HABÍA UNA NOTA del profesor Deutz, con su elegante y anticuada letra, legible y disciplinada. Fechada el día anterior.
«Mucho trabajo aquí, Castang, y necesitaré otras veinticuatro horas antes de que mi secretaria esté lista para empezar a mecanografiar las voluminosas notas. Hay muchas cosas interesantes, y si tiene usted un sospechoso, sería conveniente que viniera y hablara conmigo antes de interrogarle; es masculino; hubo intercambio sexual. Creo que después de la muerte y también antes; todavía no estoy seguro. Digo esto sólo para advertirle.
»El ciclo vital del moscón no presenta problemas y tendrá usted la hora casi exacta.
»Por el momento tiene usted un problema de identidad. Le he hecho un breve esquema en una hoja aparte. Las mediciones serán exactas al centímetro. Por supuesto, nos veremos privados de muchas cosas que normalmente son muy informativas. He encargado un molde en yeso de la dentadura y se la adjunto. Por el momento eso tendrá que servir. Los rasgos más reconocibles (orejas, ojos, labios), como usted dedujo ya, han desaparecido».
Firmado simplemente «Deutz». El brusco y formal monosílabo (el ronco ladrido de un perro, decía Richard, antes de reconocer a una persona inofensiva) era muy tranquilizador. El Profesor de Patología del Hospital de la Universidad era una de las pocas personas famosas por pensar realmente lo que decía y que además no firmaba nada a no ser que dijera lo que él pensaba.
Y los «datos del pasaporte»… ¿Se podía llegar muy lejos con la altura, el peso, la edad cuando tu fotografía era la de alguien que sufre de lepra avanzada? Los dientes son el argumento definitivo si, en la actualidad un «si» más bien grande, el asunto ha sido tratado regularmente por el mismo dentista durante un cierto número de años. Y para llegar a ese punto se necesita una virtual certeza de que sólo falta la prueba formal de la identidad; no se envían moldes de yeso a todos los dentistas del mundo con la pregunta: «¿Los reconoce?».
Deutz no habría enviado la dentadura a menos que pensara que era útil; Castang abrió la caja de cartón. En el yeso blanco estaban marcados con bolígrafo unos cuantos empastes, no muchos. Chica de veinte años; tenía buena dentadura: ¿y bien…? Pero había una nota.
«La mandíbula superior era demasiado grande para la inferior, y en los primeros años de la adolescencia le extrajeron cuatro muelas para dejar sitio, le pusieron hierros en los dientes delanteros superiores: buen trabajo profesional de un especialista en ortodoncia. Esta condición, junto con la forma del cráneo, señala hacia un origen escandinavo». Mejor; pero no se encuentran, ¡ay!, rubias suecas sólo en Suecia. Aunque se incluyan Alemania del Norte, Inglaterra y el Estado de Minnesota. Podría ser perfectamente de Nueva Zelanda. El problema es que Europa está llena, y sobre todo en pleno verano, de jóvenes muchachas que van de un lado a otro. Y si una veinteañera de Fairbanks, Alaska, no tiene costumbre de enviar postales, pueden pasar meses antes de que nadie piense que ha desaparecido.
Si tienes una fotografía, puedes hacer una sobreimpresión de una radiografía del cráneo, y si encaja… esto era como decir si tuviéramos huevos podríamos comer huevos fritos con tocino, si sólo tuviéramos tocino.
—Orthez —dijo Castang al teléfono. Orthez no era exactamente el Profesor Deutz, pero tenían esto en común: dales una orden; será llevada a cabo meticulosa y tenazmente con absoluta exactitud en todos los detalles.
—Es como pensábamos, no es posible la reconstrucción de las facciones. O sea que télex a Interpol; no son de fiar, pero hay que hacerlo. Le dictaré y usted lo convierte en texto adecuado.
«Características faciales demasiado destruidas para comparación, la identidad sólo puede buscarse por las características craneales utilizando técnica de superposición de rayos X. Sujeto femenino, veinte años, altura uno setenta y seis, peso sesenta y cuatro, estructura bien desarrollada, atlética. Tipo escandinavo, detesto eso pero es lo mejor que podemos hacer; cabello liso y fino, rubio natural, sin teñir ni alterar, hasta los hombros. Dientes grandes, blancos, regulares, prominentes pero corregidos mediante tratamiento ortodóntico satisfactorio; probablemente eso es lo más esperanzador que tenemos… ¡la gente se fija en los dientes!».
—Porque los de la mayoría están mal —dijo Orthez con indiferencia; los suyos eran espléndidos. Los de Castang eran como un edificio público antes de que Malraux lo hiciera limpiar, o eso decía Vera: una especie de ocre…—. ¿Envío las fotografías que tenemos?
—Por supuesto, o nos ahogaremos en la basura. La cara y el perfil de IJ.
—Nos ahogaremos igualmente en la basura.
—Correcto, el ordenador no puede digerir un material como éste y todos los lunáticos bizcos de París nos enviarán su versión de las rubias suecas. Prepararemos una transparencia en pantalla grande, yo conseguiré las radiografías craneales de Patología, tengo que ir allí de todos modos, y quiero que Liliane organice un equipo para comparar todas las que consigamos. Mirando al futuro, quiero que aparezca en la televisión nacional en las noticias del mediodía y las de la tarde. Esos maricones cambiarán las palabras, pero hagámoslo de manera que no importe. Veamos. La policía nacional hace el siguiente llamamiento al público. Una muchacha ha sido asesinada con tanta brutalidad que su cara resulta irreconocible. De unos veinte años, alta, bien formada, pelo rubio y largo y dentadura blanca. Su nacionalidad y orígenes son desconocidos. Se ruega que cualquiera que haya estado en compañía de esta persona o que piense que pueda haberla visto, informe sin tardanza los hechos a la comisaría de policía más cercana. Y eso, claro está, en nuestro ordenador para todas las gendarmerías: control de fronteras de tierra, mar y aire para lo que pueda servir. Puede que estuviera haciendo autoestop.
