UN HOMBRE FUE de vacaciones a Inglaterra. Sólo había pisado el suelo del país en otra ocasión: cuarenta años atrás; eran otros tiempos. Una época exótica, y se había comportado de manera excéntrica. Emocional, de hecho: no se consideraba un hombre emotivo. Una guerra europea era por entonces una noción que todavía, a los diecinueve años, agitaba la sangre. Ahora todo sería muy diferente: los jóvenes de diecinueve años apenas si podían comprender el concepto de una guerra entre gentes de la península que es Europa. Ahora nos divertimos con juegos de guerra por el vino o la carne de cordero… Aterrizar de nuevo en Inglaterra le producía sensaciones de las que podía burlarse o apartar de sí: no hizo ninguna de las dos cosas. Estaba solo, y no era necesaria ninguna pose.
Vestía una chaqueta azul marino, que era impermeable y trenca a la vez; en Bretaña se confundiría con un uniforme de oficial de la Marina Nacional, un cuerpo con el que él no tenía nada que ver. Quizás en cierto sentido era un disfraz; generalmente se le veía vestido con chaquetas de tweed, pulcro, un poco rústico, y pajarita. El detalle no tiene importancia, pues hay poco que destacar en este hombre discreto y más bien gris, ni alto ni bajo, con unos rasgos corrientes y que apenas puede llamarse guapo, afeitado con esmero y, a pesar de los muchos años de trabajo de oficina, con los hombros rectos y sin curva en la cintura. Un francés de sesenta años, del tipo norteño o de los francos, con la cabeza alargada, la cara estrecha y barbilla pronunciada, cabello que había sido rubio, y ojos de un gris pálido.
Llevaba el equipaje sobre su espalda. Principiaba apenas el verano, por lo que había pocos turistas. Esperaba comer y dormir en pubs rurales. ¿La comida sería indigerible?…excelente calidad. ¿Hablaba poco inglés?…entendería lo que le dijeran y él tenía poco que contestar. Era un hombre solitario. Dedicado por completo a su esposa, y si ella le acompañaba en sus viajes, estaba contento, pero si prefería quedarse en casa, no quedaba descontento. Pasaría las semanas que durarían sus vacaciones escuchando y mirando. En esta tierra de los hiperbóreos —extraña y secreta isla— tal vez pudiera captar algunas voces dentro de sí mismo, vislumbrar a un hombre a quien conocía poco. Había descubrimientos que hacer. Conocía bien los países de la Europa peninsular, estaba vinculado con ellos, pero de estos vecinos, próximos y no obstante lejanos, conocía poco. Unos respecto de los otros, los franceses y los ingleses tenían extrañas nociones erróneas, preconcebidas, arrogantes y absolutamente ridículas. Entre nosotros, ¿no ocurre también lo mismo? Imaginamos que conocemos y comprendemos bien a la persona con la que hemos vivido durante varios años; pero dejemos a un lado la costumbre, la pereza, el deseo de comodidad, y encontraremos que la vanidad y el miedo, los dos potentes motores de nuestro pensamiento y nuestra acción, nos ciegan ante la realidad. Este hombre, para los conocidos íntimos, los vecinos y los colegas de trabajo, era una figura poco conocida y algo mítica. ¿No era su propio más íntimo vecino y su más viejo amigo? Se había ido de vacaciones, había ido allí, con el deseo de buscar, de descubrir. Dejando aparte aquella absurda aventura militarista de cuarenta años atrás, hacía más de esos cuarenta años que era oficial de policía. Había ascendido hasta la cima de su profesión. Lo que había hecho, se diría suficiente para satisfacer a un hombre. Ahora que había pasado de los sesenta, ya no le satisfacía ni a él ni a su esposa, mujer oscura y poco conocida.
Él era Adrien Richard, Comisario de División de la Policía Nacional Francesa. Jefe de un servicio regional de la Policía Judicial. Sin contar París, hay dieciséis para cubrir el territorio nacional y bajo su responsabilidad se hallaba uno de los distritos más grandes y una de las diez principales ciudades provinciales. Esto requiere un poco de explicación. En el campo se encuentra la Gendarmería, una fuerza paramilitar cuyos oficiales ostentan rangos del ejército. Es más como un cuerpo de bomberos; se nota la separación. Un centro urbano tiene su fuerza municipal, ramificándose las más grandes en muchos grupos especializados. Definida con una deliberada falta de precisión (en alguna parte funciona una noción de control), la Policía Judicial tiene autoridad en la ciudad y en el campo; es un cuerpo sospechoso de elitismo; mete la nariz en todo, no espera como Scotland Yard a ser llamada, aunque es el mismo tipo de cuerpo entrenado y experimentado cuyo trabajo es la investigación criminal.
Se es policía, recibiendo órdenes; yendo a donde se es enviado por deseo o capricho del gobierno. Uno puede acabar en París dirigiendo un sector al que se da mucha publicidad (apariciones en televisión, una estrella…) o en la isla de La Reunión al frente de cuatro borrachos y un desvencijado jeep. Todo es conforme. Y un oficial capacitado, por la inercia y el conservadurismo innato, puede muy bien ser dejado donde está durante muchos años. Richard había comenzado su carrera en brigadas urbanas; había sido promocionado al C. I. D. por ser brillante, y por tener un «buen historial de guerra» ascendido al mando, y le habían dado una «buena provincia» por ser un buen administrador. Y allí le habían dejado.
Podía haber esperado uno de los puestos delanteros antes de la jubilación, de no ser porque carecía de algo esencial: la habilidad y las ganas de adular. A pesar de muchas infamias (sólo el peor policía, el más perfecto cerdo, tiene la conciencia de santo) seguía siendo independiente. Una cualidad que desagrada a los poderosos; puede que la respeten; la sancionarán, dejándote un poco incisivamente en la zanja que tú has cavado. Richard podía sentirse contento de no haber sido desterrado a Martinica, de tener muchos años de continuidad en un puesto tranquilo. Contrariamente a ello, estaba descontento. Un comportamiento ilógico, incluso tonto. ¿Podía analizarse esto? Ése era uno de sus propósitos.
