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A LA MAÑANA siguiente, Richard parecía ocupado en una aburrida e interminable conferencia con el comisario Salviac de la Brigada de Atracos, y Castang, con la cabeza en otra parte, estaba francamente dormido cuando Richard dijo de repente:

—Quédese, Castang; le quiero a usted —señalándole con un dedo punzante exactamente como Lord Kitchener. Arrancado así de sus meditaciones, se agitó inquieto mientras Richard, en su más pesado día y luciendo una horrible corbata amarilla, sermoneaba acerca de los problemas de la flota de coches. ¿Aquel bigote era de la variedad morsa, colador de sopa en expresión popular? ¿O del tipo que se dividía en dos alas como una insignia de piloto? ¿Por qué le retenía? Tenía muchísimo que hacer. También estaba la desagradable tarea de comunicar la horrible noticia a los desgraciados padres de la muchacha. Formalmente eso lo hacía la policía holandesa local, pero el siguiente paso sería el desembarco de los padres ante su puerta con su pena y su perplejidad; era en ciertos aspectos la peor parte de la investigación de un homicidio. Tu víctima, tu criminal, son asuntos técnicos. Pero ambos tienen familia, en general, y hay una nueva dimensión de dolor inconcebible: la desfiguración, si no la destrucción, de otras varias personalidades humanas. El asesino es su propia víctima; pero ¿y su esposa, su madre? ¿Cómo se las llama a ellas? El aparato judicial es una máquina trituradora. No te pilles los dedos en ella. Ni la corbata. ¿Había terminado Richard por fin?

Hubo un largo silencio.

—Castang, si te pidieran que escogieras un gran nombre simbólico en la historia francesa, para personificar la unidad, un punto de unión (y no digas el General De Gaulle porque está fuera de concurso) ¿a quién elegirías?

¿No se decía —una de esas informaciones inútiles— que la mente de Lord Kitchener era como un faro? ¿Que alternaba rayos de brillante luz y negra oscuridad?

No había dejado nietos en Francia, ¿verdad?

—Napoleón —estúpidamente.

—No; menos… belicoso. Menos alarmante. Menos corso.

—Juana de Arco.

—No servirá. Ineludiblemente, una mujer. —Encontró esto divertido—. Estamos hablando de la bloqueada mente masculina. —Castang dejó de darse golpecitos con la punta del dedo en la frente.

—¿Víctor Hugo? ¿Chateaubriand?

—Un escritor no representa un fuerte símbolo para la mentalidad popular. De todos modos, esos dos son un par de charlatanes.

—¿Se trata de un juego? —sin interés.

—Vamos, Castang, agudice su ingenio; esto es serio.

—El cardenal Richelieu.

—Serviría, si no fuera por la connotación clerical. No se puede escapar —acuñando una frase con satisfacción— de la túnica roja.

—Lo siento, pero el único símbolo válido es un artista. ¿Voltaire?

—Ah, ahora habla la mente civilizada. Pasó la mitad de su vida cortando el gobierno a tiras. Dos veces en la Bastilla, ¿no? Viviendo en la frontera dispuesto a saltar a Suiza si aparecía la gendarmería. Buen elemento elige. Pasa la prueba, por supuesto. Ahora póngase en el lugar de una persona política típicamente manipulativa, parisina, centralizada. Un intelectual árido, esterilizado por la vanidad. Y dígame qué piensa de Carlomagno.

—No sé nada de él. ¿Alguien sí, mucho?

—¿No es eso lo interesante? Libro de historia infantil. Imperio, pero unificador, educador, civilizador. Gran Diseño del Hombre Fuerte. Fue un bastardo con toda probabilidad, pero eso se desvanece en el mito. Bastante buena elección. Y fíjese, un nombre memorable, resonante, fácil de decir. Una pregunta más. Tiene un grupo político, digamos que se llama como todos Unión de esto o Asamblea de lo otro, formando iniciales o un acrónimo. ¿Puede diferenciar uno de otro?

—No; en cuanto empiezas a tenerlos clasificados cambian de nombre y se convierten en otra cosa.

—¿Le importaría decirme la diferencia entre socialdemócratas y democratacristianos, en cualquier país que quiera nombrar?

—Uno es el tiroides y el otro es el tálamo.

—Eso es todo, y puede largarse a sus asuntos. ¿Qué está haciendo?

—Ahora que hemos descifrado quién era la víctima —con paciencia— tenemos que buscar al asesino.

—Sí, bien, eso será sencillo —despidiéndole—. Puede dejarlo tranquilamente en manos de Liliane. Debe aprender a no confundir su mente con los detalles. Se ha perdido mucho tiempo —dijo Richard con crueldad— y voy a ponerle a trabajar. Tenga —cogiendo de su escritorio dos carpetas de cartón bastante delgadas—, a ver qué piensa de esto, y hágamelo saber rápidamente. Gracias a Dios que Fausta estará aquí otra vez la semana que viene. —Ah; ya nos manifestamos de nuevo como ese hato de chochos cerebros de pájaro.

—Hace mucho rato que te estoy esperando —dijo Liliane fría como el hielo, haciendo un gesto ostentoso con el brazo en el que estaba su reloj—. Toda esta confabulación. Ah —bajó los ojos a las carpetas que él llevaba bajo el brazo—, el correo general otra vez. Contémplalo durante tres semanas y luego pásalo a otro. Es fácil ver que Fausta no está aquí.

—La gente coge fichas —Orthez entrando, formando corriente de aire, con aspecto y voz violentos e irritados, lo cual era extraño en él—, se aprovechan de que Fausta está fuera, ni siquiera las firman como deberían, las dejan en cualquier sitio en todo el edificio como si fuera confetti. Ese bicho de atracos, le arrancaré el culo a patadas. —Castang, que con frecuencia había notado que él mismo utilizaba expresiones de este tipo en momentos de emoción, se echó a reír y luego dijo con seriedad—: A la próxima persona que mencione a Fausta le arrancaré el culo a patadas. —Para entonces Liliane y Orthez estaban riendo incontroladamente. La culpa es de Richard; ha estado tres cuartos de hora hablando de Carlomagno. Cualquiera diría que era una bruja por la manera en que Fausta…

—Pam, pam, pam —como un par de niños pequeños a coro.

—Muy bien, Liliane, me ha llenado de papeleo, ese teatro es todo tuyo, adelante con él. Como la mitad de esta gente no ha vuelto de vacaciones, las compañías que ella frecuentaba quedan reducidas y tu trabajo se queda en la mitad. Toma —entrando en su despacho y arrojando las carpetas sobre la mesa—, es el informe de su cámara que han hecho los fotógrafos; no quiero mirarlo. Su bolso desapareció con el resto de su ropa. ¿Tenía coche? ¿Bicicleta? ¿Dónde comía? Las tiendas del barrio, Orthez: tintorerías, lavandería, peluquería, comestibles. ¿Un deporte, un pasatiempo? Fue a ese Albergue Juvenil, y los alemanes dijeron que allí estaba sola; ¿siempre era así? ¿Una chica cuidadosa, meticulosa y al parecer solitaria? ¿Cómo se interpreta esto? ¿Novio? ¿Novia? ¿Alguien de confianza? Voy a ir a su casa y preguntaré si tienen cartas.

