«FAUSTA »—por el interfono. Voz de Richard-jefe.
—¿Sí? —¿Venía la voz de Su Merced del estudio marrón (como parece que se llamaba, nadie sabía por qué) donde había estado toda la mañana?
—¿Tengo que almorzar con alguien?
—Será mejor que sea así, porque no he tenido tiempo todavía de reunir a su comisariado. Un momento, lo miraré. Sí, un tal Monsieur de Biron, suena bastante pomposo. ¿Quiere que reserve una mesa?
—No, sólo vamos a Maxims cuando paga él. Oh, a propósito de Maxims, ponme con mi esposa, ¿quieres? —Esto era oscuro, pero los retorcidos razonamientos del Venerable con frecuencia lo eran.
—Así que va al club de golf, ¿no? Quiero decir, por si hay alguna emergencia.
—Eso es, sólo un poco de ensalada.
—Le marco… Madame, el comisario para usted. —Fausta sabía que era mejor no escuchar por esa línea. Nadie era más reservado respecto a la vida privada. Nadie había visto siquiera a madame Richard. Se rumoreaba que ni siquiera hablaba francés; los «fragmentos de conversación» que por casualidad alguien había oído alguna vez eran en español. Fausta no sabía español; se encontraba a veces que tenía que dejar mensajes hablando como Stendhal en una extraña mezcla de italiano e inglés. El enigma monosilábico del otro extremo nunca decía nada más que «Compris».
—No piensa jugar al golf, ¿verdad? Está lloviendo.
—No, no; voy por negocios. Iré directo a casa esta tarde. Oh, me olvidaba, ponme con el comisario Salviac en tu línea… ¿Salviac? Observé anoche que no se seguían mucho mis instrucciones, incluso que se omitían… ah, si quiere que se lo especifique, me estoy refiriendo al uso de la violencia que no deja señales externas… Sí, la brigada de violencia trata con la violencia; lo sabía y lo sé… muy bien, tendrá usted detalles. Uno de sus hombres, cuyo nombre no diré, sujetaba una oreja del sospechoso contra un fino panel, muy resonante, mientras otro payaso daba un fuerte golpe con un martillo en el otro lado… Sólo esto. No discutiré más; ésta y demás prácticas similares cesarán de inmediato, ¿está claro? Aprecio que defienda usted a sus hombres, y estos mismos hombres actuarán sin recurrir a la violencia: ¿compris?
Bien, bien por el Venerable. Fausta sabía muy bien que decirlo delante de ella era un paso extremo. Nadie daba una instrucción de éstas por escrito, puesto que nadie admitía que existieran tales barbaridades; decirlo en la oficina exterior era equivalente a arrojarlo directamente a la fotocopiadora.
Había un hecho que habría sorprendido y en verdad desconcertado a Fausta: que al Comisario de División no le había agradado tanto verla de nuevo esta mañana lluviosa como habría debido. Se le había pasado por la cabeza, ocasionalmente, la idea de que Miss Secretaria Confidencial era un poco demasiado mandona. Las ventajas sobrepasaban, por supuesto, las leves irritaciones que uno sentía de vez en cuando; la seguridad y certeza de que le recordaría sus citas, incluidas aquéllas que él deseaba olvidar y serían deliberadamente olvidadas eran de gran valor; y la sensación de que Nanny, sentada haciendo punto junto a aquel bonito lago (vago recuerdo de la Laguna Redonda de Kensignton Gardens) estaba a punto de decir «No te alejes mucho, querido» era un precio pequeño que pagar. Y la tendencia de la Gallina Clueca a preocuparse por la digestión; asimismo, una carga que raramente se hacía pesada: él detestaba tener que ir a comer fuera. La verdad era sencilla, y no tenía nada que ver con el señor Comisario de División al mando de la SRPJ; él la amaba, y ella le amaba a él. Amar no significa necesariamente acostarse juntos. Él no lo preguntaba, pero si Fausta sentía necesidad de ir a la cama con alguien, seguro que no le faltarían ofertas.
Era simplemente que había estado fuera; y era de esperar que no hubiera regresado demasiado pronto. Porque durante unos cuantos días, el comisario Richard había llevado una vida secreta.
En conjunto había habido demasiadas facilidades con Mr. Aldo de Biron. Su actitud, delicada y que inspiraba confianza, era demasiado perfecta. Era como un cirujano especializado en mujeres ricas, tan paternal, tan tranquilizador. «Oh, está este pequeñísimo nódulo. Apenas si merece la pena preocuparse por él. Simplemente para que se quede tranquila lo sacaremos, ¿de acuerdo?». Y cuando despertabas te faltaba un seno.
No recorrías toda aquella distancia para jugar al golf, ni siquiera si el campo era bonito, en un paisaje agradable. No abordabas a nadie que no conocías con un encanto tan envolvente. No se apoderaba de ti instantáneamente un afecto tan grande por el recién conocido como para visitarle en su casa con un pretexto tan débil para las molestias tomadas. Mr. de Biron había querido echar un buen vistazo a sus circunstancias particulares y a su escenario familiar. No había existido una invasión real de la intimidad. Richard habría preferido que la hubiera habido; le parecía que habría sido mucho más natural.
