EL INFERNAL SAMMY consiguió sin ningún esfuerzo ser más pesado que los otros dos juntos. Ni siquiera saldría de la cama: la mañana comenzaba a mediodía.
Bailarín. Espléndidos músculos sin ninguna ostentación de ello; el leve equilibrio flexible de un abedul. No, más duro, más denso. ¿De qué material estaban hechos los arcos? Fibra de vidrio, dijo Orthez. No, no, no seas ridículo. Eso que tiene hojas oscuras, brillantes y rizadas. Y también bayas, que ponen enfermos a los niños. Sí, dijo Orthez. Está bien. Tiene ese aspecto asirio: pelo todo por encima como un abrigo de astracán —quiere decir cabra— y grandes ojos negros muy brillantes que apenas necesitarán maquillaje. Y mires por donde mires el arco, no se ve ninguna rendija. Nada respecto a Master Sammy. Ni siquiera cocido se ablandó, y resultaría un desayuno de lo más indigesto.
Violencia por todas partes, latente bajo la piel, que era oscura también y algo verdosa, como una aceituna no lo bastante madura. Pero estos trillados símiles con la pantera negra no eran aplicables; no era felino. Una cabra, dijo Orthez, que estaba tan frustrado y malhumorado como Castang hacia media tarde; una cabra ágil, recia y en celo; lo único que falta es el olor. El olor era el de una persona oscura limpia en un estado físico fuerte (la frase «que le hace sudar» no era apropiada) ayudado generosamente por Guerlalin; a los agentes que finalmente le habían arrancado de la cama les había dicho que iba a ducharse primero y que esperaran. Una metáfora paisajística tendrá a que servir, pensó Castang. La violencia de las ásperas rocas muy negras y terreno pobre y escasos árboles. Él nunca había estado en Israel, pero los bosquecillos de palmeras y naranjales no le daban la idea que él quería. Un beduino sentado en una roca comiendo una cebolla cruda. No tenemos suficiente calor en la cocina para destemplarle lo más mínimo.
Los judíos son de todas clases; hay tantos tipos como sectas budistas. No somos expertos en judíos; no tenemos ninguno en el departamento. Las fuerzas de la policía, salvo presumiblemente las suyas propias en Israel, no atraen a los judíos como carrera. Un impedimento. A los polacos, checos, los bretones de corazón más duro o los corsos más propensos a las trampas los podríamos manejar con mucha facilidad. A los árabes… ¡realmente somos un apestoso grupo racista! Imaginen a los árabes en una unidad de policía francesa (no hay nada imposible en ello; muchos árabes franceses son excelentes ciudadanos, de confianza y de lo más patriótico). ¡Debo sugerirle esto a Nuestro Ministro! Lo que podemos decir ciertamente es que si no sabemos manejar a los árabes, ellos seguro que sí saben manejarnos a nosotros… Bajo su mano tenía a Liliane la Ch’timi, Orthez el occitano, Lucciani una flor de naranjo provenzal (era de Grasse) y él mismo, que en otro tiempo había sido parisino. ¡Ningún judío!
Tenías a los europeos del este, los Asquenazis: es sorprendente cuántos hay también a pesar de los ávidos esfuerzos de Herr Aitch. Los estrafalarios sefardíes de las tierras moras del sur de España y Portugal y de todo el norte de África. ¿Qué eran los yemenitas, que tienen fama de ser más chiflados (lo cual es decir mucho)? Pero todos ellos eran judíos: tenían eso en común. Se podía ver que eran buenos soldados, boxeadores, gángsters… ¿violadores-asesinos? No había ningún punto de la cuerda que cediera. Los policías son en su mayoría bastante hábiles para encontrar un punto débil…
—Bueno, es usted bailarín. Homosexual, quizás.
—¿Eso le tranquilizaría? ¿Le estimularía? ¿Clavaría un triángulo rosa y entonces lo sabría todo? —Castang olfateó el aire cargado de perfume—. Debería darme las gracias; de esta manera no puede olerse a sí mismo, siempre que su boca no esté abierta.
—Hostil a los policías —dijo Castang con indiferencia, educado—. Digamos que no me preocupa. Los homosexuales son como todo el mundo. Pero me gusta saberlo, porque es necesario un pequeño esfuerzo extra. Dificultad de lenguaje.
—Pregunte a Spoon River Barbara.
—Dice que ella es ambas cosas. Le gusta de las dos maneras.
—Como el emperador Alejandro. O dejémoslo estar. Nos da un campo más amplio, desde muchachitos excelentes hasta viejas viudas ricas.
—¿Estuvo en el ejército?
—Todo el mundo en Israel está en el ejército.
—¿Qué hay de los que inclinan la cabeza, que llevan mechones y extraños sombreros?
—Intente darles un empujón y verá lo que le ocurre a su cabeza.
—Sí, para el espectador parece usted muy violento.
—Espere a que hayan exterminado a unos cuantos millones de los suyos, e inténtelo otra vez entonces.
—Sí. Golpear, ser golpeado, golpear otra vez; círculo vicioso, ¿no? Siempre ha sido así desde que el viejo Abraham emigró de Ur.
—Dígaselo a los Cheyennes.
—¿Robaron también los judíos territorio de los Cheyennes? Me interesaría saberlo. ¿Un poco de oro, un poco de uranio?