Había subido al ferry y esto era Southampton. Inglaterra; para el francés medio (que sigue exactamente igual a como Stendhal lo describió con acidez en 1837) aquí hay monstruos marinos. Ahora parecía extrañamente un lugar sucio, turbulento y rico en olores. Ahora parecía extrañamente plácido, triste e incluso patético; bueno, él mismo estaba más o menos así. Nada de lo que sorprenderse. Cogió un billete de tren para Dorchester (lo había mirado en el atlas en casa y había hecho planes). El tren estaba lleno de alegres personas procedentes de Londres, que iban a pasar el día en la playa. Eran simpáticas y hablaban; él sonreía, tímido. Los franceses creen que los ingleses son rígidos; esta definición es aplicable —como en Francia— a la burguesía que se cree importante y carece de humor, no a la gente de verdad.
Caras inglesas, desiguales, irregulares, rebosantes de carácter; de lo más peculiares. Marcada excentricidad en el vestir y la conducta. Algunas ancianas muy extrañas se apearon en Dorchester. Cuando se alejaba de la estación pasó junto a un caballero de mediana edad de aspecto apacible, incluso académico, fogosamente vestido con chaquetón de paracaidista y pantalones de pana con agujeros en puntos embarazosos, que caminaba como si llevara espuelas. Richard se sentía satisfecho. En esta isla vivía una gente excepcionalmente aburrida, de una clase difícil y muy extraña, con la que él podía llevarse bien, reconciliándole con sus defectos.
Se sintió mejor aun en su primer pub, entre una colección de lo que los soldados ingleses de su juventud le había enseñado eran acentos afectados. Hombres jóvenes vestidos con costosas prendas y de aspecto tosco, pederastas inhabilitados, una mujer con unos inmensos ojos saltones y nada de barbilla: sencillamente, la consanguinidad florecía igual que en las profundidades del Delfinado, y se sintió como en casa. La cerveza no estaba caliente, tenía un sabor delicioso; los mitos se estaban derrumbando a su alrededor. Allegro molto; se había desprendido de una capa de egoísmo que enfría y endurece el corazón. Con lluvia, con viento y a veces sol esperaba quitarse más capas: ¿acaso era una cebolla? ¿Qué había en el centro?
El turista por aquí es «grockle». Difícil de pronunciar para la boca francesa, puesto que la «l» inglesa se produce en algún punto de la parte de atrás de la garganta en lugar de con la lengua sobre los dientes, y dijo «grocko» varias veces como un pajarillo demente, para diversión de los sonrientes nativos. Los sentimientos de éstos hacia esta casta eran de desdén pero no de rencor. A él le parecía que había conocido pocas cosas que no fueran mediocres.
Una zona rural que iba con esta gente, súbita y secreta. Desde el desnudo acantilado de creta te hundías en un valle de agua, arroyos que discurrían por entre berros; canal de molino de juguete, diminuta presa, encantadora serie de paisajes en miniatura vistos desde estrechas carreteras, tan sinuosas entre espesos setos, que apenas se veía a cien metros. Desconcertante. Los espacios para desplazarse en Francia son amplios, y a menudo majestuosos; y también áridos. Los franceses, dijo Stendhal con furia, no pueden ver un árbol hermoso, sino que deben talarlo para conseguir dos miserables luises. Esto es como la remota zona rural de Normandía, pensó Richard. ¿Poblado también por hechiceras y charlatanes, sanadores y curanderos? Probablemente; no hacía tanto tiempo que habían quemado brujas en Dorchester. Siguió avanzando, como una lombriz de tierra.
Subió colinas. Como Maiden Castle: había esperado una gran fortificación, maciza y terrible como Coucy o Château Gaillard. No le corría la imaginación. Muy grande, sí. Foso colosal y muralla excesivamente notable. Miles de personas con picos trabajando en aquella maldita creta le recordaron Egipto; pirámides, sí, y templos monstruosos. Todo demasiado aburrido. En el pub intentaron asustarle, diciéndole que fuera allí por la noche. Bueno, él era policía desde hacía cuarenta años; de noche todos los gatos son pardos.
Fue una clase de colina completamente distinta lo que le hizo cambiar de opinión: empinada e imperfecta. Un hacha de pedernal arrojada a su cabeza, que se empinaba sobre valles de siniestro bosque, oscuro y tupido. No querría quedarme atrapado aquí en invierno, pensó Richard: nieve en los ojos y muerte al cabo de media hora. Para salvar el desafío, tenía que llegar hasta arriba. La cima se curvaba inicua como la hoja de una guadaña desde el extremo romo hasta una escarpada punta, aterrándole. No le gustaría caer por allí; aquellas astillas podían ser sólo yeso, pero parecían afiladas como cuchillas de afeitar. Peligrosas como un demonio; un soplo de viento te haría caer. Si se levantara niebla…, no sería un lugar para ir por la noche. Ni de día, ni siquiera hoy, con la suave brisa del sudoeste y la neblina del amistoso y no distante mar que envolvía el cielo en un velo color azul madonna. El lugar apesta a violencia; vete rápido.
En lugar de irse se sentó; encendió —con la cabeza bajo el ala como una de esas malditas gaviotas— un pitillo; pensó en la violencia. No debería haber nada sobre la violencia que no supiera un hombre que ha sido policía durante cuarenta años. Cuando es cometida por el hombre. Vil y necia, insensata y vana. Y el derramamiento de sangre es casi siempre ridículo, un gran guiñol, como la mayoría de obscenidades.
Aquí había muy poco de cómico; era un lugar de sacrificio. La violencia humana aquí quedaba reducida a una cerilla gastada. Raspado sobre una superficie abrasiva, el ser humano prende fuego, arde un momento. Y nadie entiende la naturaleza del fuego, que es metafísica. Un momento de violencia, suficiente para una pipa o un cigarro, igual que para una violación o un asesinato. Deja un residuo de fibra carbonizada. «Pero ¿he vivido hasta aquí, y no entiendo más?», pensó Richard. Una carrera completa. He hecho algo de bien aquí y allá, quizás, y en todas partes mucho daño. Y todo ello parece muy poco aquí arriba. ¿Era eso lo que tenía que descubrir? ¿Que la violencia de la naturaleza es noble y justa, mientras la violencia del hombre jamás puede ser otra cosa que innoble y rastrera? Apresuradamente, antes de que esto derivara hacia la teología, se alejó de esta espantosa colina.
