, abuelo, despierta.
Fabre es básicamente un tipo de bastardo decente. No hay que mirar ese horrible despacho falso, igual que no hay que acercarse demasiado a su aliento. Se ha adherido estrictamente a las reglas elementales de los policías, que significan no hagas la pelota al prefecto y mantén tu administración honesta, y jamás te imagines que eres el Gran Detective. Bueno cerrando uno u otro ojo. Quizás demasiado bueno cerrando los dos alguna vez. Bien, bien, pensó Richard, conduciendo por en medio de la calzada para molestar al de detrás, quizás es menos hipócrita que yo. Dejemos que venga el viento del norte y ambos seremos barridos, ¿y cuál de los dos lo merecerá más?
Desde que regresé de Inglaterra, no he vuelto a ser el mismo, ¿verdad? Quizás no es demasiado tarde para recordar que yo también estoy casado.
Castang estaba pasando las cintas de vídeo de lo que había grabado.
—No obstante —estaba diciendo Lucciani, dudoso—, una chica de quince años… parece bastante forzado.
—Mi querido muchacho —respondió Liliane— la semana pasada, en Lyon, una chica de quince años mató a un hombre, y ésa salió en antena sólo porque los locutores de televisión, que están tan al día en lo que ellos llaman noticias, llevan un atraso de cinco años atrás en sus ideas.
—Yo no tengo que saber lo que pasa en Lyon —impasible.
—No, porque nunca lees los recortes que se supone tienes que leer; o sabrías que se ha dado este caso.
—De todos modos, ¿tiene quince años? —preguntó Davignon—. A mí me parece mayor.
—Es por esos meneos junto a la luz de gas. ¿Y es importante?
—Sólo será importante para un juez, si estamos en lo cierto.
—Exactamente —dijo Castang—. Lo único importante es que aparente quince años para el objetivo. Si es que lo hay.
—Correcto —dijo Liliane—, suspensión de la incredulidad.
—Lo que Liliane te está diciendo —a Davignon le gustaba explicar las cosas de una manera estirada, como un erudito— es que el locutor de televisión trata al público como si fueran imbéciles, y el público no lo comprende o realmente cree en ello. «¡Tan joven!», dicen, conmocionados.
—O sea que deberían estar conmocionados —dijo Liliane brevemente.
—¿A quién mató la chica de Lyon? —preguntó Castang, que tampoco leía nunca los recortes; había demasiados.
—A un hombre de negocios. Dijo que había intentado violarla.
—No veo que tengamos aquí gran cosa. Quiero decir, como base —Davignon pensaba en voz alta.
—Es muy poco —coincidió Castang—, y de muy poca calidad técnica, porque fui muy torpe con la cámara. Lo que me sorprendió fue que tenía una especie de habilidad. La manera como dominaba a la multitud; tenía esa mirada practicada que los entrega. Pensé sin vacilar que era un señuelo para alguien o algo. ¿Carterismo? Pero no vi que nadie la captara o la siguiera. Entonces me pregunté si podía estar trabajando para alguien que estuviera fuera. No pude ver nada, pero de todos modos llegué muy tarde.
—No veo por qué debería haber nadie fuera. Encuentro directo —ofreció Liliane.
—Vamos, Lili, ¿quién quiere ligar con una cosa huesuda como ésa?
—Eres demasiado joven. No, en serio. Tú no vas buscando chicas por la calle. Si lo hicieras verías muchas, semiprofesionales o profesionales, algunas de ellas con muy buen aspecto realmente; elige. A ti no te interesa ninguna adolescente.
—En verdad no. —Lucciani parecía sincero—. Sabiendo lo que están haciendo y siendo capaces de cuidar de sí mismas.
—Pero los hombres, cuando se hacen mayores (lo siento pero sé de lo que estoy hablando), tienen predilección por las jovencitas. Experiencia; una profesional dará lo mínimo que pueda por lo máximo que pueda sacar. Diez minutos, y tan divertido como tomar una taza de café. Desconfianza, ¿está limpia, es de confianza, creará problemas? Cualquier cosa de más de veinte años empieza a parecer bastante deteriorado a sus ojos. Y el ángulo de la vanidad; se están haciendo viejos, gordos y calvos. Si una jovencita demuestra que todavía les encuentra atractivos, es algo irresistible.
—Tiene razón —dijo Castang.
—¿Te estás haciendo viejo, papi?
—Libro de texto; cuanto más viejo, más joven le gusta la carne. Ser paternalista con una jovencita, el papel psicológico es más fácil de interpretar. Ser galante con una de diecinueve años… tienen miedo del desaire, de que se ría y diga «eres viejo, y gordo, y feo, y goloso»; les hace enfrentarse a sí mismos y eso duele.
—Una muy joven todavía podría escuchar los recuerdos de guerra de papá sin bostezar.
—Muy bien, me convences; ¿y después qué?
—Proporcionarle un blanco —dijo Liliane.
—¿A quién tenemos de más de cincuenta años, gordo y calvo?
—Castang. —Risas ahogadas.
—No me gusta mucho; es demasiado obvio, y todos nosotros tenemos aspecto de policías.