Nada de esto significaba nada. No. Y él no tenía buena opinión de las intuiciones. Buenas cosas a tener en su momento y lugar. Algunos policías las tenían, por supuesto. Incluso los buenos. Castang estaba sujeto a ellas. Acompañaba al hecho de tener un poco demasiado de imaginación, de ser un poquito demasiado brillante. La opinión sobre los oficiales de policía es muy parecida a la que se tiene sobre el personal de una facultad universitaria; en las filas superiores de la jerarquía hay una firme e inerradicable noción de que ser brillante y ser «cabal» se excluyen mutuamente. Richard era un buen artesano, y le gustaba tener una amplia selección de herramientas probadas, usadas y acostumbradas a sus manos. Había herramientas con las que ser cabal y otras con las que ser brillante, y él las sabía utilizar.
Le habría gustado utilizar a Castang para este problema concreto… problema, no; más una intranquilidad machacona, un ligero chirrido en la caja de cambios y la sensación de que el sincronizador no es todo lo que debería ser. Estas intuiciones… como la mayoría de personas con autoridad Richard las contemplaba como una fiebre intermitente; algo como la malaria. Él creía en los antiguos remedios como una dosis diaria de quinina para desalentar a las personas como Castang. Actualmente era la herramienta que se necesitaba. Pero ahí entraba ese infernal homicidio corriente. No podía quitar de allí al jefe de la brigada de delitos importantes; parecería mal y se interpretaría como una falta de confianza. Y pensándolo bien, un homicidio de este tipo es un buen terreno de prueba para el policía intuitivo. Éstos eran muy rápidos o muy lentos en resolverlo. Deja tranquilo a Castang y tienes una excelente oportunidad de tenerlo rápido, y como es llamativo y atrae a la prensa, todo está a favor de que vaya rápido. Un buen tanto para el departamento, y buena suerte; detendría durante varias semanas a cualquier oficial recién nombrado en París que estuviera ansioso por mostrar su adhesión al nuevo régimen: se ruega a todos los policías que a partir de ahora sean buenos socialistas. Yo ya soy un buen socialista, y no quiero que nadie me diga cómo tengo que serlo.
La vida secreta de Monsieur Richard había comenzado con un silogismo.
Premisa principal: Castang estaría bien como dosis metafórica de aceite de castor en Mr. Aldo de Biron, pero no puedo en conciencia retirarle de este homicidio.
Premisa secundaria: no hay nadie más en este departamento en quien se pueda confiar para un asunto tan delicado como éste.
Conclusión mal acogida: tengo que hacerlo yo mismo.
No le entusiasmó la empresa. Había hecho de la ausencia de celo por ladrar uno mismo (¿para qué tenía uno perros?), un principio, hacía ya varios años. Y tampoco estaba contento.
Había muy pocas cosas con las que estuviera actualmente contento y esa sensación databa de aquel extraño momento de crisis personal que tuvo en Inglaterra. ¿Qué se había apoderado de él entonces, y qué se estaba apoderando de él ahora? Trastornos internos; probablemente lo que necesitaba era una buena dosis de alka-seltzer.
En términos policiales llanos, el problema era muy sencillo. Para averiguar algo más acerca del pensamiento de Biron se seguía la pista a sus movimientos. Especialmente en lo relativo a esta área. Si venía aquí a jugar al golf y a hacer amistad con funcionarios senior del gobierno había (parecía probable) otras ideas en su mollera. Y los movimientos conducían a las afiliaciones; quiero decir que si quieres conocer a un tipo, conoce a sus amigos.
¿Qué pensaría un observador (interesado, cercano) de la reciente, repentina y entusiasta camaradería de Biron con el propio Richard? ¿Qué había detrás de ese lanzar pequeñas bolas blancas?
El término oficial en jerga para la técnica policial en cuestión es hilandería. Un seguimiento efectuado por una, dos, tres personas, variando en intensidad y duración. Para evitar ser descubierto había que ser muy sofisticado. Richard era sólo una persona y no se sentía en absoluto sofisticado.
Con toda mi voluntad, pero contra mi corazón, los dos ahora mejoraremos nuestro conocimiento sin que tú te des cuenta.
De mal humor, Richard fue a visitar a una anciana conocida suya, a la que llamaban Hermana Westmore porque en otro tiempo había trabajado para los Estudios suministrando lágrimas de glicerina para hembras con grandes bustos en California. La antigua muchacha ahora tenía setenta años, pero era muy lista y tenía una buena reserva de historias cómicas. Había conocido a Harry Cohn y a Louis Mayer; a muchos Grandes que habían dado un paso en el cemento mojado delante del Graumans Chinese Theatre y no habían ahondado lo suficiente.
De vez en cuando hacía algún trabajo para él. Sólo podía ser utilizada con precaución. El año pasado Castang había ido disfrazado de banquero, con el aspecto y el comportamiento del cegato de Mister Magoo; coqueteando con la catástrofe. Richard tenía profundos recelos.