A medio camino de descenso y resbalando se encontró con un serio y amable inglés, ocupado en hacer volar un gran planeador a escala; le hizo desaparecer el vértigo.
—¿Cómo se llama este lugar?
—Eggardon —le respondió con educación.
Y en el pub siguieron hablando de Thomas Hardy, de quien él había oído hablar ya demasiado; era una presencia local destacada tan latosa (estaba seguro) como Dostoyevsky. Sólo los artistas entendían el crimen y la violencia, como él nunca entendería ni podría entender.
«A la mierda Thomas Hardy», pensó, y dijo:
—El comisario Richard.
—Progresa rápido… se las arregla bien con el inglés básico.
Sí, quizás había adquirido conocimientos útiles…
El comisario Richard se había ido de vacaciones. Castang, igualmente, estaba «De Vacaciones». Se podía elegir poco al respecto; media Francia estaba D. V., o sea que, administrativamente hablando, era la época del año más tranquila. A veces se cometen delitos graves en agosto; un gran error, pues los jueces también están fuera, y los que los cometen se encuentran metidos en chirona por policías con pocos efectivos y, por tanto, malhumorados, y permanecen allí (totalmente olvidados) durante dos meses.
Castang no quería irse. Encontrarse a los conciudadanos en masa en la playa es aún peor que encontrarlos en casa. Los cuerpos engrasados tumbados en decúbito prono o supino son detestables. ¿Adónde había ido Richard? Nadie lo sabía. A pie, vestido con prendas estrafalarias, había desaparecido. La impresión general de que Richard era un enigma impenetrable era suficiente. Hay cosas que es inútil intentar penetrar.
Richard había sido cruel; Monsieur Castang tenga la bondad de irse. La Policía Judicial sobreviviría, animada por el inspector senior de delitos graves, con el adjunto de Richard como regente, la Persona de Pau. Ni Castang ni Richard habían oído hablar de la Persona de Porlock, pero ambos dijeron con fervor que le conocían.
Castang tenía un remedio para no irse: cambiarse de casa. Había encontrado una casa de campo en las afueras de la ciudad, un lugar semirruinoso con manzanos silvestres donde en otro tiempo hubo un huerto. La obstinada anciana que vivía allí murió al fin y su único nieto superviviente residía en Montreal. Impedir que esta propiedad cayera en las garras de los constructores especuladores, financiar la compra sin recurrir a usureros, conseguir los permisos necesarios para efectuar reparaciones y cambios de las entrañas de la administración municipal… describir esto ocuparía largas y aburridas páginas.
El mes de vacaciones pasó, pues, vagando por ahí como Wotan en una ópera de Wagner en el caso de Richard, y en el de Castang desentrañando capas de añeja porquería, y efectuando toscas reparaciones en lo que amenazaba ruina. Tarea tremenda, pero ¿de qué otro modo habría sido lo bastante barato para poder comprarlo? Septiembre llegó como de costumbre con un tiempo espléndido, para que los que regresan de sus vacaciones de agosto lo hagan de mal humor. Richard reapareció, moreno. Castang, también moreno, a pesar de que según él había pasado el mes en un húmedo sótano. La Persona de Pau se fue de vacaciones, y también el jefe de delitos económicos, y Fausta. No había asuntos urgentes en marcha, daba lo mismo. Nadie de los que habían regresado tenía entusiasmo alguno. En Francia se tarda un mes en recuperarse de algo tan activo como las vacaciones. La ciudad se recuperaba de los turistas: antigua, histórica, a veces hermosa, la ciudad atraía a muchos turistas. «Grockle», decía Richard. La mayoría de ellos se habían ido a finales de agosto, pero había llegado una larga y comprometida directiva gubernamental (era un año de nuevos cargos socialistas), y toda la delincuencia. Eran preferibles los turistas.
Castang apareció en el despacho de Richard una brillante y soleada mañana, y encontró al comisario de división estudiando estadísticas. El comisario levantó la vista y dijo:
—Agitado.
Podía referirse a Castang, a los autores de esta prosa; no, seguramente a sí mismo. ¿Había un deje interrogativo, o la ligera subida en la entonación significaba sólo un leve reproche?
—Violencia —dijo Castang en el mismo tono de voz.
—Estoy leyendo sobre esto. Están preocupados. Yo tengo que estar preocupado, con lo que quiero decir que usted estará muy preocupado. Según las cifras del año pasado, la violencia en términos de referencia criminales cuesta a este país mil ochocientos millones de francos. ¿Encuentra que es mucho?
—Sí.
—Lo imaginaba; yo también lo pensaba. Hasta que he llegado al punto en que dice que el delito no violento, generalmente llamado económico, costó a este país exactamente en el mismo período setenta mil millones. Pero no ha venido sólo para decir que está asombrado, ¿verdad?
—No. Lo que clama es que la delincuencia sea tan joven. Yo… —Las valiosas conclusiones de Castang sobre este tema fueron interrumpidas por dos teléfonos que sonaron al unísono. Varias personas (que parecían agitadas) decían que sería una buena idea ir allí rápido, lo que quería decir antes que France-Soir. Un delito, le dieron a entender, violento.
Richard ya había colgado su teléfono.
—Bueno, señor comisario —dijo en tono amable—, será mejor que no le entretenga.
—¿Usted ya…?
—Sí, era el sustituto.
—¿No se propone usted…?
—Soy demasiado viejo para ir al escenario del crimen. Esto, de todos modos, no parece un ejemplo muy envidiable. Será mejor que se lleve a todo el mundo que pueda encontrar. —Ese «no me vas a atrapar» era aparente. No era nada anormal. Richard era una persona que podía coger un gran expediente de su mesa y dártelo diciendo: «No me lo he mirado. Ni tengo intención de hacerlo». Haz algo estúpido y él te cubrirá; al menos en público. La posterior entrevista privada con él es otra cosa.
Castang fue a revisar las tropas; encontró a Orthez peleando con el papeleo sobre la delincuencia, y a Liliane, el inspector senior, hablando con una joven delincuente femenina y sin que le dieran las gracias por ello.
—Lo siento —dijo Castang—. Te necesito.
Un subordinado se llevó a la delincuente y Liliane dijo:
—No lo sientas —con sinceridad.
