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EL COMISARIO RICHARD vivía en una elegante casa. Años atrás —veinte; entonces sólo era «subjefe»— una investigación le había llevado a un pueblo que a la sazón estaba a veinte kilómetros de la ciudad, y ahora seguía estando fuera. Las viviendas suburbanas se habían ido acercando y en el valle había un «terreno industrial» que no le proporcionaba ninguna alegría, pero aquí arriba, en la colina, las cosas todavía eran rurales. Los granjeros cultivaban sus tierras, y los burgueses más ricos (como él) harían todo lo que estuviera en su poder para asegurar que todo siguiera así.

Había ido en busca de un testigo que no estaba en casa. Era una tarde soleada y había hecho novillos; dejó el coche en la plaza del pueblo y fue a dar un paseo. Junto a la rústica carretera que discurría por la empinada ladera de la montaña y hacia la carretera principal había un campo, encerrado por la alta cerca que todavía existía entonces, antes de que se inventara el cultivo intensivo. Un campo difícil, demasiado expuesto al oeste para servir para viñas, demasiado empinado y pequeño para servir para cualquier otra cosa. Él se había sentado en el campo y fumado y contemplado el sol descender en el horizonte antes de regresar a un mundo de testigos. No olvidó aquel campo, y un año más tarde lo compró, y tres años más tarde construyó en él; el banco decidió que Monsieur Richard era un riesgo razonable, y si le promocionaban o incluso le enviaban lejos de la región, sería una propiedad para vender; le concedieron el préstamo con unas condiciones muy buenas. Hacía muchos años de eso. Quizás los bancos entonces no eran tan codiciosos, o tenían menos miedo.

La casa había sido para él, pero más para Judith; después de los niños que ella —¿o era él?— parecía incapaz de tener, lo que más deseaba era un lugar seguro que fuera suyo. Era una clase bonita, diseñada por ella, sólo por una planta baja que daba a la carretera: dos, y una gran terraza, cuando se miraba desde abajo; se elevaba en la colina y se aferraba a ella. Muy bonita. Pero claro, aparecieron desventajas; estar tan expuesta al oeste era una lucha constante contra el frío y la humedad (pero el petróleo era barato en aquella época). Y estaba la puesta de sol, y el jardín al que Judith entregó su corazón y no había malditos vecinos; en los campos contiguos pacían vacas y la pendiente acababa muy abajo en una especie de jungla de maleza a ambos lados de un pequeño arroyo, un sucio arroyo, aunque a veces se podía cazar algún pato en él, pero estaban prohibidas las incursiones. Él ya no cazaba patos, y probablemente ya no quedaban; horribles cobertizos industriales se habían construido cada vez más cerca, y los árboles y el seto habían crecido.

El «lugar seguro»… en otro tiempo había sido una casa. Ahora era un fuerte, un lugar acorazado, enclave y bastión de privilegio, poder, riqueza. Todas las casas francesas eran así. He llegado a odiar esta casa, pensó Richard. Párate; eso es irrazonable e ilógico. Aunque sea cierto, es la expresión de una emoción. ¿Qué me ha pasado últimamente? Toda mi vida me he entrenado para desestimar, para desconfiar y hacer caso omiso de las coloraciones emocionales y los ataques de sentimentalismo.

Eres un periodista, le había dicho su primer jefe. La calle y todo lo que hay en ella, te pertenece. Mira, escucha, informa. Eres un instrumento, un cristal ampliador. Una cámara con el obturador abierto. (Esta frase, que hizo famosa algún viejo pederasta inglés en el Berlín prehitleriano, todavía no había llegado a la Francia provincial en 1939). ¿Instinto? Habla de instinto, muchacho, cuando tengas treinta años de experiencia.

Ahora él tenía cuarenta. Había desarrollado los instintos en cantidad. Sería capaz de reconocer uno cuando lo viera. ¿Odiar esta casa era un instinto? Una buena casa, una hermosa casa.

Judith no había podido controlar a un talento español moro para enlazar el interior y el exterior, para jugar con el espacio y el aire y el sol hasta que uno no supiera dónde terminaba la casa y comenzaba el jardín: «Oh, estas horribles casernas del norte, cerradas a la luz a cal y canto». La pendiente del terreno lo impedía y los límites del dinero que se podía reunir. Y el clima, querida muchacha; esto es el centro de Francia y en invierno hace frío. Sus patios y claustros serán imposibles de calentar. Y durante nueve meses al año sopla el viento del oeste; aquí arriba tiene una bonita vista, pero está muy poco resguardada. (Los ingleses son muy listos, pensó Richard, y civilizados. En todas partes jardines, todo posible rincón utilizado para aprovechar el sol y como resguardo. Árboles, ellos entienden los árboles porque los aman y los valoran. Ningún francés entiende un árbol; la idea es talarlo y venderlo por lo que reportará. Un hecho que despertó la furia de Stendhal en 1837 —oh, sí, nadie lo sospechaba pero a veces él leía algún libro— virgen, ¿qué diría el viejo si viera ahora Francia?). De modo que había existido una batalla durante veinte años entre los árboles de Judith y la puesta de sol de Judith. Todavía no se había resuelto.