—No hago caso de los antisemitas de Washington; ya tengo suficientes aquí.
—Muchacho, es usted sui generis; su propio antisemitismo está fabricado en abundancia y a punto detrás de sus cejas. No necesito proporcionárselo. Se enfrenta usted con una llana posibilidad de violar y matar a una chica. Podría convertirse en una acusación y usted divaga sobre el antisemitismo. No estoy tratando de forzar ninguna confesión. Respecto a sus relaciones con ella… hágame una oferta.
—Muy cristiano por su parte. La única oferta que voy a hacerle es la de que vaya a sentarse sobre un escorpión.
Se veía claramente que el chico quería provocarle e inducirle a la violencia, y luego ser equitativo. Como que su propia táctica había sido más o menos la misma era hábil. Mala táctica; elimínala.
Otras tácticas no funcionaron mejor. En todo; la gran O confusa. Hora de retirarse, a posiciones estratégicas previamente preparadas.
—Es usted libre de irse.
—¿Libre ahora? —La voz, reconoció Castang, de una persona que sospecha de que «los griegos traigan regalos». De la persona que sabe que las cosas que se reciben gratis raramente son gratis. De la persona, también, que tiene cierta experiencia con la policía. Cuidado sobre todo con la policía en el momento en que se muestran considerados e incluso amables. Su pequeña sonrisa se endureció.
—No del todo, ahora. Sus declaraciones tienen que ser comparadas con otras que nos han hecho. La sala de espera está allí al final. Podrá usted tener un poco de tiempo para lamentarse.
—Conozco su definición de «ahora»; ¿qué me dice de «libre»?
—Libre significa a casa o al teatro. La pequeña ronda diaria. Por el momento nada más, hasta que profundicemos un poco en todo esto. El juez de instrucción (no es probable pero sí posible) podría pedirle que le entregara el pasaporte.
—Entiendo. Libertad de la Gestapo, atado con cuerdas. ¡Derechos! Observo que ustedes, apestosos policías, hablan mucho de derechos, salvo por conquista.
—Correcto —dijo Castang, recogiendo sus papeles—. Nosotros comprendemos bien eso —sonriendo con los dientes— en todo el tema de la justicia y la ley. «La loi du plus fort est toujours la meilleure —con el sonsonete de un niño recitando a La Fontaine—. Nous allons le prouver tout à l’heure».
Se convocó a la troika para discutir los hallazgos. Liliane, Orthez y Castang tuvieron una conversación un poco inconexa que duró unos cinco minutos. ¿Opinión? ¿De qué sirve la opinión?
—Los tres tuvieron ocasión. ¿Motivo? Es una cosa psicológica, ¿de acuerdo?, siempre que no es tan crudo como el dinero. Cualquier psiquiatra podría encontrarle un motivo a cada uno de ellos. Está bien, se lo llevaré a Richard.
El Comisario de División escuchó con atención. Un poco frío, con su aire de indiferencia.
—O sea, según entiendo, está más bloqueado que nunca.
—Hay tres posibles. Ninguno más probable que los otros dos. Una posibilidad igual de que no sea ninguno de los tres. Hay un hecho psicológico oculto: cualquiera de los tres, o cuatro, podría haberla matado. Pero ¿cuál de los tres se la habría comido?
—El juez, con lo que hay ahora, no va a ordenar exámenes psiquiátricos para tres, o ni siquiera para uno de los tres.
—Confirma usted mi impresión.
—¿De modo que estando bloqueado —dijo Richard, descansando la mandíbula sobre la palma de la mano como si de puro cansancio estuviera a punto de caer— espera que el Mar Rojo se divida por medios sobrenaturales?
—He pensado en algo bastante débil, pero es una posibilidad de esa evidencia física que tanto necesitamos.
—¿Qué es?
Castang se lo explicó. Richard cogió el teléfono interno y apretó el botón para llamar a Identidad Judicial.
—Necesitamos un hombre de laboratorio —dijo, echando un vistazo a su reloj— que se quede a hacer horas extras. No quiero una víctima designada; quiero al mejor que haya para hacer un trabajo de microscopio, para diapositivas y fotografías, y puede que tenga que aparecer ante un tribunal por un caso de homicidio. Le quiero ahora, para acompañar a Castang a tomar muestras, o sea que lleve la pistolera puesta. ¿De acuerdo?
—¿Y si no es concluyente? ¿Un grupo sanguíneo común, compartido por uno o más de ellos? —a Castang.
—Entonces estaríamos perdidos. Pero ella tenía el Rh negativo. E incluso con muchos lavados…
—Vale la pena intentarlo. Si el técnico del laboratorio logra algo, hágalo comprobar de nuevo por el profesor Deutz. Porque en el tribunal…
—Sí.
Castang se dirigió pesadamente a la sala de espera. Sam estaba tumbado sobre un banco, relajado como un pedazo de cuerda. Yam estaba sentado inmóvil como un soldado imperial defendiendo un portaaviones insumergible frente a los bárbaros americanos, con la mandíbula crispada de un modo extraño que podía ser debido al chicle o a que estaba recorriendo pasajes del Lotus Sutra. Jam fumaba cigarrillo tras cigarrillo, y el cenicero de costumbre rebosaba.