—Necesito parecer… ni siquiera Monsieur Todo el Mundo. Mister Nada en Absoluto; Mister Ni Siquiera Existe.
—¿Debe ser muy sencillo, para cambiarlo en segundos? ¿Y de no demasiado cerca? Entonces una peluca; más bien fea y grasosa. Nada de gafas. Mmm, puedo hacerle una máscara; ahora hay unas que son maravillosas, finas y flexibles. Van bien un par de horas sin ser incómodas.
—Como llevar un condón en la cabeza.
—No, es elástico pero se puede respirar. Nada de ajuste molesto ni adhesivo. O la parte de atrás de la cabeza; esto le cambiará el cuello y las orejas. Es perfecto en coche. Oh, es adorable, no se sabe si es Rossignol Skis o el cristal de baccarat para lo que estás viajando. —Dale media oportunidad y se convertirá en la señora Avon.
—Nada de máscaras —dijo Richard con firmeza.
Un coche no era un gran problema; su propio parque móvil… Tenía uno con pegatinas que decían «Banda de ciudadanos abstenerse», muñequitos para el parabrisas y un virulento cojín bordado a mano para la bandeja trasera; todo lo cual podía desaparecer como el número de matrícula, dejando paso a «Yo escucho Europe N.º 1» y el Fan Club del equipo de fútbol.
Monsieur de Biron era cuidadoso, sin duda tenía experiencia, y posiblemente estaba alerta. Richard se consiguió un reloj de vigilancia, un tipo magnético que se sujeta a la carrocería de un coche y emite un pitido que indica lo cerca que se está. Porque no sería conveniente acercarse demasiado.
Es un trabajo que requiere mucha paciencia, y Richard también se proveyó de crucigramas, y ese tipo de novelas de éxito, de setecientas páginas, que pueden abrirse, incluso leerse un rato, en cualquiera de ellas. Porque esperar fuera de las casas de la gente… Estaba escarmentado. Una verja alta como la suya propia; otro a quien le gustaba su intimidad. Había hecho un poco de trabajo en casa, lo suficiente para saber que la esposa estaba en París pero que Monsieur de Biron residía en provincias; generalmente durante unas semanas seguidas.
El primer día no sucedió nada. Biron apareció, pero a pie (bueno para la salud) y vagó por la pequeña ciudad, al parecer con inocentes propósitos.
Pero el segundo día sacó el coche, y lo llevó a la ciudad. Aquí pasó unos momentos angustiosos para pasar inadvertido; al final aparcó en una zona de horario limitado del centro. Richard hizo lo mismo, se detuvo a atarse un zapato, con el pie apoyado en el bordillo; metió el reloj de vigilancia en el tubo de escape. ¿No sería demasiado caliente? Se había olvidado de preguntarlo. La batería debería servir durante una semana.
Fue tras su presa, que subió calle arriba y giró… ¡oh! Entró en un patio. Richard pasó de largo interesándose por los escaparates del otro lado. ¡Las oficinas centrales de la policía urbana! La gente no entra en el edificio de la Policía en busca de una habitación para pasar la noche.
Dudó entre una pequeña galería de arte y una agencia de viajes. Preocuparse por las vacaciones del año próximo iba más con el personaje que mirar cuadros (claramente una inversión arriesgada). Entró, y quedó absorto en el material de vivos colores que presentaba a las Seychelles.
Biron tenía un gran sentido de su peso e importancia; no se ocuparía de subordinados. Su objetivo más probable —presumiblemente— era el comisario Fabre. El número opuesto del propio Richard, el «Central» de la Policía Urbana; una persona gruesa y jovial con un olor sobre sí que Richard todavía no había sido capaz de identificar. ¿Menta? No del todo menta.
Como se sabía de memoria el «organigrama», repasó a los otros mentalmente. Maltaverne, Comisario Principal, encargado de Seguridad: adjunto a la DDPU; Perregaux, Principal al mando de los sectores de la ciudad; Lamennie, Agentes de Uniforme. El viejo Riquois al frente de la seguridad urbana, y su desagradable Maisonneuve de la brigada criminal; no sería él. Tampoco Verdurin, un alma oscura a la cabeza de Means (vehículos, etcétera). Mmm.
Iba transcurriendo la mañana; quizás estaba previsto un almuerzo. Él tendría que permanecer aquí. Las Seychelles se agotaron, pasó a Bangkok. Le preocupaba un poco el cólera en el agua de beber.
Oh. El agente uniformado de la entrada al patio se había erguido, evidenciando su disciplina. Ahí estaban… y sí, Dios, habría apostado por ello. Maltaverne el pájaro de alto vuelo. Cuarenta y pocos años, lo cual era muy poco para un Principal. Y haciendo esfuerzos (Richard lo sabía) para promocionarse más. Un tipo ambicioso. Roland-le-Rapide, le llamaba en el grupo de intervención rápida, el SOS. (Nada de salvación de personas: Service Operationnel Spécialisé, lo cual es impronunciable).