—No les va a gustar.
—Tampoco le gustará a Richard y tiene que aprobarlo, y yo me encargaré de que lo haga.
Monsieur Richard, sin embargo, sólo dijo:
—Con tal de que yo no tenga que salir en la televisión. ¿Interpol no tiene rubias altas? Me asombra.
—No sea ridículo; trillones de ellas de todas las maneras imaginables, desde miniaturas de fotomatón hasta pornos suaves desenfocadas y con exquisitos tonos pastel. Liliane está cubierta.
—Entonces, ¿por qué no eliminarlas primero? Quién sabe, incluso se podría sacar un positivo.
—Se pierde tiempo y el pescado se pudre. ¿Qué probabilidades hay con una señal de Interpol… ciento a una en contra? ¿Cuántas chicas están flotando por el país en agosto y no han escrito a casa desde hace seis semanas… si es que tienen casa? Si recibimos un cadáver, vagabundo o lo que sea, irreconocible de tan podrido, ¿cuánto tiempo hace? ¿Seis meses o así? Mientras que éste no tiene más de cuarenta y ocho horas ahora. Puede que todavía haya amigos o conocidos en el distrito.
Richard asintió, aceptando este razonamiento.
El Profesor Deutz acababa de dictar a su secretaria (que en lugar de ser la esperada mujer de edad de aspecto repulsivo era una chica joven de aspecto sumamente agradable) todo lo referente al ciclo de puesta de huevos del moscón.
—Aquí está otro —dijo cuando entró Castang: la chica se echó a reír pero cogió su cuaderno y se fue a la máquina de escribir.
—Me había dado la impresión de que tenía usted algo más interesante que las larvas para mí —dijo Castang.
—De verdad lo tengo. Pero no está interrogando a nadie toda vía, ¿verdad?
—Santo Dios, ni siquiera tenemos una identidad para ella. ¿Has visto las noticias del mediodía?
—Nunca miro la televisión, salvo, claro está, cuando se trata del comandante Cousteau.
—Los políticos son especímenes patológicos, y usted ya tiene bastante. Los deportes por supuesto son lo mismo.
—Deje de burlarse. Bueno, ahora estamos bastante bien equipados. Hemos dejado atrás el fregadero en el rincón y la cubeta esmaltada descantillada. Tenemos buena iluminación, y una costosa cámara japonesa con varias lentes. Usted también, dirá. No tengo nada en contra de su fotógrafo de IJ: no buscamos las mismas cosas. Annie, ¿dónde están esas fotos? No las habrá tirado, ¿verdad? Aquí están. Esto es una de sus nalgas.
—Reconocible, aunque apenas.
—Sí, es carnicería de supermercado. Ahora, como todos los tejidos blandos de las zonas de carne estaban extensamente mordidas, su fotógrafo supuso naturalmente que todas las mutilaciones eran debidas a la misma causa. Por otra parte, la analogía de un asado que es preparado para el horno (una pierna de misionero, digamos) atrajo mi atención.
Castang estaba acostumbrado a la robusta visión que de la patología tenía el viejo muchacho. Vive rodeado de cánceres, y aprenderás a ver su lado cómico. Los policías de la brigada criminal, y especialmente la brigada antipandillas, ellos mismos unos bandidos, tenían un sentido del humor violento. ¿Por qué otra razón tantos estudiantes de medicina son jugadores de rugby?
—Hay algo peludo en el misionero —objetó—, huele a cabras viejas. Pernil de rubia asado queda mejor en el menú.
—Ahora va a parar a algún sitio —dando la vuelta a la foto y poniendo la ampliadora a fuerza diez—, y deme su opinión sobre esto. —Al principio parecía el desierto de Gobi después de una tormenta de arena. Grandes lomos paralelos en planos angulares agudos.
—Un cuchillo —dijo con aire triunfante.
—Correcto —dijo Deutz—. Observe a un carnicero realmente hábil cortando jamón y parece perfectamente regular. Pero cuando un aficionado como usted o como yo se dispone a trinchar una pata de cordero… su cuchillo es más corto y menos afilado. Su presión al bajar es más fuerte, y cada vez que sube altera el ángulo y la dirección un poquitín. Las señales de mordedura, del animal que sea, nunca tienen este aspecto. Tanto si agarra como si rasga, como si tiene los grandes incisivos afilados que cortan, aquí, mírelo bien. Tiene usted a un caníbal, amigo, está usted en psicopatología.
—¿Él la comió? —preguntó Castang. Incrédulo no era exactamente la palabra: ¿qué otras posibilidades hay?
—No quería su piel para una pantalla de lámpara. Si tenía una bonita barbacoa preparada no es de mi incumbencia, pero cuando le atrape busque su cuchillo, y lo haré encajar en estos surcos.
Quince años ahora, casi, que estaba en la profesión, y casi diez en la brigada criminal, y sabía esto: todo sirve. Hoy en día llamarán psicópata a cualquier criminal. La palabra está tan gastada que casi no significada nada. Si nos hubieran enseñado griego, decía Vera con tristeza, seríamos menos chapuceros en nuestro pensamiento. Si a los americanos les hubieran enseñado un poco de griego (proseguía, con lógica) habría menos argot científico sin sentido. «Patos» es una raíz y significa sufrimiento. Por extensión —y erosión— se obtienen significados como enfermedad, e incluso sentimiento.
—¿Qué es patología? —preguntó al profesor Deutz.
—El estudio de las enfermedades, sus causas, sus efectos… la definición se remonta a Claude Bernard —dijo Deutz escuetamente, dirigiéndose al estudiante de primer curso el primer día.
—O sea que… ¿ninguna anormalidad?
—Vagamente… se está acercando usted de un modo peligroso a la posición que sostiene el doctor Knock.
—¿Quién es?