—La siguiente proposición es para todos ustedes por igual. Están libres, con una condición que puedo hacer cumplir, a saber, un registro de su casa que puede llevarse a cabo rápidamente y sin problemas, y que no debería durar más de un cuarto de hora cada uno. No se causará ningún desorden.
Sam siguió durmiendo. Yam seguía rumiando su material o refresco espiritual; tuvo que ser aquel imbécil de Jam el que saltara y gritara excitado.
—Es intolerable. Me retienen aquí todo el día, me someten a tormentos mentales y ansiedades, soy objeto de sádicas humillaciones y presiones, me…
—Todo el día, como el resto de su queja, es un pleonasmo —interrumpió Castang para cerrar el grifo— y de todos modos el día no ha terminado todavía. Estos otros dos caballeros están exactamente igual que usted y no se quejan; ¿para qué sigue y sigue dando vueltas? —Tampoco es que esta frase estuviera muy bien, pero uno acababa hartándose de tanta tontería.
Orthez conducía un coche con Castang y el técnico de IJ con su gran caja mágica científica. Lucciani conducía al trío a no ver, no oír, no decir nada malo. Uno por uno fueron depositados y Castang pidió por el cuarto de baño.
—Si quiere mear —dijo Sam, que fue el primero, desagradable— puede salir fuera y hacerlo en la acera.
—La mujer muerta —dijo Castang, que se había estado guardando esto hasta que los tuviera otra vez uno a uno— fue descuartizada, Sammy, cortada a pedazos como un conejo para un estofado. Un ser humano tiene mucha sangre en su interior. Es grande y difícil de manejar y pesa. ¿Cómo harías ese trabajo? Es mucho menos sencillo de lo que parece. El sentido común me dice que también hay que lavar mucho. O sea que vamos a hacer un poco de trabajo de laboratorio. Las células sanguíneas aparecerán en lugares inverosímiles.
El técnico, con pequeños instrumentos como un juego de manicura en miniatura, rascó suciedad de las hendiduras entre los azulejos, alrededor de la bañera; Sam tenía sólo una ducha en una alcoba con cortinas. Yam tenía una de esas bañeras-zapatillas que son demasiado pequeñas para un baño y demasiado incómodas para una ducha. Jam, que vivía en un piso de «standing», tenía un vistoso cuarto de baño con una bañera y dos duchas; y se prestó particular atención a las zonas donde los grifos cromados y las cañerías atravesaban los azulejos. En la conexión de las cañerías hay una especie de anillo o disco; los bordes interiores y exteriores nunca están del todo limpios. La grasa negra de la suciedad y arena gris de los limpiadores del hogar se acumulaban en los estantes de cristal, mezclados con los sofisticados productos de tocador de Sam, la austeridad japonesa —Yam parecía no utilizar más que jabón de Marsella— y algunos cosméticos de color rosa con los que Jam era aficionado a lavarse.
Después hubo el trabajo de desmontar los tubos de desagüe. La ducha de Sam no tenía sifón, sino una válvula de cobre debajo de la rejilla para interceptar los cabellos, la pelusa e hilos. Las caras observadoras mostraban apatía y confusión. Se pueden saber muchas cosas estudiando las caras, pero no si pertenecen a asesinos.
Que esperen a mañana. Uno de ellos —estaba seguro de esto— tenía que dormir sabiendo que aquí, en este piso… estaba seguro de eso también. ¿Cómo dormirían?
Porque hay una clase de persona, con la que Castang por desgracia estaba familiarizado, conocida vagamente en la literatura como la personalidad sociopática, a quien no le importa. Para él (frecuentemente para ella) la «otra persona» no es en realidad una persona sino un objeto. El objeto es pesado, aburrido, un estorbo. Hay que deshacerse de él. Suprimirlo.
Éste no era el caso aquí, y de eso estaba seguro. Uno no comía trozos de una chica si ésta no era importante. Había casos como éste en la literatura, muy bien conocidos y bien descritos. No los había consultado. Quería llegar a ello fresco, y… habría tiempo para leerlo más adelante. Se lo dijo a sí mismo, sabiendo que no sería así. El juez de instrucción y los «expertos» que serían convocados a dar su opinión sobre los estados mentales en términos psiquiátricos… que lo leyeran ellos. Para entonces, habría otro problema, el de qué hacer con él, muy similar al que había tenido el propio asesino; había algo irónico en ello. Había empezado por cortarle la cabeza. Ya no se haría con aquella solemnidad legal, tan odiosa y tan necia a la vez, a la que la República había estado apegada durante tanto tiempo. Tendrían en sus manos a una persona viva, y la difícil responsabilidad de intentar encontrar un hueco donde meterla. La tratarían como un objeto, un paquete, un estorbo molesto y pesado, que les gustaría suprimir; y no sabían cómo. ¡Que les den una tabla de tajar y unos cuantos cuchillos de carnicero!
El chico israelí había trabajado una vez en la cocina de un restaurante. ¿Había aprendido allí a descuartizar reses… una vaca o una oveja? En Irán, pensó Castang, a casi nadie, en los distritos rurales al menos, le importaría matar y cortar en pedazos a un animal, si lo que sabía de Marruecos y Argelia podía servir de guía. En cuanto al japonés, ¿no era evidentemente el más equipado para el trabajo?