¿Qué había en Maltaverne que llamaba la atención? ¿Y, lo que interesó más a Richard, que no llamaba en absoluto la atención? Para empezar su camuflaje era bueno; entrañaba una fanfarronada de varios pliegues o dimensiones. ¿Doble? ¿Triple? ¿Más?
Una cara francesa redonda y abultada que no parecía francesa, debido a un corte de cabello deportivo con flequillo sobre aquella frente que podría ser alta e intelectual o sólo corta y simiesca. Las cejas eran rectas, pero formaban una «V» en el centro, donde una nariz afilada y carnosa al mismo tiempo sobresalía entre unos brillantes y vivos ojitos.
Esta mirada militar, como de halcón, como un caballero normando con yelmo, de la mitad superior de la cara, contrastaba con la boca y la mandíbula, que eran recias y brutales, y su habilidad para mantener aquellos inquietos ojitos apagados y con aspecto de estúpidos mientras te estaban mirando, lo que raras veces hacía. Aquel rostro estaba bajo un buen mando. Lo mirabas una vez y era vacío y soso como una mala escultura; lo mirabas otra vez y era un arma que te apuntaba.
La cabeza descansaba sobre un grueso cuello; el cuello descansaba sobre un grueso y corto cuerpo; una voluminosidad que parecía lenta. Cuando descubrías lo contrario siempre era demasiado tarde. Richard tenía la suerte de haber visto el expediente personal, que contenía algunas buenas advertencias. Entre diversa información aparentemente sin importancia estaba una nota que decía que de joven, cuando era un joven inspector que sacaba buenos resultados en los exámenes, Maltaverne había sido un buen jugador de rugby. Si se hubiera concentrado más podría haber llegado a nivel internacional B, en opinión del entrenador. ¿Qué lugar del campo? ¿Un mediocampista táctico? Suposición equivocada. ¿Extremo? Roland-le-Rapide también era muy rápido sobre sus pesadas y cortas piernas.
Quizás, pensó Richard, debería sentirse adulado, por ser considerado un socio activo adecuado para este hombre camino de la fama y el poder (esto estimaba él mismo, y lo parecía a los ojos de Carlomagno)… Por supuesto, Biron le había preparado, durante las sesiones de golf.
«Necesitamos mentes sagaces. Experiencia, pragmatismo. A usted y a mí no nos deslumbran las ideologías. Un Comité de Seguridad Pública, sí, pero sin ampulosidad… retórica anticuada…
»Hombres más jóvenes. Que esperarán sus recompensas, que no se llevarán…
»El reconocimiento público no nos vendrá a nosotros, Richard, pero es el camino más noble. Tras mi observación inicial de usted… bueno, pensé, es un hombre que está por encima de las vulgares prerrogativas materiales.
Biron le ofrecería a Maltaverne un buen almuerzo (ese pensamiento le hizo sentir hambre) mientras le presentaba la doctrina de cómo no llevarse nada. Pero al final del arco iris habría un gran bote de oro.
—Opus Dei —había dicho él suavemente, con un ápice de interrogación en sus palabras. Una mosca posada delicadamente sobre el agua.
—Sí —dijo Biron, reflexivo—. Oh, vaya, estoy en la arena otra vez. No hay que dejarles fuera. No es lo mismo aquí, por supuesto, que en España. Siempre es una decisión difícil —colocando la pelota— equilibrar las ventajas de las estructuras existentes —golpe: seguía en la arena— y las desventajas de estar amontonado con los escombros de los días pasados. —Golpe—. ¡No querría atar el SAC a nuestro vagón! —Ambos hombres rieron. No se refería al Strategic Air Command, sino a un desacreditado ejército privado que había quedado después de la guerra con Argelia.
Se acababa de producir el aniversario, recordó Richard, de su clímax en 1961, la «Nuit des Noyades», la Noche de los Ahogamientos, cuando algunas veintenas de personas de piel oscura habían sido arrojadas al Sena. Coincidiendo con la batalla de Yorktown. ¿Por qué no podemos disfrazar a unos cuantos cientos de extras de cine sin trabajo como policías y ladrones, y volver a interpretar la Salvación de París de la Horda de Negros? Ahogó la risa, se tragó mal una miga de pan y tosió con los ojos llenos de lágrimas. Se estaban tomando su tiempo, los muy cerdos, bebiendo clarete La Maison Bordelaise mientras él iba arriba y abajo por las aceras con una hamburguesa.
—El Vaticano es una fuerza gastada —después de cinco intentos de salir de la trampa de arena.
—¿Y cómo estamos, respecto a los americanos? —Él era el profesor de golf, pero el ansioso neófito en geopolítica.
—Buena pregunta: con la mayor precaución, diría yo. ¿Cuánto duró su milésimo reich? Treinta… su incapacidad para comprender, la mediocridad de sus figuras públicas… son necesarios, desde luego. Observe la actual dominación económica, a pesar de los japoneses, y pregúntese: ¿cuánto van a durar? Apenas tendremos tiempo para planificar, y poner las estructuras en su lugar. Alianza sí, pero ¿con quién? Tanto hablar de nuestra falta de materias primas estratégicas; se exagera mucho. Nuestro capital más precioso es la materia gris. —Dándose golpecitos con uno de los palos de golf—. Llegar hasta el césped está bien, incluso es agradable. Una vez en el césped… terriblemente frustrante.