Judith y su jardín… ¿Qué se podía hacer por esta casa, teniendo en cuenta que era una casa horrible? La casa era el jardín, y el jardín era su vida y su pasión. Ella se pasaba todo el día allí, todo el año. Como ahora, con una prenda estampada oscura que llamaba túnica (era una mujer alta y delgada, de pecho plano y huesuda) y un sombrero de paja blanda con el ala curvada hacia abajo. Cuando estaba muy húmedo, y húmedo generalmente significa frío en un lugar que da al sudoeste, una enorme capa corta de loden tirolés y botas de agua; pareces Sherlock Holmes, decía Richard. «¿Quién es?», preguntó Judith, sin estar segura de si era un cumplido. «La gente que vive en casas de cristal no debería tirar piedras» dijo él cuando estuvo construido el naranjal: y añadió: «¿Quién va a limpiar todas esas ventanas?». Ella odiaba limpiar ventanas. Asimismo odiaba tener a alguien en casa. Incluso con la mujer de la limpieza del pueblo había guerra perpetua; al menos una frágil neutralidad cuando se encontraba, lo menos posible, en zonas que habían acordado eran tierra de nadie; se detestaban mutuamente. No podías extirpar veinte años de la vida de Judith, dijera lo que dijera el instinto.

Simplifica. Líbrate de toda esta basura. Incrustaciones del jardín se habían introducido en los huecos de la casa, desde el sótano lleno de macetas, tesoros protegidos de la luz y humedad hasta los sanatorios particulares, lugares de convalecencia, balnearios y guarderías donde cosas marchitas o descoloridas eran mimadas hasta que recuperaban la salud; incluso el cuarto de baño estaba lleno de ellas. A veces él se ponía de malhumor y daba un codazo para que se cayeran al suelo, y adoptaba expresiones dulces mientras Judith se dolía y maldecía en español —el mejor idioma para maldecir— y le miraba con aire acusador.

Sólo la habitación de él era segura; esa horrible habitación, la llamaba ella. Ella nunca tocaba nada, incluso le disgustaba poner los pies en ella. No podía poner una planta aquí; el humo de los cigarros lo mataría todo. No la llamaban el estudio o la guarida o la biblioteca. Ella la mencionaba como «El Lugar»; él la denominaba «mi habitación». Nadie venía aquí. La mujer de la limpieza fregaba el suelo, quitaba el polvo a los bordes redondeados, y de vez en cuando limpiaba las ventanas. Había un anticuado escritorio de roble de la Tercera República al que él daba una capa de cera de tanto en tanto. Libros, muchos libros, oscurecidos y descoloridos y con olor a moho (todo en esta casa estaba un poco húmedo, hicieras lo que hicieras). Estantes de discos. Algunas veces los ponía. Eres como una mujer vieja, se decía a sí mismo, con un armario lleno de pilas y pilas de sábanas y manteles y nunca usa ninguno; son completamente inútiles. Pero se deleita en ellos, los cuenta.

Al menos él no tenía moneda de oro. Judith no tenía diamantes. No los quería. No tenía ningún abrigo de pieles. Tenía poca ropa; se compraba lo indispensable y lo llevaba hasta que caía a trizas. «¿Para qué necesito ropa? Nunca voy a ningún sitio. No puedo hacerte quedar mal». «Deberías llamarte Daphne» replicó un día Richard con aire triste. «Nunca estoy muy seguro de si no te has convertido en arbusto». Esto tuvo que explicarse. «Huyó de Apolo y oró para preservar su virginidad y hop là, en el momento oportuno…». Judith lo entendió, e incluso lo aprobó como una vaga cuestión de principios a pesar de decir «Qué chica tan tonta…», y después: «Puede que fuera un limonero, en una existencia anterior. Pero la amo», dijo Richard para sus adentros; y de verdad era así.

—Es importante que acabemos con esto —dijo Richard; era la conferencia que solían celebrar a primera hora de la mañana—. Acabado mientras está caliente todavía es una generalidad piadosa, un cliché fervientemente deseable. Pero nos haría conseguir buena nota, y sería agradable. —Agradable significaba algo que poner en el haber, porque se acercaban tiempos tempestuosos y puede que estemos acumulando muchos débitos. Castang conocía este vocabulario. Le contó lo de los testigos alemanes.

—Bien. Deberíamos encontrar una pista aquí. No quiero decir a la policía holandesa que busquen a una chica llamada Apolonia, aunque no debería ser demasiado difícil por su sonido. Suena a agua mineral —terminó diciendo Richard, inconsecuente.

—Eso es Apolinaria. Pero no suena a turista. Conocía la ciudad. Estudiante. —Universidad… Liliane… Orthez… Los archivos de la universidad probablemente se llevan mal y sin duda son un buen lío. Pero debería poderse… quiero decir, los carnets de estudiante. Las bibliotecas, la cantina; no se puede hacer nada sin carnet de estudiante. El problema es que la administración todavía estará de vacaciones; intentar conseguir información en la universidad en el mes de agosto… Deja de inventar excusas, dijo Richard.

Esos chicos alemanes, como se temía, no proporcionaron más ayuda. La universidad dijo que cómo demonios iba a encontrarse nada en los archivos sólo con un nombre de pila; ¿creía la policía que guardaban un registro de los certificados de bautismo? Todas las solicitudes a Secretaría tendrían que esperar hasta principios del mes siguiente.

—Salsa —dijo Castang—. Cójales por el pescuezo y sacúdales. Tiene que haber un registro de los estudiantes extranjeros; si no tienen el bachillerato tienen que presentar algo equivalente. Toda clase de información, aunque parezca que carece de sentido, aunque esté muy escondida, pero está en alguna parte. Inscrita, y por lo tanto archivada.

—En absoluto —informó Orthez impasible—. No está inscrita. No está archivada.