Las cartas que él tenía eran de Holanda, pero la firma que había al final decía Mamá, una palabra que es igual en todas las lenguas europeas, y el encabezamiento decía «Apeldoorn». Lo buscó en un atlas. Bien, no era un lugar ni muy grande ni muy pequeño; cogió el teléfono y dijo:

—Póngame con la central de policía de Apeldoorn; está bien, se lo deletreo, es holandés. Pregunte por el comisario y póngame con él; si, Kommisar con «k», y probablemente habla en inglés, así que aguce su ingenio.

No hay nada como pasarlo a los subordinados.

Las cartas eran regulares, cada dos o tres semanas; siempre cuatro páginas… es una pena malgastar papel; el papel mismo de buena calidad; la letra regular y constante. La de una persona agradable, cómoda. Quizás estoy leyendo demasiado en ella, pensó, pero me dice muchas cosas. No es necesario saber holandés, seguro. Cartas con noticias sobre los perros y los vecinos. Encontré a Mrs Chose en la biblioteca pública y me contó lo último de Amanda. Unos gamberros rompieron los retrovisores y la antena del coche de papá. La conclusión, invariable: no se me ocurre nada más, así que eso es todo por ahora. Tengo que darme prisa, querida, tengo un pastel en el horno.

Había conservado las cartas. No era una rebelde que se había escapado de casa.

—Sí, está bien. Comisario Castang, brigada criminal. Buenos días. Me temo que tengo que darle aviso de una muerte. Apeldoorn es la única dirección que tengo, pero el apellido es Barneveldt, ¿lo pronuncio bien? ¿Es un apellido corriente? El nombre que nos han dado es Apolonia. De unos veinte años, uno setenta y cinco de altura, complexión fuerte, pelo rubio natural. Las facciones destrozadas, lo siento; la hemos identificado a partir de fotografías del cráneo… No, es más que una tentativa, es seguro. Tenemos dónde vivía y hemos encontrado cartas de su madre… Me temo que sí, muy desagradable. ¿Hará usted todo lo necesario? Puedo hacer que envíen los restos directamente si el juez da permiso, pero si ellos desean venir… Una identificación formal no será fácil, y será mejor que se lo advierta, es sumamente desagradable. Me pondría yo mismo a su servicio, haré todo lo que pueda. Quiero añadir una cosa: parece un asunto local de la ciudad; está bien, no una cosa de autoestopista. Tendrán cartas de ella, seguro, y si estuvo en casa hace poco, mejor; sí, absolutamente; amigos, actividades. Tengo confianza, pero ayudaría a limitar las cosas mucho más deprisa, ¿no le parece? Estará usted en contacto, ¿verdad? Servirá de ayuda, y gracias. —Una voz tranquila, de mediana edad; un hombre que conocería su oficio. Siempre es un placer trabajar con los holandeses. Gente sensible, nada extravagante. Insulsos no era la palabra correcta. El tópico de las aguas tranquilas significaba algo aquí. Se suponía que de vez en cuando tenían algún crimen violento, pero era una rareza.

¿Cómo sería vivir en un sitio donde la no violencia era una norma, en lugar de una excepción? ¿Por qué tenemos que adoptar una solución violenta… oh, a todo, parece a veces? Incluso Richard; vean lo que ocurrió el año pasado: secuestro de aquella mujer por la fuerza al otro lado de la frontera alemana. La violencia engendró violencia; les había metido en un buen lío. Me estremezco sólo de pensarlo. Nosotros sólo rozamos con la piel allí. El gobierno ha cambiado, y nuestro ministro tutor ha cambiado —bien para nosotros— pero ¿qué clase de anotación se ha hecho en los expedientes confidenciales…? Deja de soñar despierto, trabaja.

El primer expediente tenía una estrella, lo que indicaba que venía de la policía urbana, otra decía Seguridad Urbana (Comisario Riquois, un borrachín amigable y calmado) y una tercera de la brigada criminal, su propio número opuesto (Mainsonneuve, joven y con empuje, ni amistoso ni jamás borracho). Mmm. Ninguna indicación de «confidencial», que significaba caso cerrado, aunque sin duda habían hecho todo lo posible, porque en la parte superior había una nota mordaz del juez de instrucción: «No estoy satisfecho con esto; hay demasiados que han estado abiertos pero inactivos. Véase Richard en PJ con pregunta y comentario». Débil por parte de Richard juzgar. «Se ha sugerido que esto puede encajar con nuestro 765/DGV: pasado para estudio y eventual verificación con Com/Brigcrim». Y éste era él, muchísimas gracias.

Dentro había las divagaciones de costumbre, con una nota de vez en cuando y manchas de tazas de café mojadas y de ceniza de cigarrillo:

«Atraco estación ferrocarril investigar encuentro homosexual».

«Milieu investiga».

«¿Ferrocarril distracción? Ver informe IJ».

«¿Qué es eso de hierbas aplastadas? No está claro para mí, ver detalle».

«Investigar atraco de todos modos; ¿cheques/tarjetas de crédito?».

»Oh, está bien, empecemos por el principio; la falta de celo de Riquois —o exceso del mismo por parte de Maisonneuve— no eran ilustrativos.

»Un caballero de mediana edad; hombre de negocios de existencia aparentemente intachable y hábitos regulares (ver familia medianamente grande, investigaciones del negocio y el barrio, realizadas se diría bastante bien) había hecho un viaje a París ida y vuelta (billete de primera clase, bolsillo del chaleco, debidamente perforado). Le encontraron muerto en su propio coche aparcado cerca de la estación (zona aparcamiento con horario limitado) a unos 100 metros de la calle, zona relativamente bien iluminada.

»¿El coche en aparcamiento con horario limitado? ¡Un tipo que iba a pasar el día en París! ¿Seguro que no se les había pasado eso por alto?

»Descubierto por agente patrulla del puesto de policía (ver informe).

»Un buen informe; quince minutos antes de la medianoche, ¿hombre borracho dentro de un coche? Encontrado muerto, cuerpo enfriándose aunque todavía tibio, dio la alarma. Coche abierto, faltaban las llaves (?). Conclusión: ataque al corazón, se llamó al médico.

Prelim. Médico: ningún ataque al corazón. Hemorragia cerebral, fuerte golpe con objeto como bolsa de arena. Investigar posibilidad de que resbalara y cayera —¿en la acera?— médicamente posible recuperarse del golpe inicial y subir al coche antes de perder el conocimiento de nuevo, esta vez para siempre. Recomendada autopsia. (Nota: la autopsia confirma que esto último se descarta. Golpe con bolsa de arena confirmado).

Informe del brigadier (cuando todavía hay posibilidad de accidente): no se cree en un accidente. Está claro que el coche fue movido, faltan las llaves, no hay ticket de parking ni informe de tráfico. Conclusión de que es un ardid. Ninguna señal de violencia en el coche, ni dentro ni fuera. Acción: coche remolcado a recinto policía y notificación al departamento criminal.

Los muchachos de Maisonneuve se habían ocupado de ello a la mañana siguiente.

Informe técnico sobre el coche. Ninguna huella digital clara del hombre del bar (propietario), de hombre con manos grasientas (comprobación manos garaje), de mujer (comprobar las de la esposa), pero manchas y señales de frotadura. Hipótesis inicial: intento de robo del coche, intento interrumpido por el propietario: investigar señales de lucha en el cadáver. ¿Estaba en el asiento del conductor? ¿Por qué no se habían sacado fotos del lugar? (Respuesta, conclusión inicial de ataque al corazón: ninguna señal externa de sangre o violencia). Recuerdo del agente de patrulla y el médico; estaba en el asiento del conductor. Investigar ¿colocado allí? Nada más respecto al coche, salvo que había sido aparcado en algún momento en las 24 horas anteriores cerca del margen de alguna carretera rural: encontrados restos de hierba y maleza atrapados en la portezuela trasera.

