Roma, 1 de enero de 2015
El eco de las voces inundaba la inmensa capilla. La multitud escuchaba los cánticos angelicales y los fieles se preparaban para la misa solemne de Año Nuevo. Un centenar de sacerdotes con túnicas blancas desfilaron por el largo pasillo hasta el altar y se abrieron en un fabuloso abanico de colores. Los cardenales, con sus vestiduras rojas y los purpúreos birretes de los obispos, comenzaron a colocarse en los lugares de honor. El papa apareció custodiado por varios sacerdotes con ricos bordados de oro y con paso cansado se aproximó al trono. La multitud, puesta en pie, escuchaba los cánticos hasta que el silencio hueco inundó la basílica más bella de la cristiandad.
En las primeras filas se sentaban algunos mandatarios europeos, los representantes de varias casas reales y las familias más nobles de la ciudad. Entre los dignatarios brillaba la figura imponente de Alexandre von Humboldt, el flamante candidato a la presidencia de Europa. A su lado, su esposa, que vestía un discreto traje negro y una mantilla que resaltaba su pelo rubio.
La policía italiana había acordonado la Ciudad del Vaticano, Allan y Ruth estaban a todas horas en los noticiarios, se los acusaba de varios asesinatos en Alemania y de la muerte de Giorgio Rabelais en Italia. El profesor de antropología católico había muerto la noche anterior.
Un sacerdote de figura atlética, vestido con una sotana larga de color negro, se encontraba justo al borde de la zona reservada a las autoridades, a su lado una joven monja de color miraba con los ojos inquietos la ceremonia.
Después de unos minutos de cánticos y algunas lecturas bíblicas, el papa se dirigió hasta la multitud. Las dos grandes pantallas de vídeo se reflejaban sobre el altar. El rostro cansado del pontífice apenas expresaba emoción alguna; sus ojos azules parecían hundirse en sus mejillas arrugadas, su pelo canoso brillaba bajo la mitra y sobre sus ropajes de seda y oro.
—Cada año es la promesa de una nueva resurrección. En estos días que celebramos el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, cuando el hombre se bate por un pedazo de tierra, un puñado de arroz o un poco de poder, Europa se levanta de sus cenizas y proclama la verdad salvadora de la cristiandad católica. Volveremos a ser el referente moral del mundo, naciendo a una nueva ética, basada en los principios eternos de verdad, esperanza y amor. —La voz del papa retumbaba en los vetustos mármoles de la basílica.
El sonido metálico de los altavoces rechinó y el santo padre aprovechó para tomar aire. La preocupación, la tensión y el malestar por los acontecimientos de los últimos días habían minado sus escasas fuerzas. Después de tantos sacrificios, estaba a punto de conseguir el sueño de toda su vida. Europa regresaría a la senda marcada por su líder y maestro, aquel que tantos habían denostado, pero que salvaría de nuevo la decadente y mestiza sociedad del Viejo Continente.
—La trompeta de la historia ha sonado, los viejos tambores que anunciaban el comienzo de la batalla truenan de nuevo en las urnas de la esperanza. Podemos regresar a la senda que no debimos dejar nunca, sentirnos orgullosos de lo que somos, elegidos de Dios, sucesores de San Pedro, amigos de los hombres de buena voluntad…
Las últimas palabras de Pío XIII flotaban en el ambiente cuando la multitud comenzó a generar un murmullo de horror y angustia. El papa levantó las manos, desconcertado, se volvió lentamente y contempló la inmensa pantalla de su derecha. Las famélicas figuras de su pasado lo golpearon como un mazazo en la cara, los prisioneros del campo de concentración de Natzweiler lo miraban con sus ojos apagados y sus rostros cetrinos. Entonces, la figura del rostro del papa apareció congelada en la pantalla y a su lado, la de un joven oficial de las SS. A pesar del tiempo transcurrido, se podía distinguir claramente los rasgos del papa en los del joven.
Una voz comenzó a sonar por los altavoces:
—Klaus Blumer, oficial de las SS perteneciente a la Ahnenerbe, criminal de guerra buscado por su participación en el asesinato de más de cien personas en el campo de concentración de Natzweiler en agosto de 1943, prófugo de la justicia. Ha vivido todo este tiempo bajo la identidad de Alois Jaspers.
La voz se detuvo un momento y el papa bajó los brazos y comenzó a tambalearse, pero nadie se acercó para auxiliarlo, todo el mundo miraba hipnotizado las dos pantallas gigantes.
—Yo acuso a Pío XIII de asesinato, falsedad, crueldad y mentira —dijo la voz potente del altavoz.
Alexandre von Humboldt miró horrorizado la patética escena, su carrera política se encontraba tan ligada a la del papa que se había convertido en unos segundos en un cadáver político. Se puso en pie y se dirigió a la puerta, seguido por su esposa y sus guardaespaldas.
El papa, apoyado en su gran báculo, se arrodilló, con la cara desencajada, y comenzó a retorcerse en medio del asombro general. Después se derrumbó y varios ayudantes corrieron a socorrerlo. Cuando lo sacaron de la iglesia, la multitud comenzó a disolverse.
Allan y Ruth permanecieron en su sitio en silencio, vestidos aún con sus disfraces. El antropólogo levantó la vista y observó la figura agonizante de Jesús sobre los brazos fríos de una virgen de mármol. El rostro desencajado del hijo de Dios transmitía un inmenso dolor. Allan se puso en pie y Ruth lo imitó en silencio. Caminaron por el largo pasillo vacío y al pie de las escalerillas contemplaron aquel nuevo año, sintiendo que las cosas iban a comenzar a cambiar, y bajaron sonrientes las escaleras hacia su futuro.