Con un listín de teléfonos pelearon con una horrible lista de establecimientos que podrían ser descritos como educacionales. Escuela para profesores, Conservatorio de Música, Artes Decorativas. Orthez repetía una y otra vez «Eliminado», sonando, según decía Castang, como un remedio antiestreñimiento.

Muy bien, ahora todos esos pesados lugares que no se llaman Escuela sino que se disfrazan como algo más grande. Instituto de Estudios Macroeconómicos.

—Instituto de Belleza. Instituto sin duda de Masaje Thailandés. Puedes ser estudiante de cualquier cosa.

—Todos han tenido que ser eliminados —dijo Castang.

—Suena usted como Stalin.

—Soy Stalin —de detrás del informe de patología del profesor Deutz, ahora pasado a máquina; lectura deprimente—. También hay sitios donde los estudiantes graduados…

Quizás aquellos alemanes cometieron un error. Quizás ella sólo se hacía llamar estudiante; una especie de útil contraseña en aquellos albergues para jóvenes. Quizás… todo el mundo se iba poniendo más malhumorado.

—Si tuviéramos a alguien llamado Apolonia, aunque fuera holandesa —dijo el Laboratorio de Física Avanzada, el Jardín Botánico y el Instituto de Investigaciones Geotérmicas— seguro que no lo olvidaríamos.

—Algunos de estos sitios no contestan al teléfono; ni siquiera existen, probablemente.

—Una treta para despistar. Esos alemanes casi seguro que se están riendo a mandíbula batiente. Comida gratis y alojamiento para una noche.

—Tú les viste, Liliane: ¿cómo lo ves?

—El chico quizás, pero no la chica. Estoy de acuerdo contigo. Creo que hay algo aquí.

Hubo un tiempo en que fuimos jóvenes, en que incluso Richard fue joven, en que las personas observantes de la ley se registraban en los consulados, solicitaban un permiso de residencia al Servicio de Extranjeros, un permiso de trabajo en la Prefectura, llenaban formularios por todas partes. Ahora nadie se preocupaba. Dentro de la Comunidad Económica Europea había libertad de movimiento. Se habla mucho de los inmigrantes ilegales, pero nadie tiene idea de cuántos son. Los franceses se parecen a todo el mundo, así que ellos se parecen a los franceses. Todo lo que la policía puede hacer es importunar a unos cuantos negros —los negros son reconocibles— y ser acusada enseguida de racismo. Si hay demasiados, hazlos circular. Las playas de la costa del sur en agosto estaban saturadas de gente que dormía al raso. Los policías de Cannes, comprensiblemente hartos, reunían a cien mil o así, agitaban un jocoso pulgar en dirección a Marsella, y decían «git». La gente había escrito cartas indignadas acerca de los Derechos del Hombre. Mucho se preocupaba la policía de los derechos del hombre; su trabajo consistía en mantener limpia la playa. Querida gente, pensad menos en la libertad, y un poco más en el alcantarillado. Castang pensó enviar un telex a la comisaría de Cannes preguntando si habían visto a una chica holandesa llamada Apolonia. Se echó a reír. Se fue a casa a almorzar.

Como todo buen ciudadano francés había construido fuera una chimenea de piedra para hacer barbacoas. Como toda buena ama de casa francesa, Vera había comprado salchicha merguez par asarla en ella. Era un día encantador. Se sentó, comió y se sentía a gusto.

El diminuto insecto rojo brillante —¿una araña? ¿O era de color naranja?— diminuto como un puntito y tan rápido, corrió muy deprisa por la tira de oxidado metal que formaba el borde de una vieja mesa de camping. No le gustaba aquella extensión (rayada, combada) de plástico azul cielo; se dirigió hacia el centro un par de veces, se apresuró a retroceder. ¿Por qué esta pasión por las periferias de las cosas? ¿Por qué le alarmaba meterse hacia el centro? Corría dando vueltas a la mesa como un ciclista enloquecido. Castang sintió una gran simpatía por este animal. Se levantó y regresó al trabajo. Orthez acababa de comer una hamburguesa, sentado en una silla de metal en el ardiente pavimento. Muy semejante a la playa de Cannes; quizás un poquito más limpio.

—La Opera —dijo Castang—. Tiene una especie de escuela de teatro, no sé cómo lo llaman. —Estaba la maldita Facción Roja completa, los Beaders y los Meinhofs viviendo todos abiertamente en París, conduciendo a los locos de la BundeskriminalAmt, y la policía francesa no sabía nada de ello.

—La tengo —dijo Orthez cuando volvió, radiante, sudoroso, la camisa desabrochada, rascándose el estómago—. «Woo woo. Tally Ho». ¿Qué dicen los ingleses?

—Le preguntaremos a Richard. Él está siempre cazando zorros. Vestido con un abrigo rojo. Llamado rosa. Otro misterio inglés.

—«Tally Ho» —dijo Richard detrás de ellos— significa él es alto.

—¿Qué es eso?

—Qué importa. La tienen.

Lonny van Barneveldt; se lo había deletreado mientras lo escribía. Bueno, sí, suponían que se la podía llamar estudiante. Estaba la escuela de coro, y la escuela de ballet; bueno, sí, era todo un poco complicado, pero la Opera, sabe, es un asunto muy complicado.

Sintiendo ahora una urgente necesidad de información concreta, tangible, verdadera, Castang fue a verlo por sí mismo.

