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Roma, 31 de diciembre de 2014

Pasaron todo el día escondidos en las caóticas calles de Roma, esperando a que se hiciera de noche otra vez. Después se acercaron a la entrada y Ruth abrió el portalón. Ascendieron por las escaleras. La puerta del apartamento de Rabelais estaba cerrada, como si no hubiera pasado nada, pero cuando cruzaron el umbral vieron el desorden. Muchos de los papeles y libros estaban por el suelo, apenas podían caminar sin pisar alguna cosa. Se acercaron hasta el estudio y Allan sacó las películas de la mochila. Como no habían encendido la luz, tuvieron que poner el proyector a tientas.

Visionaron las tres filmaciones seguidas, pero no encontraron nada nuevo. Desanimados, se sentaron en el sillón. Permanecieron en silencio una vez más hasta que Allan intentó levantar el ánimo de la chica.

—Lo veremos de nuevo.

—Es inútil —dijo Ruth, cabizbaja.

—Tenemos toda la noche. Creo que estamos mirando, pero no estamos viendo. En las películas hay algo que se nos escapa.

—Pero ¿el qué?

Allan se quedó pensativo.

—Ya te dije que a lo mejor la pregunta no es el qué, si no quién.

—No te entiendo —dijo la chica.

—Escribamos otra vez la lista de los miembros de Ahnenerbe que participaron en la expedición de Crimea y en el caso de los huesos. Intentemos encontrarlos en la película.

—Está bien —dijo Ruth, sin mucho entusiasmo.

Comenzaron a visionar las filmaciones de nuevo, parando cada vez que aparecía uno de los alemanes de la lista. Kerr, Beger, Hirt, Fleischhacker, Rübel…

—Hay una cosa en la que no habíamos reparado —dijo por fin Allan. La tercera película estaba en marcha y los famélicos prisioneros judíos aparecían en Natzweiler.

—¿Cuál? —preguntó Ruth, intrigada.

—El único que no aparece por ninguna parte es el joven oficial de las SS.

—Blumer

—Exacto.

—A lo mejor no le gustaba que le enfocaran las cámaras —dijo Ruth.

Continuaron con la película hasta que Allan paró el proyector y dio un salto en el asiento.

—Ahí está.

—Sí, debe ser él, por la descripción que Thomas Kerr da en su diario.

—Si pudiéramos aumentar la imagen… —se lamentó Allan. Se puso en pie y se acercó hasta la pantalla.

Ruth lo miró en silencio. Después, el hombre se dio la vuelta y miró con los ojos desorbitados a la chica.

—Creo que ya sé de quién se trata —dijo mientras una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro.

La chica lo observó, expectante. Habían corrido todo ese camino a ciegas, con la esperanza de encontrar las respuestas, y ahora se sentía perdida y sin fuerzas. Ya nada podía sorprenderla, la muerte estaba demasiado cerca para fingir que no tenía miedo y que lograría escapar con vida de esta.