Maisonneuve había saltado al instante sobre la hierba. El hombre residía en la ciudad; ¿había estado en el campo en estos últimos dos días? No. Entonces él, o el coche, había estado en algún lugar aquella tarde: ¿era muy fresca la hierba?

Informe sobre la hierba: según observación, hierba de dos días antes posiblemente fresca aquella tarde, incluso probable. Hierba corriente de tipo margen de camino. Análisis polvo, cemento e indicios de ladrillo. Indicios completamente estándar sugieren proximidad operaciones de construcción: esto en sí mismo no es concluyente. Maleza frecuente en los lugares desiertos en toda la ciudad y zonas suburbanas.

Autopsia: muerte por golpe con saco de arena en medula oblonga, algo blando pero pesado (era del profesor Deutz, pero sonaba a muy bien entrenado). Buena salud pero estado sedentario y más bien blando. Ninguna contusión ni rasguño que indique lucha; el hombre simplemente fue golpeado por detrás (¿asiento trasero del coche?). El contenido del estómago consistía en comida de tipo buffet (tren) tomada hacia las diecinueve treinta horas más media botella de vino corriente de falso Burdeos. Descarga seminal: no. No podía deducirse nada muy sugerente ni concluyente (una tautología corriente de la policía, pensó Castang). Nada anormal ni indicativo en la ropa ni en los papeles (maletín, cartera, todo presente). El hombre había estado en París, había tenido una reunión de trabajo y almorzado (todo confirmado debidamente), había ido al cine (entrada hallada en el bolsillo superior externo) y había cenado algo en el tren (SNCF ha confirmado menú del coche restaurante). Trabajo perfectamente bueno y razonable, todo esto.

Era a partir de ahí que parecía ir en declive. No había nada que se pudiera señalar con el dedo. «Tengo que cortarme las uñas», pensó Castang, buscando sus tijeritas y acercando un poco la papelera con el pie. ¿Había algo como de aficionado en el comisario Maisonneuve? No le gustaba ese hombre, pero ¿por qué? ¿Le habían ascendido mucho más rápido que a él? Podía decir con toda honradez que no se sentía celoso por eso. ¿Un tipo con empuje, o hacía la pelotilla a los superiores? Toda la policía judicial le consideraba un perfecto pelota, pero ¿eso significaba gran cosa? Era eficiente, todos estaban de acuerdo. Pero después de la esforzada persecución de la hierba y los homosexuales, más vehemente que el legendario cañón disparando colina abajo, se produjo un decaimiento. Tenía demasiada experiencia para caer en el síndrome de la simpatía. Era fácil que gustaran ciertas clases de víctimas e incluso ciertas clases de criminal; algunas víctimas son decididamente antipáticas. ¿Era más justo pensar que esta víctima había sido más bien aburrida? Los informes de la policía hacen palidecer a casi todo el mundo, pero era difícil, tuvo que admitir Castang, tomarse mucho interés por aquel muerto, una persona de marketing para una empresa de productos químicos, uno de esos espantosos ejecutivos cuyo trabajo consiste en poner menos pintura en la lata, y al descubrir que esto es imposible, gastar todas sus energías en hacer que la lata sea mucho más barata.

A Castang no le gustaba la alternativa, que consistía en suponer que Maisonneuve tenía una buena razón para arrastrar los pies en una investigación.

Había un informe del celo de la brigada criminal en la zona de la estación de ferrocarril, pensado para mantener callado al juez de instrucción: acción contra los retretes públicos, y rameras con fotos de ellas mismas sin ropa interior.

Por fin, un informe indiferente de Riquois, describiendo todo el asunto como el tipo de crimen «incomprensible». Casi con toda seguridad accidental, pensaba él; un par de torpes rufianes habían intentado robar el coche (modelo popular y atractivo) probablemente sólo para dar un paseo, les habían interrumpido, habían golpeado al propietario, habían visto que le habían dado demasiado fuerte, y habían huido llenos de pánico. Alternativa: habían asaltado al propietario mientras estaba parado abriendo el coche; el resultado es el mismo en ambos casos. La ausencia de robo era explicable por el miedo. «Los cogeremos un día de éstos por atraco a una tienda, y admitirán este homicidio pero dirán que no sabían que le hubieran hecho daño de verdad».

El juez de instrucción no estaba satisfecho y Castang tampoco.

Pasó al otro expediente. Éste era de los propios archivos de la policía judicial, que Castang no había visto simplemente porque lo habían abierto tres días antes de que él se hubiera marchado de vacaciones; y ahora se encontraba en una situación de movimiento interrumpido porque, el juez de instrucción se había ido de vacaciones una semana más tarde, todavía no había regresado, y lo había considerado como algo de lo que ocuparse cuando regresara (suficiente en su plato, tal como estaban las cosas); porque el oficial investigador —Davignon— se había ido de vacaciones el día que volvía Castang. Liliane, que normalmente se habría puesto a trabajar en ello, había sido apartada por los cuerpos de los pantanos, y Popers, como Richard llamaba al comisario Domenech (la Persona de Pau), se lo había pasado antes de marcharse hacia su tierra natal. Todo muy razonable.

Davignon, a quien Castang conocía bien, era un alma tranquila, nada espectacular, con gafas de pasta y una actitud débilmente académica, pero era de confianza, consciente, experimentado y concienzudo; repasando los papeles Castang no pudo ver ningún punto débil (tampoco había razón para intentarlo).

Este caso era una mujer de mediana edad, hallada en su coche (un modelo pequeño, económico) en una tranquila calle residencial de las afueras. Descubierta a primeras horas de la mañana; muerta hacia la medianoche. La calle estaba oscura, la gente allí se acostaba temprano; no se había hecho ruido ni ningún alboroto. Nadie había echado en falta a la mujer; vivía sola. Vivía además en la ciudad, y ¿qué estaba haciendo allí, donde no la conocía nadie?

Causa de la muerte: fuerte golpe por detrás con un palo o mazo —podía ser golpe de karate— que le rompió las vértebras cervicales. Motivo presumiblemente el robo —bolso arrebatado— y aunque esto no era muy satisfactorio (mujer de gustos sencillos, no es probable que llevara mucho dinero o joyas) todos conocían asesinatos cometidos por menos de cien francos. Sólo que parecía que se habían tomado muchas molestias. Ella había asistido sola a una conferencia de tema cultural en el anfiteatro de una universidad; se habría ido hacia las once, pero no se había encontrado ningún testigo de esto ni de ningún movimiento posterior. Buen tiempo, seco, y ninguna señal en el coche, sin duda alguna ella conducía. Davignon había investigado con paciencia cada cosa, pero no se había averiguado nada. No podía haber justificación, Popers lo había indicado correctamente, para no dejar que Davignon tuviera sus merecidas vacaciones.

Castang cogió su bloc de notas. Liliane había visto «parecidos». Puntos en común: ambos en un coche, ambos golpeados por detrás, ambos por la noche. Talonario de cheques y tarjetas de crédito intactos. Ninguna señal de lucha, ambas víctimas confiadas, pilladas al parecer por sorpresa. Averiguar si eso indicaba conocimiento del asaltante o todo lo contrario; probablemente lo último, puesto que en ninguno de los dos casos la investigación había hallado la más mínima base para pensar que hubiera habido alguna discusión, lucha, ira o mala intención. Ambos eran personas de mediana edad, tranquilas, pacíficas, y completamente respetables (la mujer trabajaba para una compañía de seguros, en un puesto de responsabilidad si no de autoridad, y Davignon había repasado todos sus asuntos buscando algún motivo de ofensa). Gente agradable y amable. La mujer, soltera; el hombre casado (una vez), con dos hijas.