—Realmente no lo sé —dijo un alma de edad madura (maternal, sensible)—. Sólo he cogido el teléfono por casualidad. Soy una peluquera. Los de administración todavía no han venido. Pero su hombre me ha dicho que era importante y no había nada que me impidiera mirar en el despacho. Aquí trabajan cientos de personas. Está esta gran lista… —Y si no hubiera estado acostumbrada a tomarse molestias habría dicho: no. Bueno, él se merecía un poco de suerte.

La oficina estaba en orden y organizada, y aquí encontró un fichero, y la ficha que correspondía; sería la propia escritura de ella, y al fin él se sintió en contacto con un ser humano vivo. Holandesa: una letra de imprenta clara, redondeada, ligeramente inclinada a la izquierda. Curso: diseño, segundo año.

—Espero que quiera usted el taller. Yo no sabría, todo está separado. Pero también tenemos chicas y chicos en diseño de vestuario. No, le acompañaré, está en el sótano, es terriblemente difícil encontrar algo aquí, no, no es ninguna molestia. —Amable viejecita. Ariadna en el laberinto—. Ellos preferirían hacer bonitos dibujos, pero tienen que aprender a coser; si cojo a uno, lo siento detrás de la máquina y lo hago trabajar duro, se lo aseguro. Oh, querido, parece que no hay nadie aquí. Espero que hayan salido a tomar café… oh, bien, aquí está el viejo Willy, él conoce a todo el mundo.

Oh, sí, el viejo Willy conocía a Lonny, una chica agradable, buena chica, quizás no un gran talento pero constante, responsable. Tenemos a demasiada gente con muchísimo talento y no suficiente de lo otro, quiero decir firmeza.

—Lo que yo quiero —dijo Castang— en primer lugar es… es una fotografía. Queremos confirmar una identidad.

—Tenemos fotografías suficientes para llenar todo un almacén. Podremos encontrar a Lonny en alguna de ellas.

Los de Publicidad estaban de vacaciones, pero Willy se sumergió en cajas de basura. Tardó mucho rato, pero al fin ahí estaba Lonny. Vestida con un mono de trabajo, y llena de suciedad, pero lo bastante clara. Un vestido de ensayo; cambiando aquella maldita roca. Brunilda el año pasado. Aquella roca no paraba de dar problemas; cuánto maldecía el carpintero. Will la recortó con las tijeras; Castang no quería al carpintero, ni la flamante roca. Al fotógrafo le costó un poco que ella entrara, pero al final lo consiguió.

Es, y es mejor que lo crea, una considerable satisfacción. Saber exactamente quién fue la descuartizada es la parte más angustiosa. Una vez se ha llegado hasta aquí, el resto es rutina casi todo. El asesino casual no iría tan lejos, ni siquiera la clase de sujeto pervertido que corta leña por placer. Él (y por qué no ella) tiene una estrecha conexión con la víctima; es lógico, te inclinas a pensar, a no ser que como Orthez persistas en la convicción de que en esta profesión nunca nada es lógico.

También habían tenido suerte, porque el moderno asesino casual deja tras de sí menos pistas.

De modo que te quedas con un círculo de conocidos, y quizás conocidos íntimos. A los que hay que conocer, encontrar, entrevistar y filtrar; con mucho cuidado. Eso lleva mucho tiempo, potencial humano y papel. Y la responsabilidad era de Castang. Puede ser un trabajo aburrido. Pero al menos es directo. Para eso está la brigada criminal. Sobre todo, hay menos probabilidad de que exista el «coup tordu» o efecto bumerang de descubrir que la víctima, después de todo, no era Mr. Bloggs de Berkhamsted sino un amigo íntimo del senador McCarthy.

El día transcurría lentamente, pero las tropas deben mantenerse en buenas condiciones.

—Liliane, tú y Orthez será mejor que cojáis a esta gente del teatro y empecéis a averiguar quién está de vacaciones y dónde; me refiero a ese fichero. ¿Quién me queda? Lucciani, bien, trae un manojo de llaves; empezaremos por donde vive.

Rue Auguste Salomon. Junto a la Avenue Georges Mandel. Barrio burgués, la parte de la ciudad del Segundo Imperio. Calles amplias, con aceras más bien anchas, oscuras y con menos sol por la altura y el peso de los atestados edificios de estilo Haussmann, con pomposas fachadas. Castang lo sabía todo de estas casas, pues había vivido en una de ellas. Nadie conoce a nadie; la burguesía encuentra a su vecino junto a los buzones y se intercambian un medido saludo. Lugares sin alegría; sonrisas artificiales. Un «inmeuble de rapport» o casa de inversión, poseída quizás por una persona real (Castang había tenido una vieja y en general venenosa arrendadora) pero generalmente se trataba de un banco o una compañía de seguros. A primera vista no era un lugar donde viviera un estudiante, pero hay un ático para las habitaciones de los criados, uno para cada piso, y el inquilino tiene derecho a subarrendarlo.

Todavía estaba en el oscuro y polvoriento pasillo. Olor acre de suciedad antigua que nunca desaparece. La mujer de la limpieza hace el suelo y la escalera, pero no se le ocurriría limpiar detrás de un radiador. El buzón con la clara letra a bolígrafo que decía «A. v. Barneveldt IIIa» tenía una cerradura sencilla que Lucciani abrió con facilidad. Dentro no había nada más que la hoja de ofertas de un autoservicio de alimentación, y la exhortación de costumbre a suscribirse al «Reader’s Digest». Lucciani se encaminó al ascensor, pero Castang le detuvo.

