Auschwitz, junio de 1943
Su cuerpo comenzó a templarse bajo el sol del verano. Sophie cerró los ojos y suspiró al recordar Berlín y la villa que había sido su hogar los últimos años. Su trabajo de enfermera en el Hospital Judío de Berlín los había mantenido a salvo a los tres durante un tiempo. Sus padres, Abraham y Lieschen, fueron apresados a mediados de mayo y enviados a Auschwitz. Ella corrió la misma suerte cinco días después.
Apretó los párpados, dirigiendo su cara hacia el sol, y se pasó la lengua por los labios al imaginar lo agradable que sería fumarse un cigarrillo. Sus piernas, antes esbeltas, estaban perdiendo su atractivo, y su cuerpo delgado se perdía en el traje áspero y sucio de tela de saco. Sophie tocó instintivamente su cabeza, pero el contacto con el pelo corto la estremeció. Era afortunada al no tener un espejo cerca. Prefería no verse, aunque el aspecto de sus compañeras no le dejaba lugar a dudas sobre cuál debía ser el suyo.
Sophie miró a un lado y al otro e intentó cambiar de postura para relajar el dolor de sus piernas. Llevaban varias horas esperando frente al bloque 28, todos sabían cuál era el uso que se daba a aquel tétrico lugar.
Uno de los capos les ordenó que pasaran al interior y el grupo comenzó a desfilar hasta la puerta. Dentro, varios hombres con batas blancas sobre sus uniformes de las SS los esperaban. Los médicos les mandaron que se desnudaran y Sophie notó el rubor que cubría sus mejillas cuando comenzó a quitarse la ropa. No era una niña, a sus treinta y tres años de edad sabía lo que era ser escrutada por los ojos de un hombre, aunque este la despreciara por su condición de judía.
Cuando observó a los ciento cincuenta hombres y mujeres que tenía alrededor, se percató de un detalle aterrador. Todos y cada uno de ellos eran jóvenes, atractivos, con cuerpos bien formados. Nada que ver con los miles de desgraciados que se hacinaban en los bloques o sencillamente vegetaban con la mirada perdida y los ojos muy abiertos. Un escalofrío recorrió la espalda desnuda de Sophie y el vello se le erizó de inmediato. ¿Qué iban a hacerles aquellos médicos?
Un hombre joven, alto, rubio y sonriente entró en la sala y saludó con amabilidad a los prisioneros. Debajo de su bata vestía un uniforme de Hauptsturmführer de las SS y las dos calaveras de sus solapas brillaban bajo la luz fluorescente.
—Por favor, cooperen y no les sucederá nada. Se lo prometo. Queremos hacerles unas mediciones y luego los dejaremos tranquilos. Si se portan bien, recibirán una ración extra de comida —dijo el oficial con su cara infantil, mientras se mesaba la barba corta y rubia.
El ambiente se relajó al instante, el joven oficial extrajo algunos instrumentos metálicos de un maletín negro y, con un gesto, indicó a una mujer que se aproximara. La prisionera dio un paso y se tapó instintivamente el pubis y los pechos, como si al escapar de la masa de cuerpos hubiera tomado conciencia de su desnudez. El oficial la miró con simpatía y comenzó a escrutar sus rasgos, la forma de su cuerpo y la apartó con cuidado hacia un lado. Poco a poco los prisioneros desfilaron delante de él. A algunos apenas les dedicaba una mirada y eran rechazados con desaprobación, otros eran examinados detenidamente, medidos y calibrados. Después leía el número marcado en el brazo del prisionero y un ayudante lo apuntaba en un formulario.
Cuando Sophie vio que el oficial la señalaba, titubeó unos instantes antes de acercarse. El hombre la miró con detenimiento, pero con cierta frialdad. Después acercó su rostro al de ella. Sophie pudo oler el perfume del oficial y cuando este pronunció su número en alto, pegó un respingo y corrió hacia el lugar de los elegidos. Mientras observaba cómo los prisioneros que no habían sido seleccionados salían del bloque, pensaba que había tenido suerte.