»Pero a Carlomagno. Se acercó tanto. Y Frederick de Hohenstaufen… Francia, Alemania, Italia: todos estamos conectados. Y España lo hemos de tener. Estos pequeños países, Richard, Inglaterra u Holanda, podemos dejar de soñar acerca del pasado…
Ahí estaban, por fin, Maltaverne fumándose un cigarro; un andar lento y con las piernas separadas como si acabara de bajar de un caballo. Lo cual, pensó Richard, ha hecho… Se separaron en la acera con gestos de mutua estima y afecto. Monsieur de Biron regresó a su coche. ¿Se había acabado por aquel día el trabajo de reclutamiento? ¿Cuántos de estos viajes había hecho? ¿Hay otras piezas de interconexión, dispuestas para la vigilancia mutua?
Había un gracioso que había aparcado tocando a su parachoques delantero; Richard, que no estaba acostumbrado a este coche, pasó un minuto preguntándose dónde estaba la marcha atrás, quedó atrapado en un semáforo rojo, perdió a su hombre, y condujo por calles de una sola dirección durante unos pesados diez minutos mientras el reloj de vigilancia hacía ruidos indeterminados. Igual que con la marcha atrás, no estaba acostumbrado a ellos. Descubrió a su presa en el aparcamiento subterráneo del ayuntamiento. El coche estaba vacío.
Punto a discutir. ¿La administración municipal? ¿El Banco de Francia? ¿Una entre una docena de saludables y autosatisfechas corporaciones con fachada a esta pomposa plaza que tenía sobre su cabeza?
Quizás había tenido ya bastante suerte para un día. ¡Maltaverne! ¿Y mencionaría Biron a estos nuevos amigos en su próximo encuentro? No tenía ningún deseo de encontrarse de repente cara a cara con este brillante tipo. Se metió de nuevo en su caja y se dirigió hacia la oficina. Donde no hacía ningún daño hacer una aparición, de vez en cuando…
La oficina, pensó Richard, podía dejarse que funcionara sola. Estaba toda la brigada criminal, Castang a la cabeza, corriendo tras aquella desgraciada chica. Asunto académico. Primero la habían matado o primero la habían violado, y se alegaría locura de todos modos; se la habían comido y esto era patología legal así como médica.
Los atracos de Salviac le causaban alguna preocupación, pero no quería pensar en eso ahora.
Mister Biron, es usted la peste. El ganado de su clase debería dejarse a la rama política. Maltaverne lo hacía diferente. La oficina no era un buen lugar para pensar en esto. No había nada aquí, de todos modos, sólo mucho delito económico. Fausta había regresado y era hora de decidirse a hacer algo; y con ella la gente a quien le gustaba el delito económico. Y que era su trabajo. Él se iba a casa.
Y mientras conducía camino de su casa (en su coche, que olía un poco menos mal que una sala de apuestas) tuvo una idea. Cómo atrapar a Maltaverne. Sucedía en ocasiones que se solicitaba a la policía judicial que investigara a un policía corrupto. Y recientemente, uno de los inspectores de Fabre, que había descubierto irregularidades en una agencia inmobiliaria y había dejado el expediente parado durante un mes hasta que el agente apareció se metió en su despacho (un error, pues Richard había hecho colocar micrófonos en él) y oyó que le proponían un bonito y claro trato: por cincuenta mil en efectivo, al momento, metería todo el expediente en la trituradora. El trato fue aceptado de inmediato. La codicia.
Maltaverne no era un policía corrupto ordinario, pero algo podía hacerse. Iría a tener una conversación con Fabre. Pero hoy no.
Judith estaba leyendo, sentada en una postura característica, inclinada hacia adelante en una silla de madera, con los largos y huesudos muslos separados y los codos apoyados en ellos; con las manos más adelante que las rodillas sujetaba el libro. Guantes de jardinería, botas de goma y tijeras para podar estaban desparramados como de costumbre con pintoresca profusión. Él lo recogió todo automáticamente. No dijo nada, ni siquiera pensó nada. Había dicho y pensado demasiado tiempo atrás. Hacía muchos años que estaban casados.
Un día morirá, esta chica mía, a quien amo. Espero —pero no estoy del todo seguro— que será en paz, desplomándose en la tierra húmeda. El último arbusto cuidadosamente podado. Egoísta, siempre espero haberme muerto antes.
Como norma, no se la veía mucho dentro de casa entre el uno de abril y Todos los Santos, a no ser que la lluvia fuerte y prolongada la obligara a resguardarse, pero bueno, las normas están hechas para ser rotas. En realidad, Judith no tenía rutinas, lo cual durante años y años había sido motivo de encendida fricción. Los policías tienen demasiadas. Este espantoso hábito español de ni siquiera pensar en la cena antes de la puesta de sol… una prueba, a veces un motivo de discusión. Ahora estaba acostumbrado a ello.