—Me gustaría ver lo fácil que es entrar y salir inadvertido. —Una puerta que había en la parte trasera al lado de la del sótano conducía a la esperada escalera de incendios—. Registra el piso —cuando llegaron al tercer rellano; pero la puerta de servicio estaba cerrada con llave y cerrojo.

—Acorazada también; no tengo equipo para atravesar eso.

—Gente cuidadosa. Cualquiera puede subir y bajar por la escalera. —El ático también estaba abierto; era un desnudo corredor de madera. No había nadie por allí. El Tres A tenía una tarjeta clavada con chinchetas. En la puerta había la sencilla cerradura original, no más complicada que la del buzón, pero en el interior había un sólido cerrojo.

Era claro como la letra de imprenta mayúscula. Exactamente como Willy había dicho. Una chica agradable, amigable, abierta, pero «seria». Todo estaba en orden, todo era respetable, clásicamente «holandés» de una manera que Castang pensaba que ya no existía; fotografía enmarcada de papá y mamá sentados en el escalón de una elegante residencia suburbana en Hilversum o Amersfoort, y cogidos de la mano de verdad. Lee un periódico holandés y hay tres páginas de anuncios económicos de prostitutas y otras dos de chaperos. Toda la maldita población ofrece su carne. Como casi todo lo que aparece en los periódicos, esto no es toda la verdad.

Incluso sin el plan de acción, Castang lo habría confirmado sólo mirando la habitación, que Lucciani estaba contemplando con la boca abierta. Talonario de entradas para los baños municipales, bolsa de lavandería preparada para llevarla, material de limpieza suficiente para fregar todo el edificio. El pequeño y barato lavabo, puesto de mala gana por la propietaria junto con el radiador, estaba limpio y brillante; no había borde de mugre alrededor de los grifos. Ni en los pies de ella tampoco, murmuró Castang. La ventana estaba abierta y la habitación olía a limpio; haría unos cinco minutos que se había marchado.

No había objetos de valor, a menos que se considerara como tales una pequeña radio y una Instamatic con tres fotografías aún en el carrete; lo metieron en la bolsa. Cartas; ídem. Ningún diario. Libros de texto, libros de la biblioteca, pósters de teatro, una carpeta con dibujos. Ropa de tipo tejanos-jersey y un par de vestidos anchos estampados a flores; sus botas de invierno, su abrigo de invierno; era una colección patética. Los vales de crédito del banco que había en una billetera de plástico mostraban los pequeños subsidios que recibía de Holanda y el escaso salario pagado a una aprendiz en el taller del teatro. No fumaba, no bebía —o al menos no allí— y no tomaba drogas. Era dolorosamente intachable. Ni siquiera había el clásico desorden de los artículos de farmacia y cosmética. Si había que creer a Deutz, ni siquiera tomaba la píldora.

Terminaron en un cuarto de hora, y no habían averiguado nada. Ninguna señal de novio —o novia— ni de ninguna otra persona. Se había escurrido de la vida y no había dejado ninguna huella. Incluso el menos sentimental habría encontrado conmovedor que se hubiera esforzado por convertir aquella pequeña y fea habitación en un hogar; una alfombra de lana confeccionada a mano, cortinas más bien vistosas con un diseño a base de fucsias. Las plantas en macetas se estaban marchitando por falta de agua.

—Llévatelas —dijo Castang. Había muerto una chica, pero eso no era razón para dejar que murieran las plantas. Lucciani hizo una mueca pero obedeció.

—¿Quieres a los de IJ aquí?

—No le veo mucha utilidad; sus huellas, posiblemente, para la ficha… en caso de que aparezcan en algún otro sitio.

—¿Sellamos la puerta?

—Eso sí. —Había estado a punto de decir no se moleste, y entonces pensó en los padres. Tenían derecho a reclamar lo que quedaba de su hija.

—El hogar. —Lucciani, cargado con las plantas y toda la basura técnica que había traído, encontró innecesario bajar por la escalera y refunfuñó mucho.

—Coge el ascensor y sube al piso de los propietarios.

—Nadie —cuando regresó—. Podrían estar de vacaciones, lo bastante listos para no dejar una nota diciéndolo. Nada en el buzón; les envían el correo.

—Memorándum para enviar un formulario oficial. —Puso las plantas con cuidado en la parte trasera de su coche—. No haremos nada más esta tarde, o sea que llámalo un día. Que revelen las fotos de esa cámara y revisa los papeles. Las cartas me las dejas sobre mi escritorio; consigue un intérprete de holandés. Si encuentras una foto de ella que haga una copia; si no, haz una copia de la que tenemos. Y escribe tu informe. —El muchacho se quejaría de no salir temprano; siempre lo hacía. «Hay una chica fuera esperando a Lucciani» se había convertido en el chiste usual.

El señor comisario, después de animar a los ayudantes —Liliane aún no había vuelto—, se fue majestuosamente a casa.

Repugnante, pensó Vera, levantando los ojos a una valla de espino y una alta verja cubierta de lámina de hierro. No podías saltar por encima y no se podía ver nada. Dentro podría haber un castillo encantado de la Bestia, diseñado por Christian Bérard. Había un tirador de campana. E incluso una campana real; pudo oír un sonido profundo muy a lo lejos. Esperó un rato; luego oyó que abrían una cerradura, que abrían un pestillo, y vio a Judith que se asomaba con aire ansioso; una cara alargada, española, que se iluminó cuando la vio a ella.

—Pasa. Entra el coche. Oh, me alegro. Lydia, ¿me conoces?

—Tengo tanto trabajo con el cottage. De repente me he sentido muy encerrada.

—Sé lo que es eso.

