Roma, 31 de diciembre de 2014
La hermana María aparcó el coche e intentó rezar antes de salir, pero ya no podía. Sus nervios estaban destrozados. Había vuelto a matar, sus compañeros estaban heridos o muertos. No había entrado en la Iglesia para acabar siendo una asesina, porque eso era en lo que se había convertido. En nombre de Dios o de la Iglesia, qué más daba.
Se recostó sobre el asiento y estiró los brazos. Sentía cómo la tensión de los últimos días se le acumulaba en la nuca. Era un dolor agudo, como si la cabeza fuera a separarse de la espalda. Entonces, abrió los ojos y miró a la ventana del apartamento. Había ido allí casi sin pensarlo, el apartamento de Giorgio Rabelais era el último sitio donde podría esperarse que volvieran sus objetivos, pero un leve resplandor, como el de una televisión brillando en la oscuridad, era claramente visible. Se apeó del coche y amartilló su arma al entrar en el portal. Ascendió por la escalera, sigilosa, y abrió la puerta con su ganzúa. Se acercó calladamente hasta la pareja. Estaban frente a una pantalla de cine. El hombre hacia delante, señalando algo con un dedo y la chica más atrás, mirando con atención. Hablaban, pero ella no entendió las palabras. Levantó el arma y apuntó.