Fuera cual fuese el libro, era trabajo; estaba lleno de hojas de papel cubiertas con su letra alta y espigada (el propio Richard era una de esas terribles personas que masacran los libros; que doblan las esquinas de las hojas, que escriben en los márgenes… un caníbal que hasta arrancaba trocitos de las ediciones de bolsillo). Ella era una persona que también tenía la costumbre de tener cuatro o cinco libros en danza, que iban de un lado a otro ofensivamente, pero que de otro modo eran ilocalizables. Lo eran de todos modos. Lo más ilocalizable de todo eran sus gafas, y un fantasma agitado iba de un lado a otro lamentándose hasta que se hacía venir al detective, y la larga práctica sugería «cajón de la cocina, al lado del pelapatatas», pero la casa era grande y estaba llena de rincones. Ayer había sido el tazón de porcelana en el cuarto de baño, donde la gente normal pone los cepillos de dientes.
Nadie decía nada; las parejas que hace mucho tiempo que están casadas saben, cada cónyuge sabe lo que está pasando por la mente del otro. Un resoplido o un suspiro es como tres páginas de prosa. ¿Por qué se habla? ¿Para comunicarse? Con demasiada frecuencia este método es autofrustrante. Los insensibles necesitan hablar, embotar la receptividad con el fragor del egoísmo, el ruido, la conducta vana. Se entregan a esta incapacidad de recibir y transmiten a través de la malgastadora ampulosidad de su propia voz, que les gusta escuchar.
Los animales no hablan porque no tienen necesidad de un medio de comunicación tan crudo. Los franceses hablan demasiado, decía Judith.
—Pero tú hablas a las plantas.
—Sí, pero no tengo que hacerlo en voz alta.
Sin embargo, la gente tiene ideas. Pocas son buenas, pero necesitan ser expresadas. La voz adquiere derechos propios, adquiere valor cuando no se utiliza para lamentarse, para intimidar o para una gastada repetición de fútiles perogrulladas que pasan por el pensamiento. Somos afortunados en estas habilidades: hablar y reír. Pero la primera se utiliza mal repetidamente. Como ocurre con casi todos nuestros hábiles trucos.
Las grandes y huesudas manos de Judith (suena horrible, pero su forma era hermosa) eran expresivas. Pasaban hojas, retorcían mechones de su cabello, arreglaban su larga e invenciblemente informe falda.
Había mucha luz todavía en un atardecer perfecto de septiembre. Con las tres vidrieras que daban a la terraza abiertas, la casa de Judith estaba llena de exteriores, la carpintería del salón se empapaba de luz del sol como un barril lleno de jerez. No hay muchos días así en la Europa del Norte. La frontera entre el norte y el sur generalmente se considera que es el Loira en Francia y el Danubio un poco más al este. Arbitrario: esto de aquí era el sur del Loira pero claramente septentrional. Era su carácter más que el sol o el terreno, lo que hacía que el jardín de Judith fuera meridional. La ubicua rosa es común a ambos. Ella entendía a las rosas (como la emperatriz Josefina, aquella buena mujer de Martinica, que hizo aquel bonito jardín en las grises luminosidades de la Île de France).
Judith estaba pensando en Vera, cuyo jardín todavía era inexistente pero —mujer del norte— soñaba con las flores de vivos colores y violentos perfumes de los jardines del norte. Espuelas de caballero y malvarrosas, alhelíes y claveles barbados, «grandes masas de berros». Cosas en las que Judith nunca había pensado o que condenaba (equivocadamente, equivocadamente) como «flores vulgares».
El libro cayó al suelo; no se molestó en recogerlo.
—Flov —dijo en voz alta, saboreando la palabra, experimentando con ella.
—Jerez —dijo Richard. Él estaba en un sofá de junco, apoyado en las patas de atrás, con las piernas sobre la barandilla de la terraza. También con frecuencia se sentaba así en la oficina, abriendo diferentes cajones de su escritorio para poner los pies sobre ellos. El empleo del cajón de arriba, que le dejaba suspendido como si estuviera por encima de las inquietudes terrenas, anclado (por una gravedad espantosa) en un solo precario punto de la superficie terrestre, balanceándose, era, como habían aprendido sus subordinados, un signo metafísico y además malo. Era en estos momentos cuando hacía las preguntas más rudas y más directas mientras miraba hacia el techo.
Lógicamente, o eso cabría imaginar, estaba pensando en España. Pero en cambio estaba pensando en Inglaterra. Hasta ahora, en los franceses.
—¡Los franceses! —dijo con autoodio, quizás autodesprecio.
—¿Qué han hecho ahora? —¡Judith detestaba a los franceses! Xenófobos, proteccionistas… no, chauvinistas, locamente satisfechos de sí mismos. Esto la había unido a Vera, que opinaba igual, aunque su sentido de la justicia añadía «¡Igual que todo el mundo!».