—Debí haber telefoneado.

—Muchas veces no contesto a la campana. Depende de cómo llame —una respuesta femenina que no le resultaba extraña a Vera.

Había mucho verde, y en las paredes de la casa había azulejos.

—Oh, qué casa tan bonita.

—Está bien, supongo. ¿Quieres sentarte, o ver la casa? Lydia, ve por ahí.

—Arrancará las flores.

—¿Para qué están, si no? ¿Tienes mucho miedo?

—Soy terriblemente curiosa y quiero verlo todo. Me gusta la valla tan espesa.

—Proporciona tranquilidad —dijo Judith—. Antes no había tanto tráfico. Y sirve de refugio a los pájaros. Los franceses los matarían todos.

—Oh, sí.

—Podemos hablar. Hablar mucho. Lo que los hombres llaman hablar como cotorras. Eso es porque estamos demasiado tiempo solas.

—Que se jodan los hombres —dijo Vera con toda tranquilidad.

—Exacto. —Entre mujeres checas y españolas no había problemas de comunicación—. ¿Quieres sol o sombra?

—Las dos cosas. Sentémonos allí, entre sol y sombra. Es extraño, porque los hombres hablan siempre. Se meten e esos clubs y no paran.

—Yo creo que es un sustituto de la acción. Los hombres quieren que pasen cosas todo el tiempo. Hablar mucho les crea esa ilusión. Todo ese ruido les evita pensar.

—Los americanos dicen «hablar para los pájaros».

—Yo hablo a los pájaros —dijo Judith, impenitente.

—Se refieren a las mujeres bobas como nosotras.

—También hablo a las flores.

—¿Te contestan?

—Claro que no.

—Dicen que crecen mejor, aunque no se entiende por qué.

—¿Quién necesita entender por qué? Los hombres siempre están intentando entenderlo todo, lo que es exactamente como los niños pequeños que cogen las cosas y las rompen.

—Lydia está rompiendo las flores.

—Oh, bah —dijo Judith, estirando sus largas piernas—. ¿Preparamos un poco de té?

—Te ayudaré.

Las tazas eran de Limoges, pintadas a mano con flores como los azulejos. Vera soltó una exclamación. Las artes decorativas también eran importantes.

—Me gustan los azulejos —dijo Judith con indiferencia—. Adrien las colecciona para mí.

—Bonita forma, estas tazas.

—También son regalo de Adrien. Esposo gentil. Los policías son extraños.

—Peculiares. ¿Divertidos?

—No siempre divertidos.

—No. Había también un viejo. Solía venir y hablarme. A menudo lo hacía cuando estaba de servicio, así que yo tenía cuidado en mantener la boca cerrada. Le dispararon y tuvo que retirarse.

—Monsieur Bianchi —dijo Vera, sorprendida—. Yo también le conozco. Voy a verle a veces.

—Yo también.

—Típico del viejo canalla no decirlo a nadie.

—No cree en alentar a la gente. Las cosas ocurren cuando están a punto, dice.

—Viniste a verme cuando nació Lydia. Cuidaste de ella cuando me raptaron los fascistas.

—Ahora tú has venido a verme a mí. Bueno, estamos preparadas. ¿Para qué tenemos que estar preparadas ahora?

—Bueno —dijo Vera con seriedad—, tenemos que hacer algo para cambiar el pensamiento de los policías.

La conversación, como era de suponer, fue intermitente.

—No deberías darle a Lydia una taza buena; la puede romper.

—No le presto atención.

—Está bien; es la más espantosa sección de avisos, en realidad. Ven aquí, tú.

—¿Contribuimos? —dijo Vera al cabo de un rato—. ¿Nada en absoluto? ¿A una boda, a un empleo?

—Nunca lo he hecho. Tampoco he tenido hijos. Adrien no dice nada. Es un hombre bueno y considerado. Oh, yo intento hacer la casa agradable para él… Él era el tipo de hombre anticuado que nunca hablaba de los problemas del trabajo. Vergüenza, ¿sabes? Todas esas sucias maniobras deshonestas. Hace poco se fue a Inglaterra —dijo Judith— y desde entonces, cosa curiosa, ha estado más reflexivo, pero más hablador. Está empezando a aprender, al fin. Yo no soy tan imbécil.

—Oh, deja de ser patética.

—Frustración —con una profunda voz grave y fuertes sílabas españolas.

—Yo me estoy volviendo imbécil y será mejor que me pare.

—Tu hombre, igual que tú, es mucho más joven. Y por tanto más flexible. —Judith bebió un poco de té, que se había enfriado—. Tiene algún futuro —tirando al césped pedacitos de galleta rancia que había en el fondo de la lata, lo que Lydia, que suspiraba por ellas, contempló indignada.

—¿Recuerdas los hilos del telégrafo? —exclamó Vera de repente—. ¿Cuando eras niña, en el tren? Cómo se elevaban. Y tú querías que siguieran deslizándose hacia arriba. Y cada vez llegaba el cruel poste, y los hacía bajar otra vez.

—Sí que los recuerdo.

—Yo iba camino del Gimnasio Estatal. Me crie en el campo, ¿sabes?, entre los animales jóvenes. Ahora sería desagradable, supongo. Los hombres se emborrachaban con frecuencia. A veces pegaban a las mujeres. Pero eso fue mi primera visión de la brutalidad. Vista mucha, después.

—Mi padre —dijo Judith— tenía unos ataques tristes de ira, en los que se sumía en largos y espantosos silencios. No recuerdo haberle visto nunca levantarme siquiera la mano para pegarme.