—¿Nunca vio a Louis Jouvet en el papel de doctor Knock? «La persona sana no existe, sólo hay personas que están enfermas y no lo saben». El mejor actor, muchacho, de mi época. ¿Por qué? Porque no podías encontrar a una persona más anormal… yo le conocía bien.
—Vi a Jouvet —dijo Castang— cuando era niño, haciendo de viejo policía en Quai des Orfèvres, y eso fue lo que me metió en esta profesión.
—Incomparable psicopatólogo —dijo el viejo.
Regresó a su oficina y cogió el diccionario. Psicopatía, le informó el diccionario de Monsieur Robert, es la enfermedad mental, en su sentido original, ahora obsoleto. Mmm, yo soy obsolescente, si no ya obsoleto. Sentido moderno: una deficiencia mental constitucional caracterizada por impulsividad, inestabilidad e incapacidad de adaptarse al medio circundante, lo que conduce a una conducta antisocial. Largo y bastante complicado, pero razonablemente lúcido y, gracias a Dios, sin palabras técnicas. Psique: ¿alma? La misma página. Ja: el alma consciente. Muy cauto, Monsieur Robert. El alma consciente es algo fuera de la definición fisiológica. La palabra griega «phisis», querido muchacho, significa naturaleza.
Ésa es una de las ventajas de tener un puesto senior. Y de tener un despacho para ti solo. Tienes tiempo para pensar y para buscar palabras en el diccionario. Un oficial de policía júnior, con la tradicional desconfianza que las personas incultas tienen hacia las palabras, diría: «¿Qué está haciendo? ¿Buscando coño para saber lo que significa?».
—Es usted un estúpido coño, Castang —solía decir Richard.
—Estúpido coño —le había dicho un día a Vera, malhumorado. Ella había estallado en la mayor de las cóleras jamás vistas.
—Todo está ahí, en esa palabra. Toda la negación de las mujeres y el desprecio por las mujeres desde que empezó la historia. El sexo de la mujer es el sinónimo perfecto de todo lo estúpido, lo idiota, lo imbécil. Adelante, pregúntate por qué, y contéstate la verdad por una vez en la vida.
Orthez, Liliane —toda la brigada no se hallaba de vacaciones— estaban trabajando hasta echar humo por la cabeza, y en cambio él estaba allí sentado ante un diccionario. Psicópata. ¿Por qué no patópsico?
Haz aparecer una noticia en la televisión, en el noticiario del mediodía, y conseguirás una increíble cantidad de «psico», y todo el «pata». Había muchas chicas perdidas. Siempre las hay. Igual que en toda comisaría de policía del mundo hay fotógrafos. No hay que preocuparse ya por los antiguos sistemas de transmisión de belinogramo; la Sony Corporation lo hará por ti mucho más rápido. ¿Hay personas que todavía tienen una mala opinión de las emisiones de la televisión comercial? ¿Que hacen ácidas observaciones sobre la vulgaridad, la insulsez, la crasa imbecilidad?… Tendrían que intentar conectar su receptor a un ordenador amigo.
El error estaba en utilizar la palabra escandinava: la máquina insistía con pedantería en que entendía que esta área era la que proporcionaban las Líneas Aéreas SAS. Después de una pelea Lucciani dijo:
—Oye, dame tan sólo a las rubias, ¿de acuerdo? —y empezó a dárselas desde Japón y la Costa Dorada.
—Estoy ahogado en rubias —se lamentó, escabullándose para ir a buscar una taza de café.
—¿No es ésa la muerte que siempre has deseado? —preguntó Liliane con acritud. Estaba intentando hacer frente a las respuestas al llamamiento hecho por televisión; había ochenta, sin contar las frívolas, las obscenas, las de los locos y las deliberadamente falsas sólo por el placer de molestar. Quince de ellas eran del distrito, y tuvieron que ser verificadas por alguien con tiempo, paciencia y experiencia: artículos que escaseaban.
Algunos acudieron en persona a las puertas de la PJ y más adentro. La oficina del piso de abajo es realmente sólo una bolsa de compensación para todo lo demás: comunicaciones, envíos, mensajes; hay una pequeña ventanilla corredera para las solicitudes. El filtro aquí tiende a ser crudo: árabes y vagabundos, los pobres y los inarticulados serán recibidos con una cortesía que sólo puede calificarse de parca. Tratar de tú sin ninguna cortesía ha sido abolido por el nuevo Ministro, pero los viejos hábitos son difíciles de hacer desaparecer. También ocurre lo contrario: una persona bien vestida, aparentemente educada, o vestida con un poco de autoridad será tratada con afectación y acompañada a la oficina del piso de arriba. Él estaba de vacaciones y la tarea recayó en Castang, porque no había nadie más.
—Siéntese, por favor. ¿Su nombre?
—François Somvieille. Con una eme y dos eles. —Mmm, una persona escrupulosa, y que se da importancia. Acabando la veintena, próspera, y vestido elegantemente con un traje de verano.
—¿Su dirección?
—Rue d’Ypres, sesenta y cuatro.
—¿Y su profesión?
—Cadre d’entreprise. —Mmmm. Ejecutivo comercial—. Savempo, fabricantes de materiales de embalaje…
—Eso no será necesario. —Un poco de indignación, por haber sido interrumpido.
—¿Y con quién estoy hablando, si me permite preguntarlo?
—Comisario Castang; dirijo este asunto, sobre el que usted tiene información, según entiendo.
—Bueno, no quiero perder tiempo con rodeos. No tengo información; tengo la solución. Eso será un alivio para usted, sin duda.
—Lo será, claro. Le escucho —educado.
—Yo la maté. Locura pasajera, por supuesto, y tengo que ver qué me aconseja mi psiquiatra. Mi abogado sabrá cómo ocuparse de ello. Pensé que era mejor acudir a ustedes primero, y directamente, para que personas inocentes no sean objeto de injustas sospechas.
—Entiendo —dijo Castang, tentado de decir «y la puerta está detrás de usted», pero hay que seguir ciertas formalidades—. ¿Cómo se llamaba ella?