Se puso a trabajar sin mucho entusiasmo, poniendo una hoja de papel (primer borrador) en la máquina. Confidencial: no sólo el «secreto» oficial de un asunto que está bajo instrucción, al que de todos modos todas las chicas de la oficina tenían acceso, sino asuntos que implicaban a otro departamento; Castang sabía muy bien cómo se filtraban las cosas, y que cualquier cosa referente a Maisonneuve tardaría poco tiempo en llegar a oídos de ese caballero y crear, sin duda, una atmósfera de rencor.

«Una “conexión” que no se puede suponer: se tomaría como una hipótesis y podría conducir a alguna parte, puesto que ambas investigaciones estaban casi atascadas. El punto en común que me sorprende es que ambas víctimas fueron atraídas en alguna parte; si lo de la hierba y la maleza significa alguna cosa se trata de un lugar desierto, algún sitio oscuro/no frecuentado. Si el robo estaba planeado, la prostitución es un pretexto evidente; el uso de una porra casera implica preparación. La prostitución parece excluida en el caso de la mujer, y la Facultad de Letras un punto de encuentro improbable.

»En el caso del hombre es improbable que fuera asesinado en el lugar donde fue hallado; la calle está bien iluminada y es muy frecuentada. Se podría sugerir que ambas víctimas fueron asesinadas en un sitio tranquilo, que el hombre fue llevado a la estación para disfrazar un rastro (por ejemplo este supuesto espacio desierto cerca de la casa del asesino); por otro lado, no había ninguna buena razón para trasladar el coche de la mujer. ¿Una mejora en la técnica?

»Conexión supuesta: en el primer caso tenemos un golpe de porra preparado pero muerte quizás no deliberada (golpe dado demasiado fuerte con demasiada prisa); en el segundo, un homicidio más hábil y más probablemente deliberado.

»El motivo en ambos casos es oscuro, porque si el robo en los dos casos es por sumas que no llegan (probablemente) a los mil francos en efectivo —que en ninguno de los casos tocaron— el medio adoptado (hipotética “atracción”) es absurdamente demasiado elaborado. La sugerencia de Mais, de “alimentar un hábito” es plausible en el primer caso, posible en el segundo; estas personas sólo ven la satisfacción inmediata, y el dinero en metálico en ese caso, incluso en cantidades pequeñas, es preferible a la eventualidad o posibilidad de un cheque. Su razonamiento de que los adictos llegarán a estos extremos para asegurarse el alivio es dudoso, inconvincente para mí; también encuentro una idea perezosa confiar en los narcóticos cuando no se encuentra una explicación…».

Vera había puesto un estofado en el horno para que se fuera cociendo poco a poco, había sido breve con el trabajo de la casa, había colocado un vestido limpio a la niña y se había marchado al parque. ¡No todo el mundo tenía un jardín como Judith! Su propio jardín era inexistente, una mezcolanza de zarzas y ortigas llena además de madera podrida y yeso de la casa, en la que Castang posó una mirada triste: deshacerse de toda la porquería con medios —más o menos— legales era un problema. A ella le gustaban los parques y siempre había acudido a ellos; en la época en que era casi completamente inválida, Castang solía dejarla a ella y a su silla de ruedas en uno, y la recogía cuando regresaba a casa. En el Almirantazgo había aprendido a dibujar arquitectura, pues allí estaban las ruinas del castillo de la ciudad, enormes y con su foso. ¿Cómo se puede tener un Almirantazgo en el centro de Francia, a quinientos kilómetros del mar más cercano? La respuesta descansaba con aquella vieja reina pintada de Enrique III, que había convertido a algún muchacho de su gusto en duque y Lord High Admiral. «Nos dicen que el almirante es todo lo agradable que puede ser» —era Fred Astaire—. «Pero nunca vemos al almirante porque el almirante nunca ha estado en el mar».

En el Jardín de los Jesuitas, antiguamente propiedad de estos buenos padres, y adaptado para su instrucción científica (botánica, incluso astronómica) así como para la filosofía peripatética en un ambiente agradable junto al Colegio de los Jesuitas (en la actualidad un liceo estatal) ella había comprendido el romanticismo inglés: lago, rocas con pintorescas falsas ruinas, un pequeño puente chino y numerosos templos en miniatura. También aquí había dibujado mucho. A medida que pudo caminar más exploró otros; Ducshoot, donde el almirante había tenido un bonito criadero privado de garzas; Sharpsling, donde los arqueros solían practicar; Mulberry, donde antiguamente se habían criado gusanos de seda; y por supuesto, el público jamás había tenido acceso a ninguna de estas cosas. Poco a poco, duques, ejércitos privados y santos monjes habían sido echados de sus grandes y deliciosas posesiones, y la ciudad estaba ahora orgullosa de sus jardines. Con justicia; el Arquitecto de Jardines tenía talento para diseñar paisajes y realmente sentía gran afecto por un árbol, una cosa desconocida en Francia. «Somos muy lentos en hacernos civilizados», decía Castang con tristeza.

Se trataba de la morera; por supuesto, no había moreras, sino un montón de bonitos arces. Un pequeño arroyo, con justicia llamado el Tordu, serpenteaba entre ellos. Los santos monjes habían hecho aquí sus coladas; mejor dicho, chicas campesinas de la clase más sencilla y piadosa las hacían por ellos. Vera llevó a Lydia al arenal y se sentó.

El principal problema con todos ellos estribaba en que eran demasiado pequeños para la superpoblada ciudad. Castang le había hablado de los enormes parques ingleses; Vera pensaba en ellos con envidia. Nadie en Francia daba ni una cerilla usada a nadie; se aferraban a los privilegios hasta que les eran arrebatados por la fuerza. Aquí todo tiene que hacerse con violencia. La gente, es comprensible, no entiende en absoluto ninguna noción de libertad. Demasiada gente en jardines demasiados pequeños, sin idea de que la libertad significa sujeción, crear fricción; Vera prefería los parques por la mañana, cuando apenas había nadie en ellos.

En un banco cercano se sentaba un hombre que dormitaba y una mujer que se contemplaba los dedos de los pies: los que estaban sin trabajo. Un poco más lejanos había dos niños maleducados que corrían arriba y abajo, y dos jardineros municipales apoyados como de costumbre sobre el rastrillo y la pala imitando unas estatuas: el Pensador de Rodin y el Pensador de Miguel Angel. Vera se dio cuenta de que éstas habían cobrado vida y estaban gritando:

—Eh. ¡Chiquillos! No rompáis las ramas, eso les hace daño. —Los malcriados niños no hicieron caso. El jardinero dejó caer su rastrillo y se acercó por el sendero.

—Eh, señora. Esos dos chavales, ¿son sus hijos? Dígales que no rompan las ramas; esos árboles jóvenes son frágiles y tienen que ser respetados. —La mujer le miró con aire estúpido.

—No hacen caso de lo que les digo —dijo como si eso pusiera fin al asunto.

—Tienen que aprender. Nosotros cuidamos esos árboles, no estamos aquí sólo para ver cómo los destrozan. Eh, señor. Venga, su obligación es poner fin a esto. —El hombre se despertó, dispuesto a causar problemas.

—¿Prohibiciones? Aquí puedo hacer lo que me salga de las narices.