—Pero en conjunto ¿habrías preferido que lo hiciera?

—Nada superaba este terror, no había nada que yo temiera más.

—No debo dejarte con la impresión de que Henri es brutal; no lo es. Tiene ataques de violencia, en los que arroja cosas. Momentos ariscos, cuando se queja de la comida. Y un adorable y paciente soleamiento. Es como un paisaje, lo que siempre es bueno.

—Cómo se las arreglarían si no, con las cosas tan horribles que ven, y lo que es peor todavía, pienso, las que tienen que dejar pasar sin hacerles caso. Con Adrien, esos silencios espantosos siguen. Producto de la desesperación. Y yo puedo hacer muy poco por ello.

—Y si las esposas proporcionan zapatillas secas y ropa interior limpia, y un beso para darles ánimos cuando se sienten deprimidos, ¿ayudará eso, reduciendo los accidentes de carretera, o disminuirá el miedo a los gamberros del metro? Quiero decir, ¿es todo negativo sólo? —Había alzado la voz, se dio cuenta y puso una cara horrible. Lydia, que se estaba ensuciando contenta y callada, levantó la vista, alarmada; ella le dio un beso, para tranquilizarla.

—Tranquilidad —dijo Judith—. Hacer que olviden, procurarles el olvido. Un rincón, quizás, con una pequeña verdad y honor en él. Las esposas son cosas oscuras en su mayor parte y anónimas. Excepto, claro está, cuando matan a los hombres, y viene el ministro a entregarnos su medalla póstuma.

—¿O sea que una nunca existe como persona real?

—Pero si te sientes así —amable— ¿por qué no buscas empleo?

—He pensado en ello. Pero qué quieres que haga, con el horario tan extraño que tienen estos hombres, y sin poder caminar bien, y después, claro, está esto —arrugando la nariz en dirección a la niña.

—Yo nunca me he atrevido a intentarlo —dijo Judith simplemente—. Yo habría sido muy feliz yendo a limpiar; la escoba y yo somos buenas amigas. Pero no habría estado bien, para la esposa del comisario. Siendo española, ya sabes; eso es ser árabe a los ojos de los franceses.

—Una checa aún es peor; es un cerdo centroeuropeo.

—Pero una artista.

—Bah, esos dibujitos frívolos. No tengo suficiente talento, y lo sé.

—Los franceses se creen la gente más maravillosa del mundo; en realidad, no existe nadie más. Viviendo aquí, lo notamos. Pero desde luego el español piensa exactamente lo mismo, igual que todas las demás apestosas naciones que no conocemos, y eso exactamente es lo que está mal de la política.

—Me estás animando —dijo Vera, riéndose—. Lamento haber traído toda esta melancolía. ¿Por qué no somos muy francesas y formamos una asociación seria para esposas de policías? Las paralíticas y locas serán especialmente bien recibidas. Únete al sindicato de lisiadas, se permiten, e incluso se estimulan, todas las tendencias políticas. Vamos, enséñame tu jardín.

—Oh, es tan horrible —dijo Judith, poniéndose seria enseguida—. Un jardín ha de tener agua, pero aquí no la hay; estamos demasiado arriba en la colina. Ahora sólo podemos tener la que pagamos al pueblo. Adrien no lo permitiría; extravagancia sin sentido, lo llama. Quiero intentar recoger agua de lluvia. Hay mucha, al fin y al cabo, los canalones la vacían en tuberías y se desperdicia toda. ¿Por qué no puedo aprovecharla? Sin agua no hay jardín. Los japoneses entienden esto. Si oyeras a Adrien pensarías que me he dejado encendida la luz del cuarto de baño toda la noche.

Vera llegó a casa bastante tarde, y se encontró a un esposo ligeramente sorprendido de su ausencia y preguntándose dónde demonios estaría. Con remordimientos de conciencia porque no había nada para cenar, y tendrían que abrir una lata, Vera desató su ira preguntando retóricamente si quizás debería haber pedido permiso.

—Sólo me estaba preguntando de qué atracciones del parque podría tratarse, tan tarde —dijo Castang con suavidad.

—De repente me he hartado de ese viejo parque y he ido a casa de Judith, por impulso. Y me he quedado tan fascinada, que el tiempo ha pasado volando. Ella no quería ir a Inglaterra, bueno, sí pero dijo que no era la época adecuada, sabes Kew Gardens… —Se dio cuenta de que él no la estaba escuchando. Pensando en algún asesinato; no sería justo reprochárselo.

Judith, reflexionando que nunca llovía sino que diluviaba, tuvo otra visita, que le gustó menos; realmente fue desconcertante. No habría abierto la puerta, pero pensó que Vera, que se había marchado hacía cinco minutos, se había olvidado el paraguas o algo; abrió sin pensar y por eso la aturdió más ver a una persona con una suave voz y actitud exageradamente formal; no se le ocurrió nada que decir.

—Me temo que Monsieur Richard no está en casa todavía, pero llegará de un momento a otro. —¿Qué se apoderó de ella para añadir aquella innecesaria segunda frase? Y le había hecho entrar, disculpándose por sus zapatos de jardinería. Exactamente la clase de situación que ella temía. ¿Debería telefonear? Parecía una persona terriblemente importante.