—Puedes ir disfrazado.
—No.
—Entonces Richard. Al menos él tiene recuerdos de guerra que le podrá contar.
—¿Vas a ir a sugerírselo?
—No.
—Asunto concluido, pues.
—Id a trabajar un poco —dijo Castang—. Liliane, tú quédate.
—Favoritismo —dijo Lucciani. Castang esperó a que la puerta estuviera cerrada y dijo—. ¿Piensas, en serio, que hay algo en esto?
—Sí, creo que sí.
—¿Predicciones?
—Pienso que casi las estoy haciendo.
—Dime por qué. —Sencillamente, humanamente, sentía afecto por ella. No había nadie en el departamento de quien se sintiera más cerca. No era tan sólo respeto por su cabeza práctica o estima porque nunca se quejaba. El rostro franco y duro y los vivos ojos grises en sus órbitas de peculiar forma de diamante mostraban inteligencia y carácter. Costaba trabajo ahondar más, pero se encontraba a un ser humano extremadamente amable y bueno.
—Encaja perfectamente bien. Siempre he creído que estos dos casos estaban relacionados, ya lo sabes. No creo que ella busque un ligue, necesariamente. Si pesca a un hombre, y funciona de esa manera, bueno. Me parece más convincente que ella se haga la patética y la pisoteada; alguna historia de padre brutal o de una familia que la ha echado de casa. Pide sitio en casa de alguna amiga. Quién sabe, puede que incluso haya una amiga. ¿Por qué íbamos a estar seguros de que el cómplice es un hombre?
»La psicología del asunto no me preocupa en absoluto. La gente dice cómo es posible que una jovencita pudiera actuar tan inhumanamente. Yo respondería que la humanidad es una cosa que aprendes, con dificultad, mediante la experiencia. Los niños son inhumanos, duros, porque no han aprendido el amor y el sacrificio, porque nunca los han visto, ¿cómo se puede esperar que presenten estas cualidades espontáneamente?
—Si la técnica de la seducción es la correcta, y yo no veo ninguna otra, ¿quién crees que sería un buen blanco? —preguntó Castang.
—Yo —dijo Liliane—. Y no veo por qué no podemos tener dos, para tener mejores oportunidades. Maryvonne. Parece menos un policía que ninguno de vosotros. —Castang lo pensó. La joven júnior pelirroja del departamento parecía amable. Y mucho más vulnerable que Liliane.
—¿Dónde está Maryvonne?
—Está fuera. Pero puedo hacerla venir esta tarde.
—¿No significará eso dividirnos demasiado? Necesitamos a todo el mundo que podamos conseguir.
—No veo que eso sea ningún debilitamiento. De todos modos necesitamos dos coches. Si tengo razón, la chica coge a uno u otro, y el otro se limita a seguir; no hay que hacer nada más.
—Voy a dejarme guiar por tu opinión en esto, y asumiré la responsabilidad.
—No estoy totalmente segura. Pero es una predicción.
—La predicción —pedante— es la única base sólida para el descubrimiento.
El hombre que nace cae en el sueño. Castang despertó de su ensueño con esta frase en la lengua; parecía parte de una cita, pero…; encontró a Liliane sentada todavía al otro lado del escritorio mirándole, con la cara plácida, sin mostrar inclinación a inquietarse. Ensueño, sueño; no, había sido un poco mejor que esto. ¿Una proyección imaginativa? ¿Un poco de contemplación de la bola de cristal?
—No me satisface mucho esto, Lil. Acepto que puede funcionar; las probabilidades en contra son muchas, pero podemos decir que es una posición conocida; es ponerte a ti y a Maryvonne ante un riesgo considerable, y no estoy convencido de que podamos cubriros debidamente.
—Esto sólo es así en teoría. Prevenidos significa prearmados y nosotros lo estaremos.
—Muy bien. Ensayo con trajes a las seis de esta tarde; díselo a los demás y traza el plan.
Sí, era una cita de uno de los escritores de Vera, y la otra mitad era «hay que sumergirse en el elemento destructivo», lo cual sonaba vagamente germánico y romántico. Él lo era mucho, o no lo suficiente. Un buen policía no se habría sumergido en el elemento destructivo hasta el punto de estar asustado de lo que planeaba hacer… ¿o lo había entendido todo mal?
—Es Conrad —dijo Vera—. Stein en Lord Jim. Comentario sobre el joven que saltó del bote porque su imaginación pintó un desastre tan vivamente que olvidó su valentía. A ti no te ocurrirá, eres demasiado francés.
—Pero demasiado romántico —preparándose para hacer la siesta.
—¿Tienes que salir también esta noche?
—Sí.
—Entiendo —dijo Vera, fríamente.
Castang deseaba no haber dicho nada de su propia cobardía. No era agradable ser la esposa de un policía por la noche, sola.
Vera, sin embargo, había aprendido a sumergirse en este elemento destructivo. Castang es un buen policía, le dijo Richard sin que él lo oyera, porque está bien protegido familiarmente. ¿Era demasiado romántico? Bueno, al revés de ella. Boba cerda checa, se llamaba a sí misma.