—Tenemos uno que parece que huele mal. —El servicio de atracos estaba fuera. Había demasiada gente de vacaciones. Recogió a unos cuantos cocineros y no combatientes y subió al coche.
—El bosque de La Charité, Orthez. El sustituto estará esperando en el puente. —La palabra es exacta, reflexionó. No sólo significa sucedáneo. El Fiscal Público, un hombre poderoso, no se desplaza al escenario de los crímenes que huelen mal. La ley dice que debe hacerlo, por eso a sus ayudantes se les llama sustitutos. Suena aún peor que suplente.
Tráfico corriente de media mañana, pero incluso con las luces encendidas, la luz destellante del techo, la sirena en marcha y el patrón al volante (Orthez era un auténtico conductor) tardaron veinte minutos. El bosque de La Charité estaba fuera de los límites de la ciudad. Es interesante en varios aspectos, pero ahora no hay tiempo para eso; Castang lo tendría que poner todo por escrito.
El puente en cuestión se elevaba en una estrecha carretera rural y en una curva en S; un peligro para los borrachos de altas horas de la noche. Los bosques a ambos lados habían sido desbrozados lo suficiente para aparcar los vehículos de la gente que venía a pasear o a lo que fuera, porque la zona era un pulmón: espacio verde protegido. Dos o tres coches oficiales se encontraban ya allí y había también unos cuantos espectadores curiosos que un gendarme mantenía a raya. El sustituto, un abogado jovenzuelo, a quien Castang conocía y que le gustaba, se mostró considerado y nada pomposo. Abrió la puerta del coche.
—Me temo que esto no podría ser peor. Fuera de la ciudad, la gendarmería no da abasto con el tráfico y los turistas, tenemos una zona grande hecha un lío, es un día caluroso… tenemos pedazos de un cuerpo descuartizado. Prioridad, descubra el resto. Lo siento. Castang —estrechándole la mano—, buenos días.
—Orthez, reúna a nuestros chicos, la ayuda que pueda de la gendarmería, servicio forestal… —No era suficiente; se volvió al oficial—. ¿Podríamos conseguir algún CRS? —Policía auxiliar, tipo antidisturbios.
—Tendría que preguntarlo en prefectura… ¿Puedo usar su radio?
—Orthez, concéntrese en mantener fuera a todas las personas no autorizadas. Liliane, hay que organizar una búsqueda, tú eres el director; habla con el guarda forestal, consigue un mapa. Puede que necesitemos acordonar la zona y señalarla… —El fiscal bajó del coche.
—Sí, está bien. Un autobús o más si los necesitamos.
—Bueno, si tú coordinas eso, Lil, yo veré lo que tenemos y me reuniré contigo en cuanto pueda.
—¿Qué hay del agua? —El río se divide aquí en cuatro arroyos. Hay lagunas, caminos de grava… donde la gente acostumbra nadar en esta época del año…
—Dios mío, sí. Brigada fluvial y equipo de inmersión por si fuera necesario, pero roguemos para que… ¿dónde se ha encontrado el primer pedazo?
—En la zona pantanosa, el trozo que quieren convertir en reserva de aves. —Castang hizo una mueca—. ¡Puá, qué asco! Así es como el guarda…
—Lo ha encontrado él, ¿verdad?
—Y sensatamente ha hecho lo que debía. Que es como yo… —poniendo a su vez cara de asco—. Tendremos que morder la bala.
—IJ llegará aquí en cualquier momento. —Identidad Judicial es el equipo técnico, que recoge, mide, fotografía, y examina las huellas.
—Aquí están. —No satisfecho—. ¿El médico no ha venido todavía? También necesitaremos a los de patología forense.
—Este lugar está lleno de mosquitos.
—Hablan de refugio de las aves, pero eso es un zoológico completo. Sólo faltan leones.
—Un momento, yo tengo unas botas altas de goma en el coche. —Pájaros cantando. Insectos… una tremenda cantidad de vida. La muerte es un equilibrio biológico.
—Yo no vuelvo allí —dijo el guarda forestal—. Ya he sacado todo lo que tenía dentro. Les acompañaré hasta cierta distancia. Mi trabajo es el monte, amigo y los animales en caso de necesidad.
—Ha hecho todo lo que puede hacer —dijo el fiscal, comprensivo.
—Prefiero el tribunal, francamente. —No pudo contener un estremecimiento mientras agradecía a esos dioses reconocidos por la profesión legal que no hubiera tenido que asistir nunca a una ejecución pública; era de esperar que no tuviera que hacerlo nunca—. Se notarán ciertos olores…
Castang regresó a su oficina sin pensar para nada en el almuerzo. Se sentó, aturdido; fue a su armario, encontró un poco de whisky, y de pie, tomó un trago. El armario contenía ropa y objetos útiles en caso de emergencia. Entre ellos se contaban una maquinilla de afeitar eléctrica y agua de colonia; se echó unas gotas en la mano y se la pasó por la cara. La mezcla con el whisky resultaba odiosa, pero había olores peores; permaneció un momento respirando profundamente. Fue a buscar a una mecanógrafa; todas se habían ido a almorzar. Sacó un dictáfono, puso una cinta, colocó el micrófono sobre su mesa y resopló tres veces con un ruido parecido a un mugido de vaca. Se levantó, se sirvió un segundo trago y encontró cigarrillos; deseó que Fausta estuviera aquí, pues le habría podido hacer un poco de café. Háztelo tú. Vamos a empezar. Dentro de una hora una de las chicas estará de regreso. Puso ante sí el bloc de notas y la pluma y el magnetófono en marcha.
—Pruebas, nous n’irons plus aux bois, les lauriers sont coupés. O, si vas al bosque hoy, te encontrarás con una gran sorpresa…
»Preliminar, copias como siempre a Richard, juez de instrucción, etcétera. Encabezamiento de costumbre. Castang; homicidios. Hora actual: trece y diecisiete. Hora de origen: ocho cincuenta y cinco. De acuerdo con… etcétera; siguiendo… etcétera; Acompañado por Liliane y Orthez: ver informes y hoja del día. Sigue texto: no deje que el juez sea sarcástico otra vez por la ortografía. De acuerdo, punto y aparte.