—No, no es el que sea una isla. Todo el país está bañado en whisky. Pero ellos no beben jerez. ¿Por qué? —Los ingleses bebían jerez en grandes cantidades. Cierto, esos bárbaros oscilaban entre beberlo caliente y ponerle cubitos de hielo.
—¿Por qué tiemblas? —preguntó Judith.
—Inglaterra… ¿es realmente un país del norte? —Judith estaba acostumbrada a estas referencias indirectas a lo que tenía en la cabeza. Ella no conocía mucho el tema, pero no era una mujer totalmente desinformada. Aparte de los libros de jardinería, tan caros ahora y tan difíciles de encontrar (esos sucios libreros anticuarios los dividían para vender por separado las bonitas ilustraciones a color, incrementando así sus ya obscenos beneficios), ella era estudiante de historia. El profesor Braudel, Le Roy Ladurie, Georges Duby… el libro que había caído al suelo era el Volumen Uno de Urbanismo.
—Daneses en todo el norte y el este. Sajones… nunca estoy segura de lo que son los sajones. Pero es el hecho de ser una isla, ¿verdad?
—Tienes que remontarte más atrás. Britanos… no, son bretones, celtas. Más atrás.
—La gente de los molinos de viento; la gente de la Edad del Bronce. Nadie lo sabe realmente. —De la terraza llegó un profundo y expresivo gruñido de honda insatisfacción.
—Vera dice que el clima cambió. ¿Es mil quinientos, antes de Cristo, o dos mil cinco? Las Orkneys eran templadas entonces, como las Scilly ahora.
—¿Eso dice? —con gran interés. Una pausa—. ¿Dónde están las Scilly?
—No me pillarás. Lo busqué en el atlas. Narcisos atrompetados, antes que los de ningún otro sitio.
—Kent, parte de Brabante; no, Flandes. Probablemente no hay una persona entre cien que sepa dónde está Brabante. Lo importante de las islas es que son insulares.
—Mallorca —dijo Judith—. Terrible lugar.
—No fue invadida durante demasiado tiempo. La gente necesita ser invadida de vez en cuando, de lo contrario se duerme.
—Como aquí. No ha sido invadida debidamente desde los visigodos. Incesto. Necesita sangre nueva.
—Al menos ellos son protestantes. Los ingleses, quiero decir. No como nadie más, claro. Pero al menos echaron al Papa.
—Aunque por las peores razones posibles.
—Estoy pensando en la corrupción —dijo Richard, y Judith se dio cuenta de que esto, ahora, era a lo que su mente había estado apuntando todo el rato. ¡Y hablaba del jerez!
—¿Quieres un poco de jerez?
—Sí, me apetece mucho, pero soy demasiado perezoso para ir a buscármelo.
—Te lo traeré —dijo su devota esposa—. ¿Cansado? —trayéndole la bebida. Vera habría dicho (sin malicia, realmente) que siempre había que dejar que los hombres lo explicaran con bastante detalle. Las mujeres no se cansan; no se espera de ellas. La vida sería tan aburrida si lo hicieran.
—No. Ni siquiera preocupado, en realidad. Inquieto quizás un poco; sí, eso sí. —Recordó que ella había visto a Biron aquel día—. Aquel hombre que vino a casa un día, ¿recuerdas? Muy majestuoso y odiosamente educado.
—Muy bien. Un mal hombre.
—¿Qué te hace decir eso? —interesado; los momentos de extrema agudeza de Judith eran desconcertantes pero ilustrativos.
—Una sonrisa perversa internamente.
—Entiendo. Es cierto. —Una herida que no se muestra, que sangra por dentro, es un mal negocio. Una risa de similar naturaleza es asimismo una mala señal… para las demás personas.
—Y era muy rico —añadió Judith.
—Sí, eso me parece. Pero ¿cómo lo sabes? No es ostentoso.
—No lo sé muy bien, pero tener demasiado dinero produce una cierta insensibilidad. —Richard hizo un gesto afirmativo con la cabeza dos o tres veces mientras saboreaba su bebida, pero Vera habría sido más rápida porque Charles Dickens lo dijo con una clara metáfora: «El oro produce una niebla en torno a un hombre, que destruye sus sentidos más que los vapores del carbón».
—Ayúdame —dijo Richard simplemente—. Ha intentado corromperme. Oh, no con un gran soborno —riéndose al ver los grandes ojos alarmados de Judith—. Siempre hemos tenido la manía de las sociedades secretas. Yo simplemente no creo que en el norte haya terreno más fértil para estas interminables intrigas. La Inquisición es una cosa católica, ¿verdad? No estamos hablando de policías corruptos; habrá muchos allí, es una cosa común en todas partes…
»Conspiraciones secretas. Un mundo de trampa es una de las especialidades latinas. Mil novecientos años de secretos susurrados en los confesionarios. No somos felices si no tenemos una mafia de algún tipo, preferiblemente con un cardenal en el comité. —Una gran simplificación, sin duda, pero ¿de qué sirve complicar las cosas (otra manía francesa…)? Fijaos en Irlanda del Norte; podrías discutir toda la noche sin llegar a ninguna parte, y ¿no era serpiente y mono lo que había en el mismo saco? El jerez le había abierto el apetito.