—Vanessa. No le conocía ningún otro nombre.
—¿Y dónde la conoció?
—La recogí en la carretera, fuera de la ciudad. En mi coche. —Eso lo explicaba todo. Probablemente era un coche extravagante.
—Y usted la mató.
—Sí. Hice el acto sexual con ella, lo que ella por supuesto agradeció, y luego la maté. La estrangulé.
—¿Por qué?
—No me satisfacía.
—Ya veo. ¿Y qué hizo después?
—La comí.
Castang fue pillado por sorpresa. No era un detalle al que se hubiera dado publicidad.
—La comió —dijo en tono neutro—. Bien. ¿Le importaría darme detalles?
—¿Cómo, detalles?
—¿Con cuchillo y tenedor? No intento hacerme el gracioso. No la mordería usted como si fuera un tiburón.
—Yo sólo…
—¿Sí? Adelante. Cuénteme.
—La mordí —con furia.
—Muy bien —poniéndose de pie.
—¿Me arresta?
—Le pongo en prisión preventiva: no es exactamente lo mismo. Garde à vue se llama; a disposición de la justicia durante veinticuatro horas. —Descolgó el interfono y dijo—: Envíeme a alguien. —Se quedó de pie, esta gente era inesperada—. Está usted enfermo, Monsieur Somvieille.
—Temporalmente, temporalmente.
—Decir el alcance de su enfermedad no es de mi competencia. En estos casos pido una opinión experta independiente. El agente —una figura voluminosa apareció en la puerta— le acompañará. A Sainte Anne —lacónicamente al guardia con cara de palo—. El hospital mental que prestaba servicio al París central es el sinónimo, en la jerga de la policía, de «sala de psiquiátrico» en general. —El guardia sabía qué hacer—. Hay uno de estos cada semana. Sujeción cuando sea necesario. —El policía sacó las esposas; Castang se sentó y escribió en un impreso «ilusión de homicidio. Violencia apenas contenida. Auto de prisión por mi autoridad. Llámeme. Castang, brigada criminal».
—Eso no está bien —estalló el hombre.
—Quizás no, pero es lo mejor que podemos hacer.
El siguiente fue peor aún. El interfono sonó y una voz confusa dijo:
—Tengo a una mujer aquí, jefe. Americana. Por lo que le he podido sacar piensa que sabe quién es la chica. A mí me parece que es un engaño, pero está armando un escándalo.
—Está bien; yo me ocuparé —dijo Castang, que hablaba suficiente inglés para evitar ser devorado. Porque ésta parecía apta para comerse chicos y chicas por igual, según vinieran. Oyó desde su puerta un fuerte acento californiano que provenía del piso de abajo.
La mujer subió la escalera como un ciervo, se quedó a un metro de distancia de él, las manos en la cintura, con aire muy agresivo. No jadeaba, no sudaba, era casi tan alta como él y el doble de fuerte; una atleta en buenas condiciones. Buen bronceado, rubio claro brillante reluciendo en la cálida piel. Una mujer soberbia, magnífica.
—¿Usted se encarga de esto? —Ella estaba, estaría, en todas partes.
—Así es. Siéntese, ¿quiere? Soy Castang, comisario… es decir, eh… capitán, la ayudaré. Si puedo, haré todo lo que pueda. —Mejoraría con la práctica. Primero tengo que quitarme el óxido.
—Está bien, capitán. Encantada de conocerle. —Alargó una mano como una garra. No se presentó a sí misma. Suponía que todo el mundo la conocía. No estaba muy equivocada; él conocía su cara. Tenista. Buscaba el tiro más imposible; lo conseguía la mayoría de las veces. Gritaba «Mierda» si fallaba. Si tiraba mal una vez, la siguiente siempre ganaba.
—¿En qué piensa? —Castang sacó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, y el encendedor no funcionó, lo cual estropeó el efecto. Sostuvo el mechero levantado contra la luz. Parecía haber mucho gas; ¿qué le pasaba? Le habían regalado uno electrónico por su cumpleaños y tampoco funcionaba.
—Estoy jugando en Montecarlo. —Dicho con brusquedad. Se había sentado con brusquedad, de todos modos: había encontrado un espacio plano detrás de ella y se había arrojado sobre él—. Me he enterado… me han dicho… cogí un avión. —No necesitaba nada más a modo de explicación, pero él no era mucho más listo—. Tienen ustedes a una chica y está muerta. Tengo que verla. —Aquí era inútil ponerse guantes; esto era puño limpio.
—No serviría de nada. Si yo lo autorizara, lo cual no haré. No está para que la vean.
—Le diré que yo lo haría. Es una mierda. Está toda cortada, me han dicho. Si piensa que eso me hará vomitar, que me pondré histérica… no me conoce usted.
—Dígame, Miss…
—No importa el nombre, deje de andarse por las ramas y enséñemela.
—Sólo dígame por qué cree que la conoce. —Unos grandes y sombríos ojos indios le penetraron. Tenía esa sombra de la sangre. Podría ser sólo medio segundo, y aparece pura en el rostro. Puedes destruirnos a todos; ¿qué es otra masacre aquí o allí, en Hispanoamérica? Pero no te desharás de nuestra sangre—. ¿Cuál es su nombre? No lo recuerdo.
—Matilde. Anoche, antes de que supiera esto, la vi. Soñé. La vi a ella. Tenía la cabeza cortada. Estaba toda llena de sangre.
—Si sólo fuera eso, se la mostraría. Él la enterró en un pantano. Había animales… carnívoros. Está comida. No tiene ojos. Ni boca, ni nariz ni orejas. —Ella se cubrió la cara con sus fuertes manos morenas y se inclinó, con el rostro en la falda, entre las rodillas, el largo cabello cayendo hacia el suelo—. ¿Quiere un poco de agua? ¿Whisky?