Pero ¿cuál de los tres se la habría comido? ¿Wynken, Blynken o Nod? No servía de nada especular; no tendría los resultados del laboratorio hasta mañana por la mañana a última hora. Mañana será otro día y hoy no ha acabado todavía. Aunque quería irse a casa y olvidar que tenía responsabilidades.
Los padres habían llegado en el avión del mediodía; un bocado en Schipool u Orly, un taxi a través de París y unas cuantas horas en el tren. Castang, que había estado ocupado con Wynken (al japonés le había salido un tic nervioso en los ojos; Richard, el autor de estos idiotas apelativos, había entrado un momento por «simple curiosidad» y había quedado impresionado por lo difícil que era sacar de la cama a los bailarines por la mañana) no había querido permitir que estas pobres personas se mezclaran con los escuálidos interrogatorios, había bajado hasta la puerta de la calle y tímidamente había sugerido ir a una «teahouse». Esto funcionó, pues el apetito holandés para el café y la pastelería es tan grande como el de los judíos. A Castang le sorprendió un poco el voraz ataque y lo atribuyó al bocado tomado en el aeropuerto, sin duda repugnante. Tampoco parecían «personas pobres» en ningún sentido.
Se puede decir tan poco por la ropa como por las caras. Prácticamente no queda «clase trabajadora» —a juzgar por los signos externos— en Holanda. Éstos eran por supuesto de la clase profesional, próspera, según había deducido él por las cartas y los datos de la chica. Gente educada y sensible, que hablaban bien en inglés e intentaban ser corteses en francés. Pero reservados y controlados; una superficie muy pulida en la que él resbalaba y que tenía miedo de rayar. Hablaron de cosas sin importancia, sobre la ciudad.
Puede ser sólo el recubrimiento; pero con clase. El hombre tenía el cabello plateado, era delgado y estaba moreno. La mujer también estaba bronceada por las vacaciones estivales; pelo rubio con mechones grises y cortado por un buen peluquero. Su ropa era sencilla, elegante y de excepcional calidad; fina seda, lana y lino en tonos crema, beige y café con leche, en los que la suciedad se vería de un modo terrible pero que estaban limpios y sin arrugas a pesar de los aviones trenes y taxis. Muchas joyas pero sencilla y discreta. Riqueza, equilibrio, sofisticación. No estaban alarmados, ni impresionados, ni confundidos por la burocracia francesa. Simplemente habían venido para llevar a cabo una triste tarea con dignidad y responsabilidad. Era Castang quien estaba impresionado y aliviado.
—¿Han reservado hotel? Oh, sí, está bien; deberían cuidar de ustedes. Bueno, tenemos ya una conclusión hecha, pero tiene que haber una identificación formal. Pienso que preferirán ustedes estar solos, pero enviaré a uno de mis inspectores para que les acompañe. Los papeles están listos y esperan sólo la firma del juez. Me temo que estoy muy ocupado con la investigación, que está en un punto crucial; será mejor que no les moleste con ello ahora, pero más tarde les daré todo lo que pueda, todo lo que se pueda saber, si lo desean. ¿Prefieren no verme más, o que venga, digamos al final del día, sobre las seis, al hotel y me ponga a su disposición?
El hombre le examinó, no dijo nada, se volvió un poco a su esposa. Ella habló, decidida:
—Es usted amable, Monsieur Castang, y servicial. Sí, nos gustaría mucho; como que, como dice usted, no puede haber ninguna duda, podría usted venir. Y cuéntenos todo lo que pueda.
Ahora les encontró sentados en el vestíbulo, cambiados —traje de mohair gris; buen vestido, marrón chocolate con pequeñas margaritas blancas y amarillas— cambiados también por una experiencia, aunque no asomaba en la suave piel, que no estaba muy arrugada, apenas contraída. Ambos pares de ojos estaban enrojecidos. Había sido una mala tarde. Pero había control. La chapa de recubrimiento podía estar empañada, pero no arañada. Otra vez fue la mujer quien se adelantó.
—Debemos darle las gracias de nuevo por ser generoso con su tiempo, y paciente. Le ruego nos permita… Frank, hará lo necesario… para devolverle un poco su hospitalidad. Su inspector ha sido muy amable con las cosas de nuestra hija. Esos patéticos restos…
—¿Whisky va bien? —preguntó Frank.
Era la medicina adecuada. Dos fuertes gargantas tostadas vibraron con un fuerte trago de un buen whisky de doce años, y la suya propia, agradecida, al unísono.
—Me están ustedes lanzado flores que apenas merezco. —Frank le lanzó una mirada astuta. Dura pero humana.
—Tengo bastante experiencia en este país, en términos comerciales, se entiende. No se lo tome a mal si le digo que es usted atípico.
Ella intervino.
—Esperábamos, debo pedir disculpas, que un funcionario de policía senior se comportara de una manera muy despersonalizada, que por desgracia es característica.
—Me temo que estoy de acuerdo. Aquí tratamos de ponernos en el lugar del otro, aunque suene pomposo. Se piensa que el buen trabajo de la policía tiene que ser despersonalizado. Yo creo que tiene que ser lo contrario.
—Sí, los criminales también.