—Podría mordisquear una galleta —anunció—. ¿Qué hay de la cena?
Judith era buena cocinera, una vez que su atención había conseguido centrarse en lo que estaba haciendo. Dos «personas mayores frugales» (decía Richard) se habían comido ayer medio pato. El otro medio apareció hoy como ensalada de lentejas. Todo el mundo conoce la repugnante costumbre española de poner demasiado aceite; si la toxicidad no te mata, lo hará su sabor. Pocas personas aprecian una economía de medios. Judith utilizaba aceite de oliva auténtico a cucharadas; es un perfume, como el azafrán. La ensalada estaba buena y Richard acabó la velada muy satisfecho. Algunas veces Judith podía ser persuadida para tocar la guitarra —competentemente— y cantar: muy bien. Un violín, un pianoforte; esto son maravillosas ingenuidades técnicas, para el crédito de nuestra civilización cristiana (en conjunto bastante débil) pero una guitarra es el don del corazón de la gente, a su alma. Somos culpables, decía Judith, de monstruosos actos de barbarie; ahora debemos tener mucho cuidado en poner la más diminuta piedra o grano de arena otra vez donde lo encontramos.
—Soy demasiado ignorante —añadía— para apreciar las orquestas sinfónicas. Hay demasiado de todo. —Podía haber añadido, incluido el aceite tóxico—. Pero entiendo una canción de Schubert.
Si no hay nada que puedas poner por escrito, y encuentras que los teléfonos, como las babosas del jardín, dejan un rastro brillante tras de sí, ¿cómo te pones en contacto con la gente? Es el anverso del clásico «No nos llame, le llamaremos nosotros». Sería mejor creer en la telepatía. A la mañana siguiente Richard hizo un pequeño encantamiento y al instante sonó el teléfono. Castang —demasiada imaginación— habría hecho el signo contra el mal de ojo: Richard se limitó a coger el aparato.
—Biron. ¿Cuánto va a durar este espléndido tiempo? Sugerir un poco de golf… ¿sería eso como Ayax desafiando al rayo? Podría ser mi última oportunidad durante varias semanas. No me gusta París cuando hace demasiado calor; ¿no es de Cole Porter?
—Si sugiero mañana, ¿significará lluvia instantánea? A la hora del almuerzo.
—Espléndido, hasta mañana.
Richard contempló el teléfono, regocijándose; Castang le interrumpió con sus idiotas historias de Ham y Jam. No parecían comestibles, pero el anuncio de la salsa de tomate dice «Póngala sobre cualquier cosa». Incluido Biron; conoce cómo cegar a un sospechoso con mierda.
Es simplemente una mafia como cualquier otra. Política en lugar de financiera, pero la experiencia muestra que las dos son lo mismo. El poder, dice la mafia exactamente igual que un banco, viene en la estela de una gran cantidad de dinero. Adquiere el poder, razonan los políticos, y todo el dinero que puedas desear llega en su tren; es un corolario natural.
Te invitan a unirte a la mafia. Cabalgar con ellos, reunir un dossier detallado, pasarlo a tus superiores. No te salgas del personaje, refiriéndose a que no muestres entusiasmo, y espera a que Biron sea un poco confidencial. Hasta ahora no ha hecho más que generalizar. Tenemos que conservar el dominio de Francia. Limpiarla de negros; de basura de ésa. No se puede decir esto en un pequeño memorandum rosa enviado al Ministro. Él ya lo sabe.
Hay una formidable barrera que cruzar. No es suficiente simplemente profesar la auténtica fe. Durante toda tu carrera has tenido el principio de no tener opiniones. Cuidado con ser provocador.
Había llegado a una conclusión mientras se limpiaba las gafas. Búscate un poco de ayuda; la necesitarás. Cuando se trata de seguir a la gente, y actividades imbéciles de este tipo, necesitas un detective. Hay un muy buen argumento para guardarte esto para ti y bien lejos de la Policía Judicial. El argumento de que se necesita a alguien para realizar el trabajo de piernas, y no me refiero a jugar al golf, es también convincente.
No hay nadie en este cuerpo con suficiente experiencia y con suficiente edad a quien confiaría esto, salvo quizás Castang. Tiene la habilidad de complicar las cosas, y de pisar excrementos de perro; pero es bueno.
¿Y Maltaverne? Podría oler en cinco minutos a alguien que le siguiera los pasos por mucho maquillaje que llevara en la cara o en el coche.
Pero podías ponerle a trabajar siguiendo su propio dulce yo.
A Richard no le gustaba nada de esto. Era tramposo, y si había prosperado en la vida era gracias a saber cuándo no debía ser tramposo.
Ya vería. Invita a Castang a cenar. También le irá bien a Judith. Y a mí; me gusta Vera. Y Castang es un amigo.
Estás rodeado por hombres de cuatro letras, Richard, y has hecho pocos amigos en tu vida. Para olvidarte de las conspiraciones y empezar a ocuparte de lo que sucede detrás del viento del norte, un amigo es una buena manera de empezar.