—No. Déjeme sola. —Él lo comprendió. Había perdido un set, estaba recargando la batería. Se tiene que jugar contra estas malditas reinas de la línea de saque, que nunca se arriesgan, que ponen la pelota como una máquina en tu campo otra vez por muy fuerte que tires. No te derrotan, sino que hacen que te derrotes a ti mismo. De repente Castang entendió más.
—¿Ella era su amante?
La mujer se enderezó, puso las manos entre sus relucientes rodillas y se las apretó con fuerza. Se sentó erguida, recobró la compostura, le miró con dureza a los ojos y dijo:
—Sí.
—¿Ella la abandonó?
—Yo la eché. Fui cruel. Fui… desagradable.
Castang se levantó y paseó por la habitación un par de veces. Fue a su armario, sacó su botella de malta, miró el nivel con incredulidad (el día anterior había sido castigada) llenó el vaso, bebió un poco.
—¿Reconocería usted el ángulo de su mandíbula? ¿Las órbitas de sus ojos?
—Señor, reconocería cada centímetro de su cuerpo, y no pretendo ser obscena. —Castang llenó el vaso otra vez, se lo acercó a ella y dijo:
—Beba.
—¿Qué es?
—No importa lo que es, es bueno. —Abrió su archivo, revolvió las fotografías que había en él, encontró la que quería y la puso delante de la mujer. Ella la miró abiertamente, cogió el vaso con mano firme, lo probó, bebió despacio, sin que los ojos se apartaran de la foto. Dejó el vaso vacío sobre la mesa, al fin levantó la vista hacia él. Los ojos ya no estaban muertos, había esperanza en ellos.
—No es ella —dijo Castang.
—Se le parece mucho —dijo la mujer— pero no es ella. —Apretó los dientes y se estremeció con tanta violencia que casi se cayó de la silla; las manos en un puño, apretando con fuerza. Qué cosa tan magnífica. Él no podía hacer nada; ella tampoco, no más que si hubiera estado en pleno orgasmo. La mujer juntó los pies y los apretó contra el suelo. Llevaba el pelo atado a ambos lados con cintas. Desató una innecesariamente y la volvió a atar. Se puso de pie.
—Gracias —dijo. Lamento mucho haberle molestado.
De repente sufrió un espasmo; se dobló como si le hubieran golpeado en el estómago, y dijo:
—¿Dónde está el lavabo? Rápido. —Castang la cogió por el codo y se la llevó al pasillo. Allí no había nadie, gracias a Dios… simplemente se recogió la falda con las dos manos y se agachó. Nada de tonterías como cerrar la puerta. Castang se acercó a lo alto de la escalera, dispuesto a repeler a los que subieran. Lo único que faltaba ahora era que Richard apareciera. Algo corriente. También le había pasado.
No vino nadie; Castang regresó a su oficina y encendió un cigarrillo. La dama se lavó profusamente bajo un ruidoso grifo y volvió, como Anna Karenina en un baile formal, con un aspecto mucho mejor.
—Posee usted una tremenda colección de joyas; lo leí en los periódicos. —Ella asintió en silencio, buscando el bolso que había dejado en el suelo—. ¿Por qué no se las pone? Estaría mucho más guapa aún, si es que es posible.
—Me las pongo en casa. —De repente sonrió, abrió el bolso, agitó dos pendientes en la palma de la mano, la alargó.
—¿Son esmeraldas?
—Valen cien mil dólares cada una. O nada. Depende de cómo se mire.
—Póngaselas. —Ella lo hizo, mientras Castang pensaba que doscientos mil dólares tirados por el suelo de su oficina… y una muchacha sentada en el retrete del pasillo…—. Usted vale mucho más —dijo. Ella se rio, pero su rostro todavía estaba tenso.
—O nada. Generalmente nada.
Él puso una expresión muy solemne, levantó un dedo de mal agüero. De pronto ella se apartó.
—No piense mal, muchacha. Claro. Ha oído el chiste demasiadas veces. —Los pezones de la mujer eran más grandes y más duros que las esmeraldas—. Sólo quiero decir… el valor que usted le pone es lo que cuenta. Así que váyase a casa. Y gane su partido. Y el próximo.
—Una para mí y otra para ti. Y quien sea que haya hecho eso… cójale, ¿me oye? Cójale.
—Lo haré. Tardaré uno o dos días más, eso es todo.
—Es usted competente —dijo; se dio media vuelta con rapidez, bajó la escalera de la misma manera que la había subido: de dos en dos, flotando. Castang se sentía animado de un modo extraño. No había muchos hombres que fueran competentes para ella.
A las seis Castang telefoneó a Vera. Entró, automáticamente, a ver si Richard todavía estaba allí. Hacía rato que se habría ido. Fausta también se había ido. No, claro, Fausta aún estaba de vacaciones. ¿Adónde iba Fausta de vacaciones?
Cosa extraordinaria, Richard todavía estaba allí, sentado ante su escritorio sin hacer nada. Pensaba, quizás.
—¿Hoy no hay golf?
—Hoy no hay suerte… ¿Vamos a tomar un trago? ¿O le está esperando su chica?
—La he llamado por teléfono. Pero no quiero un trago.
—Estupendo, porque yo tampoco. Esto reventará… lo noto.
—He estado buscando cabellos, todo el día. Espero que no haya otra.
—No es de esa clase. —Richard sabía que se refería a otra muerte.
—¿Qué hacen, en Inglaterra? —Se había sabido que Richard había estado en Inglaterra. Una cosa rara en él, pero cada vez se estaba volviendo más raro.
—Establecen lo que ellos llaman una sala de homicidios. Lo meten todo allí dentro. Lo cuantifican todo. Archivan hasta el más mínimo detalle. Muy eficaz. Muy serio. Gente notable.
—Y todo depende de algún pequeñísimo factor de error humano. Ellos planifican, nosotros improvisamos. Se resuelve igual.