Aldo de Biron también estaba desconcertado por este ser agitanado que farfullaba frases inacabadas mientras le miraba fijamente por encima del hombro. Seguro que se trataba de Madame Richard, pero parecía carecer desproporcionadamente de autocontrol. Como si la hubieran pillado en adulterio, un pensamiento que le divirtió. Sin embargo, ella recobró el dominio de sí misma, preguntó con educación si quería entrar el coche —prefirió dejarlo fuera, después de pensarlo— le acompañó a una casa muy agradable, le ofreció asiento con mucha educación, y le invitó a una copa de jerez. Después huyó bruscamente; supuso que se sentía violenta por la ropa de jardinería que llevaba. Bebió unos sorbos de jerez, se levantó y recorrió la habitación. No había nada notable en ella, pero demostraba carácter. No se había equivocado de hombre. Estos cuadros… modernos, bien acabados, ejem; quizás les faltaba distinción, pero eran lo bastante convencionales, en conjunto; desde el punto de vista de la inversión, apenas hacían latir el corazón más deprisa. Pero no eran malos; mejoraban cuanto más los mirabas. A él más bien le gustaba la pintura arquitectural. Para un comisario de policía demostraban gusto, y firmeza en ese gusto. Y de ningún modo eran el tipo de basura que se veía en los muelles o en la Place du Tertre. Sólidos. Se acercó a la ventana y volvió a sorprenderse; escasa vista la que se tenía desde aquí. De nuevo, no era donde habrías esperado que un oficial de policía construyera. Podía apreciar el modo en que el ojo era guiado por el jardín y hasta el otro lado del valle a media distancia. No era vulgar; sin duda hay distinción. Había visto distinción en aquella mente, arriesgando un largo tiro en el campo de golf. Su mano de cartas aquí sería decisiva; ahora estaba seguro de que el otro sabría cómo encauzarla hacia su palo. No era un hombre torpe, ese Richard, que en este momento entraba, todo sonrisas y afabilidad.

—Bien, bien, bien; qué agradable sorpresa.

—Mi querido comisario, estoy confundido. Me siento un intruso.

—En absoluto; mi esposa es una persona tímida. No quiero disculparme por ello. —Nadie en la oficina habría dudado de su absoluta furia.

—No quiero decir ni por un segundo —asombrado— que Madame me haya dado remotamente esa impresión; al contrario, me ha proporcionado este excelente jerez y me ha asegurado que usted no tardaría mucho; mi turbación se debe por entero a mi propia torpeza. Tenía cosas que hacer en la ciudad, y de regreso a casa he tenido un impulso repentino… debería haber telefoneado, pero su número sin duda no aparece en la guía.

—Siéntese —dijo Richard. Al menos se le había hecho ver que era un estorbo—. Creo que beberé con usted una copa de jerez. Nada de esto es inoportuno. No se sienta obligado a hablar de generalidades. Lo español no va más allá del jerez, y no somos tan formales.

—Entonces, si me pueden perdonar este ataque como de búfalo… cierto, cierto, tenía en mi mente más de lo que podía decir… en un campo de golf. Y molestarle en su oficina no había ni que pensarlo. En realidad, quiero hacerle una… sugerencia es un poco débil; propuesta suena inevitablemente sombrío. ¿Ruego, quizás? Acto de fe quizás fuera lo mejor. Como con demasiada frecuencia excluye el pensamiento. He pensado mucho lo que voy a decir. He decidido compartir este pensamiento con algunas personas que me son conocidas, y otras que no lo son. En París uno ve a demasiadas personas, de las que demasiado pocas están fuera de ese pequeño clan cerrado. ¿Puede usted franquear la entrada; conoce la contraseña? No es el momento de eso ahora. Una unión de mentes auténticas, no simplemente personas que han ido juntas al colegio.

Bastante espontáneo, estaba pensando Richard. Aquí hay sinceridad; fuego. Incluso pasión.

Escuchó, sin apenas hablar, durante media hora. Bebió dos vasos de jerez; fumó un cigarro. Dijo:

—Se quedará a cenar, por supuesto —con tanto entusiasmo que hasta el más obtuso habría reconocido que había estado demasiado rato. Biron no era obtuso.

—Mi querido Richard, se puede ser torpe dos veces, pero yo no creo en la suerte de los números impares. Madame habrá perdonado mi intromisión, y perdonará que insista en irme ahora. ¿Podría añadir que me disgusta conducir de noche? Mi vista no es lo que era.

—No, no, permítame acompañarle. ¿Traía sombrero? Me ha proporcionado usted mucho alimento para el pensamiento. Me gustaría reflexionar sobre todo esto. Pensarlo bien.

—Más bien un bocado, lamento decirlo.

—¿Y si nos citamos en el golf?

—Espléndido. Me gustaría ver el núcleo de un grupo de estudio puesto en marcha antes del invierno. Mientras dure este buen tiempo estaré peregrinando por este encantador país nuestro.

—Está bien este coche utilitario —dijo Richard tontamente—. Quedamos para almorzar, pues, y si estoy liado con una epidemia de asesinatos, dejaré el recado al fiel barman George. Buen viaje. —Y regresó a casa, meditabundo.

—Podemos cenar cuando quieras, Judith.

—¿Se ha ido ese hombre espantoso? Temía que…

—Cierto, esas personas sumamente inteligentes pueden ser muy insensibles. Están demasiado acostumbrados a ser el centro de atención. He estado atento como debía, espero. ¿Te ha pillado por sorpresa?

—Creía que era Vera, que había olvidado algo. Ha pasado aquí la tarde. Me lo he pasado bien.

—¿Vera? —dijo Richard, sorprendido—. Bien. Una chica notable. La aprecio —sorprendiéndose a sí mismo con esta idea.