—Como quiera, diablos. Oiga, no quiero tener que ir a buscar al guardia del parque; si tengo que hacerlo, le clavara una multa de cien francos, no se lo advierto, se lo digo.

Como es frecuente entre los franceses cuando se sienten intimidados, el hombre se refugió en la legalidad.

—¡No veo ningún cartel en ningún sitio que diga que está prohibido romper los árboles!

El jardinero, boquiabierto, se volvió a su colega, que había acudido en apoyo de la responsabilidad cívica, y se mostró retórico.

—Escúchale. ¡Quiere un cartel! Por la sangre de Cristo, nueve millones de carteles, todos diciendo lo que está Prohibido. No sirve de nada decir «Por Favor No», para la gente que es un poco espesa y no piensa, no creerá que es suficientemente serio; tienes que decir «Prohibido». «No ir en bicicleta, no pescar, no coger flores», no es suficiente. No, quiere un cartel que diga «no romper los ÁRBOLES». Váyase usted a romper árboles a otra parte, ¿me oye?

El jardinero era alto, robusto, rubicundo. El hombre se retiró, gruñendo entre dientes. La mujer y los niños le siguieron apáticamente. Los jardineros continuaron su trabajo, sustituyendo las begonias por ásters o algo que floreciera en otoño. Lydia gruñó como un cerdito. Llegó una mujer con un cochecito y sacó de él un niño demasiado abrigado; lo colocó en el arenal donde se quedó llorando a gritos. La mujer le dio un chupachups para que se callara; el niño lo lamió una vez y luego lo clavó en la arena. La mujer dijo «Tonto» y lavó el caramelo en el agua, y se lo volvió a dar diciendo «Déjatelo en la boca». «Estúpida» pensó Vera. El niño, como que la idea había sido un completo éxito, puso otra vez el caramelo en la arena; la madre dio un rápido cachete al niño y le quitó el caramelo. El niño tenía ahora dos buenas excusas para berrear.

Estás observando (diría Castang, retórico como el jardinero) un buen entrenamiento criminal. Llena el parque de policías, todos ellos con carteles. Está prohibido fornicar, la pederastia, hacer volar cometas y chupar caramelos. A los franceses no les interesa la prevención; quieren represión. De ahí su devoto apego a la pena de muerte. Provoca un incendio en los astilleros estatales y te colgaremos por el cuello. Comete larsonia o arsodomia, exactamente lo mismo.

Vera abrió el «Monde» del día anterior. «La solidaridad nacional —dice la dama que es Ministro de Agricultura—, será ejercida con equidad y claridad».

Como estas dos cualidades eran familiares, en realidad algo cotidiano, para todos los granjeros, éstos aplaudirían con sinceridad. Eh, señora, ¿ha perdido el juicio o las bragas o qué?

Lydia, que había observado con interés los acontecimientos anteriores, se acercó, se puso de pie y dijo:

—Caramelo.

—No —respondió Vera.

Castang terminó su «opinión legal», y como no había ni rastro de Liliane ni Orthez, que todavía estaban fuera, decidió ir a casa a almorzar donde había un buen olor a estofado pero no «Le Monde», o sea que tuvo que leer un libro.

El inspector de división Jeanne-Marie Williez, a quien siempre se llamaba Liliane porque era de Lille, era una mujer a quien Castang tenía en gran consideración, en quien confiaba y respetaba mucho. Era una mujer robusta de unos treinta y cinco años, con anchos hombros y cara grande, sin cintura, un inesperado trasero pequeño y duro sobre las delgadas e informes piernas: «mejora a medida que bajas» decían los chicos. También mejora, pensaba Castang, a medida que profundizas en ella: una persona taciturna y reservada, nada fácil de conocer. Soltera, vivía sola en un pequeño piso que estaba en un horrible y apretado edificio, que se alzaba en una tosca y triste calle. Mucha sangre polaca aquí, de modo que siempre había chistes del tipo «Jaroslavski dice…» y en la superficie una clase de profesionalidad obstinada y nada jocosa que confundía, porque era sensible y amable, y también inteligente. Agradaba trabajar con ella, pues era alegre y animada, y casi nunca se quejaba; también era una tremenda trabajadora, muy eficiente y pocas veces estaba enferma.

Como era típico, había tomado posesión de la oficina del Director Administrativo (Mr. Steinmetz regresaría a principios de la semana próxima y entonces este lugar será un hervidero) y había examinado detenidamente a todo el personal del teatro.

—Están trabajando duro ahora; un sitio como ése, por supuesto, tiene el programa establecido con un año de antelación. Llevan un horario irregular y es difícil saber cuándo están y cuándo no están allí. Hay mucho tontería bohemia pseudoartística. —Una frase favorita de Liliane—. Durante el invierno serán horas extraordinarias todo el tiempo, así que ahora que pueden se toman días libres. —Igual que la policía—. Hay un poco de todo, cantantes trabajando con un pianista en un rincón, un carpintero y un electricista en otro, y bailarines probando una pirueta entre los dos, pero todo armoniza bastante bien cuando empiezas a separarlo. Bueno, tengo un testigo regular y dos caballeros con los que no estoy muy satisfecha, y me interesaría saber qué piensas de ellos.

El testigo regular era una chica americana llamada Barbara Witherspoon, apellido que Castang encontró divertido.

—Yo lo hago con cuchillo y tenedor.

Sin embargo no era ninguna maniquí; un ingenio seco y mucho carácter. No era una primera bailarina; una chica con papel de refuerzo de la actriz principal, de unos veintiocho años, que había sido «algo parecido a amiga» de Lonny.

—Un tipo de chica independiente. Tomaba sus decisiones y se atenía a ellas; me gustaba. Lonny era muy solitaria, pero amistosa, abierta, bastante sociable si creía que valía la pena; no se malgastaba a sí misma con gente sin importancia. No rehuía a los chicos, pero no se sabía que tuviera ningún amigo especial.

—¿Prefería las chicas?

—Señor, no me venga con ésa porquería tendenciosa, ¿quiere? Yo me iba a la cama con chicos y chicas a la vez en mi época, y me gustaba, pero sólo voy a hablar de lo que sé y eso dije a esa Mrs. Villitz. —Hacía cinco años que estaba en Francia, francés bueno y fluido. Dos años con esta compañía; la conocía bastante bien—. Una compañía bastante buena, buen ambiente. Lonny trabaja duro, tenía talento. Le habrían ofrecido un contrato probablemente, dentro de un año, con dinero de verdad. No hablaba mucho de su familia; sé que la tenía. Tampoco hablaba de nada. Era agradable estar con ella. Tranquila, callada. Generosa… detesto coser, y la pasada primavera, una vez que estaba muerta de cansancio, ella hizo mi faena, sin que se lo pidiera.

Lo importante del asunto era que Barbara había visto a Lonny aquella tarde.

—Sé que se tomó un par de días libres, o sea que no estaba trabajando y no hablé con ella. La saludé con la mano. Yo había estado trabajando y estaba sudando, y no iba a coger un resfriado quedándome en aquel pasillo. Ella estaba escuchando a este tipo indio, Ram o Jam o lo que sea. No estoy sugiriendo nada, sólo estaban hablando: nada íntimo ni confidencial.

—¿Ram o Jam? ¿Indio? —preguntó Castang a Liliane—. ¿Algún tipo hindú?

