Toledo, 31 de diciembre de 2014
—Tenemos que reconocer que hemos perdido —dijo el arzobispo de Toledo.
El resto de miembros de los Hijos de la Luz lo miraron enfurecidos. Habían estado muy cerca, pero ahora veían cómo su sueño de gobernar la Iglesia volvía a desvanecerse. Su agente, el Ruso, estaba muerto. Roma sabía quiénes eran, Rabelais permanecía ingresado grave en un hospital y la chica se encontraba en paradero desconocido con el profesor Haddon.
—No debemos rendirnos ahora —dijo uno de los miembros del consejo.
—Saben quiénes somos, lo mejor que puede pasarnos es que nos aparten de Roma y nos manden a destinos lejanos, después de hacernos entrar en vereda —dijo el arzobispo de Toledo.
—No se atreverán —comentó un miembro del consejo, furioso.
—¿Cuántas veces hemos sido disueltos y hemos resurgido de nuestras cenizas? Esperaremos una nueva oportunidad y lo conseguiremos antes o después —dijo el arzobispo.
—¿Con un poder central en Europa? —preguntó uno de los consejeros.
—Los políticos pasan, pero la Iglesia permanece. Nuestra organización ha visto cómo cambiaba el poder de manos muchas veces. La Revolución francesa, el Imperio de Napoleón, el Imperio británico, las dos guerras mundiales, el ascenso de Hitler y la Unión Europea han pasado. Esto también pasará —dijo el arzobispo.
—¿Acudirá mañana a la misa de Año Nuevo? —inquirió uno de los consejeros.
—Naturalmente, debemos dar una imagen de total normalidad, que sean ellos los que den el primer paso —respondió el arzobispo.
La reunión se disolvió y el arzobispo regresó a sus habitaciones. Sacó una pistola de un armario y, sin titubear, se disparó en la sien. Había mentido a sus colaboradores, sabía que los servicios secretos vaticanos eran capaces de infligir los dolores y las torturas más crueles. El suicidio era la única manera de escapar de un infierno en vida, aunque lo llevara a las puertas de otro peor.