—Me temo que no hay mucho que decir respecto a la investigación, la cual no ha terminado todavía, pero judicialmente, uno de los tipos que tenemos va a convertirse en el adecuado, y entonces estará la larga cuestión de intentar fijar un grado de responsabilidad. —La mujer bebió un poco más de whisky y dijo—: Frank, consígueme un cigarrillo.
Castang se inclinó para ofrecerle fuego. Ella se acercó con el cigarrillo en el centro de los labios, con la leve torpeza de la mujer que fuma sólo como conveniencia social. O en un esfuerzo por concentrarse; más que una ayuda (Castang volvió a encender su cigarro, que se había apagado) para dominar una emoción.
—El golpe fue terrible. Pero no vamos a hacerlo peor.
Gente plácida. Era el cliché que se utilizaba para los holandeses y no es suficientemente bueno. Limpios, correctos, disciplinados y sosos. Tampoco era lo bastante bueno.
—Sentir deseos de venganza, sentir odio, hablar del ojo por ojo y diente por diente… Oh, aparece en la Biblia, pero no puedo creer que Dios expresara un sentimiento tan primitivo.
—¿Sería yo capaz de decir esto, se preguntó, si mi hija…?, déjalo.
—El espectáculo del sufrimiento (él debe de haber sufrido horriblemente, para verse forzado a hacer cosas tan horribles) no puede consolarme. No me consolará. No nos consolará. No aliviará mi sufrimiento pensar que está viviendo atemorizado, sin saber cuándo su mano se alargará para cogerle por el cuello. Ese horrible y largo proceso de la justicia, discutiendo los pros y contras con esa fría compra-venta de alegatos emocionales. Su cabeza floja en el cuello… no, su cabeza ya no está en peligro, ¿verdad? Pero años y años, diez, doce, o ser declarado loco con orgullo de abogado, como si te hubiera salvado. Una clínica estatal para los criminales locos. Hablamos de ello como si fuéramos misericordiosos, como si fuéramos progresistas y civilizados. Yo creo que preferiría la ejecución. —Castang, que a menudo había pensado lo mismo, no dijo nada. ¿Es ésta la gente de Richard, la que vive detrás del viento del norte?—. Hemos hablado de ello; estamos de acuerdo en que no queremos saber nada más…
—La gente muere de maneras espantosas. Usted debe de haber visto a muchas así. Aplastadas y mutiladas en accidentes de carretera. Una explosión de gas, un accidente de avión… aquel camión cisterna que explotó en aquel camping de España. Y he estado pensando en ese terrorista, que se acercó a aquel imán y simplemente sostuvo una granada contra su estómago sabiendo que él mismo quedaría destrozado. Estoy hablando demasiado. Frank, dame un poco más de whisky. Lo que más temo es a los fotógrafos de prensa y una de esas horribles fotografías con una frase como: «La agonía de los desolados padres».
—No puedo garantizarles inmunidad, me temo, pero haré todo lo que pueda.
—No, no queremos ser una carga más para usted. Me temo que debe ir contra su naturaleza oírme decir esto, pero yo podría desear que los asesinos no fueran castigados e incluso no fueran descubiertos, puesto que lo mejor que podemos hacer sólo es añadir la destrucción de un segundo ser humano al primero. —Castang asintió con la cabeza.
—Pero usted sabe por qué no podemos aceptar eso.
—Claro, usted es un funcionario del Estado, y el Estado…
—No es sólo eso. Podría usted tener razón, y la tiene, al menos en nueve casos de cada diez y probablemente más. En el caso presente, no lo sé y no voy a adivinarlo. Pero estoy obligado a decir que, según mi experiencia, hay gente ávida, brutal y despiadada que desprecian la vida más allá de sus deseos. Éstos empezarían de nuevo. En cuanto al encarcelamiento, estoy de acuerdo en que es más cruel e incluso más duro que la pena de muerte. Pero al menos no es irreversible: aquí hay flexibilidad. —Qué extraños eran, esta pareja tan pulida, tan pulcra; y por tanto tan extranjera. Él se sentía tosco, torpe, con la lengua demasiado grande para su boca. ¿Por qué lo dejaba todo a la mujer? No parece tener miedo de que nadie le considere un gato domesticado. ¿Yo lo pienso? Bueno, no, para ser sincero, no.
—No podemos hacer gran cosa —dijo él, poniéndose de pie para evitar la falsa posición de la gente que quiere ser educada y no le queda nada que decir— excepto amar a nuestros niños. —Ella le miró extrañada entonces, pero no dijo nada. Regresad a Holanda, buena gente, y llevaos intacta a vuestra hija. Espero que ningún fotógrafo os acose. Hay unos cuantos merodeando. Él mismo era María, con los corderitos a su cuidado. Casi todos eran lo bastante profesionales para evitar el furioso mandato de mantenerse lejos, la amenaza de acusación de interferencia con un oficial en el ejercicio de su deber: había acuerdos tácitos. Con todo, eran vampiros. Pero bueno, todos somos vampiros, y hay un cierto olor en los mejores de nosotros.