»Las tierras de la antigua finca La Charité, mayúscula y comillas, se encuentra fuera de los límites de la ciudad, pero son de propiedad municipal. Una gran área es en la actualidad un parque, con caminos, bancos y zonas para picnic. Por ejemplo, el circuito para mantenerse en forma, estructuras de madera y material para gimnasia. Hay que señalar que atletas, ciclistas y paseantes frecuentan esta área a todas horas sin llamar la atención. Lo mismo para los coches aparcados. El tiempo ha sido bueno y cálido, e incluso por la noche la zona atrae a numeroso público. Los caminos son de arena, en algunos sitios tierra batida, agujas de pino y demás. Punto y aparte.
»Detrás de esta área se encuentra otra gran extensión limitada por un arroyo, accesible por tres puentes; también, junto al caminito de la orilla del río hay senderos de grava en desuso. Nadar no está permitido oficialmente, debido a cierto riesgo bacteriológico, pero en esta época del año está tolerado. La vista gorda se amplía a los coches a los que se prohíbe el acceso al camino, pero no existe ninguna barrera y es frecuente que se infrinja tal prohibición. Vemos que el acceso a la zona salvaje es fácil y llama poco la atención. Caminar en ella es difícil debido a la espesa maleza y numerosos tramos de suelo blando y mojado. En esta estación este delta está infestado de mosquitos que desaniman al turista o al paseante, pero cabe destacar las numerosas incursiones de los pescadores, observadores de pájaros y gente con objetivos inocentes. Será importante recordar que la zona da cobijo a una amplia población animal, incluidas ratas almizcleras y numerosos pequeños roedores. Punto y aparte.
»Lo que yo denomino la zona salvaje está calificado como reserva natural y refugio de aves. Está al cuidado del servicio forestal del Estado, pero hasta que se tome una decisión, la vigilancia es escasa y superficial. Como el asunto ha sido ventilado en la prensa, esto es de conocimiento común en el lugar. Punto y aparte.
»Un guarda forestal ha hecho el descubrimiento; la inusual actividad de animales e insectos le ha llamado la atención. Una bolsa de plástico estaba rota y su contenido desparramado. Por las zonas de piel éste le ha parecido humano. Es comprensible que no haya hecho ningún esfuerzo por recogerlo, sino que inmediatamente ha alertado a la autoridad. Como la presunción de homicidio ha sido inmediata, se ha perdido poco tiempo. La zona ha sido aislada, dividida en sectores e investigada con la ayuda de una brigada de CRS. Se han recuperado otras seis bolsas de plástico, con las que el médico ha podido reconstituir la estructura ósea. Los resultados apuntan hacia una hembra humana de unos veinte años de edad. Desmembración detallada y consiguiente pérdida de sangre, metido todo en bolsas de plástico. Las condiciones de calor y humedad han hecho difíciles las observaciones o pruebas rutinarias para determinar la hora de la muerte. La descomposición no parecía muy avanzada. Se han guardado especímenes de insectos presentes y puede que resulten útiles. En espera del informe de los expertos, la hipótesis se centra entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de ser descubierto. Todos los hallazgos han sido llevados al laboratorio de Patología y se ha notificado al profesor Deutz. Se espera su informe provisional. Las mediciones, fotografías y demás, tal como IJ ha establecido, deberían estar a punto esta tarde. Punto y aparte.
»Sigue un breve resumen de las observaciones. Uno, fuerte hipótesis de conocimiento local por parte del autor. Ejemplo, la elección de la zona y las bolsas de plástico de supermercado. Dos, plan cuidadoso. Ejemplo, descuartizamiento detallado para el fácil transporte y ocultamiento. Intentos de enterrar las bolsas en una zona muy amplia en terreno blando. Observaré de paso que el tipo de suelo varía bruscamente, pasando de seco y duro a enfangado fluido, y no se ha identificado ninguna huella satisfactoria. La presunción es que el autor contó al menos con la rápida descomposición e incluso con que estuviera oculto mucho tiempo. Mostró poco conocimiento de los hábitos de la vida salvaje, lo que indica con cierta fuerza una formación urbana. Tres, todos los tejidos blandos estaban muy mutilados y no se veían señales de magulladura o estrangulamiento, etcétera. Causa de la muerte, pues, desconocida, pendiente de examen patológico detallado. Lo mismo ocurre con hipótesis de lucha, ataque sexual, ataduras y en verdad todas las circunstancias que rodean esta muerte. Cuatro, la revisión de las personas desaparecidas es como mucho aproximada, y está pendiente de parámetros exactos como la altura, peso, etc. La mutilación de los rasgos ha sido considerable y la identificación puede depender de la ficha odontológica. No… —Ah, ahí estaba la chica otra vez… al fin.
Al sustituto no le había resultado fácil regresar con calma, y había recurrido a la literatura. El propio Castang no había mostrado unas respuestas emocionales demasiado estables.
—Supongo —dijo con tristeza— que los soldados del 14-18 lo habrían encontrado una aburrida vulgaridad. Me refiero a los pedazos tirados por ahí; más un hedor perpetuo; más las ratas, los cuervos y demás animales repugnantes; más el lodo. No estoy muy seguro de lo del lodo… —estaba hablando mucho y apresuradamente mientras buscaba algo que pareciera una mano—. Passchendaele lo conozco, pero era otoño, ¿no? Y lodo frío. Lo que me desagrada es el lodo caliente. Allí arriba, en el país de las minas, el tiempo caluroso sería sobre todo seco… sodomizar a estos mosquitos.
—¿Ha leído alguna vez Agente secreto de Conrad? —preguntó el abogado, quizás suponiendo mucho acerca de los gustos de la policía en cuanto a lectura.
—No —irritablemente monosilábico: abogados…
—Hay un tipo destrozado por una bomba —decidido— y un concienzudo poli inglés está recogiendo los pedacitos. El inspector Whatnot examina el botín. Mientras le observaba me ha venido la frase a la cabeza, cito textualmente, «examinando los despojos de una carnicería con vistas a elegir una cena dominical barata».
Castang se sintió aliviado al ver que podía reír.
—Cena para pequeños mamíferos… moscones. Intereses entomológicos para Deutz. ¿Qué piensa de este descoyuntamiento?
—No pienso nada, deje eso para Deutz; ¿quiere usted decir que era un carnicero, o qué?