—Ellos son más disciplinados. Nosotros somos la gente más chapucera y menos disciplinada que existe. Decimos que lo compensamos porque somos más brillantes que los demás. Y esto es mentira. Lo somos, pero el uno por ciento de las veces. No es suficiente.
—No podemos ser como los ingleses. No va con nuestro carácter.
—En la antigüedad había leyendas sobre ellos. Los menciona Herodoto o alguien así. Los hiperbóreos. La gente de detrás del viento del norte. Un lugar maravilloso, una gente maravillosa.
—Esto es lo que siempre han pensado. No les ha hecho mucho bien. Son igual de vanos, de chauvinistas y de idiotas que nosotros.
—Me he estado preguntando —dijo Richard— si esta tierra… más allá del viento del norte… si era Inglaterra.
—No me irá usted a decir que cree en la Atlántida.
—No lo sé. El norte es un sitio muy peculiar.
—¿Quiere decir que Inglaterra es rara, además de graciosa?
—No estoy hablando de Inglaterra. Es una mezcla extraordinaria, una amalgama de un montón de gentes que ha hecho una aleación de cada carácter individual. Sajones y galeses y daneses y normandos y hugonotes. Británicos, ¿y quiénes son los británicos?
—Suena exactamente igual que nosotros, salvo que ellos no tienen corsos.
—Eso es. Menos bárbaros en algunos aspectos, más en otros. Pero ellos tienen gente del norte. Importante aportación. Esa gente no cree en la violencia… oh, bueno. Aquí tengo esto sobre la delincuencia juvenil, Castang, pero será inútil pedirle que se lo mire mientras esté obsesionado con este tipo que corta en pedazos a las chicas con unas tijeras oxidadas.
—Espero que no haya más que una chica —bostezando—. Lo siento, no me queda mente para pensar en los del norte. La comida es tan espantosa —añadió, como una coletilla.
—Ésa es la cuestión —dijo Richard serio—. No tienen esa mentalidad materialista, que todo el tiempo piensa en la bouffe. —Cuánta melancolía, pensó Castang. Mira a Richard bajo una fuerte luz, y verás que se está haciendo viejo.
En el momento en que uno de los dos abría la boca para hacer el chiste clásico de «Vamos, no quiero perderme el principio» (después de las noticias de la noche siempre hay una película antigua en algún canal de la televisión francesa) sonó el teléfono, y Richard, viendo que Castang no hacía ademán de cogerlo, alargó un brazo cargado de apatía.
—¿Castang todavía está ahí?
—Sí —dijo Richard, traidor.
—Aquí hay unos alemanes —prosiguió el guardia del piso de abajo— con una historia que contar. —Deberían haber varias respuestas agudas y rápidas a un comienzo como ése.
—Bajaré —dijo Castang impasible.
—Suba a verme alguna vez —ofreció Richard, con voz profunda y sensual.
Un hombre y una mujer jóvenes, de veintipocos años, poco atractivos. Camisa de algodón ancha, jersey con más puntos escapados que juntos, y una evidente ausencia de sujetador; tejanos y una camisa a cuadros sin botones y la cremallera rota. Ambos tenían el doloroso rostro ecológico asociado con las sentadas frente a un camión de transporte de residuos nucleares. Esta seriedad fundamental es lo que había ganado ese día al final. El joven no quería venir. Ella había estado preocupada por su conciencia hasta que él dijo: «Está bien, acabemos con ello». Seguía inclinado a echar la culpa a Castang por haberle estropeado la velada; podía estar fuera, disfrutando de la puesta de sol. Entretenerse en una maloliente comisaría de policía…
Resumiendo esta situación, reuniendo todo su encanto y las pocas palabras de alemán que conocía, se lanzó a comunicarles que no, que no habían perdido el tiempo. En cuanto a su… la historia no valía gran cosa. Pero era muchísimo mejor de lo que había oído hasta entonces. Durante todo el día había estado persiguiendo algo que ni siquiera remotamente prometiera algo; y cada persecución había acabado en un fiasco.
La joven hablaba bastante bien el francés y era el portavoz. El chico sólo intercalaba algunas frases, pero podía seguir, lo suficiente para corregirla en algunos detalles. Ambos eran estudiantes, jóvenes brillantes con mentes entrenadas para mirar y cuestionar lo que veían. No les gustaba la policía, y no paraban de mirar, con cara de desdicha, lo que les rodeaba, que, había que admitirlo, era repugnante. Les hizo pasar a su propio despacho, que estaba al menos medianamente arreglado, más o menos limpio (y la administración había hecho algún esfuerzo en los últimos tiempos, incluso había puesto cortinas y una alfombra en el suelo). Era una ventaja ser francés; no se les habría visto ni muertos en ninguna comisaría alemana, de las que desconfiaban profundamente. Mientras que la torpeza y la probable incompetencia de la policía francesa aportaban un pequeño elemento de calor humano que les reconfortaba. Castang no iba a invertir ni una gota de su amado whisky en estos golfos, pero como él mismo necesitaba con urgencia algo de beber, envió a un agente por cerveza. El chico aceptó una cerveza y desató una pequeña discusión; la chica dijo que ella detestaba la cerveza, pero que no diría que no a aquella cosa de menta verde.
Reconstruida, la historia era más o menos así:
En las colinas, cuando se alojaban en un Albergue de Juventud, habían conocido a una simpática chica holandesa llamada improbablemente Apolonia, lo cual animó un poco a Castang; había muchísimas chicas holandesas, pero seguro que no podía haber tantas llamada Polly. (No, Polly no. Lonny). Se habían hecho amigos. Ella estudiaba en esta ciudad. Al regresar de la colina (ella había regresado el día anterior) habían acordado reunirse en la ciudad, y ella les acompañaría a visitar todo lo que era interesante ver. La recogerían aquí (¿dónde?, fuera de la catedral: no muy útil) y comerían algo juntos, porque ella sabía dónde se podía tomar un bocado sin que te timaran, una gran rareza en Francia; bueno (apresurado) es una gran rareza en todas partes.