Esperándole en su escritorio estaba un informe del laboratorio con la prosa particularmente gris de alguien que ha estado levantado hasta muy tarde. Si no se puede remediar, ¿de qué sirve alimentar una pena? Ah, la injusticia fundamental de todos los asuntos humanos. Heinrich Himmler nunca olvidaba los cumpleaños de sus humildes mecanógrafas, y pasaba la víspera de Navidad envolviendo paquetes de regalos para los enfermos, los que estaban solos y los infelices. Para Richard la Navidad había acabado, y el Reichsfürer en un estado de ánimo asqueroso.
—Vamos, Castang, un poco de acción.
—He solicitado al magistrado una orden de arresto. —Una pedantería que irritaría, como de hecho hizo.
El número dos. Es despersonalizado. No vas a decir que realmente preferirías que hubiera sido el número uno, o el tres. Es el número dos, y tan incontrovertible como la ciencia puede hacerlo. Los científicos (¡Ah!, Dios ama a los pobres) han aligerado sumamente la carga de la policía. Incluso después de unos cuantos días, esto es sangre, sangre humana, del tipo adecuado con un factor Rh negativo, y también se sabe mucho más, y aunque no sea una abertura ancha como una puerta, serviría, serviría: sería inútil que el tipo dijera que tenía una fábrica privada de tocino en su cuarto de baño.
Tampoco más Jam ni Ham. Ni mermelada ni jamón. Esto era un ser humano. Traído, sí, entre dos agentes por Orthez, pero quitadle esas esposas y trataremos también de ser humanos. Deshagámonos primero de los legalismos.
—Siéntese. Ha sido usted arrestado hoy en virtud de la acusación formal contra usted, por la que le retengo para el juez de instrucción y lo que ahora le notifico.
—¿Qué acusación? —Tenaz como siempre.
—El juez decidirá. Para mí, golpes y heridas hasta la muerte es suficiente. Puede que él presente un cargo de premeditación contra usted, lo que significa asesinato. Puede que decida dejar fuera de esto la violación, y la barbarie podría incluso verse como una especie de estorbo legal. Tiene derecho a guardar silencio, el derecho a ser asistido por un abogado que usted elija; a consultar, a tratar, a construir un sistema de defensa. No hay mucho que decir, realmente, y usted no tiene que decir una sola palabra.
—¿En base a qué se me acusa? —sin gritar.
—Lava y lava, enjuaga y enjuaga, pero es como Lady Macbeth, no te deshaces de ello por mucho que lo intentes. El desagüe de su cuarto de baño estaba lleno de sangre. La sangre de ella. Anoche debía de saberlo. Con todo, se quedó; prefirió arriesgarse. Quizás pensó que huir significaría culpabilidad, o no pensó nada, no importa, esto es evidencia formal relativa a los hechos y la tiene delante de los ojos. Antes de que se me vaya de las manos, podría ayudarle, y yo estoy dispuesto si usted lo está, a hablar un poco. A un nivel puramente humano. No me está permitido ofrecer ningún incentivo, y no lo haría aunque pudiera, pero me podría encontrar testificando ante la Audiencia de lo Criminal, y podría ser a favor de usted.
El tipo estaba sentado demasiado lejos. Castang se levantó y salió de detrás de su escritorio, se puso delante de éste y se apoyó en él.
—De aceptarlo es de lo que estoy intentando hablar —con la voz de la dulce razón—. Tiene que vivir con ello a partir de ahora. No estoy tratando de forzar una confesión por su parte; ni la necesita ni la quiero, Dios lo sabe. Pero acepte… confiésese consigo mismo y puede vivir consigo mismo. —Silencio.
»Si hay una violación, o una emboscada, o sólo una pelea en el pub y alguien saca un cuchillo, es violencia, se llama a la policía. Ella está aquí para protegernos, dicen las buenas personas. Hay que detener la violencia, aislarla, acorralarla, embotellarla. Es igual que la sangre; hay que detener la hemorragia. ¿Eso acaba con ella? Claro que no, porque la presión ha subido y si la paras en un punto estalla por el otro. O sea que yo trato de cortar la presión. ¿Me sigues? —Silencio, y unos ojos vidriosos, negruzcos, mirándole fijamente.
»Usted detuvo su vida, su alma, la circulación de su sangre. ¿Ella peleó, gritó? ¿Tuvo que hacerla callar? El mecanismo de transmisión empuja las ruedas, los frenos han fallado. Es algo corriente; quiero decir que lo vemos como tal. Ves las marcas en su cuello, piensas que está mal, esto me delata, debo taparlo como sea. Le cortas la cabeza con una sierra y le recortas los bordes; siento ser tan brutal, pero ¿no fue así? Tuvo quizás la idea de que cortarla en pedazos pequeños no era tan difícil, haría mucho más fácil sacar el cuerpo del edificio, tal vez pudiera evitar que lo descubrieran, hacer imposible la identificación… Todo muy… estoy tentado de decir normal, hasta aquí. Pero entonces… ¿qué era esto, un sacrificio entiendo, quizás me equivoco, que sentía usted que debía ofrecer? Usted es budista; no podía creer que fuera usted, apostaba por los otros dos; qué estupidez, pero pensaba que para usted la vida sería mucho más importante.
»¿Propiciaría esto el espíritu de ella, de alguna manera? ¿Le traspasaría a usted su no violencia? ¿Pediría ella perdón por la violencia suya, la borraría? ¿Le daría la paz que ella había tenido? No tiene mucho sentido lo que estoy diciendo, me doy cuenta; ayúdeme un poquito.