—Bueno, es algo largo e impronunciable y en algún punto sale Jam. No, Mohammedan. No le gustó ser interrogado por una mujer. Arrogante. Evasivo. Dejando aparte el que no me gustara, me interesó lo suficiente para pensar que valía la pena que le vieras, así que le he dicho que me gustaría verle aquí mañana a primera hora.

—Entiendo, ¿y el otro?

—Otro largo nombre ruso que incluso encuentro impronunciable. No de una parte polaca del mundo; algún lugar del Cáucaso. O sea que le llamo Sammy. Ahora no es ruso —israelí de segunda generación— chico difícil. Era muy pendenciero. Buen bailarín, dice Barbara, técnicamente muy realizado pero «lleno de neurosis». No es que ella sea antisemita, pero no le gusta. «Un maldito maleducado» y «huele fatal cuando está acalorado» y «siempre indignado por algo». Cogió afición por Lonny, según Barbara, pero ella no quería saber nada. Barbara quiere marcharse, por cierto; ¿todavía la quieres ver?

—Si queremos verla mañana, le enviaremos recado. O sea que por favor dile que esté disponible, por la tarde. ¿Dónde está Orthez?

Orthez había cumplido su tarea; todas sus informaciones sueltas habían sido equiparadas concienzudamente con el trabajo de Liliane. Este recoupage, para utilizar un término técnico, había dado como resultado un «hombre divertido» que encajaba con el número dos de Liliane, y a éste también se le había pedido que se pasara por las oficinas de la policía judicial «por la mañana», para que Castang pudiera verle… pero no había querido venir; protestó por la pérdida de tiempo: su negocio, dijo. Bien, dijo Orthez, usted quiere ser un buen ciudadano, ¿verdad? Quiere cooperar. Y como es extranjero, quiere aún más ser un buen ciudadano. Disfruta de la hospitalidad de Francia, ¿no? O sea que estará usted mucho más dispuesto que los franceses a ayudar a la policía, ¿de acuerdo? Una vez retorcido el brazo, había visto la luz. Pero es un astuto hipócrita, dijo Orthez.

—¡Otro maldito extranjero! Odio a los extranjeros —dijo Castang, xenófobo—. Abogados y cónsules y qué sé yo qué más.

—Son un grupo extraño —coincidió Orthez— Sammy, Jammy y Yammy.

—¿Ése es uno de los tuyos?

—Sí, es japonés con un apellido largo y divertido. Hace unos años que está aquí; vino para aprender cocina francesa, dice, con la idea de montar un restaurante francés en Yakasaki o donde sea, pero es un negocio en el que se metieron unos cuantos y él se quedó aquí. Le gustaría abrir un restaurante japonés, pero entretanto le va bastante bien con su establecimiento de comida sana; algas marinas y té de tres años y todo eso. A Lonny le gustaba ese material; toda esa gente loca del teatro son maníacos de la mantequilla de cacahuete, o sea que ella entraba y salía bastante y él admite que ella estuvo allí esa tarde. Hay mucho más de lo que se ve, si me lo preguntas, pero también hay mucho que se ve. Él sale fuera y hace comidas japonesas para fiestas; conoce ésa carnicería especial, tiene una buena colección de cuchillos de cocina que decoran la tienda. Vive detrás del comercio. Todo esto es totalmente circunstancial. Pensé que te gustaría verle.

Richard entró antes de que Castang pudiera irse.

—Interesante reacción la que tuviste ante esos expedientes.

—No estoy concentrado ahora y tampoco estoy seguro de que lo estuviera entonces; ni siquiera recuerdo cuál fue mi reacción. Oiga, lo siento, tengo un plato lleno aquí, estoy citado con tres excéntricos mañana por la mañana y sus nombres son Yammy, Sammy y Rammy o Jammy, todavía no tengo muy claro cuál.

—Las Naciones Unidas —dijo Richard, pero toda agudeza fue abortada por el timbre del teléfono.

—Tengo que decirle —dijo la voz de director de banco del Kommissaris de Apeldoorn— que los padres vuelan hacia París y tomarán el tren. —Un desagradable recordatorio del descubierto.

—Muy bien. —Estaba muy mal.

Jam fue el primero; de pie, de hecho echando humo, en el escalón de la puerta de la calle a la hora de abrir, como si fuera un pub inglés; coincidiendo con un brusco chaparrón, un borrascoso viento del oeste que indicaba que las vacaciones habían acabado ya, y un fuerte descenso de la temperatura. Jam ayer, pensó Castang. Muy posiblemente Jam mañana. Y este malestar matinal…

—Puedes colgar tu paraguas, si quieres, y ponte cómodo. Igual que en el dentista; cuanta menos tensión sientas, menos doloroso será el proceso.

—Ya se lo conté todo a su subordinado.

—Deja que aclare una cosa —agradable, con su voz de tenor—. Se te hicieron unas cuantas preguntas. Prepárate para que te hagan tantas como el inspector Williez crea conveniente.

—¿Es una amenaza? ¿Intimidación? ¿Imposición?

—¿Tienes mala dentadura? ¿La has descuidado? ¿Temes al dolor? No tienes nada que temer, salvo tu propia imaginación.

—Tomaré todas las medidas necesarias para protegerme.

—¿Para protegerte de qué? —Un pequeño cigarro, pensó Castang, me dejará el estómago mejor que un cigarrillo.

—Burocracia. Oficialidad.

—Veo por esta nota que es usted comerciante, según sus propias palabras un agente comercial. Tiene cincuenta años de edad, es de nacionalidad iraní. Hace quince años que vive en este país… ¿todo esto es correcto? O sea que es usted un hombre de experiencia, establecido. En asuntos de negocios, su palabra, su promesa, su cheque son buenos, y se puede confiar en ellos; ¿es así?

—Evidentemente.

—La investigación más breve indica que no tiene usted antecedentes penales. Algunas otras sencillas averiguaciones —señalando con un dedo indiferente el teléfono— con el servicio de Aduanas, o la inspección de fraudes, las autoridades de Hacienda… no mostrarían pequeñas irregularidades en la descripción de mercancías o marcas de comercialización, ¿verdad?

—Claro que no. ¡Vaya idea!

—Igualmente, si fuéramos a dar los buenos días a mi colega de la D. S. T. —la rama política— ¿no tendrían ningún cuento que contarme referente a afiliaciones sospechosas o actividades indeseables que pudieran perjudicar a la buena voluntad de la República Francesa?

—Oiga, jamás ha habido nada, ni en la época del Sha ni desde que…

—Estoy seguro de ello. ¿Qué tiene usted que temer?

—Oh, nada en absoluto. Con toda seguridad. Sólo es que…

—Sí. Una investigación de un homicidio es un asunto importante, una cosa seria. Se encuentra usted involucrado tangencialmente; esto le alarma. ¿Tiene motivos para alarmarse?

—Claro que no. Es la pérdida de tiempo…

—Aquí, señor, no consideramos un homicidio como una pérdida de tiempo. O sea que ahí va un consejo. Con el inspector Williez compórtese como lo haría con cualquier oficial estatal de responsabilidades importantes. Abierto. Sin secretos. Con ganas de ayudar. Exactamente igual que haría con los derechos de aduana a pagar por algún pequeño envío de alfombras. ¿No es así?

»Aclarando… deje que le instruya acerca de algunos pequeños asuntos de procedimiento. El inspector Williez le hace preguntas relativas a los hechos, y desea que usted sea muy preciso en los detalles. Las respuestas son anotadas. No está usted bajo juramento pero le interesa ser totalmente sincero. Es imposible, como dice usted, que pueda ser incriminando. ¿No es así?

Gesto afirmativo. Labios herméticos.