—No quiero decir gran cosa. Pienso que cualquier campesino tendría un cuchillo afilado y podría hacer un buen trabajo de descuartizamiento de una oveja o un venado. Pero también entendería de comadrejas y cosas de ésas. No enterraría material que no iba a permanecer enterrado. A no ser que tuviera sierra… realmente quería decir, algo legal.
—Vamos, es usted lo bastante sensato para no hacerme esta pregunta. Tranquilo, controlador, hábil con el cuchillo; aun así no es evidencia de estado mental… si trabajaba en la ciudad la sangre le resultaría un problema, ¿no?
—Si fuera yo —dijo Castang casi perdiendo una bota—, me desnudaría, lo haría en la bañera, y luego me metería bajo la ducha. Con la práctica acabaría siendo muy pulido.
—Y adquiriría el hábito —dijo el sustituto con sequedad.
—Científico loco. Hombre de magia negra loco. Hombre lobo en luna llena.
—Loco buscando titular en France-Soir. Me ocuparé de la prensa, ¿quiere?
¿Podía ser una mujer?, estaba pensando Castang. Había tomado tres tazas de café y estaba dictando a una mecanógrafa anémica. ¿Por qué no?
—En resumen: una rápida identificación de la víctima podría conducir al término de la investigación en el plazo de veinticuatro horas igual que la más leve perturbación de la fortuna sería suficiente para hacer que todo el cuadro resultara negativo. La rápida recuperación ha sido la clave inicial y seguirá siéndolo… —Estaré en mi oficina cuando lo tenga listo.
Monsieur Richard (su segundo nombre de pila era Gabriel, pero lo había suprimido porque, según observó, raramente era portador de buenas noticias) se había marchado a jugar al golf. Esto no era tan frívolo como parecía, porque tenía suficiente experiencia en tales asesinatos y no necesitaba ningún informe preliminar de Castang (a pesar de que éste fuera un competente investigador) para conocer la conclusión. Casi siempre son atrapados en cuarenta y ocho horas, porque son insignificantes para los Métodos Científicos. Lo que le preocupaba mucho más era ser el jefe del primer equipo de investigación criminal que descubría un asesinato cuyo autor sería una niñita de doce años. Porque la definición de delincuencia juvenil no había significado nada durante años. En la mente del público —igual que en toda mente lenta para comprender o aceptar cualquier idea nueva— todavía significaba una irrupción en el puesto de helados, intervención del paternal policía del barrio, un tirón de orejas del magistrado y una reprensión. El juez de menores, de todas las funciones legales la menos envidiable, tenía la extremadamente desagradable tarea de preocuparse por si un adolescente debería ser tratado como niño o como adulto y en qué medida. En Europa occidental el límite legal sigue siendo el decimoctavo cumpleaños. Se ha sugerido rebajar éste a dieciséis. ¡Como si eso ayudara!
El delito contra el niño (los problemas de las profesiones legales y judiciales no eran suyos, gracias a dios) es la peor pesadilla del policía. El delito cometido por el niño le sigue de cerca en segundo lugar. Porque tradicionalmente, el delito del niño es contra la propiedad. En realidad, los niños ahora estaban poniendo cada vez más su firma a delitos contra la persona. Poco tiempo atrás, Castang había tenido el caso de una mujer casada que fue violada por tres muchachos de catorce años… Durante las vacaciones se había cometido un homicidio, hasta ahora sin resolver. La brigada urbana tenía otro, de hacía menos de dos meses. Se habían sentado encima, y mantenían la boca cerrada. Esta mañana, Liliane había acudido a él con la incómoda teoría de que los dos estaban relacionados, y no le gustaba… Ella no sabía que a él tampoco le gustaba, porque Fabre, el Comisario Central de la brigada urbana, había hecho circular un informe confidencial sugiriendo lo mismo, y su párrafo final…
Golf… Hay muy pocos clubs de golf en Francia, y los que hay son excesivamente elegantes. De un modo abierto, en verdad oficial, ser socio era símbolo de riqueza, motivo para que su declaración de renta fuese controlada, igual que el ser propietario de un yate. Sólo te mezclas con los poderosos, y se espera que encajes. Richard lo hacía. Naturalmente pero como no tenía hijos, ni hipoteca ni amante, ni siquiera una esposa despilfarradora, pagaba su cuota y las facturas del bar con el ánimo de un hombre que hace una buena inversión. En cuanto a jugar realmente al golf —estúpida práctica— bastaba con concentrarse. Se le consideraba un compañero aceptable y un hombre con el que merecía la pena mostrarse educado. De vez en cuando le dedicaban un poco de tiempo. No se tenía que ser asiduo, porque los notables tienen la sensación de que mostrar amistad con una autoridad policíaca senior es una tabla de salvación. Sólo por si acaso… También había que oír («pescar la onda») qué tipo de instrucciones podían estar filtrándose desde sus amos políticos de París. Casi tan útil como un tipo en un puesto elevado en la Prefectura. Esto era ingenuo por su parte, pero los hombres de negocios son ingenuos. La vanidad les impedía advertir que él les escuchaba más a ellos. La conversación en el club de golf está menos vigilada que en la mayoría de sitios.
Así, era un agradable compañero en el bar. Hacía chistes. Hay en París una especie de ghetto de la intelligentsia que hace chistes, pero nadie en las ciudades de provincias hace chistes, y los notables menos que nadie. La caída del régimen giscardiano podría ser atribuida en parte a su completa falta de humor: uno podía no reír nunca en King DongDong. Los socialistas son en su mayor parte tipos muy lúgubres también, pero con ellos al menos existen menos probabilidades de ser privado de tus derechos cívicos a causa de la risa. Los jugadores de golf también necesitan chistes; se ponen muy violentos, propensos a partirle la cabeza a la gente con los palos.
Hoy no había mucha gente por allí. Los hombres de negocios estaban de vacaciones, o transfiriendo sus fortunas personales a Suiza. Otros estarían pasando por alto sus problemas cardíacos o digestivos. Acostándose con su secretaria. Lo que fuera. Llegarían más tarde, contando lo duro que había sido el día. Había unas cuantas ancianas gordas con bermudas que jugaban a golf con gran energía. Eso estaba bien. Richard deseaba pasear, pensar un poco, empujar una bola ante sí para ayudar a concentrarse.