Le vino de repente, casi demasiado de repente, para que Castang presentara alguna defensa. Un segundo estaba de pie, relajado, apoyado en la mesa y contemplando pasar el mundo, como un hombre sin trabajo esperando a que abrieran el pub, y al siguiente estaba en el suelo, disparando sus pensamientos por la boca. El «coup de boule», el repentino golpe con la cabeza baja en la cara de alguien, es una manera sumamente efectiva de poner fin a su charla. Si el tipo está de pie dando un sermón, y tú estás sentado, mejor todavía, porque apuntas como un proyectil a su estómago. Con una carga. Todo bastante diferente a la masiva y caballeresca tradición de pegar un puñetazo a la mandíbula de John Wayne, con las dos convenciones inamovibles de que él se quedaba como estaba a pesar de verlo venir desde un cuarto de hora antes, y que no te dolía la mano a pesar de enviarle a veinte metros atravesando varias mesas (el cristal de la ventana en principio quedaba para el siguiente, cuando él te pega a ti).
A Castang le ayudaron dos cosas. La carga es mortal —probablemente paralizará los centros nerviosos de tu diafragma— pero tienes un instante para verlo venir. Y él que era un profesional. Se había medio girado y había bajado un hombro, para que la cabeza fuera a sus costillas lateralmente; suerte para las costillas, suerte también para la cabeza y suerte al fin para la mesa.
Estaba en buena forma física. Más bien menudo, fuerte, había sido gimnasta en otro tiempo. No es que hiciera jogging (hábito que encontraba ridículo y que estaba de moda). Tampoco —¡Dios nos libre!— se permitía caer en la trampa del espantoso aburrimiento del Estar en Forma, actualmente más aburrido aún por el «¡Ah! ¡Uh!» y las poses con ese robusto brazo peludo. Digamos más bien que, igual que el tío Jim de Mr. Polly, era fuerte peleando con botellas, anguilas muertas, manteles, trampas de sótano y sorpresas nocturnas en general, así como pistolas, cuchillos y ceniceros pesados.
Ninguna de estas cosas se encontraba a mano en este momento. Él estaba en el suelo, en las garras de este pequeño maricón japonés que, como todos ellos, sería sin duda muy bueno en yuki y ouzo y en sacarle a uno la camisa fuera de los pantalones. Era asqueroso y él tenía que sacar a la superficie toda su propia asquerosidad básica que tenía latente.
Tienes que lograr llegar cerca, para proteger ese estúpido vergajo y osciladores anexos, tan antieconómicos así como antiestéticos en diseño. Asimismo, la cara, incómodamente llena de ojos, labios, nariz y orejas en extremo vulnerables. Un poco de simultaneidad te ayuda a evitar que te hagan daño y hace igual de difícil hacer daño o neutralizar de alguna otra manera al otro participante. Hora del Hare Krishna, de desear no tener tantas rodillas y codos para golpear, para recordar que Ray Chandler decidió que su arma favorita era una toalla mojada. No dejes de moverte y no te quedas clavado. Al final estás demasiado jadeante para seguir moviéndote, pero esperas que él también lo esté. Las cosas se nivelan; Castang se había quitado la chaqueta, lo que le dio movilidad, pero recibió un fuerte golpe en el ya dolorido hombro a través de una fina camisa de algodón. También saltaron varios botones, cosa que desagradaría a Vera. Quedó atrapado en una llave de tijeras, pero la rompió con un tirón que habría dislocado el pie a cualquiera menos a un japonés, y que sólo hizo saltar un zapato; metió un codo en un ombligo y fue recompensado con otro jadeo. Empezaba a estar agotado, pero él también.
Con los ojos llenos de agua, porque su nariz había estado puliendo el suelo durante unos momentos con más energía de la que habría querido, encontró al fin el nervio ciático que había estado buscando y hundió ambos pulgares; hubo un grito y una debilidad, lo que le permitió darle un golpe con la rodilla en la boca y en consecuencia que aquella dura cabeza chocara contra el suelo y se quedara allí; le retorció el brazo en la espalda y se lo retuvo allí mientras se preguntaba si habría unas esposas en alguna parte.
Rodilla otra vez y otra vez en el nervio ciático; la «muleta» que deja muerta la pierna, de modo que el tipo se sentó pesadamente. Castang lo aprovechó para esposarle al radiador de la calefacción e ir a lavarse un poco bajo el grifo del agua fría. En la sala de interrogatorios, enfrente, Davignon con gafas de pasta que le daban aspecto de oficinista estaba hablando con un tipo gordo.
Podía haber gritado; Davignon, que parecía mucho más fuerte que él, habría respondido. ¿Por qué no había gritado? No le preocupaba que le encontraran desgreñado en el muelle y que le rescatara uno de sus inspectores; eso podría sucederle a cualquiera. ¿Una extraña noción de guardar las cosas en privado, sólo entre ellos dos?