—Podría ser concebible (tenemos estas pequeñas debilidades humanas) que el interrogatorio tocara algún asunto que usted prefiriera que permaneciera en secreto. Nada criminal. Algo privado. Aquí haré dos puntos, si me permite; por favor no me interrumpa. El primero es que una investigación de homicidio no permite que nada permanezca privado si el oficial investigador lo considera pertinente. ¿Está claro? Queda dentro de su discreción. Y el segundo es que, aquí, sabemos ser discretos.

»Teniendo en cuenta estos dos puntos, pensándolos, quizás preferiría usted que las preguntas se las hiciera un hombre —mirando fijamente de aquella manera ruda e indiferente de los policías a los ojos del hombre—. Porque aquí somos dentistas, para seguir con la broma, sin ninguna vergüenza. Permítame que le ponga un ejemplo —eligiendo un cigarrillo esta vez—. ¿Se siente usted atraído por las jovencitas? —Tal cual.

—No veo que la pregunta sea pertinente.

—Ve, ya está cubriéndose. Se lo recuerdo: candor. Aquí, señor, estamos investigando un crimen sexual sádico. La pregunta es de lo más pertinente, sírvase darme una respuesta.

—Toda chica joven y bonita atrae la atención de un hombre normal.

—¿Muy joven?

—Supongo que sería una cuestión de desarrollo físico.

—¿Dieciséis? ¿Catorce? ¿Doce?

—Repito yo…

—¿Ha oído hablar alguna vez del concepto americano de la violación estatutaria?

—No entiendo.

—¿Se da cuenta de que si usted invita, acepta o busca conseguir el acto sexual con una niña menor comete una ofensa criminal aun cuando no presente violencia?

—Oh, yo…

—¿Le gustan los chicos?

—Con todos mis respetos, debo protestar.

—¿Por qué protesta? En los países islámicos no existe la vergüenza particular, ¿o estoy mal informado?

—Usted mismo ha señalado que estamos en un país occidental.

—Se pueden llevar consigo las actitudes mentales al cruzar una frontera, ¿no está usted de acuerdo? Para tomar un ejemplo, que con frecuencia lleva a malentendidos, en un país como Irán las chicas occidentales que no llevan chador y se comportan socialmente de una manera desinhibida son consideradas a menudo como desvergonzadas e incluso pecadoras por los que tienen una estricta fe islámica. ¿Correcto?

—Yo no soy de los que siguen una estricta observancia religiosa.

—Pero es así. Para decirlo llanamente, a las chicas occidentales se las considera con frecuencia unas prostitutas. Se ofrecen a sí mismas. Están dispuestas a ir a la cama sin ningún preliminar. ¿Comparte usted este punto de vista?

—Hace bastantes años que vivo en Francia, y me parece que carezco de actitudes puritanas o provincianas.

—¿Le gustan muy jóvenes?

—Me está usted intimidando.

—Quizás sí. Es porque usted no está siendo totalmente sincero conmigo. Conoció a esa chica en el teatro. La había visto allí antes. Tenía un asunto sobre un detalle de diseño oriental. Ella le habló de las miniaturas persas. Esto es lo que dijo usted ayer al inspector Williez. ¿Quiere alterar o negarme esa historia, hoy?

—Es la sencilla explicación de un hecho trivial.

—Lo acepto. Los hechos triviales con frecuencia conducen a situaciones que lo son menos. Así que ése lo adelantamos un paso. ¿Se le pasó por la cabeza que su interés podría ser una ocasión para seducirla? «Tengo algunas miniaturas que puedo enseñarte… un libro que te interesaría».

—Está usted imaginando cosas.

—Claro. Es un viejo truco: sube a ver mis aguafuertes. Y es notable con cuánta frecuencia funciona. Hoy en día, quizás, es la chica la que pregunta «¿No tienes ningún aguafuerte?». ¿No ha tenido usted ninguna experiencia?

—No.

—Señor, ¿visita alguna vez a prostitutas de lujo? ¿O va por la noche conduciendo despacio cerca de la acera?

—…

—¿Pondría alguna objeción si le pidiera su agenda de teléfonos de bolsillo? ¿Y comprobara los números que encontrara en ella?

—Yo no he hecho nada, nada, que me haga objeto de investigaciones y sospechas.

—Entonces sea sincero. Usted vive solo. Tiene una esposa o varias en Irán. Esto a mí no me incumbe. Pero aquí, en esta ciudad, sí que me incumbe. Es un hecho de la vida. A los caballeros de mediana edad les gusta ver y tocar a las chicas; ése es otro. Así que dígame quién, cómo, en qué circunstancias, con qué frecuencia y con qué pautas.

—Le ruego que crea que no ocurrió nada con esa chica. Es como lo he descrito y nada más.

—No pido nada mejor que creerle, señor, y su detallada respuesta a mi pregunta ayudará considerablemente a esta creencia.

—Me está usted presionando indebidamente.

Sí, sí, pensó Castang. Somos una pandilla de sádicos hijos de perra. Espera a que hayas tenido una tarde con Liliane, y descubras que ella es mucho más objetiva y directa que yo. Para un caballero de educación islámica, por muy ilustrado que sea, podría ser una saludable experiencia.

—Si piensa usted eso, ya, sin duda debe de tener muchas cosas en su vida que quiere proteger. ¿De qué se avergüenza usted? —Castang le retuvo una hora más. Yammy estaba abajo, dando patadas a las paredes, le dijeron. Que hierva un poco, el maricón.

¿No está la cocina entre las primeras de nuestras artes? ¡La sola idea, que sorprendió a Castang, de llamar a la cocina un arte! Una perfecta tontería, de todos modos. Vera habría dicho que cocinar requiere que te tomes molestias, y los franceses no lo harán. Pero lo haremos, pensó Castang dando en secreto la instrucción de mantener la mermelada hirviendo a fuego lento y agitarla con frecuencia para evitar que se pegue.

Un burgués simple, que ha pasado años construyéndose un lecho confortable e intenta seguir tumbado en él. En la época del Sha todo se hacía por soborno, y seguramente éste sería el caso todavía hoy, aunque pudiera echarse a temblar ante las visiones como de pesadilla de un ayatollah con ojos de loco y un sable queriendo saber qué estaba haciendo para la revolución islámica. Por favor, Su Alteza, yo exporto la revolución a Francia.

Castang detuvo su imaginación y se preguntó si había un asesino en la olla de la mermelada. ¿No era un «modelo psicológico de asesino»? Él sabía muy bien que no existía. Sin embargo, este sibarita de mediana edad era muy vulnerable, y fuera lo que fuera, lo que hacía a las chicas aparecería en la cocción.

A no ser que se equivocara mucho, el Yam demostraría estar hecho de un material más duro, y eso demostró. A este tipo podías esparcirlo por el exterior de un cohete y utilizarlo como protección térmica al volver a entrar en la atmósfera. Un dedo señaló a Castang, dedo muy parecido a una bala con recubrimiento de cobre, y una voz de la misma textura y similar velocidad de salida dijo:

Me compensarán la pérdida de negocio, ¿no?

—Me compensará —riendo de corazón y dándose palmaditas para asegurarse de que sus calzoncillos con delantera de acero estaban en posición— por la pérdida de valioso tiempo de la policía.

—¿Qué es tan divertido?

—Se cree usted gracioso, ¿no?, ¿está tratando de tomar a la brigada criminal por un hatajo de imbéciles, o qué?

—¿Por qué habla usted así?