Como cambio a la comida de Fausta —Judith también le estaba haciendo comer siempre muesli— fue al bar para autocomplacerse un momento con un bocadillo. Aquí no había restaurante, pero los notables, para quienes La Bouffe —Grub— nunca está lejos de sus mentes, insistían en que hubiera algo para comer. El barman, un tipo hábil, contrató a una mujer y hacía bocadillos. Aquí no entrabas y decías «uno de jamón». Hoy había lomo de cerdo ahumado, lo bastante poco hecho para que fuera jugoso. Aquel rosado era un buen color, a diferencia del rosa de la bufanda de aquella chica que era el de un cerdo de mazapán.
—¿Muscadet? ¿Una buena cerveza?
Se llevó su plato a un rincón, lejos de una pandilla de viejas queridas que bebían sólo un sorbito de champán desgasado; podías apostar a que tomarían una segunda botella. Se sumió en sus pensamientos.
Le pareció que de repente le partían como a una cortina; vio un rostro en el compartimiento del otro lado, de un hombre solo como él. Tardó un momento en reconocerlo, aunque le era muy familiar. Una de las brillantes luces del último gobierno, caído tan abajo que se diría «acabado», pero decir eso nunca es muy prudente en Francia, donde sólo la tumba es el final. Todos habrían conseguido empleos seguros. Éste no había sido ministro; era más refinado y estaba menos gastado que aquella docena de rostros perpetuamente a la vista apoyados por un lacayo de televisión. Todavía era un personaje poderoso. Una cara que iba con una voz lenta y académicamente precisa, una sonrisa desapasionada, un aire de distinción intelectual llevada con ligereza, igual que los honores. Persona interesante, pues uno le habría creído demasiado civilizado y demasiado desvinculado para haber atado su carro tan fuerte a esa espantosa banda; era un rostro menos voraz que los otros.
Sin embargo, con esa peculiar insensibilidad que les caracterizaba a todos, se había presentado como candidato para la Asamblea Nacional. Un escaño completamente seguro; una ciudad más bien pequeña (a unos sesenta quilómetros, pensó Richard; está lejos de casa) de la que había sido alcalde, una firme base política. Había sido derrotado por un muchacho desconocido. Otros muchos habían sufrido el mismo destino en un derrumbamiento, pero éste había estado entre los menos esperados.
—Me temo, comisario, que resulto entrometido. —¡Tendría que haber estado mirándole!
—De ninguna manera.
—Pero está usted preocupado.
—Confieso que sentía interés por conocerle… siéntese… pero no sabía que usted me conocía a mí.
—Conocíamos nuestros rostros —sonriendo—. La verdad es que estoy lo bastante lejos de casa para conocer a pocas personas por aquí; ¿puedo decir sencillamente que me sentía solo?
—¿El golf es su nueva pasión? —sonriendo.
—Es demasiado pronto para decirlo. Como conducir yo mismo el coche, una cosa que no he hecho en años. —Dicho de otra manera, había tenido coche oficial y chófer—. ¿Una nueva manera de concentrar la mente? Pensé que aprendería. Un perro viejo debe aprender los juegos nuevos.
—Podemos jugar juntos.
—Ni se me ocurriría soñar con imponerle a un torpe y aburrido principiante.
—No es un juego que me tome con tanta solemnidad como para aceptar su descripción en ningún contexto.
—Entonces, con el mayor de los placeres. ¿Tomamos un café? ¿Puedo encargarle uno para usted?
«¿De qué me conoce?» —se preguntó Richard. No tenía mucha importancia. Lo que le picaba la curiosidad era saber cómo esta persona amistosa y abierta, escritor distinguido además (a quien él no había leído: memo a Fausta, comprar libro de Aldo de Biron), encajaba con un político reaccionario e impasible, del que se sabía que había sido el autor real de una parte espantosa de la legislación social ahora en espera de ser derogada. Su lenguaje culto era superexquisito, pero había algo más. ¿Estaba en la Academia? Un poco crudo, eso (hoy en día demasiada gente se da cuenta de que la Academia es el último refugio del escritor ilegible) pero ¿quizás en el Instituto de Ciencias Morales y Políticas? (Fausta: averígualo). Monsieur de Biron había hecho una discreta visita al lavabo y regresó con las tazas de café.
—Pasaba demasiado tiempo en París, como me he dado cuenta hace poco… de manera grave pero saludable. Nuestra ciudad es pequeña… ¿la conoce usted? No hay gran cosa para recomendar…, algunos edificios de buena arquitectura.
—Está en «mi distrito». Probablemente he estado allí en dos o tres ocasiones oficiales, que he olvidado por completo.
—No me sorprende lo más mínimo.
Una tarde agradable. Un hombre que no se hacía pesado y Richard esperaba que se pensara lo mismo de él. No se habló de política, ni de libros, ni de golf. Árboles, flores silvestres, césped, pájaros: Richard no sabía nada de estas cosas, pero la instrucción llegó sin una sombra de pedantería.
—¿Mi torpeza no le ha resultado demasiado opresiva? Le encuentro a usted un profesor más paciente que los profesionales. Es usted un estilista natural; probablemente es así en todo lo que hace. Me lo he pasado bien. Espero repetirlo, pero no desearía imponerme con estos torpes cumplidos.
—¿No nos hemos ganado un trago? —preguntó Richard.
Había algo. Qué era, por qué debería haberlo, no podía decirlo; pero la sombra (aunque diminuta) de una mosca que bailaba sobre su cabeza presagiaba algo. Preguntarse por ello era inútil, pero merecía un poco de trabajo en casa.
Tendría que mirarlo en la oficina antes de ir a casa. Castang sabía muy bien dónde estaba él, a pesar de fingir lo contrario, y le habría llamado en el caso de haber surgido alguna dificultad, pero la prudencia debe vencer a la pereza. En el oído interno podía oírse una voz, que hablaba en el tono amable y meloso de un consejo de defensa: «¿Y dónde estaba el comisario de división durante estos acontecimientos? Señoras y señores del jurado…». Estrechando la mano a Aldo de Biron de un modo amistoso Richard tomó nota: pensar en él… pero un poco más tarde.