Bien, ella no había aparecido (sí, la hora era más o menos, la correcta). Habían soltado alguna maldición, pero nada más; con demasiada frecuencia la gente no se presenta. Pasaron la tarde solos, conocieron a otros personajes simpáticos en los cafés, se divirtieron. Pero la chica no lo había podido tragar. No era propio de ella. Aunque no conocía a aquella chica para nada, ella era un buen juez de la otra. Se trataba de una joven muy honrada, seria, atenta, consciente. Cuando ella decía que iría a un determinado lugar a una hora determinada, lo cumplía.
Constituían unos buenos testigos; la propia falta de ganas y la suspicacia los hacía buenos: no habían venido a contar una historia fantástica ni para hacerse los importantes. El esfuerzo que representaba, la traducción de suspiros y sonidos, laboriosa, a un idioma extranjero, los hacía más creíbles. La descripción física encajaba muy bien. Presentó una de las pocas pistas de identidad que tenía, un mechón de cabello. Sí, exactamente ese tipo de cabello.
¿Era esto al fin una pista sólida? Estaban a medio camino de casa, habían cogido un periódico abandonado en una mesa de un café, habían visto que había ocurrido algo horrible. Había muchos de ésos que no reaccionaban al principio. Al volver al coche los pies de ella se habían negado de un modo extraño a dejar el suelo. La conciencia. Sí, ella lo sabía —repitiéndolo con tono irritado— sólo se estaba imaginando cosas. Al chico no le había gustado lo más mínimo. ¿En qué se están metiendo ahora tus estúpidas fantasías? Ella se había puesto de malhumor. Sólo porque soy una mujer… Habían dado media vuelta: aquí estaban. Bien por ellos, y bien por aquella hipersensible conciencia alemana que no puede cruzarse de brazos frente a cosas que están mal.
Lonny era una chica con la cabeza bien puesta, y los pies firmemente en el suelo; del todo capaz de cuidar de sí misma, y ¿que alguien la hubiera engañado?: imposible.
—Bueno, miren —dijo Castang—, se lo diré bien claro. No tenemos absolutamente ningún medio de proseguir esta investigación hasta que sepamos quién es esta chica. Ochenta reacciones de toda Francia a los llamamientos de la televisión y los periódicos, ochenta historias de chicas desaparecidas, chicas vistas haciendo cosas extrañas o en compañía extraña, para no hablar de los hombres con mal aspecto que se comportan de modo furtivo y antisocial. En cuanto a los hombres, con mal aspecto o no, excesivamente entusiastas en su aproximación al sexo femenino, bueno, se lo pueden imaginar.
Ustedes son los que hacen ochenta y uno y los primeros que parecen responsables. Bueno, les doy las gracias; el gobierno francés les da las gracias. Es tarde, estamos cansados y yo también lo estoy. No quiero estropearles sus vacaciones. El gobierno francés les invitará a una comida, quizás no muy cara pero decente, con una botella decente. Y una habitación de hotel para pasar la noche. ¿Dónde está su coche? Ah —mirando por la ventana hacia el aparcamiento de la policía, el escarabajo con las puertas atadas con cuerda—, bien. Es indispensable que se relajen, que no tengan prisa, que descansen bien. Vuelvan por la mañana con todo pequeño detalle que hayan podido recordar de la conversación de Lonny, cualquier cosa que dejara escapar acerca de su vida, su familia, su trabajo, objetivos, amigos —lo que sea, escriban una nota en un papel— dónde había estado, qué estaba haciendo. Son más de las ocho, que cenen bien, les mostraré un sitio, sólo tienen que seguir mi coche y les conseguiré una habitación de hotel ahora mismo.
Vera no dijo «llegas muy tarde», pues no era de las que decían lo que era evidente. La cena en verano generalmente se componía de algo frío, de todas maneras, que se conservara sin estropearse, igual que en inviernos casi siempre era sopa, fácil de recalentar. El señor comisario de la brigada criminal no llegaba tarde tan a menudo como cuando sólo era el señor inspector, y como la categoría gozaba de sus privilegios, ahora era mucho más frecuente que regresara a las cuatro de la tarde, listo para coger el soldador o la brocha de pintar, la sierra o el buril.
La niña estaba en la cama, durmiendo, la casa «en orden»; el orden de Vera estaba muy lejos sin duda del orden alemán u holandés, pero en la actualidad estaba mucho más relajada. El horrible trauma de ser checa había quedado atrás; el trauma físico y mental de haber sido un poco parapléjica durante varios años estaba vencido. Cojeaba un poco cuando caminaba, le resultaba imposible ir en bicicleta e incluso un suelo fregado le era demasiado difícil, pero iba a todas partes en un pequeño y destartalado coche. (El Renault Cuatro está bien, porque es una caja; correctamente vertical, te sientas erguido y estás cómodo, en lugar de estar tumbado y tener que mirar por el borde del volante con el culo a dos centímetros del suelo).
Ahora era él quien tenía traumas. Hacía menos de un año que la habían secuestrado los fascistas en su propia sala de estar, y Orthez, que había intentado protegerla, fue abandonado en un charco de sangre con el cráneo partido (había podido felicitarse por tener aquella cabezota de la que todo el mundo se quejaba). Éste había sido un episodio penoso para todos excepto, al parecer, ella misma; que golpearan a Orthez fue horrible, pero por lo demás más bien se lo había pasado bien. No habían raptado a su hija, considerando que un bebé era una complicación innecesaria. Ella sabía que la sacarían de allí. La Policía Judicial no servía de mucho, pero no eran tan mezquinos… De hecho, el gobierno francés, como reacción contra el exceso de timidez, había sido extremadamente pródigo, y se había aprovechado de un lugar aislado en el campo, una finca particular en la montaña, y una misericordiosa ausencia de periodistas para aplastar a los fascistas con una compañía de paracaidistas. Castang era el que había estado más preocupado y todavía lo estaba. Una de las mejores características del cottage —era una característica muy francesa— en su opinión era que tenía una sólida valla, muy alta, en buen estado; casi lo único de la casa que estaba en buen estado. En medio de la cerca había una gran puerta. Y ésta no impedía sólo que se escaparan el perro y la niña. Mantenía fuera a los intrusos, los ojos curiosos, los balones de los niños y a la gente que vendía cosas, con un estilo francés muy desalentador. No hay nada que a los franceses les guste más que las tremendas vallas alrededor de la Propiedad; al diablo la vecindad; los franceses no son amantes de la vecindad… Vera decía que la valla le daba claustrofobia, pero la objeción había sido desestimada por frívola. Había demasiados personajes extraños que vagaban por ahí, y a muchos de ellos podía no gustarles un comisario de policía.