—Porque si se comporta como algo sacado de un sampán que vende a los turistas elefantes de jade de contrabando, yo también puedo hacerlo. Le vaciaré el orinal sobre la cabeza, ¿entendido?

—¿Me ha hecho venir aquí para escuchar toda esta basura? Mi permiso está en regla y mi negocio es honrado; lo saben muy bien. Su brigada de narcóticos ha venido diez veces en busca de heroína y han sido muy desagradables. Presente mi queja —dando un golpe sobre la mesa.

—Dé otro golpe sobre esta mesa —dijo Castang en un susurro— y le enseño lo que hacen los perros de narcóticos cuando les falta sukiyaki durante una semana.

—Teatro —con desdén—. Escribiré denunciándolo. Diré al Canard Enchainé, diré a Gaston Defferre, diré a Monsieur François Mitterand que la policía no es honesta y tiene prejuicios raciales.

—Le dejo elegir —despacio—. Puede comportarse de modo violento o no violento. Violento puede serlo, tres francos valen un penique por aquí. Si quiere, puede pasar las próximas veinticuatro horas esposado y desnudo en el sótano, y empezaremos a hablar después. Yo soy un hombre no violento, pero éste es mi despacho y nadie me grita aquí. Si se comporta con dignidad, será tratado con dignidad.

—Respete mis derechos humanos —malhumorado.

—Verá que se los respeto, y eso sirve para ambos. O los dos somos hombres, o yo soy el apestoso policía deshonesto y usted el despreciable mercachifle de algas marinas. O todo o nada. —Los astutos ojos le miraron con atención.

—¿Qué es exactamente lo que pretende? —Su voz cambió por completo—. Supe por un inspector, ese levantador de pesos de tamaño bolsillo —Castang apreció esta definición de Orthez— una cosa sensacional acerca de una chica desnuda descuartizada y metida en una bolsa de papel, y es natural que piense que está usted tratando de decidir algo sobre mí. Ella era cliente. ¿Y qué? Yo pongo los tallarines en bolsas de papel, no a los clientes.

—Hay una viejecita en el teatro que entró por una lata de pulpo para la cena…

—Que comparte con el gato.

—Déjeme terminar la frase, ¿quiere? Aquella noche. La chica estaba en la tienda, sola, usted estaba fuera del mostrador, delante, ligando con ella.

—Sí, yo ligo con todas las chicas. Buen negocio imperturbable.

—¿Consigue a chicas atractivas, con este sistema?

—A unas cuantas, pero a ésta no. Le gustaba el ligue —se rio—. Pero nada más —sucinto.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Cómo lo sabe usted? Usted no es un imbécil. No siempre puede decir si querrán, pero sé enseguida si no querrán. Muchacha honrada —pensativo—. Debería haber más así. El mundo sería mejor. Pero no hay que lamentarse.

—De hecho estoy de acuerdo. Yo nunca la vi, pero así es como la veo. Sin embargo, podría sugerirse que usted podía haberla invitado a tomar una taza de té y atacarla para ver si eso podía ser divertido.

—Estúpida sugerencia —dijo el japonés cogiendo el encendedor de Castang— de una persona estúpida. La manera de pensar de un policía. ¿Él hace cosas así? No, está bien, hemos acordado ser educados. Sin descortesía, sigue siendo una sugerencia estúpida.

—Muy probablemente. Por desgracia, hemos conocido un montón de sugerencias muy estúpidas y muy improbables que se han convertido en hechos. ¿Por qué? Porque la gente de pronto se comporta de maneras a la vez estúpidas e improbables. Así que estas sugerencias se hacen y tienen que ser seguidas.

—Envenene a un gato con pulpo envenenado, pero no puede colgar a un gato nunca. Usted hace la sugerencia. No puede probarla. Yo no puedo refutarla. ¿Adónde vamos ahora?

—Adonde vamos es aquí. Dejo los hechos para mi inspector. Él hace preguntas, usted responde. Sí, no. Él recoge unos cuantos hechos y usted tiene razón, nos quedamos mirándole; no queremos interferir en la libertad de nadie. Con demasiada frecuencia nos encontramos en esa clase de agujero. Por eso yo estoy buscando un poco de material no relativo a los hechos. Haciéndome una idea de qué hombre es usted. Somos muy materialistas aquí en Francia; no Japón, donde yo nunca he estado, y de lo que leo no me fío mucho. Demasiado suave, demasiado fácil, ¿me comprende?

—Le comprendo. Japón es también un tipo de lugar muy diferente, y eso usted no lo ve, y lo que los policías no ven no lo entienden. De todos modos, inténtelo. De acuerdo. Sólo entienda —volviendo a los malos modales sólo una fracción de segundo— los negocios son los negocios. Las personas son las personas. Nosotros lo mantenemos separado. Los policías harían bien en hacer lo mismo, o tendrán problemas. ¿De acuerdo?

—Tan de acuerdo que no le reprocho que no deje asomar a la persona. Pero ahora hay un factor personal. Mataron a la chica, lo cual es una cosa bastante personal que le puede ocurrir a uno. Yo lo siento personalmente. No es emocional; eso no me haría ningún bien y enturbiaría mi opinión. Pero sí en una dualidad, como policía y como persona. Tengo que conocerla a ella, tengo que conocerle a usted; sólo un poco. ¿Me explico?

—Por lo menos sigue intentándolo —con un movimiento de los dedos, un poco como un pianista flexando los dedos antes de tocar el teclado.

—Tiene usted material budista en la tienda.

—Claro. Ella compró algo. Con eso ya la conozco un poquito.

—¿Lo tiene sólo por negocio, para comer, o es personal?

—No lo quiero, por negocio, pero los clientes lo esperan. Es un poco personal. Aquí, cómo quiere que le diga, en este contexto, no me gusta hablar de esto.

—Me ha interesado que dijera, de ella, que «debería haber más así», y «el mundo sería mejor».

—Un pequeño resbalón ¿no? —agrio.

—Explíqueme un poco.

—Yo no explico. Lea el librito; se lo vendo.

—Inténtelo otra vez. Tengo entendido que el Zen es no violento.

—El Zen no. El Zen no es correcto. Es una…

—¿Una herejía? ¿Un cisma?

—¿Qué son estas palabras? Son estúpidas.

—Una olla de mierda —sugirió Castang para ayudarle.

—Es una secta —con gesto estirado—. Los seguidores de Nichiren no tienen esta limpieza. Encantadora a los ojos de los ignorantes.

—El principio del respeto por la vida en todas sus formas, de rechazo de la violencia… esto, no obstante, lo comparten.

—No está usted enfocando este tema con pureza —con la anterior actitud quejicosa—. Intenta sólo el truco habitual de la policía, hacer que el tipo se contradiga. Al materialista europeo le gustan los hechos; está bien, limítese a los hechos. No hay hechos, entonces el hombre sabio cierra la boca. —Ningún maestro del Zen lo habría podido expresar más sucintamente—. La policía no comprende el mundo no material.

Desairado así, Castang dijo con dulzura:

—Entonces los dos tendremos que adquirir más paciencia. Paciencia —con pedante énfasis— aquí aprendemos.

Línea, se dijo a sí mismo.

Abrió un poco una puerta.

—Puedes ser tan objetivo como quieras —oyó que Liliane decía alegre—. A mí no me preocupa en absoluto: soy Oriana Fallad. —Los papas y ayatollahs podían montar un espectáculo con los hombres. Enfrentados con la temible impureza de las mujeres se ponían nerviosos. Pronto se olería a mermelada quemada.