Castang se había quedado para trabajar un poco sobre la delincuencia, pero no tenía intención de estar allí hasta que alguien se presentara con un problema. Todo tiene un límite.
Cada día empiezas de la nada. Cada día no sabes nada. Aprende algo. Te has levantado por la mañana y has preparado café: era una página nueva en la agenda, blanca y limpia. Has empezado con pulcritud, escribiendo con letra clara. A medida que ha transcurrido el día la página se ha ido ensuciando con manchas y garabatos: los números de teléfono en los márgenes, las redondas con la palabra «Piensa», y los círculos rodeando la palabra «Dice»… que generalmente significan «no creo una palabra de ello». Dibujos misteriosos hechos por el inconsciente mientras atiendes al teléfono. Suciedad acumulada. Trozos arrancados, trozos tachados; pedazos de vidas, incluida la suya propia, arrancados. Al final del día estaba arrugada y manchada de grasa; todo tenía un límite.
Bajó del coche para abrir la puerta de la calle. Ahora que tenía que ir más lejos usaba menos la bicicleta. ¿O era porque ahora que era Comisario las bicicletas estaban por debajo de su dignidad? La casa también estaba un poco por debajo de su dignidad. De los mil novecientos y pico comisarios de policía de Francia él conocía a unos cuantos. Vivían en barrios residenciales, en bloques de apartamentos con «standing». Era necesario para la categoría, como los privilegios.
Era como Richard había dicho: «¿De qué sirve la categoría si no puedes mover hilos?», y este padrino de nuestros días lo había demostrado. Se hacían llamadas telefónicas a personas que a su vez hacían otras llamadas. Las dificultades se fundían; la magia de La Magouille el Gran Violín, el Arreglo. Le ponían los papeles delante y le decían: «Firma aquí»… igual que muchas confesiones de crímenes… cosa que eran. Deja que la gente te haga pequeños favores y esperarán que tú les hagas otros. Uno aprendía.
Materiales de construcción… Vera se había horrorizado, pues había ido con gran inocencia al almacén del proveedor con una larga lista y había regresado aterrada:
—Te piden cinco francos por un ladrillo.
—Mi pobre muchacha —dijo Orthez, que sentía gran afecto por ella—, si insistes en construir en un barrio de trabajadores, tienes que hacerlo a su manera. No puedes llamar y decir rebájeme el cincuenta por ciento como si fueras una persona distinguida. Déjamelo a mí.
Y apareció una gente siniestra en sucias camionetas con todo lo que Castang quería.
—Quinientos. Para un amigo tres cincuenta. Efectivo. Aquí mismo.
Todo era robado. Había oído a Orthez decirlo abiertamente, «No se lo digas, estúpido maricón», a ese joven idiota de Lucciani, el maníaco de la electricidad, que apareció con un coche lleno de cables e interruptores. Las herramientas eran «prestadas». Por favor Diógenes no enciendas la linterna para mirar a un trabajador honrado.
—A mí me enseñaron a ser honrada —dijo Vera, muy sorprendida—. Ahora sé por qué los capitalistas dicen que los proletarios no trabajan e incluso si les observas como un halcón te roban hasta la camisa.
—Mentiras —dijo Orthez cómodamente—. Pregúntales dónde aprendimos a robar, y cómo hacerlo sin que te pille un policía en la puerta.
—Lo sé —afligida—. Cuando nos pasamos al comunismo en mi país pasó exactamente lo mismo.
Corrupción en todas partes. ¿Qué no está en venta? Nosotros no lo estamos, decía Castang. No es «hasta cierto punto»; es una vez pasado ese punto.
El gran problema de vivir aquí era simplemente que desafiaba a lo convencional. Podías hacer esto en París, pero el sello de la gente de provincias es que les gustan los hatos de semejantes. Vive en un barrio burgués y nadie te hará preguntas. La gente aquí no te preguntará cómo te ganas la vida pues, con demasiada frecuencia, la suya no resistiría un examen. El insignificante funcionario quiere vivir en una calle con sus compañeros; ellos entenderán sus estrecheces. Gracias a Dios esta ciudad ha doblado su tamaño en veinte años; pero en esta pueblerina supervivencia de otra era a la gente le gusta saber quién eres. Él se mostraba amistoso con todos los del pub. Se había establecido cierta tolerancia. Pero sé prudente, decía Orthez. Pon un aviso en la puerta que diga «Cuidado con el perro». Una bestia tipo perro de pastor sacado de la Protectora de Animales no era nada malicioso; Castang no lo habría dejado cerca de Vera y su hijo si lo tuviera. Sólo era una medida prudente…
—¡Prudencia! —decía Vera con disgusto. Ella quería cambiar el mundo, y estaba harta de la prudencia. También tenía razón, suponía Castang: la prudencia ya no era suficiente.
Aparcó el coche en el patio y volvió atrás para cerrar la verja.
—Constrúyete tu pequeña fortaleza —había dicho Vera con malicia—. No dejes entrar a nadie. ¡Pensamiento francés! Yo quiero salir: conocer gente, hablar con la gente; ya he estado demasiado tiempo paralizada.
No estaba hablando de sus torpes piernas. O sí, lo estaba, el pensamiento estaba estancado. Todo en la sociedad estaba bloqueado todo se estaba descomponiendo. Los mecanismos estaban gastados. Un cambio en el gobierno no era más que algo cosmético, superficial, inadecuado. No había pensamiento nuevo. ¿Y qué íbamos a hacer al respecto?
Castang no lo sabía. Ella le tendría la cena preparada enseguida; habría tiempo para hacer un poco de carpintería. Más tarde, todavía habría luz suficiente para pintar un poco. Él tenía una investigación de homicidio sobre sus espaldas y era ya bastante trabajo con el que seguir adelante.
Tenía paciencia con sus pasajes de Cassandra, pero a veces le hacían suspirar. Las profecías de tristeza eran baratas, pensó, y ella hacía muchas.
—Nuestro mundo está atrapado. Los lubricantes familiares como Jesús o Buda ya no funcionan. Y las cosas irán peor; no serán sólo los incendios forestales o las mareas negras por vertidos de petróleo. Volcanes que han estado dormidos diez mil años entrarán en erupción… de hecho ya lo están. Los terremotos…
Castang se encogió de hombros; era muy posible, y entretanto, otro homicidio en el que trabajar.