Vera era bastante bonita. No del estilo tenista. Más bien demasiado eslava, pelo a veces áspero, y ahora atado con trozos de lana.
Aquel secuestro, ¿le había cambiado también la mentalidad?
Ella se burlaba de esta idea. Hitos: eran metáforas perezosas y engañosas. Su mente no había caído en el melodrama; era un suceso en sí mismo llamativo pero sin importancia. Ver la luz, trastornado en alguna cuneta del camino a Damasco, era un fenómeno típicamente masculino.
En cuanto a la mujercita, ese otro apreciado pigmento de la imaginación masculina, ¿había existido alguna vez? Si tratas a las personas siglo tras siglo como si fueran débiles mentales, no sorprende cuando se comportan de ese modo. Con variaciones de mujer arpía, de lenguaje soez y memsahib.
Había sido una chica inexperta y torpe que había vivido una vida protegida y creía en las ideologías simplistas como los derechos del hombre. Los aprendió bastante rápido.
Hacer frente a su propia torpeza («Sí, torpe; hay que ser excepcionalmente desmañada para caerse de las barras asimétricas y partirse del espinazo; pienso que lo hizo a propósito») había sido lo máximo a que había podido hacer frente durante años. No había querido saber mucho del lado patológico del trabajo de Castang. Él era un funcionario del estado, un escribiente. Tenía que aprender a ser un ser humano; tarea difícil y desagradable. Ella también tenía que hacerlo. En cuanto a Castang, había pensado vagamente que la mujercita debía ahorrarse el lado escuálido de la existencia de un policía…
Dibujar había sido la primera herramienta de Vera, la que primero fue a parar a sus manos, porque había recibido un poco de formación cuando era niña, allá en su país natal. Dibujar la había obligado a salir, incluso en los días de la silla de ruedas, la había hecho mirar las cosas tal como eran.
Luego llegó el día en que, sin decirle una sola palabra a él, había salido y persuadido a una persona de la administración de la cárcel de que una mujer sería útil. Oh, sí, eso hace bien a las mujeres.
—No, no quiero hablar con las mujeres; quiero hablar con los hombres.
No podía ser: dejar entrar a una mujer en la cárcel de hombres los trastornaría. La tenacidad —Castang había aprendido un poco acerca de su obstinación— prevaleció incluso sobre el obscurantista atraso de la administración de la cárcel.
—¿Se imagina que les hablaría de Dios, o rehabilitación?
Había durado un año o más, hasta que un inusualmente —bueno, no inusualmente— alcaide giscardiano decidió que esta mujer no iba a continuar. Aquellos hombres estaban allí para ser castigados. Su permiso quedó cancelado, de golpe.
Decidir quedar embarazada, y salirse con la suya, quizás había sido una consecuencia de esto; ¿quién sabe?
Y allí estaba, sentada leyendo una revista femenina. De verdad; lo siguiente sería Barbara Cartland.
—Mmm —dijo vagamente—, ¿por qué no? Si las mujeres son excluidas de la vida de tal modo que se convierten en material de ése, puedes muy bien decirte que necesitan todo esto de las bodas Reales. Están persiguiendo un ideal.
—¿Quieren un Romance?
—Oh, sí, especialmente en el norte. —Oh, Señor, como Richard; he aquí a otra que persigue el viento del norte.
—¿Qué has estado haciendo, que vienes tan tarde? —dejando a un lado la revista; ¿de dónde la había sacado?
—Han descuartizado a una chica y la han enterrado en un pantano. Deutz dice que quien lo hizo le cortó trocitos y se los comió, de verdad. No es fácil averiguar quién era. Lo que quizás sea un rayo de luz no ha aparecido hasta que ya me iba, y por eso llego tarde.
—Licantropía —dijo Vera, cuyas lecturas de los textos de criminología de Castang era extensa aunque selectiva; había resoplado ante Reuss y Gross y todos esos pelmazos.
—Acto de barbarie; artículo 303 del código penal.
—La bruja que se transforma en lobo y se convierte en bebedora de sangre.
—Una forma de locura —dijo Castang austero; no era asunto suyo, gracias a Dios. Había un pequeño punto legal, como les gusta a los abogados; ¡les gusta!… Richard había alargado el brazo para coger el librito rojo.
—Acto de barbarie… mmm… debe de estar después de la doscientos noventa y seis. Aquí está. Un homicidio, si va acompañado de actos de tortura o barbarie, será tratado como asesinato. Pero si cortas trozos después de que esté muerto, ¿eso es tortura? El fiscal se lo pasará bien argumentándolo. —Castang no estaba en realidad con todo esto. Si un acto de barbarie era cometido por un vegetariano, ¿hacía esto más bárbara la barbarie? Podía dejarse con toda tranquilidad a la discreción del tribunal. ¿No eran en general hombrecitos inofensivos, del tipo Christie, con aspecto de Peter Lorre?
—La jungla es neutral —dijo Vera—. Si resulta que te encuentras con un tigre, ¿es culpa tuya o del tigre?
Pero a la policía sólo le interesa capturar al tigre. Preferiblemente con métodos humanos.