—Puedes quedarte ahí un rato —acariciándose la nariz, roja aún a pesar del agua fría. Todavía en su sitio. No debería fumar mucho, así que cogió un cigarro para celebrarlo. Un vaso de agua, refiriéndose a otro vaso de agua. Menos vengativo ahora que traía un vaso de agua para su amigo, le abrió las esposas y dijo:
—Ya es suficiente, ¿eh? Ahora quédate quieto o te daré un culatazo en la oreja. Voy a llamar al médico de guardia, porque no quiero que ningún abogado me acuse de haber sido violento contigo. —Una camisa sudada y rota como evidencia, una nariz dos veces más grande de lo debido, un hombre magullado y mordido, ambos codos hábilmente lijados. Ya es suficiente.
—No podía ni oírme pensar —dijo Davignon cuando le encontró en el pasillo—. Todos esos golpes y forcejeos; ¿has estado violando a alguien?
—Me han estado violando a mí —tétrico.
—¿Ha sido divertido?
—No. Tampoco me ha hecho mucho bien. ¿Qué estás buscando con tanto afán?
—Ese tipo de la autopista que llevaba un camión cargado de pistolas automáticas. ¿No lees los periódicos que tienes sobre la mesa?
—No. —Decididamente, el país del viento del norte estaba muy lejos.
—Bueno, hemos terminado con esto —dijo Castang, dejándose caer en la silla que sabía por experiencia era la más cómoda del despacho de Richard.
—Bien hecho —con irritante tibieza.
—En absoluto bien hecho. Estaba intentando aclarar algunas cosas sobre él y me ha hecho caer de la silla. Le he dado una buena paliza.
—No sirve de nada aclarar las cosas. Demasiado doloroso. ¿Quién ha sido?
—El japonés.
—Ah. El menos difícil.
—Sí. Bueno, no iba a psicoanalizar a nadie. Sólo tenía curiosidad por saber cómo se las arregla uno para profesar el budismo y comer personas.
—Usurpación de las funciones del juez… ¿quién es, por cierto?
—Colette Delavigne. Le he dicho a Orthez que la advierta; necesitará un gorila sentado a su lado antes de que haga ninguna pregunta.
—Le hará bien —pronunció Richard— aprender algo de los budistas caníbales. Sopla por aquí un desagradable viento frío del este.
—Supongo que pensé que se lo debía a los padres de la chica. Unas personas muy agradables y sensibles.
—Los holandeses… Quieren estar protegidos de las invasiones rusas, pero no quieren cohetes en su territorio. Difícil elección. Bastante como la nuestra. Bien, bien, al trabajo. Ahora que ha hecho una buena comida con su caníbal, se ocupará de esos dos expedientes de homicidio que le pedí que se mirara.
—Oh, pup, pup —dijo Castang. Estaba lejos de ser triunfal o alegre. Si lo hubiera sabido… los holandeses le habrían podido decir que en holandés eso significa «oh, mierda».
—Sin embargo —dijo Richard, alternando una de cal y otra de arena— también puede tomarse el resto del día libre; su nariz tiene un aspecto extraño. Y, Castang…
—¿Sí? —en la puerta, con cautela. Richard tenía tendencia a las buenas líneas de salida.
—Me preguntaba si tiene intención de pasar la tarde en posición horizontal con una bolsa de cubitos de hielo sobre la cara.
—No es gran cosa. Me ha mordido el hombro, pero no le he dejado que se hiciera un banquete. Me he hecho examinar por el médico; y a él también. Sólo para evitar cualquier insinuación de que le había tenido colgado de los talones para arrancarle una confesión.
—Tengo una pequeña sugerencia por si pareciera agradable. Si a usted y a Vera les gustaría ir a cenar esta noche.
—Claro. ¿Vamos a Maxims? ¿Celebran un aniversario o algo?
—Eh… no —con aire turbado—. Tengo que hablar con usted de un asunto que voy retrasando —volviéndose maquiavélico—, de fuera de la oficina. Pero no lo tenía en la cabeza, realmente. Pensaba que quizás en casa. Y que Judith haga una enorme olla de algo asqueroso como paella para comerlo con los dedos. —Castang estaba haciendo todo lo posible por ocultar un monstruoso asombro. Era cierto que él y Richard se habían convertido, de una manera oscura y probablemente japonesa, en «amigos», pero esto…
—Estaremos encantados —con formalidad.
En la oficina exterior, donde la basura se había estado acumulando durante un mes, Fausta estaba sentada de nuevo en su trono. De vuelta de vacaciones: ¿era éste el motivo de que Richard estuviera de buen humor? Hermosamente bronceada, el famoso cabello peinado en una larga trenza, la adorable boca rosada pintada de un extraño color naranja que armonizaba con una elegante túnica. Todo muy festivo.
—¿Dónde has estado?
—En Sicilia. Y usted ha estado en la guerra, me han dicho. —Fausta siempre lo sabía todo.
—Sí. Necesito una enfermera.
Tenía un botiquín de primeros auxilios en su armario —¿qué no tenía en su armario?— pero sus segundos auxilios aún eran mejores. En algún momento u otro había provocado la lujuria del regimiento entero, pero no era, decía ella con firmeza, el tintero de la compañía para que se llenaran en él las estilográficas.
—Recuerdas a Lydia —sonriendo. La insinuación fue suficiente; Castang se fue a casa. Definitivamente, pensaría mañana, y con la mayor mala gana, en las personas que eran golpeadas en sus coches (había olvidado los detalles).